Conocí a Edward Simmen en mi primer año de la universidad. Daba un curso sobre escritores gringos en México y chicanos en Estados Unidos. Vestía siempre con pantalones de mezclilla, sandalias y camisa con hoyos en los sobacos. De sus clases recuerdo sobre todo las caras que hacía: sonreía de oreja a oreja y nos miraba pelando los ojos como si aquello que acabábamos de leer encerrara uno de los mayores arcanos. Ed no era un profesor a quien le gustara mucho la teoría. Le gustaban las anécdotas, la vida de los escritores y las interpretaciones de textos; convertía a los académicos en investigadores, a los autores en personajes y las tramas en una serie de acertijos detectivescos. Desde entonces soñé con hacer lo mismo, un viaje a la caza de la literatura.
Una parte de su historia está en sus libros, otra me la contó él mismo en Cholula después de que terminé la licenciatura y, poco a poco, en el curso de los años, nos hicimos amigos.
Ed se graduó del doctorado con una investigación sobre Lawrence Sterne y encontró trabajo, poco tiempo después, como profesor en una universidad de Texas, su estado natal. Daba clases de literatura inglesa, pero más de la mitad de sus alumnos era de origen latino. Decidió ir a la biblioteca. Indagó y no halló a ningún escritor latino. Les preguntó a sus colegas si sabían de uno; envió cartas, hizo llamadas telefónicas. Dos semanas después tenía un cuento publicado por un tal Américo Paredes en una revista académica de Arizona. Nadie sabía de otro latino. Nadie había escrito hasta entonces sobre el tema. Estamos hablando de finales de la década de los sesenta.
Ed no se rindió. Viajó a bibliotecas, revisó archivos, consultó revistas, tocó varias puertas hasta dar con escritores como Amado Muro, que trabajaba de ferrocarrilero en El Paso y escribía en su tiempo libre, o Genaro González, que trabajó de migrante en McAllen, Texas, y logró pagarse sus estudios universitarios en Pasadena, California. A los cuentos de González, Ed los describió en su libro con las siguientes palabras: “la agudeza que los hace realistas e interesantes, la fuerza que los hace eficaces y la sutil complejidad en la estructura que los hace arte”.
Tres años después tenía el libro terminado. Buscó un editor. Pero lo que pensaba como un procedimiento sencillo se convirtió en algo más complicado que la propia escritura del libro. Acumuló doce cartas de rechazo en las que se explicaban con detalle los motivos por los cuales el libro no era ni interesante ni original ni vendible. Una vez agotados sus esfuerzos, el destino le presentó el recurso más antiguo para sellar un negocio: un contacto. Su antiguo profesor y director de tesis doctoral, que había criticado fuertemente sus opiniones sobre el humor en Tristram Shandy, le alabó el texto inédito. Su manuscrito fue aceptado en menos de diez días. El único cambio que le propuso la editorial fue dejar el nombre de Mexican-American por el irreverente y ahora incorrecto, chicano. En 1971 se publicó The Chicano, from caricature to self-portrait.
Pocos libros se situaron tan bien a su tiempo. Llegaron la teoría postcolonial y los Latino Studies acompañados de millones de mexicanos y latinos cruzando la frontera del mundo gringo. Recuerdo una carta que Ed tenía enmarcada en su sala, era de José Emilio Pacheco. Lo felicitaba por tratar un tema ignorado hasta ese momento. Veinte años después de la primera edición nació una segunda, con el doble de textos y un nuevo prólogo. Y ya que se trataba en realidad de otro libro optó por cambiarle el título; le puso: North of the Rio Grande: The Mexican-American Experience in Short Fiction.
Pero este último libro ya no lo escribió en Texas, lo concibió y realizó en la legendaria Cholula, famosa por su vista de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, la pirámide enterrada, y por haberse perpetrado en ella una de las peores masacres durante la Conquista.
Después de la publicación de su primer libro despegó su carrera como académico. Le llegó el dinero, el tenure y es posible que el gusto por la bebida. Sospecho que Ed dejó la estabilidad, su país y su idioma a causa del alcohol. Imagino que en la universidad le pusieron un ultimátum y él decidió tomar un año sabático.
Vino a México, según él, a continuar su investigación. Después de una temporada en la Ciudad de México y Cuernavaca –el paraíso infernal de Malcolm Lowry– alguien le habló de una universidad en Cholula. La universidad era una réplica en miniatura de una gringa: césped bien cortado, edificios pulcros de estilo californiano, cancha de futbol americano, colegios y casas con enormes jardines para los profesores. Alrededor de todo esto, un pueblo modesto con las famosas ruinas de una pirámide inmensa, cientos de iglesias y capillas coloniales semiderruidas.
Ed tocó a la puerta del director del Departamento de Lenguas, del decano y, finalmente, del rector de la Universidad. Sin hacerse del rogar ¬–era el autor de una antología de gran difusión en Estados Unidos– le ofrecieron trabajo como profesor de literatura, después ascendió a director de estudios de posgrado y, al final, historiador.
En la Universidad de Cholula publicó la segunda edición de su antología chicana en formato de bolsillo, creó un proyecto de intercambio con el congreso de los Estados Unidos –el primero en Latinoamérica–, y escribió artículos y textos académicos. Ocupó varios puestos administrativos de poder y otros que le daban el tiempo necesario para su escritura. Ed fue todo lo que quiso, hasta que, en el año del 2011, treinta años después de su llegada, le quitaron su nombramiento de profesor emérito. A sus setenta años, como si despertara de una borrachera a la peor de las pesadillas, un grupo de policías privados lo escoltó fuera de la universidad y le advirtió que tenía prohibido la entrada a sus jardines, a sus oficinas, a su gente. Había quedado aislado del único lugar donde era alguien.
Terminé mi licenciatura y me fui a Francia a continuar mis estudios. Solía escribirle a Ed una vez al año, en Navidad. Le contaba cómo iba la vida, exageraba lo del frío, le preguntaba por la universidad y por su perrita Citlali. Ed escribía muy poco, casi siempre terminaba sus mensajes con un: Keep smiling.
Cuando concluí mis estudios de posgrado decidí regresar a Puebla y pedir trabajo en las universidades de la ciudad. Me respondieron en dos y me solicitaron documentos, entrevistas y proyectos. Fue un proceso largo y mientras lo resolví fui a casa de Ed.
Ed se había jubilado como profesor emérito. Cuando volví a verlo, siete años después, le habían quitado el nombramiento y le prohibían la entrada a la universidad. Ed estaba furioso, mentaba madres a todas las autoridades, incluso imprimió unas playeras con el escudo de la universidad puesto de cabeza. Me regaló una camiseta y me preguntó si necesitaba cartas de recomendación. No necesitaba nada. Aun así me imprimió tres con hojas membretadas que había sacado clandestinamente de su oficina.
Ed no tenía nada que hacer durante la semana y la mayoría de mis amigos de la licenciatura se habían ido. De modo que ambos establecimos una rutina. Nos veíamos dos o tres veces por semana en el Starbucks de Cholula. Imagino que el ambiente del café le recordaba un poco la universidad.
Su perra Citlali se sentaba a sus pies, era una perra salchicha y la gente se detenía para acariciarla. “La vida es genial, simplemente genial”, “¡Qué vamos a hacer con esta vida!”, “Guau, qué día”, eran las frases favoritas de Ed; las repetía de cuatro a cinco veces por reunión. Para la primera tenía preparado un asentimiento enfático con hombros y cabeza, para la segunda un optimista, “Disfrutarla”, y para la tercera otro optimista, “Genial, simplemente genial”. Así se nos iban las horas volando.
También hablábamos de literatura. Me regaló una edición de 1951 en pasta dura de The Scholar Adventurers, de Richard D. Altick. Está firmado con su apellido y su ex-libris. En la contraportada, con tinta roja, escrita a mano, la consigna: DO NOT LEND! En el libro encontré esta explicación del trabajo del académico: “El académico se enfrenta a un vasto rompecabezas formado de incontables fragmentos de verdad; pero faltan muchas piezas y otras están en el lugar equivocado […] Este es el trabajo de un detective de la historia, enraizado en el dominio científico de innumerables y pequeños hechos elevados al plano de la imaginación creativa”. Y también: “Pon a los dos juntos –una imaginación vivaz enfocada en el arte de la literatura y una devoción científica a la verdad en sus mínimos detalles– y tienes al académico literario”.
En otra ocasión Ed llevó al Starbucks una carpeta donde guardaba cada una de sus cartas de rechazo. Tenía las portadas de sus libros enmarcadas sobre los muros de su estudio y su sala de televisión. Publish or perish fue lo que le enseñaron.
Un día, en el Starbucks, Ed me dijo que había escrito una historia de la educación estadounidense en México, desde sus orígenes en el porfiriato hasta la Universidad de Cholula. Estaba en inglés y nadie quería publicarla.
–La universidad debería estar interesada –le dije.
–No quieren saber nada de eso.
Pensé entonces en un amigo editor que trabajaba para el Conaculta. Le hablé por teléfono a Alberto y me dijo que, antes de cualquier cosa, era necesario tener el texto en español. Si el autor estaba de acuerdo, el Conaculta podía encargar la traducción en caso de ser aceptada. Ed va a estallar de alegría, pensé; en cambio, evadió el tema. Cuando le dije que yo mismo podría traducirlo, exclamó:
–¡Excelente!
Fuimos a su casa, me abrió su computadora y me mostró todos los archivos. Era un texto extenso, de más de doscientas páginas. Si me echaba esa responsabilidad encima corría el riesgo de recibir a diario llamadas de Ed reclamándome por una u otra cosa. Seleccioné los primeros dos capítulos y me los envié a mi cuenta de correo. Empezaría a traducir esos dos y, si todo iba bien, iría avanzando a mi paso con el resto.
–¡Genial! Tenemos un proyecto.
Esa fue la última vez que le vi una sonrisa.
El 25 de diciembre tomamos un café en los portales de Cholula. Le di un pastel de frutas ¬¬–que compré en el Costco¬– y hablamos del clima, los cambios de Cholula y lo bellos que eran los portales. Me preguntó si había un derecho y un reverso en las tortillas.
–Llevo más de treinta años en este país. Debería saberlo.
–Creo que el reverso es la parte más arrugada, Ed, aunque solo en las tortillas de máquina. Las hechas a mano no tienen reverso.
–¡Genial! A un gringo medio jamás se le hubiera ocurrido algo así.
Nos despedimos en la parada de autobuses donde tomé uno con dirección a Puebla. Le dije que intentaría verlo una vez al mes, pero acababan de darme trabajo en la universidad pública y sabía que mis obligaciones apenas me dejarían tiempo libre. Ed me deseó mucha suerte, a sabiendas de que nuestra rutina y la traducción de su historia se habían acabado.
Seis meses después me enteré en el periódico de la noticia. Ed murió asesinado. Culpaban de su asesinato a su asistente personal. Lo mató –decían los periódicos– de diecinueve puñaladas.