En memoria de José Manuel Zamudio Morales
Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo.
En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja;
el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse.
Jorge Luis Borges, “El milagro secreto”
Soñó que se estaba hundiendo. Un perro semihundido en la tierra, en la tierra ocre, detrás de un montículo. Tal vez se ocultaba, pero, ¿de qué? ¿De alguna clase de monstruo? ¿Del sueño de la razón?
Alcanzó a distinguir la cabeza del perro. También había una sombra, a la derecha… supuso que de otro montículo. ¿O sería la sombra de la cabeza del can? ¿La sombra de una piedra con forma de cabeza perruna? ¿La silueta brumosa de una choza derruida? Quizá eso observaba. O al posible habitante de la choza derruida… Aunque tan sólo podría estar mirando las nubes, o la nada, mientras se hundía.
El tiempo se detuvo. Montículos de tierra y sombras componían el paisaje. El cielo parecía de roca, como si estuviera pintado al óleo, sobre un muro, con distintas tonalidades de ocre. No obstante, el cielo también podía ser una gran pared de piedra.
Intuyó que el perro no se había hundido por completo porque miraba algo bello… al parecer, el vuelo alegre de unos pájaros, que se perderían con el tiempo, lo cual modificaría la manera de entender la escena. Lo mismo que ocurría con los recuerdos, pues siempre cambiaban: los sucesos, los contextos, las interpretaciones e, incluso, la percepción de la soledad y la noche.
No le encontraba sentido al sueño… ni al mundo.
De pronto, un coro distante con voces en tonos ocres, grises y negros despertó su curiosidad. Miró más allá, agitado. Resquicios luminosos entre nubarrones y sutiles pinceladas azul cielo le hicieron sentir esperanza. Delirio, sensatez. Las glorias, lujos y bellas compañías ya no eran más que sombras, polvo. La conciencia de su vejez lo atormentaba. Se quedó pasmado. Trató de despertar, pero la oscuridad lo atrapó de nuevo.
Entonces, reinaron otra vez la negrura del pasado y del presente, y los seres fantasmagóricos, desfilando en pasarela, a la luz de las velas: viejo desnudo con ojos desorbitados devora a su hijo; junto, joven —rodeada de penumbra y acompañada de mujer agradecida— acaba de decapitar a hombre… Señora ensimismada vestida con traje de luto, bajo nubes, apoyada en una piedra sobre la que sobresale la verja de una tumba, de la monotonía; a un lado, ermitaño con barba y cabello largos, y, atrás de él, ser con rasgos zoomórficos le susurra tempestades al oído; muy cerca de ellos, señalan la incertidumbre ente cadavérico e individuo desdentado que toma sopa de un cuenco; a su vez, dama curiosa observa reunión de brujas con rostros distorsionados, en torno a macho cabrío; enfrente, peregrinación nocturna de espectros embrutecidos, borrachos, cantando…
Aturdido, harto de tener que lidiar con sus fantasmas, volvió a centrar la atención en el perro y consideró que podría ser la luz de su entorno. Sin embargo, le inquietaba no saber por qué se estaba hundiendo… si es que se estaba hundiendo. Respiró con suavidad, recuperó la calma. Miró a su alrededor y confirmó que si careciera de la posibilidad de admirar y recrear la belleza, ya habría terminado de hundirse.
Atravesó un zaguán, subió unas escaleras, traspasó un pasillo y se topó con otros especímenes de su colección, de esos que había tratado de exorcizar mediante la pintura, pero que lo acosaban tanto dormido como despierto: mujeres se mofan de bobo onanista; a un costado, señores apelotonados abandonan las tinieblas gracias a la lectura compartida. Próximos, dos sujetos luchan a garrotazos, presas de su naturaleza, en un paraje árido, nublado, despoblado; delante de ellos, prosaica procesión de monjas, brujas e inquisidores. Mientras, en círculo, flotan durante la noche, encima de un río luminoso, en el bosque, hombre con manos amarradas en la espalda y tres mujeres semidesnudas que portan objetos enigmáticos; al otro lado, soldados apuntan con rifles a misteriosos individuos que vuelan sobre un campo de batalla, frente a una montaña con una caprichosa construcción en la cumbre…
El perro ladró y cruzaron una mirada. Se observaron con detenimiento. Ya había olvidado lo qué es la ternura. Respiró aliviado. Entendió que el perro constituiría la luz de su entorno y que la búsqueda de sentido en esa escena contrarrestaría la falta de sentido en su vida. Así, confirmó que podría seguir llenando el vacío de su existencia con la mirada. Fue cuando decidió que, de los dos muros vacíos que aún quedaban en casa, uno estaría dedicado al perro; además, pintándolo impediría que terminara de hundirse… si es que se estaba hundiendo.
Abrió los ojos y recordó que ahí no había nada, sólo la Quinta del Sordo —cerca del río Manzanares, el puente de Segovia y la ermita de San Isidro—, en medio de un terreno semiárido, callado, compuesto de montículos de tierra, piedras, viñedos y, por supuesto, sus visiones quiméricas, que lo acompañaban tanto en sueños como en vigilia… Daba lo mismo si se hallaba despierto o no.