Fábulas y fabulaciones

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Por Daniel Samoilovich y Eduardo Stupía

 Una Araña Sonámbula levantóse una noche de plenilunio de su camita y empezó a andar en línea recta por el prado; llegada que fue al borde del lago, la Naturaleza Toda quedó en suspenso.

     Asomáronse a mirar, horrorizadas, las ramas de los sauces; sacaron las ranas la cabeza del agua; la Luna misma estuvo a punto de ocultarse tras unos gruesos nubarrones, para no ver como la Araña Sonámbula se ahogaba; hubieran gritado, si no fueran mudos, los peces: “¡no lo hagas!; pero, siendo que sí eran mudos, se limitaron a saltar en la superficie del lago, transmitiendo en Morse S-T-O-P-S-T-O-P-; en la esperanza de que, si no el mensaje, al menos el estrépito despertara a la Araña Sonámbula y salvara su vida; que no pendía, en este caso, de un hilo, lo cual no hubiera sido un problema para la Araña, sino de un milagro.

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      Y el milagro sucedió: siguió la Araña Sonámbula la misma recta que llevaba desde que saliera de su lecho, y caminó airosa sobre la superficie del lago. “¡Milagro!”, entonó al punto la Naturaleza Toda; “¡Milagro!” cantaron las ramas de los sauces, las ranas aliviadas en su alegre lodo, los peces bailando concertadamente a la benévola luz de la Luna. Y los mirlos, a quien todo aquel estrépito despertó, corrieron a contárselo a Aristóteles, que en aquellas altas horas de la noche seguía tratando de enseñarle geometría al filipino de Alejandro de Macedonia, Magno. El sabio, descuidando por un momento a su discípulo, alegre tal vez de la oportunidad de un descanso en su dura tarea, preguntó:

     —Así que un milagro, ¿eh?

     —Epa— dijeron los mirlos—. ¿Acaso no nos crees?

     —No es que no les crea. Lo que no entiendo es por qué usar para nombrar este Fenómeno Admirable una terminología que todavía, gracias a Zeus, no está de moda.

     —¿Y cómo quieres que lo llamemos? —preguntaron los mirlos— ¿Fenómeno Admirable? ¿No te parece un poco… insulso?

     —Pongámosle Tensión Superficial— dijo el Sabio.— Y ahora amiguitos, les recomiendo volar, volar ya mismo, que veo al Imperial Niñato con ganas de ensayar su lección de Curvas Parabólicas… ¿no ven acaso su diestramano acercarse al carcaj en oro recamado?

      Hicieron buen uso los Mirlos del aristotélico consejo, y volvieron a donde estaba la Naturaleza Toda; así como habían partido cantando “¡Milagro, milagro!, repetían ahora: “¡Tensión Superficial!”. Pero la Naturaleza Toda no cantó “¡Tensión Superficial!”: no lo cantaron las ramas de los sauces, ni las ranas en su negro lodo, ni la Luna espléndida; todos concordaron en que aquello no se prestaba para el canto. Mientras tanto, la Araña Sonámbula había desandado su camino, recto y dormido a través del Lago y el Prado, y dormía tranquila en su camita.

     Esta fabulita prueba a las claras que la Naturaleza Toda es bastante embelequera, más amiga de sus emociones que de la ciencia.

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Todos los días, en cuanto se despertaba, la araña saludaba a la Tensión Superficial, que le permitía caminar sobre el agua. La Tensión Superficial no le contestaba el saludo.

     Un día, el Pez Goloso se tragó a la araña que caminaba sobre el lago. Luego, agradeció a la Tensión Superficial el regalo que le había enviado a recorrer el techo de su casa. La Tensión Superficial no respondió.

     Esta fabulita muestra que la Tensión Superficial hace el bien sin mirar a quien, y el mal también; y que la salud de las arañas, es menester que ellas mismas la cuiden.

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     Job era el hombre más rico del país: el autor no recuerda cuántos eran, pero el libro de la Biblia que le está consagrado detalla el número de camellos y ovejas e hijos e hijas y nietos que tenía. Job nunca olvidaba agradecer a Dios y ofrecerle pingües sacrificios. Un día que Yahvé discutía con el Ángel Acusador acerca de la índole de los hombres, que el Ángel juzgaba egoístas e ingratos, YHV tuvo la malhadada idea de ponerle como ejemplo la piedad de Job. El Ángel replicó que recibiendo tantos beneficios era muy fácil ser piadoso y agradecido; que le echara una buena sarta de desgracias, y vería como el bueno de Job se ponía al tiro a maldecir a Dios y a toda su parentela.

     — Tal vez sea como dices— le respondió Yahvé— pero resulta, amiguito, que no estoy interesado en que los hombres sean un rebaño de santos. Para eso los tengo, eventualmente, a ustedes, los ángeles, aunque en tu caso particular pareces bastante malévolo, si es que no eres el propio Malo. En cuanto a los bípedos implumes, me conformo con que me agradezcan lo que les doy, y me parece más o menos lógico que se desesperen y maldigan si se abaten sobre ellos demasiados males. Así que vete con tu música a otra parte y no vuelvas a aparecer por aquí en los próximos ciento cincuenta mil años.

     Como se sabe, esto no es lo que dijo Yahvé. Esta fabulita sobre lo que podría haber respondido y no respondió sugiere que si mi abuela tuviera ruedas sería una bicicleta.

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      Un día un hombre atrapó la Verdad y le echó una correa al cuello. Muy pronto, tanto él como todos los demás dejaron de darle importancia a la acollarada bestezuela. Triste porque nadie le hacía caso, la Verdad le pegó a su captor un buen mordisco en la pantorrilla y escapó a campo traviesa; a partir de entonces, sus presentaciones ante los bípedos implumes son esporádicas, y casi siempre bajo la forma de rayos, sustos o apariciones en la noche cerrada.

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      Cuenta Bión que un joven pajarero quiso atrapar a Eros, que le pareció un pájaro bastante apetitoso. Como Eros no caía en sus trampas, el joven pajarero consultó a su maestro, quien le aconsejó: “No trates de atrapar a ese bicho, que es de mala índole. Mientras logres mantenerte lejos de él, serás feliz. Cuando crezcas se te aparecerá sin que lo llames, se subirá de un salto a tu cabeza y te volverá loco.”

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      Dibujando el genoma del Homo Neanderthalensis, y después de un cuidadoso estudio de su ADN mitocondrial, se ha logrado establecer que una de las diferencias fundamentales con el Homo Sapiens es la ausencia, en el Neanderthal, de genes que pudieran producir el Mal de Alzheimer. Con razón, pensó el autor, yo tenía el vago recuerdo de que antes esto no me pasaba.

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El mundo de las ruedas dentadas, las cintas enganchadas, los dedos sucios de tinta o grasa, va adquiriendo una poética especial. ¿Aparecerá una nueva bucólica del mundo que se rompe, ocupa lugar, gotea y se atranca, una nostalgia del mundo sólido y rasposo a medida que éste se desvanece, se torna liso, inmaterial?

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     En un festival de poesía, la poeta mexicana escuchaba recitar a un poeta cubano oficialista; y cuchicheó al oído del autor: “Mira qué mejillas de cera, estoy segura que es de la KGB.” Al autor le pareció muy verosímil que fuera de la KGB, pero no terminaba de entender la conexión.

     Sólo más tarde, dándole vueltas al asunto, pensó en la momia de Lenin.

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      Cuenta Macrobio que hacia el año 192 a.C., un toro pronunció las palabras Cave Roma (Roma cuídate). Los arúspices dictaminaron que el toro en cuestión fuera preciosamente conservado, y que se lo alimentara a costa del Estado.

     No se sabe exactamente de quién se tenía que cuidar Roma; de hecho, salió victoriosa de todos los enfrentamientos que entonces tenía planteados (con Cartago, con Filipo V de Macedonia, con el sirio Antíoco III). También es cierto que a la larga la República se transformó en el Imperio, y el Imperio se dividió y terminó cayendo; setecientos años después del aviso del toro derrumbóse el Imperio de Occidente y unos mil años más tarde el Imperio de Oriente.

     ¿En cuál de esos desastres estaría pensando el toro? Obviamente, no se dignó a explicarlo; sea como fuere, esta historia certifica que, a la larga, todo mal agüero se cumple.

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       Viendo el éxito que había tenido el toro que dijo Cave Roma, dos bueyes analizaron cuidadosamente la cuestión y llegaron a conclusión de que el éxito en materia de agorería se cifra en el efecto dramático del agüero; decidieron entonces subirse una noche sin luna al techo del templo de Diana, a fin de asombrar a la mañana siguiente a los crédulos romanos.

     El caso es que al clarear estaban allí arriba, y su tranquila presencia, mordisqueando algún pasto que a la sazón crecía en la techumbre del templo, en la cima de la opípara ciudad, era muy bella. Pero los arúspices dictaminaron que, habiendo nacido por la noche allí arriba sin causa ni razón, debían correr la suerte de los monstruos que la naturaleza produce sin simiente; dado lo cual bajados fueron a palos y quemados vivos en una hoguera hecha de ramas de arbores felices, adecuados para ese fin; y sus cenizas arrojadas fueron al Tíber.

     Antes de morir, tuvieron tiempo los bueyes de maldecir a los toros, a los romanos, a los efectos dramáticos, a los arúspices, al Tíber y a los arbores felices; y por las dudas, a los infelices también.

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       Y llegó el día de octubre en que las hordas de mosquitos invadieron el aire y los ejércitos de enredaderas los siguieron, animosos, atacando el parquecito; la casa y su cuidado entorno se defendían con tijeras de podar, redes metálicas y nubes de insecticida. Al fin, se pactó una boda entre los jefes de ambos bandos, la Primavera y el Jardín. La Primavera aportó a la boda un anillo sonoro de treinta metros de diámetro, hecho de ranas y cigarras; el Jardín, una corona de azaleas rojas.

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     La pólvora, que a tanta gente mandó al otro mundo, ha tenido en la historia al menos dos usos positivos: uno de ellos es el de estallar en el cielo bajo la forma de fuegos artificiales; el otro, el de salvar a Stendhal, que era un espadachín pésimo. El escritor se batió a duelo numerosas veces; a pistola, por supuesto: nadie duda de que si se hubiera tratado de duelos a espada no habría sobrevivido al primero de ellos.