Es tarde. Apresuro el paso. Tomo una calle desconocida porque mi bono de puntualidad está en riesgo. De golpe, me detengo frente a una puerta de madera cuyo diseño extravagante destaca del resto. Está entreabierta. Echo un vistazo pero no logro distinguir forma alguna en la oscuridad. Alguien ronca; un oso, quizá. Sí, pienso, esto es una cueva. Paso sin invitación.
La luz descubre un niño acostado en una cama muy pequeña; sus pies desnudos sobresalen. Apenas traspaso el umbral, el niño despierta.
—Ya llegaste — me dice, soñoliento.
—¿Tardé mucho? — pregunto.
—Muchísimo. Pensé que no volverías — responde estirando los brazos.
—Es que no encontraba la puerta — me defiendo.
—La puerta siempre estuvo aquí. No querías visitarme — dice, ofendido.
—Perdóname. He tenido muchas cosas que hacer.
—¿Qué cosas? — pregunta frunciendo el ceño.
—Conquisté un país lejano.
—Yo también quiero hacer eso.
—¿Cómo lo harás?
—Con arqueros y caballos — dice, como si fuera una obviedad.
—Como los mongoles.
—Sí — grita emocionado —. Como los mongoles. ¿Los conoces?
—Claro. Son mis amigos. Si quieres un día los invito para que te enseñen a usar el arco.
—¿Lo juras?
—Lo juro.
—No jures en vano. Mi papá juró que me enseñaría a montar a caballo y nunca lo hizo. Se fue hace mucho tiempo. A veces creo que me quedaré solo para siempre.
—¿Qué más te gustaría ser cuando seas grande?
—Bailarín — dice, visiblemente emocionado.
—Lo sé.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque tienes pies de bailarín — digo y el niño sonríe.
—¿Y tú qué quieres ser cuando seas grande? — pregunta, y siento que me hago pequeño, llevo la mirada al suelo y digo:
—¿Tienes hambre?
—Sí. ¿Trajiste galletas? — pregunta.
—Ya no debemos comer eso. Es malo para la salud.
—¿Debemos? — dice extrañado. Reviso la hora.
—Debo irme al trabajo. Ya es tarde. Vendré más seguido. Lo prometo — digo.
—Cuando vengas, ¿podemos ir al parque?
—A donde quieras — respondo y él sonríe.
—¿Me abrazas? — pregunta.
Me acerco. Lo abrazo. Doy un beso en su cabeza y le digo:
—Duerme otro poco. Hoy no hay escuela — él asiente y se hunde en la almohada y las cobijas. Doy media vuelta y alcanzo la salida.
—No cierres. Me da miedo la oscuridad — dice, medio dormido.
—Ya lo sé, pero ya crecerás — digo, pero el niño está ya dormido. Su ronquido de oso llena la habitación.
Salgo. Dejo entreabierta la puerta. Echo un último vistazo y, aunque no lo distingo, sé que el niño está ahí, dormido. Me voy. Camino sin mirar atrás. Aunque me gustaría quedarme, abandonar todo y custodiar esa entrada, algo me dice que la puerta nunca más volverá a aparecer.