David Huerta, El desprendimiento. Antología poética 1972-2020
Edición del autor y de Jordi Doce
Galaxia Gutenberg, noviembre 2021, Barcelona, 430 pp.
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La totalidad de una obra literaria difícilmente puede desvelar la textura de los componentes que la unen desde sus fragmentos, estaciones o épocas. Siempre habrá una lectura, un acercamiento, una apreciación que impida la exégesis totalizante. Quizá por eso la idea de “obra abierta” es la mejor posibilidad de acceder a la infinita variedad de la experiencia literaria. La poesía, en este sentido, goza el privilegio de la recomposición incesante: se abre y cierra en el proceso de escritura, pero también durante la actividad lectora; concentra y abigarra el discurso en la Forma, pero al mismo tiempo esplende hacia el orden liberador del caos. Gaston Bachelard resuelve esta dicotomía —concreta y aparente, fugaz y perdurable— así: “La poesía es una metafísica instantánea”. A pesar de la simultaneidad en que se ubica el poeta (su ser-mundo) al momento de la escritura, se sabe sujeto atemporal que urde un lenguaje hecho de intuiciones, de referencias a una naturaleza no visible pero sí perceptible; su lugar es un espacio donde las contradicciones no se resuelven sino que lo consumen, paradójicamente, mientras produce su obra.
Así, cuando nos ubicamos frente al recuento de una voz poética, insoslayable en el ámbito de la poesía hispanoamericana, como el caso de David Huerta, no sólo apreciamos los registros de su enunciación lírica en conjunto, sino la conformación (construcción) de un discurso que en cada libro nutre de manera significativa sus propias “experiencias del lenguaje” y que convocan e innovan incesantemente sus potencialidades. El desarrollo de estas “potencias” (Furias, Gracias, Gorgonas o como quiere llamársele a las fuerzas que detonan el proceso creativo), que se enfrentan con esa materialidad viviente que es la realidad —la del poeta y la del otro—, adquiere un orden en el lenguaje y (se) enuncia desde una nueva realidad. Como advierte María Zambrano: “El poema es ya la unidad no oculta, sino presente; la unidad realizada, diríamos encarnada”.
La “metafísica instantánea” aspira a ser más que el poema, más que una esencia filosófica de la composición literaria; trasciende lo biográfico y, por lo mismo, se vuelve memoria colectiva, vocablo de erudición tribal: “Pulso, fervor. La mano del que busca se hunde en torsos de luz; rescata del más árido silencio una cárcel de polvo”, revela el poeta David Huerta en una exploración minuciosa que, a lo largo de su obra, hizo de los territorios desde donde podía oír el débil crepitar de una yesca que alumbraba apenas al instante.
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Más de veinte libros componen la obra poética de Huerta —que abarca casi medio siglo de presencia en las letras mexicanas—; más sus ensayos (Góngora, Garcilaso, la lírica del Siglo de Oro, entre otros); más su labor de muchos años como editor (tanto en el Fondo de Cultura Económica como en Editorial Era); más su desempeño como periodista cultural, articulista y catedrático universitario… Pese a esta apretada enumeración, hablamos de un escritor cuya modestia caracterizó su experiencia vital y definió su amplia trayectoria poética. En su caso se aplican a la perfección aquellas palabras que escribiera Adolfo Castañón refiriéndose a la obra monumental de Alfonso Reyes: “Parece imposible que las variedades de la experiencia literaria se agoten en un solo autor”. El poeta incurable de vastedad sabe muy bien que contemplar no es maravillarse, que hay una “acción” intermedia (que en realidad es un ejercicio pleno) entre un hecho y otro, y que la magistralidad de una obra consiste, precisamente, en habitar con sabiduría ese espacio donde confluyen imagen e imaginación.
En su discurso de recepción del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances (2019), David Huerta nos da la clave de su fraternal manera de residir entre los suyos: “Diré únicamente que lo que me exalta e ilumina no es nada más el tesoro incalculable de cada individuo, sino la forma en que cada uno de nosotros se enlaza con los demás para dar testimonio del paso de la tribu por el mundo”. Desde El jardín de la luz (1972) hasta El cristal en la playa (2019), sus libros de poesía fueron puliendo esa exaltación hasta modular una voz que dentro de su gravedad se mantuvo serena; la “experiencia literaria” de esta obra no se expresa en su monumentalidad, sino en los tonos y cadencias que el poeta domeñó con juvenil sabiduría.
Así es como pareciera que Huerta concibió su poética desde lo tribal —para reiterar sus palabras—, como una lenta acumulación de variedades fónicas y rítmicas en el verso, pero también como una búsqueda constante de quimeras metafóricas y aventureros rumbos del imago; el tránsito de un libro a otro estuvo marcado precisamente por esa voluntad de hallar nuevas maneras de deslumbrar, de hacer visible la exaltación en un momento en que la poesía mexicana se enclaustraba en el desencanto o la abstracción, o bien salía a la calle no siempre provista con buenos versos, aunque quizá sí con buenas intenciones. Huerta optó por una poesía reconcentrada en su propia llama, en su espejismo de vigilia (que no de duermevela), pero nunca ajena a realidad. “El mundo es una mancha en el espejo”, declara en Incurable, y más adelante afina su percepción para confesarnos que esa “mancha” es un “simulacro”; es decir, un ejercicio de contemplación. En otras palabras: el deslumbramiento ante la primera chispa que crepitó frente al hombre.
Es difícil, ante esta vasta obra, trazar un mapa de la variedad rítmica y estructural de los versos que Huerta empleó con rigor; me refiero a esa idea generalizada de que la forma versicular (que dominaría tres de sus libros) es lo que define el pulso de su escritura. Nada más erróneo para abordar críticamente la lectura de un poeta tan ecléctico como plural en sus registros estilísticos. Si en los poemas que componen El espejo del cuerpo (1980) hay ya un dominio de la forma —en una interesante combinación métrica de endecasílabos y alejandrinos polirrítmicos muy cercanos a Díaz Mirón y Lugones—, es en libros posteriores como La calle blanca (2006) y Canciones de la vida común (2008) donde Huerta mostrará con mayor fulgor sus potestades.
Cualquier recorrido con afanes de clasificar o calificar la poesía de David Huerta —en conjunto, en su monumentalidad— resultará siempre en un acercamiento tímido. Lo que impone de ella no es la dimensión o el volumen, sino la fuerza gravitacional que imprimió a cada proyecto poético con el manejo diestro del lenguaje; mesurado a veces, desbordado otras, pero siempre en la búsqueda de hallar el centro de pulsión preciso para sus palabras. Una poesía donde no hubo lugar para el grito ni el lamento, porque la voz poética había madurado tempranamente entre ingentes figuras tutelares —escritores, familia, amores— y la fronda de su juvenil militancia. Sin embargo, David Huerta no es un poeta de doctrinas ni prestidigitaciones ideológicas; su trama es el hombre común, el que delira de agobio, deseo, conocimiento… Un individuo dividido, cercano a la colisión, a la fragmentación, pero adherido al hueso por la argamasa que proveen las palabras.
Hay también un tema medular que el poeta configuró desde sus primeros libros: el amor como un espacio donde pueden habitar alternadamente el vacío y la plenitud, pero que no da voz a la queja ni al arrebato; sucede simple, llano, como “un instante tan sólo en la palma de nuestras manos”. El desamor no es en esta poesía un antagonista, sino el tiempo, el soplo que dispersa a la pareja en su colisión irremediable. Quizá por esto no podemos ubicar en la obra de Huerta un libro cuyo tema exclusivo sea el drama amoroso, ni aun concediendo que sean El espejo del cuerpo (1980) e Historia (1990) las más cercanas referencias a un discurso, digamos, pasional.
Ah, destruida, no te mueras. Te digo
“pedazo sanguinario”, “mordedura insondable”.
No estás aquí, cosa triste y ardiente.
La raíz de mis labios
tiene sentido sólo en tu pecho separado.
Sólo por mí te hablo: ¿sería suficiente?
Sólo por esta boca mía
que conoció tu vientre en la noche del mundo.
Todo lo cruza el “amor trivial” como una amenaza de la que hay que guarecerse, porque ahí reside la labor devastadora del tiempo. La “separación de los amantes” (Caruso) es, en su milimétrica distancia, una fragmentación (Bataille) que sólo puede re-integrar y reivindicar el poeta por medio del discurso erótico. Esta temática —quizá la menos estudiada— recorre de principio a fin las estaciones poéticas de Huerta sin los aspavientos del abandono o la imposibilidad; es más bien cierta forma de insatisfacción por asir el gesto, la mirada, una mano que se curva en el vacío, un cuerpo cuya historia no acontece sino en el instante en que ya no existe: “El río de tus ojos me aclara el mundo que toco y le dará cauce/a esta página, cuando la leas y la enciendas”. El lirismo, en su obligada espontaneidad, no alcanzaría a definir por sí mismo la esencia del discurso amoroso de Huerta; hay una épica devocional que lo empuja más allá de lo cotidiano, de la carne o las palabras —otra vez resuena lo metafísico—; el poeta ha logrado que la trivialidad del amor (o el desamor) se transmute en el ánima de los deslumbramientos:
¿Dónde poner el nombre
y hacer brillar la herida, conservar
las almendras de la risa y dar de nuevo
la destruida filigrana del beso
y la blancura del instante en el fuego?
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No existe método de lectura para sumergirse en una antología. Hay quien confiesa animadversión a leer prólogos, introducciones, advertencias, criterios que la rigen, antes de recorrer la trayectoria literaria del antologado. Y eso no implica rechazo o ninguneo a la ardua labor del o los antologadores. Todo lo contrario. Conocer o re-conocer la voz del antologado en su tinta permite complacerse más (o lamentarse, según sea el caso) en el camino de regreso a los textos preliminares. La otra manera (leer de principio a fin) se asume como un afán didáctico que proporciona un panorama de la obra en cuestión para adquirir elementos críticos y metodológicos propuestos por el antologador. Me confieso adherente al primer método.
Permítaseme unas líneas en chocante primera persona. En cuanto inicié la lectura de El desprendimiento (Antología poética 1972-2020) que repasa las estancias poéticas de David Huerta, y cuya edición estuvo a cargo del mismo autor y de Jordi Doce, fui de salto en salto entre los poemas seleccionados que corresponden a más de veinte libros escritos a lo largo de medio siglo. Regocijo del reencuentro con una obra y un poeta admirados desde la juventud, euforia porque la atinada selección es la primera que abarca hasta prácticamente los últimos poemas de Huerta (su obra reunida en dos tomos que publicó el Fondo de Cultura Económica en 2013 lleva ya un rezago de diez años y no se sabe si habrá alguna actualización, pero como van las cosas ahí…). El júbilo dio paso a la curiosidad y el retorno al estudio introductorio de Jordi Doce, “Hay una llama viva”, inició con gran expectativa de encontrar las claves de lectura de esta propuesta antológica, y del título (El desprendimiento) —de entrada sublime— pero con variadas acepciones que daban para la reflexión.
Pronto Jordi Doce despeja cualquier especulación y uno no puede sino estar de acuerdo en que la elección del título fue la más apropiada:
El diccionario de la RAE define “desprendimiento” como “acción de desprender o desprenderse”. También como “desapego, desasimiento de las cosas”. Por último, como “largueza, desinterés, generosidad”. El título de nuestra antología remite primeramente a esta tercera acepción, que es una resultante del entusiasmo de su autor y su capacidad para el desbordamiento y el derroche verbales, expresión de un vitalismo que explica su enorme ascendiente entre las nuevas generaciones de poetas mexicanos […] (p. 9).
En una palabra: bonhomía. Todos los significados cercanos a la generosidad encajan para definir a un poeta como David Huerta. Y a esto contribuye también la propuesta “museográfica” que se plantea en la edición. No sólo es la selección de aquellos poemas (o fragmentos) que los autores consideraron más representativos de cada libro, o los que a su juicio reflejaban mejor el proceso de maduración del poeta, sino apostaron a que el resultado de la lectura de las más de cuatrocientas páginas de la obra traspasara los límites de una visión global, de un mero trazo poético a manera de línea del tiempo, y se irguiera ante los ojos del lector —conocedor o no de esta resplandeciente voz— como un nuevo libro de Huerta, como el testamento literario que —no es exagerado decir— está obligado a reconocer la poesía y la crítica hispanoamericanas. Ajeno al deplorable azar que urdía ya la partida física de David Huerta (2022), Jordi Doce se unge, merecidamente, como el actuario de este legado y su necesaria divulgación más allá de nuestras fronteras (recordemos que la publicación de la antología está fechada en noviembre de 2021, en Barcelona).
El desprendimiento se estructura, aparte del estudio introductorio ya mencionado, de una nota aclaratoria sobre el trabajo de edición, una breve y modestísima semblanza de Huerta de propia voz, el recorrido que va desde El jardín de la luz hasta una sección de “Inéditos” (prosas colindantes con nuestro casi olvidado Julio Torri), y un “Apéndice” (que incluye dos poemas que son una “respuesta estremecida a la realidad violenta que impera en su país desde hace años” [p. 43], y su Discurso de aceptación del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, del que habría que recordar —entre otras muchas palabras que nos devuelven siempre al talante generoso del poeta— estas urgentes e imprescindibles: “El poema es de una diversidad vertiginosa, el opuesto perfecto del obtuso, lerdo y estéril monólogo del poder. Por eso es importante la poesía, espejo de todo contrapoder” [p. 412]).
El recorrido crítico de Doce en “Hay una llama viva” presenta un paisaje detallado de las búsquedas incesantes de forma y tono, las conexiones intelectuales y literarias, así como la evolución de una conciencia poética (inherente a la experiencia vital, o viceversa) que conforman y permean la obra de Huerta; no hay esa concesión ramplona de calificarla como ininteligible, culterana o abigarrada que parte de la academia (y la crítica) han promovido para agenciarla a sus presupuestos teóricos del llamado neobarroco o neobarroso. La estrategia argumentativa del antologador para deslindar al poeta de esta y otras etiquetas es llana, pero sobre todo es una consigna de buen lector: no perder el asombro, conectarse a este avasallador cauce verbal “con pulso vivo y eléctrico” (p. 41).
Si algo define esta escritura es su vitalidad y falta de prejuicios; también su tono casi electrizante, esa corriente de entusiasmo febril que la galvaniza en todas sus manifestaciones, desde el versículo de Incurable (1987) hasta la prosa de El ovillo y la brisa (2018) pasando por ese muestrario de formas breves que son sus libros intermedios, de La música de lo que pasa (1997) a Canciones de la vida común (2008) (p. 9).
Pese a los distintos —pero aún insuficientes— abordajes que la crítica nacional, sobre todo, ha hecho acerca de los “ciclos” o estaciones que estructuran la poesía de Huerta, es decir, de hasta dónde habría una segmentación relacionada básicamente con Cuaderno de Noviembre y Versión hasta alcanzar Incurable e Historia, en un primer momento, y de ahí una suerte de libros de “transición” hasta la etapa que comenzaría, quizá, con El azul en la flama (personalmente defiendo que Incurable es un ciclo en sí mismo y no secuencia o consecuencia verbal y estilística de la lírica anterior, pero eso ya es otra discusión); pese a esto, decíamos, la publicación de El desprendimiento y el inteligente ensayo introductorio de Jordi Doce seguramente darán mejores pistas para afinar y enriquecer este debate.
Por lo pronto, la celebración porque la obra de David Huerta se difunda a mayores escalas y encuentre nuevos lectores en otras latitudes, debe continuar. Como señala atinadamente Doce:
De hecho, el volumen que ahora presentamos es la primera ocasión que tiene el lector hispanohablante de acceder de manera accesible y ordenada a una de las grandes voces de la poesía contemporánea en nuestro idioma. El retraso con que llega hasta nosotros es una anomalía, sin duda, pero también una prueba de su vigor y pertinencia. Los años no le han restado ni un ápice de fuerza (p. 8).
No encuentro mejores palabras que éstas del mismo Huerta para cerrar el merecido homenaje y que dedicara en un cultísimo ensayo, El destierro danubiano de Garcilaso (2002), a su admirado poeta: “Un hombre esclarecido lleno de ideales y de fogosidad. Un poeta poseedor de un talento diáfano. Un soldado presto siempre a la batalla. Un verdadero paradigma. No faltó el sentido del humor en su vida y en su poesía, a pesar del tono melancólico, siempre teñido de una noble pasión (el famoso “dolorido sentir”) que lo caracteriza”. Creo —me atrevo a decir— que David Huerta no fue un “poeta joven” (en el sentido de la permisividad de yerros y exabruptos poéticos de la edad, aunque haya publicado su primer libro apenas pasados los 20 años), sino que la vitalidad y el asombro juvenil fueron los pilares permanentes de su escritura hasta la plena madurez.