*En la edición que ahora pasa por definitiva, la de la Fundación Rulfo bajo el imperio de Víctor Jiménez (yo leo la más reciente, de 2017, que trae los tres libros rulfianos en un volumen por fin decente, de pasta dura, portada discreta y pliegos que no se deshojan al abrirse), veo cuatro erratas rápidas en las primeras 30 páginas: al inicio del fragmento 5 falta un espacio entre “seguía,” y “vi”; en el 9, el renglón que comienza con “y muy cumplido” está equivocadamente sangrado; en el 12, en el penúltimo párrafo antes del diálogo final, un “sino” tendría que ser “si no”; en el 17, al final de la página 204, “volví a tranquilizarme” se convierte en “volvía tranquilizarme”.
*Una nota que olvidé incluir en mi comentario en Crítica al muy buen libro de Cristina Rivera Garza: su título, Había mucha neblina o humo o no sé qué, no sólo proviene de Pedro Páramo: en la voz de Miguel Páramo, se refiere al modo difuso, de ligereza, de precisión imposible, como el hijo del cacique experimentó su propia muerte: “Lo que sucede es que yo no pude dar con ella. Se me perdió el pueblo. Había mucha neblina o humo o no sé qué; pero sí sé que Contla no existe. Fui más allá, según mis cálculos, y no encontré nada”: no se perdió el pueblo, se perdió él para el pueblo vivo −así como a Juan Preciado, en torno al fragmento 26, se le van perdiendo los verbos, y su enunciación se limita a las frases nominales de quien está perdiendo el hilo de la vida.
*El fragmento 12 comienza en tiempo presente (“En el hidrante las gotas caen una tras otra…”) y poco después se tuerce a un brusco pasado (“Entonces oyó el llanto”). Pero atención: lo anómalo ahí no es el pasado −el tiempo lógico para narrar la infancia de Pedro Páramo− sino el presente. ¿Por qué entonces? Mi sensación es esta: varios pasajes de las primeras páginas que aluden a esa infancia, y otros más, posteriores, están enunciados −si es que eso puede ser una enunciación al uso− desde un momento muy específico: el de la agonía de Pedro Páramo, tras de ser acuchillado por su hijo Abundio y antes de desmoronarse. En ese momento, dos segundos o varios minutos, Pedro recuerda de la manera acaso más vívida posible, escenas decisivas de su vida, instantes climáticos, verdaderas cristalizaciones. Por eso el presente en este fragmento, y el narrador entrometido, o mejor, entremetido (“Uno oye”, dice: ¿uno quién?): se trata de recuperar el recuerdo de Pedro, su revisitación de ese momento, proyectándolo como estampa autónoma, los únicos minutos conservados de un océano de miles de minutos náufragos, y de recuperar la extrañeza, la incertidumbre de esa vuelta del sueño, un despertar como cualquier otro si no fuera porque ese, en ese día, fue acelerado por la noticia del asesinato de su padre.
*Que muchos pasajes del libro se enuncien desde el momento de la agonía de Pedro Páramo puede argumentarse también con el fragmento 39. En él, Pedro está encerrado en su cuarto, una madrugada, escuchando ruidos cuando tocan a su puerta y a todas las puertas de la casa. Y entonces recuerda “la muerte de su padre, también en un amanecer como éste”, y más adelante se dice que “Nunca quiso revivir ese recuerdo”, esto es, se trata de la primera vez en muchos años que evoca aquel instante espantoso. Ahora bien, ¿no es demasiada casualidad que, antes de que le avisen de la muerte de su hijo −según veremos más adelante, acaso también asesinado−, rememore por vez primera el asesinato de su padre? Lo sería si no fuera porque en realidad sucede al revés: mientras agoniza −exactamente: as he lays dying− ha recordado, primero, el anuncio de la muerte de su hijo, y eso, la similitud de dos amaneceres funestos, le trae después el episodio cuando su madre le avisó de la muerte de su padre.
*Usos lingüísticos fascinantes: dos “Todavía antes” y un “todavía ayer”, tan campobellianos, de los primeros fragmentos (y no el más lógico ‘Antes, todavía me había dicho’); las repeticiones lopezvelardeanas, como “hacerle hacer” o “algo de algo”; el “Llegó abrazándome” de Ana, la sobrina del padre Rentería violada por Miguel Páramo, un incorrecto gerundio maravilloso que, en la estirpe de “Anacleto Morones”, alude a ese modo en que la violencia sexual se recubre en Rulfo de gracia picaresca, como al paso, como sin querer.
*En mi texto anterior para La Santa Crítica escribí sobre la obsesión de López Velarde con lo ínfimo, con la “majestad de lo mínimo”. Rulfo se apropia de esa obsesión, sobre todo en el plano acústico. Si no cómo explicar que, bajo el silencio, se pueda detectar “el caer de la polilla”. Más que un fresco de México, más que una épica oscura de nuestra historia y nuestros mitos, Pedro Páramo es un libro de excepciones, pequeñas, concretas, ilógicas excepciones.
*Una frase en la que no sé qué tanto se haya reparado: cuando Fulgor va con Doloritas a convencerla de casarse, de que Pedro la quiere desde hace mucho. No le dice que apenas se animó porque antes don Lucas hacía menos a su hijo frente a ella, sino lo contrario: “…le llegó a decir que [usted] no era digna de él”: ¿no es una estrategia claramente riesgosa, por no decir tonta, querer encandilar a Doloritas pintándole a Pedro como una especie de aristócrata para colmo sometido del todo a las ínfulas paternas?
*Sabemos que “Vine a Comala buscando a mi padre…” es la respuesta de Juan Preciado a la pregunta de Dorotea/Doroteo en el fragmento 36: “¿Qué viniste a hacer aquí?”, pero no sabemos cuántas veces le han dado vueltas al mismo asunto −si es que en ese plano de existencia en que se acurrucan Juan Preciado y Dorotea/o puede hablarse de veces−. Lo que sí podemos argumentar es que, sea una o muchas veces, en ese trayecto Juan Preciado se ha convertido −si no lo era ya de por sí− en un buen narrador. Aquí un argumento al respecto: en el fragmento 31, ya instalado en la casa de los hermanos incestuosos, Juan Preciado cuenta cuando la pareja sale, así que “ellos no supieron lo que había sucedido mientras andaban fuera”. Y sucede que entra una mujer que toma unas cosas y se lleva otras. Pero luego resulta que la hermana sí sabía quién había entrado a la casa y qué había hecho mientras ellos no estaban: era una tercera hermana, quien dejó comida y tomó un par de sábanas. Y esto, para cuando se lo platica a Dorotea/o, Juan Preciado lo sabe de cierto. ¿Entonces por qué lo cuenta así, ocultando, retrasando la información? Porque está instalado en su nuevo, libérrimo estatuto de narrador post mortem, siguiendo las huellas de Blás Cubas, y, mañoso, estratégico, busca transmitir no sólo los hechos de su historia sino el modo sorpresivo, desasosegante, en que esa historia le fue ocurriendo a él.
*La muerte de Juan Preciado es anticipada, o propiamente preparada, por su unión sexual con la hermana incestuosa. A su vez, esa unión se juega en el paso del usted (“−¿No duerme usted? −me preguntó ella”) al tú (“Ahora tú te encargarás de cuidarme”), un paso que ilustra una vez más la sexualidad ejercida a conciencia y a placer por muchas mujeres en el mundo rulfiano.
*Primera interrogante del fragmento 37: o no leo con claridad, o hay una inconsistencia en el discurso de Fulgor: primero dice: “Se me olvidó mencionarle [a Pedro] que ayer vinieron con la acusación de que [Miguel] había matado a uno [al hermano del padre Rentería]”, pero en el párrafo siguiente, y sin que medie, según yo, ningún cambio de tiempo o plano, el mismo Fulgor dice: “Ayer le comuniqué lo que había hecho su hijo y me respondió: ‘Hazte a la idea de que yo fui, Fulgor, él es incapaz de hacer eso: no tiene todavía fuerza para matar a nadie…”: ¿por fin?
*Segunda interrogante del 37: ¿no puede Dorotea ser en verdad Doroteo, es decir, un transgénero? De pronto me parece clarísima la situación: primero, Damiana le explica a Miguel que Dorotea “nunca habla”; segundo, “trae un molote en su rebozo y lo arrulla diciendo que es su crío”: ¿no vemos aquí a Doroteo, incómodo con su género y perfeccionando su travestismo con el simulacro del bebé que trae cargando, y a su vez silencioso, reservado, porque Comala obviamente lo rechaza? Pero además, dos pistas: por una parte, su apodo, “la Cuarraca”, esto es, la que cojea, o más bien el que cojea, el chueco, el torcido, el “tú me entiendes”, el “yo no sabía” (Arreola dixit en La Feria); por otra, cuando Dorotea se confiesa con el padre Rentería y le dice que se le “pasaron las canelas” y se volvió “payasa”, el padre le responde: “Nunca has sido otra cosa”, aludiendo acaso no a su ánimo humorístico −que, como hemos visto, no tenía− sino a su aspecto, el de una persona disfrazada, maquillada. Y una última conjetura para argumentar a favor de que Dorotea es un transgénero: ¿no sería que por esa condición se llevaba bien, en un territorio más en corto, más íntimo, con muchas mujeres de Comala y no con los hombres, quienes lo/la rechazaban, razón por la cual después puede fungir de terrible celestina para Miguel? ¿Y no sería que Dorotea acepta ese trato bajo el que se ocultaría su traición hacia la confianza de esas mujeres por desear a Miguel y pensar que de esa manera podría obtenerlo?
*Última interrogante del 37: vamos a entretejer tres pequeñas situaciones: 1) Miguel le presume a Fulgor Sedano que viene “de ordeñar” y Fulgor le replica que ha de haber sido a Dorotea. Cuando Miguel conoce quién es Dorotea, se enoja (lo cual, desde luego, abona a la interrogante anterior) y promete “jugar[le a Fulgor] una mala pasada”; 2) Fulgor le dice a Pedro Páramo que Miguel “vive tan de prisa que a veces se me figura que va jugando carreras con el tiempo. Acabará por perder, ya lo verá usted”; 3) Fulgor encabeza al grupo que lleva el cadáver de Miguel a su padre, y es quien le da la noticia, enfatizando que “Nadie le hizo nada. Él solo encontró la muerte”. Rulfo eliminaría las seguras páginas donde se narraba la broma, pero, supongámosla bastante pesada, la broma ocurre: entre el día que Miguel promete esa broma hasta el de su muerte pasa mucho tiempo (el que va de que se apalabra con Doroteo hasta que ya han sido muchas mujeres las que le ha conseguido). Pues bien: ¿no es posible conjeturar que Fulgor Sedano, el mismo que asesina con toda calma y previsión a Toribio Aldrete, el que sólo se entusiasma si percibe a don Pedro déspota y cruel, haya tenido que ver con la muerte de Miguel Páramo? En su actuar obrarían dos impulsos: vengarse de la broma de Miguel y, curiosamente, hacer justicia a la viuda, la cuñada del padre Rentería (“Yo sé medir el desconsuelo, don Pedro. Y esa mujer lo cargaba por kilos. Le ofrecí cincuenta hectolitros de maíz para que se olvidara del asunto; pero no los quiso. Entonces le prometí que corregiríamos el daño de algún modo”). ¿No sería por eso, por su intervención en la muerte de Miguel, que Fulgor, cuando llevan el cadáver frente a don Pedro, se dice “en secreto” que “Parece más grande de lo que era”, esto es, de lo que era al momento de darle muerte?
* Llama la atención el modo extraño, muy poco preciso, en que Rulfo puntúa ciertas frases interrogativas. Un ejemplo de varios: “¿Es Pedro Páramo aún el dueño, no?” ¡Hasta el Word lo marca! Tendría que ser: ‘Es Pedro Páramo aún el dueño, ¿no?’ ¿Rulfo quería sugerir de esta manera una cierta prosodia, donde la frase es la verdadera pregunta y el “no” sólo la enfatiza, entonando hacia arriba? ¿O es puro descuido?
* Mínima duda: en el fragmento 47, en la siguiente enumeración: “La había cuidado [Justina a Susana San Juan] desde que nació. La había tenido en sus brazos. La había enseñado a andar”, ¿no es incorrecto el último “la”, como un laísmo peninsular?
*John Gavin, el actor que interpretó a Pedro Páramo en la película de Carlos Velo, medía 1.93. En la versión de 1978 fue Manuel Ojeda, que según la página taddlr.com, mide 1.88. ¿Sería tan alto el cacique? Me gusta pensar que no. Cuando el Tartamudo toca la puerta de la Media Luna y le abre Pedro Páramo, “al que nunca había visto”, le dice de inmediato: “Necesito hablar directamente con el patrón”, es decir: puede tratarse de un cacique ya encerrado, abatido, sin pinta de ejercer el mando, sí, pero acaso también la reacción se deba a que Pedro Páramo, físicamente, no parece un sujeto poderoso de ninguna manera. Imaginémoslo, por qué no, bajito y enjuto, enteco.
*Como Clarín en La Regenta, la obra maestra del indirecto libre en español, Rulfo a veces se confunde en su empleo de los estilos directo e indirecto libre (aunque Jorge Aguilar Mora tiene una interpretación asombrosa de este rasgo, que habría que trabajar), usando unas confusas comillas. Un ejemplo, en el fragmento 68: «Ya sentado sobre el mostrador, [Gamaliel Villalpando] maldijo a su madre, se maldijo a sí mismo y maldijo infinidad de veces a la vida “que valía un puro carajo”». La frase, todo lo indica, es de pleno indirecto libre y no debería llevar comillas, pero Rulfo, como Clarín, se las pone.
* He planteado ya que, según mi conjetura, Pedro Páramo enuncia mientras agoniza. Pero falta dilucidar qué motiva esa enunciación. Como Juan Preciado, que responde a la pregunta de Doroteo (“¿Qué viniste a hacer aquí?”), Pedro también deriva su discurso de una pregunta, una pregunta que queda implícita pero resonando en muchas páginas, la pregunta que buscaría indagar a qué se dedicó durante tantos años en que dejó de mandar activamente, en que dejó de producir la vida y la muerte en Comala tras la muerte de Susana: ¿en qué pensaba? ¿En qué pensaba usted, don Pedro, le preguntarían otros muertos en ese tiempo indeciso del campo no santo de Comala, en qué pensaba usted todos esos días en que, “viejo y abrumado”, se encerró en su enorme casa vacía? Díganoslo, ahora que ya estamos todos emparejados y podemos hablar. “Pensaba en ti, Susana”. Esa pregunta, ese reclamo anticipado del pueblo entero, es la que decide responder por fin Pedro Páramo al momento de su agonía: pensaba en Susana, pensaba en su infancia cuando jugaban con los papalotes, pensaba en la muerte de su padre y en la muerte de su hijo. Pedro Páramo apostó a “irse de la vida alumbrándose con aquella imagen [de Susana] que borraría todos los demás recuerdos”, pero perdió la apuesta.