Ya no vendrá tu mano por mí

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Aguardamos nuestro camión en la central de autobuses.

Tico me ha dicho que espere.

—Ahora vuelvo —repite—. Voy a la tienda. No te muevas de aquí, ¿entendiste? —acaricia mi mejilla y arregla el cuello de mi camisa—. Te quiero mucho —dice.

Tico camina hacia la tienda. Se pierde entre la gente. Se para de puntitas, alza la mano y grita:

—Aquí estoy.

Me acomodo bien en la silla. Coloco mi maleta sobre las piernas. Me siento muy recto, como me enseñó mamá, para que Tico se sienta muy orgulloso de mí. Reviso que mis zapatos estén brillantes como los dientes de la abue Juve. Me caen bien las personas que tienen los zapatos limpios. Eso habla bien de la gente, bueno, eso es lo que dice la gente del lugar en el que nací.

—Tico es lo único que te queda —dice Tico a menudo.

Me aburro. Pongo los codos sobre la mesa y miro el techo. Me gustan los techos altos de las iglesias a las que me llevan los domingos. Quito los codos de la mesa porque no quiero decepcionar a Tico.

—Yo no sé por qué a nadie le gustan los cocodrilos —dice un señor vestido como los señores que dirigen los circos. Sus botas brillan y por esa razón debería confiar en él, pero algo en su cara me da mala espina. Este hombre está sentado frente a mí. No sé en qué momento se acercó a la mesa y tomo asiento. Mi abue Juve ya lo hubiera cacheteado por esta falta de respeto.

No veo a Tico. Lo busco.

—¿Les molesta si fumo? —pregunta un señor. Yo creo que es un vaquero porque usa sombrero y botas. Otro irrespetuoso que se aplasta donde quiere. La abue Juve diría que tiene la cola ancha. A veces, la abuela era un poco grosera.

—No me molesta, si me obsequias uno —contesta el cirquero y ríe estruendosamente. Su risa me parece falsa. —¿Cómo te llamas, amigo? —pregunta al vaquero mientras toma un cigarro con sus dedos gordos.

—Bartolomé —contesta el otro.

El vaquero guarda los cigarros en su chamarra, me mira por el rabillo del ojo, del bolsillo de su pantalón saca unos caramelos y me ofrece el paquete:

—¿Gustas uno? Son de tamarindo —dice como si el sabor lo decidiera todo.

—No, gracias, soy diabético —miento, aunque Tico me ha dicho que las mentiras son malas también me ha prohibido hablar con extraños.

El vaquero me mira como si me estudiara.

—Pues a mí no me dan miedo los cocodrilos porque trabajo en un zoológico —dice una mujer a mi izquierda. —Además, mi papá era buzo. En las paredes de la casa tenía animales marinos disecados.

Yo no sé por qué me prohibieron tantas cosas, si todos hacen lo que quieren. A mí me decían “no hagas esto”, “no hagas aquello”, y estos se sientan sin ser invitados.

—¿Un cigarro o un caramelo? —pregunta el vaquero.

—No, muchas gracias. Soy diabética.

—¿Cómo se llama? —pregunta el cirquero.

—Esther.

—Bartolomé —dice el vaquero, sin que nadie le haya dado la palabra.

—Manolo —dice el cirquero.

La mujer me mira. Supongo que espera mi nombre, pero no quiero hablar, siempre se me sale la baba cuando lo hago y eso me da mucha pena. Resisto las miradas de los tres. Busco a Tico, pero no lo encuentro. Él sería el único que podría salvarme.

La mujer pone su mano en mi rodilla y pregunta:

—¿Cómo te llamas? —su mano está muy caliente, tanto como el comal en el que la abue Juve me sentaba cuando me hacía pipí en los pantalones.

—Tico —respondo, porque Tico es lo único que me queda.

—¿Tico es un nombre? —pregunta el cirquero.

—Es muy raro —agrega el vaquero, aunque nadie le haya pedido su opinión.

—A mí me parece que es un nombre diferente, y lo diferente destaca —dice Esther.

El vaquero me mira como mamá me miraba cuando accidentalmente se me caía la baba frente a sus invitados. Resisto los ojos del vaquero, pero me rindo fácilmente. Lo miro y me avergüenzo.

Por los altavoces anuncian la salida de otro camión. Tico no vuelve. Tengo miedo, pero no quiero que estas personas lo sepan. Intento levantarme, pero mis piernas no responden.

—¿Te sientes mal, amigo? —me pregunta el cirquero.

—Quizá tiene fiebre —dice el vaquero.

—A ver, ven acá —dice Esther y toca mi frente.

Si Tico vuelve y me encuentra hablando con estas personas, me irá muy mal. No me gusta ver a Tico enojado.

—Estoy nervioso por el viaje —miento.

—Ah, eso es normal —contesta Esther—. Pero vas a ver que en el camión se te quita.

¿Por qué siempre todos me dicen lo que tengo que hacer?

—Es lo malo de esperar tanto tiempo en lugares tan incómodos —dice el cirquero.

—¿A dónde vas? —me pregunta el vaquero.

—Al norte —miento.

—Ah, mira. Yo también —dice el vaquero—. ¿A qué parte?

— Cerca del mar —miento.

¿Por qué la gente es tan metiche?

—¿Vas solo? —pregunta Esther.

—Sí.

—¿Y de quién es esta otra maleta? —me pregunta el vaquero y patea la maleta de Tico. Eso me enoja. Quiero patear al vaquero, pero yo no sé pelear.

—Es de un militar que estaba aquí sentado —miento, y el vaquero busca entre la gente mientras yo busco a Tico.

—¿A dónde vas tú, amiga? —pregunta el cirquero a Esther.

—A casa de mi madre —dice y se queda callada, como si hubiera dicho algo malo. Mira fijamente al cirquero y agrega —Hace un par de años nos peleamos, pero por las fiestas hicimos las paces y nos reencontraremos.

—Yo visitaré a una vieja amiga. Está muy enferma y esta podría ser la última vez que la vea —dice el cirquero.

Me da miedo pensar la vida sin Tico. Cuando mamá murió él fue el único que se hizo cargo de mí. Me llevó a su casa y me dio un lugarcito en su bodega. “Para que nadie te moleste”, me dijo, y yo se lo agradecí con muchos besos y abrazos, aunque a él no les gustan esas cosas.

Por los altavoces anuncian que seis camiones se han retrasado por causas de fuerza mayor. ¿Y si Tico se fue sin mí? No, él no haría algo así. Le prometió a mamá que cuidaría de mí, y ella nos está viendo desde el cielo. Cómo me gustaría que ella estuviera aquí. Me gustaba escuchar su voz cuando cantaba en las mañanas al hacer el pan.

Anuncian nuevos horarios.

—Pinche madre —dice el vaquero.

La gente que dice groserías me da miedo. Siento que sus estómagos huelen feo y sus bocas se llenan de maldad.

—Dios mío —dice Esther.

—¿El tuyo también está retrasado, amigo? —me pregunta el cirquero.

—Sí.

—Qué raro. No ha vuelto el militar —dice el vaquero y nuevamente patea la maleta de Tico. Me aguanto el coraje.

—Sí es cierto. ¿Te dijo a dónde iba? —me pregunta Esther.

—A la tienda —respondo soportando el nudo en la garganta.

—Qué raro —el cirquero dice colocando sus codos sobre la mesa.

Aunque ya me cansé, permanezco sentado con una postura correcta porque mamá me observa. Lo siento.

—Ni hablar —dice el cirquero y pega a la mesa—. Iré a la tienda. ¿Alguien quiere algo?

Nadie responde. Yo quiero a Tico de vuelta, por favor.

El cirquero se va y yo lo miro. Quiero ir con él, pero mis piernas no responden.

—¿Y si jugamos? —propone el vaquero.

—Pues ya qué —dice Esther—. Quién sabe cuánto tiempo tengamos que esperar aquí.

— Generalmente —comienza el vaquero —este juego va con alcohol, pero aquí no podemos beber, así que… se trata de adivinar qué personaje propone otro jugador para nosotros. Es muy sencillo. En un papelito cada jugador escribe el nombre de un personaje que puede ser real o ficticio, después se lo pasa al de la derecha y éste se lo coloca en la frente. El objetivo es adivinar de qué personaje se trata haciendo una pregunta por turno. Gana el primero que adivine.

—¿Con qué me pego el papel? —pregunta Esther.

—Con kola loka —dice el vaquero—. ¿Cómo que con qué? Pues con tu baba. Es tu propia baba.

—¿Se vale preguntar cualquier cosa?

— Se vale cualquier pregunta menos: ¿Mi personaje es hombre o mujer? y ¿mi personaje es real o ficticio?

—Ok.

—Yo no juego —digo.

No quiero que Tico me encuentre jugando con desconocidos.

— A ti nadie te invitó —dice el vaquero.

—¿Esperamos al señor ese? —pregunta Esther.

—¿Cuál señor? Ah, sí, mientras podemos cortar los cuadritos de papel con los que jugaremos. ¿Tienes papel?

Los dos buscan papel entre sus pertenencias. Esther encuentra algunos en sus bolsillos. Los lee con mucha atención antes de ponerlos en la mesa. El vaquero busca en su chamarra, pero no encuentra nada. Se agacha y toma una hoja de papel que sobresale de la maleta de Tico.

—Eso no es tuyo. Deja ahí —grito como puedo.

El vaquero se burla de mí. Sin quitarme los ojos de encima lentamente dobla la hoja de papel en cuatro partes. Mi corazón se agita. Me tiemblan las manos. No puedo mirar los ojos del vaquero.

El cirquero vuelve y toma su lugar.

—¿Qué hacen? —pregunta.

En el cuello de su camisa tiene una mancha roja de labial. Esther también nota el manchón, me mira y sonríe. Yo no sé qué hacer cuando la gente me sonríe. Mis manos están muy mojadas.

—Parece que alguien se divirtió mucho en la tienda —comenta Esther.

El cirquero se ruboriza. El vaquero entrecierra los ojos y se acerca al cirquero, éste intenta limpiar la mancha pero se embarra.

—¿Eso es sangre? —pregunta el vaquero.

—¿Cómo va a ser sangre? No digas estupideces —contesta el cirquero. Está sudando.

—Bueno, pero no te enojes. ¿Juegas? —pregunta Esther—. Te estábamos esperando.

—¿Qué juegan?

—Adivinanzas.

—Está bien.

— Generalmente… —comienza el vaquero las explicación del juego.

—Este juego va con alcohol —completa Esther. Los tres ríen. El vaquero explica nuevamente las reglas del juego.

El cirquero saca unos papeles de sus bolsillos, los dobla, corta y coloca los pedacitos en la pila que han juntado en el centro. Luego escribe. Los otros dos lo imitan. Voltean los papeles para que nadie vea el contenido y lo pasan al jugador de la derecha. Los tres se colocan el papel en la frente. El cirquero no necesita saliva porque su piel es muy grasosa y se queda pegado a la primera. Así, los tres se convierten en sus personajes: El Pato Lucas, protagonizado por el vaquero; Dumbo, por el cirquero; y La Chilindrina, por Esther.

Cuando éramos niños jugábamos a las escondidas. A mí siempre me ponían a contar. Tico y todos los demás desaparecían como por arte de magia. Me quedaba solo. En la noche regresaban y yo les preguntaba a dónde habían ido y ellos se reían.

—¿Mi personaje es Dumbo? —finalmente pregunta el cirquero luego de diez turnos.

El vaquero se ríe y aplaude como un idiota. Esther me mira y se encoge de hombros. El cirquero se quita el papel de la frente y lo pone sobre la mesa.

— Va. Con que así jugaremos —dice, toma otro papelito de la pila y escribe—. Pero ahora jugamos al lado contrario.

Los otros dos escriben. Pasan el papel al jugador de la izquierda, y así tenemos que Dumbo es Homero Simpson; el Pato Lucas, Patricio Estrella; y La Chilindirna, la Virjen de Huadalupe, pero con eso no se juega. Mi abue Juve siempre compraba flores para la virgen y me llevaba con el padre para que me sacara los pecados del cuerpo. Odio a ese padre. Espero que el diablo lo esté quemando.

Pasan tres rondas hasta que Patricio Estrella pregunta:

—¿Mi personaje es Patricio Estrella?

Esther y el cirquero ríen. El vaquero toma el papel y lo arroja a la boca del cirquero y éste se lo traga.

—Es un juego —dice Esther.

—Lo que tú digas, virgencita —contesta el vaquero chillón.

—Ya. Estuvo bueno. Juguemos otra cosa —sugiere Esther y toma un papelito de la pila. Está por escribir pero se detiene. Lee con atención el trozo que ha tomado. Pasa de la calma a la sorpresa y luego al terror. Se levanta rápida como el rayo y lee en voz alta: —Maté a mi amigo —nos mira —Esto no es gracioso. ¿Quién lo hizo?

—Yo no.

—Yo tampoco.

Yo no hablo porque a mí nadie me invitó.

—Maté a mi amigo el día… —lee Esther.

El cirquero se levanta de su asiento.

—Yo no me voy a quedar aquí a… —dice, pero el vaquero lo interrumpe:

—Nadie se mueve de aquí —abre su chamarra y saca una credencial que lo identifica como policía.

—Todos agarren un papel y escriben “maté a mi amigo” —ordena. —Tú también, pinche mudo —me dice.

— Lo que dices es una pendejada —dice Esther. —Podríamos cambiar nuestra letra para salvarnos, y, a menos que seas un experto en caligrafía, lo cual dudo mucho pues escribiste virgen con “j”, no creo que sea de mucha utilidad lo que propones.

El cirquero sonríe. Yo también. El vaquero me mira.

— Qué casualidad que hayas sido tú quien leyó el papel, virgencita —dice el vaquero.

— Sí, pendejo, de un montón de papeles que todos pusimos. Hasta él puso —dice Esther señalándome, pero eso no es cierto. Yo no puse nada.

Todos me miran. El policía pone los codos en la mesa y me observa detenidamente. Siento que se abren las puertas de mi sudor. Tengo la frente mojada y los calzones húmedos. La policía me da mucho miedo.

—¿A dónde dijiste que ibas? —me pregunta el poli.

—Al norte.

—Dilo sin tartamudear, pendejo. A ver, repite: ¿A dónde ibas? —me grita el poli.

—Al norte.

—¿A qué parte? —grita y le pega a la mesa —¿A qué puta parte, pinche retrasado? Enséñame tu boleto. No te vas a mover de aquí hasta que respondas —dice. Con mucha fuerza sujeta mi brazo. No quiero llorar frente a él. Debo ser un hombre, como decía mi mamá cuando me pegaba.

—Ya déjalo en paz, hijo de la chingada —grita el cirquero y patea la silla del policía—. Aquí el único sospechoso eres tú. ¿A qué viene tanto pinche grito y violencia?

—¿Y tú, pinche gordito de mierda —dice el policía —¿Cómo explicas la mancha de sangre en el cuello?

—Porque soy vampiro, pendejo —contesta el cirquero. El policía vuelve a mí.

—¿De quién es esta pinche maleta? — me pregunta.

— De un militar.

—¿Y dónde está? Llevamos aplastados aquí toda la noche y no ha vuelto — dice, y eso me hace sentir solo. No quiero estar solo. Aún no sé abrocharme bien las agujetas de mis zapatos brillantes. ¿Y si me caigo al pisar un cordón suelto? ¿Quién me llevará al doctor?  Ni siquiera sé cruzar una calle. Extraño a mi abue Juve, a mi mamá y a Tico, aunque creo que ellos nunca me quisieron.

—Ya, cálmate. Estás llamando la atención de la gente. Dijo que había ido a la tienda —dice Esther.

—¿Viste a un militar en la tienda? —pregunta el policía al cirquero.

—¿Cuál tienda? —responde éste.

—¿No se supone que fuiste a la tienda? —pregunta Esther.

—Ah, sí, no, no, no, no había ningún militar ahí.

El policía toma la maleta de Tico y la pone sobre la mesa. No tengo fuerza para impedírselo. Abre la maleta.

—¿Qué es esto? —pregunta al tiempo que saca un montón de periódicos viejos. Voltea la maleta, la vacía y luego arroja la mochila. Eso me enoja.

—Eso no es tuyo — grito y me aviento contra él. Muerdo su brazo como un vampiro. El policía me pega y me arroja.

—Se están peleando —gritan unos chismosos.

Dos policías se acercan a la mesa. Uno me levanta.

—A ver, ¿qué está pasando aquí? —pregunta el otro.

El policía vaquero rápidamente guarda la identificación de policía en su chamarra y contesta:

—Nada, jefe, una discusión con mi hermano.

—Bueno, les vamos a pedir que se tranquilicen, por favor.

Luego de impartir su justicia expedita, los policías se marchan.

—Policía mis huevos, pinche asesino de mierda —dice el cirquero. —Tú eres el dueño de esta confesión.

El cirquero se levanta, pero el vaquero lo devuelve a su lugar.

—A ver, mi chavo, aquí todos somos culpables, por si no se han dado cuenta. ¿Ven la cámara que tenemos arriba, en la esquina? Si alguien de esta mesa menciona algo sobre esa confesión a todos nos va a cargar la verga. Sólo tendrán que revisar la grabación y notarán el tiempo que pasamos aquí sentados discutiendo desde que la virgen leyera la confesión. Pensarán que nosotros cuatro estamos involucrados en el asesinato. Así que nadie dirá nada, a menos que quieran pasar la noche declarando.

—Te voy a decir dos cosas, pendejo, por si no te ha quedado claro —dice Esther —. 1. Que yo haya leído esa confesión no la hace mía. 2. No tengo ningún problema en declarar lo que sea para que esto se resuelva. Soy inocente y no tengo nada que ocultar.

—Yo también soy inocente —dice el cirquero.

Miro el papel que Esther leyó. Tico me ayudaba a escribir cartitas a los Reyes Magos, aunque, bueno, nunca me trajeron nada.

— ¿Y si cada quien se va por su lado y aquí nada pasó? —sugiere el vaquero.

— No, aquí debe haber justicia — dice Esther —. ¿O a qué le tienes miedo, pinche policía de cuarta?

—Concuerdo contigo — dice el cirquero a Esther — pero él tiene razón: podríamos pasar toda la noche declarando. Además, no sabemos a quién mataron, ¿y si resulta que es alguien muy importante? ¿Qué tal si nos usan como chivos expiatorios? No sé, mujer, pero al menos yo soy pobre, y la justicia siempre se ensaña con los que menos tienen, eso es de ley.

—No, uno de ustedes tiene que pagar —dice Esther.

—Podemos acusar a la mujer maravilla —dice el vaquero—. Los tres somos testigos de que ella fue quien leyó el papel y trató de incriminarnos. No es casualidad que su padre sea un asesino de animales que colecciona sus cadáveres como trofeos. Eso se hereda. Lo perro se lleva en la sangre.

—Pendejo, ¿crees que eso sería suficiente para inculparme? ¿Ya se te olvidó que el vampiro este tenía sangre en el cuello de la camisa —y señala al cirquero —que este no ha dicho una sola palabra desde que estamos aquí —me señala —y que tú, para acabar, tenías una identificación falsa de la policía, y eso es un crimen?

Pasa un militar. Tiene el corte y el porte. Está buscando a alguien.

—¿Es él? —me pregunta el vaquero.

—Sí.

El vaquero toma la maleta, se levanta y lo intercepta.

—No — digo, pero nadie me escucha.

—¿Esta es tu maleta, verdad? —le dice el vaquero al militar.

—No.

—No, sí es tuya —insiste el vaquero, sujeta al militar y éste intenta zafarse.

—No lo dejes ir —grita Esther.

—¡Ayuda! ¡Policía! —grita el cirquero—. Tenemos a un asesino.

El vaquero y el militar forcejean. El duelo es parejo, pues uno controla vacas y el otro, humanos. Van al suelo. Llega la policía. Esther muestra el pedazo de papel en el que alguien escribió que había matado a su amigo.

Me tiemblan las manos, pero reúno los pedazos faltantes de la confesión, para ver si hay algo más: una despedida de Tico, algo que me diga que me quiso mucho; una palabra de afecto escrita con esa letra tan bonita que él tenía, pero no encuentro nada más, sólo el resto de su confesión.

Qué solitaria luce la maleta de Tico sin sus cosas, sin él. Estoy seguro que me veo igual que esa mochila mientras miro por última vez la tienda a la que él se metió.

—Ahora vuelvo, hermanito — parece que lo oigo decir.