Tres porfiados: Ludwig Hohl, Michael Krüger, Michael Hamburger

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 Los narradores suizos son maestros de la deriva. Fueron educados por montañas, por senderos verticales, cornisas irregulares, pendientes de escasa visibilidad. Caminan junto a Ludwig Hohl hombres como Robert Walser, C.F. Ramuz, Gustave Roud y Philippe Jaccottet. Perfeccionan la dulce obcecación de los idiotas. Cada escrito proviene de un momento inspirado, no existe la confección profesional de la literatura. Una pluma suelta, consagrada a descripciones de paisajes y figuras con tanta presencia como elusividad. Frente al gigantismo topográfico trazan las huellas de lo insignificante, lo efímero, lo levemente desquiciado: la miniaturización tipográfica.

Hohl es un Ponge más narrado, menos tenso. La oración de Hohl avanza como en una cronofotografía: una secuencia silenciosa, clara, hecha de segundos estáticos, misteriosísima. Sea la caída de una hoja, la transformación de un animal o la mera práctica de la lectura, Hohl no ignora que un misterio necesita cierta cantidad de páginas, un vacío de cierta extensión para existir y cautivar, y tiene suma facilidad para crear un enigma enrareciendo una frase. Una inocencia e ingenuidad que por ser consciente en el autor no deja de ser genuina y literariamente inteligente.

Cada escritor tiene su modo de ser evasivo. Una variante se produce cuando un personaje se le evade al autor. El cuento que da título a Camino nocturno es una inquietante parábola de la relación de un escritor con sus personajes. Este admirador de Knut Hamsun busca definir a más de un personaje por su voz, a veces tan indefinible, por su singularidad, como la de Hohl: “Durante todo ese tiempo pensaba sin parar en la voz, la oía sin cesar en todas las capas ––si puedo expresarlo así–– que se superponían en ella… Pero ¿cómo voy a ofrecerles una idea de esa voz? ¿De esa voz indeciblemente tenue tan terrenal y sin embargo tan ultraterrena?… Esa voz contenía todo lo que ya no puede hablar. La leve vibración del más allá, la última melodía”, dice en el cuento que da título al libro y que narra la reconstrucción de una caminata.

La de Hohl es una voz que merodea, que va rodeando, que se aproxima, y una geografía no es más fácil de definir que una voz: “Un paisaje de misterioso desapego. Una atmósfera que igual podía considerarse cálida y sana que causante de fiebres invencibles; nada terrenal; lo que nunca era terrenal, se volvía terrenal: la habitual solidez del mundo estaba más cuestionada que nunca.” En su nouvelle Escalada, no es que la descripción de la montaña pueda funcionar como una alegoría de la escritura de la obra; son una y la misma. La descripción es tan perfecta, tan cercana a lo que siempre un lector quiso escuchar acerca de una montaña, que la lectura planea, como si no sucediera. (Y escritor y lector avanzan encordados, como sólo pueden hacerlo quienes tienen plena confianza en el otro para atravesar juntos un glaciar). En Camino nocturno se lee: “miraba hacia lo vivido en las horas pasadas como quien presencia un juego de mesa infantil, una tormenta de nieve en la lejanía”. (Tendría que confesar una debilidad mayor como lector: creer que casi cualquier escena con nieve es extraordinaria.)

En Escalada, el color singular de la pendiente de una montaña la hace “descomponerse cada vez más en detalles, en particularidades, en matices”. Son lo que define a un escritor. Devoto de Spinoza, Lichtenberg y Bach, predicador contra lo que llamaba el “conclusionismo”, Ludwig Hohl es sensible a las graduaciones y posee una cualidad rarísima: la atención a la presión de la mano de un calígrafo. Hay que pensar que una sociedad secreta sigue produciendo bellos libros en el mundo, difícil encontrar otra explicación.

(Camino nocturno y Escalada, Ludwig Hohl. Editorial Minúscula)

 

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El final de la novela es una ficción, no un ensayo, y orbita alrededor de cuestiones centrales para cualquier novelista, entre ellas el problema de qué final darle a una novela. La tentativa es doblemente curiosa porque Michael Krüger creó un artificio para estudiar y escapar de un artificio, y porque en su oficio diurno de editor Krüger ha podido considerar el asunto del derecho y del revés. Durante casi cincuenta años al frente de la editorial Hanser, el poeta y narrador Michael Krüger publicó y defendió a Elias Canetti pero también a Jakov Lind, Botho Strauss y Gert Hofmann.

El protagonista de El final de la novela está en pleno trance de escritura en un paisaje ideal, “el único sitio en el que podía trabajar; el lugar que me había sido asignado para llegar a aprender el arte de la creación literaria”. Se pregunta si la novela que redacta habrá cobrado vida o no. Las vacilaciones, las variantes imaginadas y las especulaciones acerca de la trama se admiten en la narración. El novelista actúa de corrector de sí mismo. Para los que empiezan a escribir la calidad de lo escrito es un fantasma, y es un fantasma que los años y la experiencia no hacen desaparecer. Sucede con un texto lo que sucede con una máquina: se arregla un desperfecto equis, y al rato se detecta ––o se produce–– otro en otra parte, y en cuanto se compone este aparece otro más, y así sucesivamente, en una cadena de correcciones ilusorias. Se podría pensar que a partir de cierto nivel, las correcciones y cambios que hace un escritor y otro son similares, y que todo texto que ya no puede corregirse se vuelve póstumo.

Por el papel que le cabe al protagonista es más difícil para Krüger decidir cuánto sabe ese personaje de sí mismo (uno de los mayores dilemas de cualquier ficción). El novelista quita y añade páginas, sobrevive al duelo de lo que descarta. Lidia con la extensión de una novela, el gran misterio de la extensión justa (si existiera semejante cosa). La relación con el final determina el ansia del escritor, y acaso a posteriori el del lector. El final debería autorizarlo la propia obra, desde adentro. Baraja los cierres posibles, y esa última frase que, “precisamente, habría de conferirle la vida, al tiempo que se la arrebataba para siempre”. El dramatismo no deja de tener cierto reborde irónico, alentado por años de cultivar la especialidad de un escritor-editor: el temor al ridículo. Krüger arma una pequeña farsa alrededor de la creación, así como después lo hizo con la escena literaria en La comedia de Turín. Aquí, ante la muerte de un escritor famoso su mejor amigo es el encargado de ordenar y administrar su legado. Debe enfrentarse a su viuda, su secretaria, su amante y sus mascotas excéntricas (un ganso, una tortuga, un pavo real, un erizo).

Rudolf, el escritor desaparecido, creía que “todas las obras importantes destruyen a sus creadores”, e insistía en que su propia escritura no era otra cosa que un intento por liberarse de la ilusión de que era un escritor: “Uno debe persistir el tiempo suficiente para poder estar un ciento por ciento seguro de que no lo es. Lamentablemente, la mayoría abandona antes de tiempo. Pero un verdadero escritor sólo puede surgir de las cenizas de una carrera literaria destruida”. Al final de las ficciones de Michael Krüger, irremediablemente, se termina de romper la copa vacía con la que el autor venía jugando.

(El final de la novela, Michael Krüger. Editorial Anagrama)

 

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Como su amigo de infancia el pintor Lucian Freud, Michael Hamburger nació en Berlín y se trasladó a Inglaterra en el mismo año, 1933, antes de que se viniera la noche. Freud tradujo su impulso por huir del pasado en una dedicación absoluta a la pintura (sólo interrumpida y sostenida por su afán por las mujeres; un homenaje un tanto oblicuo a su abuelo Sigmund). Hamburger necesitó mantener un vínculo con aquel pasado convirtiéndose en traductor del alemán al inglés, y le dio lugar a una vida nueva entregándose a la poesía de un modo total (sólo suspendida por su obsesión con el estado de su jardín). Años después, Hamburger le dedicó dos poemas a Lucian Freud ––la delicadeza moral se define en un regalo–– y uno de ellos termina con una línea que, pese a los destinos públicos tan diversos de Hamburger y Freud, es válida para la devoción de ambos hacia su trabajo: “la coronación, que no es para el creador / consagrado por completo a una búsqueda que no tiene fin”.

Las ambigüedades que Hamburger desplegó en su poesía las dejó de lado en su prosa crítica, o mejor dicho las transformó en percepciones sutiles. Alguna vez elogió en Hermann Lenz la “habilidad para convertir la ambivalencia en suspenso, si no en misterio”. Para el autor de La verdad de la poesía, esa verdad “se encuentra no sólo en sus declaraciones directas sino también en sus dificultades particulares, atajos, silencios, hiatos y fusiones”. Tal vez todo el trabajo de Hamburger como ensayista se apoya en aquello que comentó sobre Hofmannsthal, uno de esos escritores que “regresan a sí mismos por medio de largos desvíos. Estos desvíos incluían los trabajos de otros, leídos y por ende incorporados, como todo lo que experimentaba, a su propio trabajo…” Hamburger le dedicó su vida a otros: poetas y árboles admirados. Y hay un frisson en la manera en que cuenta ciertas vidas (la de Büchner, la de von Kleist) que insinúa sin explicitarlo que más de un detalle de esas biografías no le resultó nada ajeno. Cicerone de la literatura alemana para lectores de lengua inglesa, ponía particular atención en el que modo en que se traza, borra y vuelve a dibujar un itinerario: “Casi no tiene sentido repasar todos los malentendidos que contribuyen al progreso de la reputación de un escritor, especialmente cuando esas historias siempre implican que el error y el prejuicio han sido, al fin, milagrosamente despejados”.

La verdad de la poesía no pretende ser una historia de la poesía moderna sino un estudio sobre la identidad, la máscara y las múltiples personas de un poeta: Baudelaire, Rimbaud, Yeats, Pessoa, Eliot y Pound. A Hamburger lo tienta perder tiempo con poetas que quieren desprender un botón desde el reverso. Invocando las líneas de Heine sobre la lucha entre la verdad y la belleza, Hamburger dice que es la batalla que no sólo se libra entre escuelas de poesía y crítica opuestas, sino también dentro de cada poeta que importa, de un poema a otro, de una línea a la siguiente. Dice en su autobiografía que “la doctrina de la impersonalidad de Eliot, tomada demasiado literalmente, me había mantenido atrapado en una jaula de generalidades decorosas”. La lealtad a sí mismo fue su llave maestra: “Fueron mis poemas ––y las experiencias que absorbieron–– que me sugerían en qué creía y en qué no en cualquier momento de mi vida”. En un poema de los incluidos en La vida y el arte apuntó: “Los años en sí cuentan poco, / incluso el anacronismo –como el de Doughty, el de Hardy: / cuanto menos pertenecían a sus épocas / más fieles se hacían a sus nombres”.

No menos leal fue a los poetas que más tradujo, como Celan: “Es la dificultad y la paradoja las que demandan una especial atención para con cada palabra en sus textos, y esta atención es distinta a lo que usualmente se entiende por ‘comprensión’. Yo no estoy para nada seguro de haber ‘comprendido’ incluso esos poemas de él que logré traducir a lo largo de los años.” Michael Hamburger consiguió redactar versos extraordinarios, si este adjetivo tuviera para él algún sentido fuera de ciertos fenómenos de la naturaleza y de la poesía de Hölderlin: “Eso decía la música de Bach, / la música de nadie, de todos, es una niña del Japón que ha resucitado”. Ningún libro es imprescindible si uno no es su lector.

(La verdad de la poesía. Michael Hamburger. Fondo de Cultura Económica)