por Daniel Samoilovich y Eduardo Stupía
En un Panel de Discusión sobre los Medios de Vida de los Escritores había dos ídem; dijo uno:
—Un escritor debe consagrarse ciento por ciento a la Literatura; caso contrario es un aficionado, un diletante que difícilmente produzca algo de provecho, y de paso le hace daño a nuestra Sagrada Profesión.
—Pues yo debo ser uno de esos, muy señor mío— dijo el otro escritor—, pues no se me cruza por la cabeza eso de dedicarme ciento por ciento a la Literatura. Yo escribo, y eso es todo. En cuanto a mi profesión, trato de ejercerla con dignidad y que me deje el mayor tiempo posible para escribir.
Continuó el debate, enconado y chicanero, con acusaciones de frivolidad e infatuación volando como tinteros para uno y otro lado; poco faltó para que los contendientes se fueran a la greña (o eso parecía), y cumplido largamente el plazo para desalojar la sala, ambos se separaron sin saludarse. Poco después vino a saberse que los dos eran profesores de Literatura en la misma universidad.
***
Viendo el éxito que había tenido el Panel de Discusión sobre los Medios de Vida de los Escritores, los organizadores montaron otro. El Primer Escritor en hablar dijo:
—Un escritor debe escribir. Personalmente, no sé ni quiero hacer ninguna otra cosa; no siempre puedo escribir lo que quiero, pero me niego a hacer otro trabajo, que me distraería del sagrado ejercicio de la escritura.
—Peligrosísima postura acaba de escucharse en esta noble sala —dijo el Segundo Escritor—, principalmente para los jóvenes, que pueden ser inducidos fácilmente al error; la escritura por encargo corrompe el estilo propio y deja una sensación de náusea y descreimiento. Puedo entender que uno se vea obligado a ello, y a mí me ha pasado en mi extrema juventud; pero, justamente por lo mismo, en cuanto pude me aseguré de tener un oficio en el que no comprometo nada de mi energía creativa, un oficio en el que me desempeño distraída y levemente y que me deja tiempo para la Sagrada Libérrima Autoría.
Tampoco aquí hubo conciliación, también acusaciones cruzadas; las más suaves fueron las de tener un estómago demasiado delicado o una piel demasiado gruesa; tomarse la cosa a la ligera o demasiado solemnemente, etcétera, etcétera. Poco después, se supo que uno de los contendientes trabajaba como redactor en el periódico local y el otro en el del pueblo vecino.
Quizás también convenga destacar, aunque eso ya lo habrán colegido los astutos lectores, que ambos eran pésimos; a cual peor.
***
El poeta Dante estaba paseando por el Paraíso cuando Dios lo mandó llamar.
—Necesito que agregues algunos versos a tu Inmortal Poema —dijo el Altísimo.
—Imposible —replicó el Florentino—; mi obra es decididamente perfecta; además, como bien sabes hay un proemio general y 33 cantos para cada parte, lo cual hace un total de 100 cantos, que es un número divino.
—No me vengas con tecnicismos. Además, no necesito un canto nuevo, necesito sólo unos versos.
—Eso es otra cosa. ¿Y qué debería cantar en esos versos?
—Necesito varios castigos nuevos en el Infierno.
Dante casi muere de nuevo ante tamaña innovación; Dios trató de explicarle que no se trataba de un defecto de su poema, sino que con el correr de los siglos habían surgido nuevos pecados, no previstos en el siglo del Dante, y cuyo contrapaso había que inventar. El poeta adujo que todo estaba ya inventado; afirmó, por ejemplo, que los gravísimos castigos del Séptimo Círculo seguían siendo adecuados para los asesinos en masa, cualquiera que fuera la escala de sus crímenes en el siglo que fuera que estuviera corriendo allí abajo. Dios insistió en que trataba de auténticas novedades, no sólo de una mayor escala en pecados ya conocidos.
El poeta se hizo explicar entonces de qué pecados se trataba. Oyendo lo que el Señor pacientemente le contaba, el Poeta oscilaba entre la indignación y la resistencia a modificar su obra; finalmente transigió en crear un par de contrapasos nuevos: un pantano de goma sobada y rosa para hundir en él a los que dejan los chicles mascados debajo de las mesas de los bares o tirados en las aceras, y una cámara acústica donde se producen eternamente ruidos infernales para beneficio de los que usan el teléfono celular con el altavoz activado. Se pusieron de acuerdo en usar la misma cámara para encerrar —eternamente— a los que tocan la bocina de sus autos sin necesidad.
***
Un científico metió en una cabaña seis cucarachas, seis gallinas, seis manchas de tinta y seis bolas de billar. Luego, les dijo:
—Os ruego que aprendáis a convivir, pues pronto vendrán más exponentes de la que ha de ser una maravillosa e indiscutible colección de muestras del número 6, simiente de un gran museo que llevará mi nombre y hará que mi genio sea recordado para toda la eternidad; además de darme fama y dinero mientras viva, por supuesto.
—¿Por qué el 6, y no otro número?— preguntó cautamente una de las cucarachas.
—Es un número lo bastante pequeño como para poder juntar gran cantidad de especímenes de 6 en 6, pero no tan pequeño como por ejemplo el 1, donde la idea del número se disuelve; una colección de unidades, de hecho, parecería simplemente un revoltijo de cosas y seres cualesquiera. Fíjense que aun el 2 es demasiado poco interesante como para hacerse notar: Noé, por ejemplo, hizo una buena colección de muestras del número 2, pero nadie reparó en ello, sino en el aspecto utilitario (supervivencia de la vida animal) de la cuestión.
— Pero yo no soy nada parecida a ella— dijo una bola de billar lisa, señalando (no me pregunten cómo) a una rayada—; no quiero formar parte de ningún grupo del que ella forme parte; ni de 6 miembros, ni de 24.
—Pues formas parte, querida —dijo el científico—; pues aquí, desde que estáis en esta colección y proto-museo, lo que importa son las similitudes, y no las diferencias. O sea, no lo olvidéis, el seis.— (El hombre rimaba y aliteraba sin querer; no era un poeta, sino un científico.)
—Hubieras hecho una colección de 6 bolas de billar rayadas y otra de 6 lisas. Eso hubiera tenido más sentido.
—Si empezara a atender a todas las objeciones, alguien pediría que fuera un grupo de 6 bolas de billar rojas, otro que fueran 6 bolas de billar francesas, cosas por el estilo. Todo eso puede ser, y nada de eso tiene importancia. Lo que yo espero es que todos los grupos que están aquí sean vistos como muestras del número 6; y estoy seguro de que al ver 6 bolas de billar, aunque unas sean rayadas y otras lisas, y dentro de las lisas una verde y otra roja, la gente pensará “6 bolas de billar”.
—¿Qué esperas demostrar con eso?— preguntó la misma bola que venía discutiendo con el hombre.
— Quiero demostrar — respondió el científico— que la matemática es una ciencia limitada en contenido, pero exacta. O mejor: exacta porque limitada en contenido, dejando fuera precisamente las diferencias individuales en las que tú tanto insistes.
— Mira— dijo una mancha de tinta— puede que eso de que la gente piense en el 6 funcione con las bolas de billar, pero con nosotras no va a andar. La gente que nos mire no va a pensar “6 manchas de tinta” sino “qué sucio está esto”. Me encantaría equivocarme, pero créeme, tengo experiencia en el asunto.
***
Mientras tanto, una gallina puso dos huevos.
—No, no, no— dijo el científico— nada de DOS huevos. O pones cuatro más en el acto, o los quito de aquí enseguida.
La gallina de marras, que sabía contar justo hasta cuatro, agregó la cantidad de huevos requerida, y se puso a empollarlos, mientras las otras gallinas empezaron a perseguir a las cucarachas; una cucaracha se escapó, o se escondió tan bien que quien se pusiera a contar contaba 5; el científico se puso en cuatro patas para buscar a la cucaracha, y en eso estaba cuando la bola de billar negra, que hasta entonces no había hablado, dijo con voz grave:
— ¡Quieto ahí! No la busques más; quédate así como estás, pues al fugarse ella y ponerte tú en cuatro patas has resuelto un problema de tu colección, que eras tú mismo, en tanto séptimo ejemplar bípedo. Mira como estamos ahora: seres ubicados sobre el plano, 6 (las manchas); seres esféricos sin patas, 6 (nosotras, las bolas); seres de dos patas, las 6 gallinas; seres de más de dos patas, tú y las cinco cucarachas.
El hombre, pálido y ofendido, se puso de pie, y abandonó para siempre la simpática cabaña. Esta fabulita muestra que la matemática es una ciencia exacta a condición de que no se la aplique a nada concreto: que era precisamente, si se acuerdan, lo que el científico quería demostrar.