Una claridad que se escapa

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MARÍA ZAMBRANO Y LA VIUDA DE LEZAMA LIMA

Tras la muerte de José Lezama Lima, el 9 de agosto de 1976, María Zambrano inicia una curiosa y significativa correspondencia con su viuda: María Luisa Bautista. Tal confraternidad muestra el amor que ambas profesaban a Lezama, sus opiniones filosóficas y sobre la realidad cubana en aquellos años setenta y principios de los ochenta del siglo pasado. Punto de resonancias que navega hasta hoy.

María Luisa Bautista, junto a su esposo, José Lezama Lima, fueron los testigos de mi boda con María del Rosario García Estrada, el 3 de enero de 1975. Después, el 15 de marzo de 1976, serían los padrinos de mi hija Ariadna, en la Iglesia del Espíritu Santo, ante el mismo sacerdote que los casó a ellos, monseñor Ángel Gaztelu. Tal privilegio, que con Lezama se remonta a mi adolescencia, me permite valorar la correspondencia de María Luisa con María Zambrano desde un ángulo tal vez inédito, donde las cartas que se cruzaron enfatizan las “razones del corazón”, preciosa esquina que deslinda a la filósofa malagueña de su maestro José Ortega Gasset; así como de marxistas y otros cauces alejados del catolicismo, de la doctrina social cristiana, que ella profesó y del que sobran pruebas en sus textos, en su vida.

A diferencia de su amiga malagueña, que tuvo varias relaciones amorosas, antes y presuntamente después de su matrimonio con Alfonso Rodríguez Aldave, María Luisa Bautista parece no haber tenido ninguna antes –mucho menos después– de casarse a los 46 años –Lezama tenía 56– con “el amor de su vida”, como aún dice la pegajosa frase, de insondable cursilería; información que argumento por mis conversaciones en Miami con Eloísa Lezama Lima y el padre Ángel Gaztelu, pero sobre todo por el perfil psicológico que de ella formamos mi esposa y yo tras tantos encuentros. El testimonio de su mejor amiga y condiscípula –Eloísa Lezama Lima–, gracias a la cual visita la casa de Trocadero 162, conoce y se enamora del hermano, confirma que ella siempre lo esperó. Hasta que tras la muerte de Rosa Lima Rosado, el 12 de septiembre de 1964 –cuyo amoroso consejo al hijo fue que se casara con ella– contrae matrimonio menos de tres meses después, el 5 de diciembre. Doce años viviría junto a él, se le haría imprescindible, cuidaría profesionalmente su obra, lo querría como nadie. Y apenas –padecía graves afecciones cardiacas– le sobreviviría menos de cinco años, pues muere en febrero de 1981 y Lezama había muerto el 9 de agosto de 1976.

Sin embargo, suele minimizarse –no sólo por machismo– el talento y la presencia de una mujer al lado de un gran hombre. En este caso hay que agregar cómo el ideario político de María Luisa siempre estuvo ferozmente opuesto al caudillismo leninista, sobre todo tras el estalinista ostracismo al que se condenó a Lezama –entre otros intelectuales considerados disidentes– desde abril de 1971, cuando el Congreso Nacional de Educación y Cultura, y hasta su muerte. Me consta que ella nunca ocultó ante los visitantes a la casa el asco que le producía la llamada revolución, los autoproclamados revolucionarios. Algunos de aquellos visitantes, obviamente informantes de la Seguridad del Estado, oportunistas y aún creyentes, se dedicaron a hablar mal de María Luisa, a regar que era un ser arrogante y seco, que lejos de ayudar a Lezama le hacía un terrible daño; que ella tenía algo de culpa en que a Lezama no le hubieran levantado las sanciones, como si el régimen tuviera derecho a prohibirle publicar y viajar fuera del país a cualquier ciudadano.

Las cartas hay que leerlas entre líneas, a sabiendas de que las autoras sospechaban –con razón– que podían ser leídas por los censores oficiales. Bajo la certeza de que María Luisa Bautista –profesora de literatura en el Instituto de Segunda Enseñanza de la Víbora, plaza obtenida por rigurosa oposición– era una mujer inteligente y culta, una graduada universitaria enemiga del régimen que tanto sufrimiento les había causado. Mis conversaciones con ella, sus intervenciones ante muchos invitados mientras tomábamos su té Bigote de Dragón –el té ruso que vendían en las farmacias, y que Lezama bautizó con ese nombre para encantarlo–, no fueron las de una iletrada, más bien las de un ser humano que no estaba dispuesto a condescender, a callar su ideario ante escritores que olvidaban las reglas de urbanidad en casa ajena.

Me permito enfatizar en estos rasgos ante los malintencionados intentos por depreciarla, donde la falta de escrúpulos o el fanatismo político han querido circunscribirla a labores domésticas y juicios rudimentarios. Estas cartas que ellas cruzaron son un argumento muy elocuente. Nadie que las lea podrá dudar de que la viuda de Lezama era una mujer que podía dialogar con la discípula rebelde de Ortega y Gasset, con la que tras la muerte de su maestro madrileño en 1955, puede considerarse que fue el pensador de habla hispana de mayores honduras.

Minimizar a María Luisa también es una forma de ofender a Lezama, que tanto la quiso. El hermoso, intenso poema que le dedicó, ahuyenta a lémures y sabandijas. Explica porqué María Zambrano intuyó –más adelante observaré ciertas coincidencias– y después supo con absoluta nitidez que las virtudes de la viuda merecían su tiempo. El poema aparece fechado en enero de 1972 y su título no pudo ser más sencillo: “Mi esposa María Luisa”. Nostalgia y gratitudes, envuelven hoy la noche en que nos lo leyera, ante la cómplice sonrisa de Chantal y su esposo, el relevante dramaturgo José Triana, que también compartían la lectura… Dice así:

Mi esposa María Luisa

En la azotea conversable,

con riesgo de su vida,

lees la Biblia.

Era toda tu casa

que ahora tropieza con el humo.

Lees la Biblia

donde una hoja

traspasa el agua

y las generaciones.

Lees con temblor,

recordando los hermanos

muertos, el Salmo 23.

Tu madre se lo leía

al hijo que se va a morir.

La hija se lo lee

a la madre a la hora

de la paz de Dios.

Eres la hermana que se fue,

la madre que se durmió

en una nube frente a la ventana.

Las cuatro, a mi lado,

me levantan todos los días

para fortalecer la mañana

y comenzar el hilo de la imagen.

Lenta, con dignidad silenciosa,

rompes la silla de los escarnecedores.

Cuando sacudes las almohadas

llenas de plumas de ángeles,

recuerdo en lontananza y repito

con precisión: en delicados

pastos me haré yacer.

Cuando la muerte sopla la puerta

de entrada, en la muralla momentánea,

traes la vara y el callado.

Así mido la nueva extensión,

Allí hay que caminar como un ciego.

Con el cayado sorprendo

la altura de la marea desconocida

y palpo la esponja de entresueño

para volver a la tierra.

Contigo la muerte fue anterior

y efímera y la vida prevalece

por amor de su nombre.

(Enero y 1972)

Recuerdo que cuando miré hacia María Luisa, tenía los ojos vidriosos, como si llorar en este caso no sólo fuera un acto de alegría sino a la vez un tributo a las alusiones que el hermoso poema trae consigo. Obsérvese cómo las referencias bíblicas se entrelazan con el recuerdo de sus familiares muertos y con la voz de la esposa, cómo la atmósfera somnolienta se despliega para armar los enlaces que forman la metáfora encarnada en María Luisa, la sinécdoque que narra la preparación de la pareja para acostarse a dormir. La capacidad de Lezama para lograr que sus palabras también catalicen la visualización de la escena en el cuarto, que nos permite hasta oír a María Luisa mientras lee el Salmo 23, hacen de este poema uno de los más intensos de los agrupados póstumamente en Fragmentos a su imán (1977), donde comparte sitio con “La madre”. El poder afectivo que despliega llega hasta el penúltimo que escribió, “La mujer y la casa”, fechado en febrero y 1976, dentro de la misma tesitura amorosa hacia María Luisa que pronto María Zambrano supo captar, interiorizar, antes y después de la lectura de los dos poemas.

Varios momentos de las cartas que ellas cruzaron ascienden a la intensidad poética de “Mi esposa María Luisa” y de “La mujer y la casa”. Mientras otras oraciones argumentan que comulgaban en su fe en Dios, como de inmediato veremos. Junto a sus coincidencias de criterios en filosofía social y hasta en las quejas por las labores cotidianas que las dos mujeres solas (poco podía ayudar su primo a María Zambrano) tenían que enfrentar desde la modestia en las que vivían, que en el caso de la cubana se agravaba por las penurias espirituales y escaseces materiales derivadas del fracaso económico de la centralización estatal.

Fechada el 19 de septiembre de 1976, a poco más de un mes de la muerte de Lezama, la primera carta de María Zambrano, escrita en La Piéce, Francia, es, como era de esperar, para darle el pésame a la viuda, a la que nunca llegaría a conocer personalmente, apenas en dos fotos que ella le mandaría. El inicio, dada la sensibilidad y el talento de la autora, rompe con los lugares comunes en este tipo de mensaje. Allí le dice y nos enseña: “Sé bien que al dolor y en grado extremo al de la muerte, hay q. (Mantengo su escritura) dejarlo intacto, y entonces el propio dolor como océano nacido de las aguas primeras nos sostiene. Y hasta nos fecunda”. Luego enuncia sus dolores por la muerte de seres queridos, de sus “astros”, hasta Lezama. E inmediatamente le pide ser su amiga: “…siéntame en el campo de la hermandad. Disponga pues de mí para todo aquello en que pueda servirla”. Le hace referencia al telegrama que le enviase al día siguiente de conocer el fallecimiento –debe tener fecha 10 de agosto–, al que le envió José Ángel Valente desde la cercana Ginebra. Luego le cuenta que el poema de Lezama dedicado a ella, había aparecido en la revista Ínsula; le comenta que recibió de Eloísa Lezama Lima el tomo I de las Obras Completas de Lezama, precisamente el que no llegó a tiempo a La Habana para que él lo disfrutara. Por último le pide que le cuente cómo fue el final, porque: “No sé, no sabemos nada”, y le da la noticia de que el diario El País le dedicó una página completa. Ni María Luisa ni nadie le contaría después que Granma, el diario oficial del gobierno cubano de entonces y hasta hoy, sólo colocó en página interior una esquela de un párrafo sobre la muerte de José Lezama Lima, para petrificada vergüenza del órgano oficial del Partido Comunista. La mejor noticia de esta primera carta es que le anuncia que escribe un ensayo: “Hombre verdadero: José Lezama Lima”, aunque aparecerá el 2 de noviembre de 1977, poco más de un año después de este anuncio, en El País.

María Luisa le responde, con fecha 14 de octubre del mismo 1976 y ya la trata de “Mi querida amiga”. Observo que un mes de demora en el tráfico aéreo no es nada en el contexto cubano, aunque a finales del siglo XIX una carta o un libro se demorara por barco el mismo tiempo. La carta confirma la alegría que Lezama y ella experimentaban cada vez que les llegaban noticias suyas. Con sugerente poder narrativo María Luisa le cuenta: “Por las mañanas cuando yo venía a la sala y veía que el cartero las había echado por debajo de la puerta, iba corriendo con ella a su cama y a veces lo despertaba para darle la buena nueva, pues sabía que ese era para él un día de fiesta. ¡Que Dios la bendiga por todo eso!” Pero también en esta primera carta le confiesa que no tiene consuelo, que “–Dios me perdone–ni siquiera la religión me ayuda”. Enseguida afirma: “Sólo el deber de ordenar y preparar sus manuscritos inéditos es lo que me mantiene en pie”. También le cuenta de su grave afección cardiaca –“una lesión en la válvula mitral”–, la que junto a su tristeza se encargará, a los pocos años, de terminar con su vida. Un final de gratitudes cierra la carta, la primera que la viuda le escribe, donde se corrobora que nunca se conocieron personalmente, ni siquiera que asistiese a alguna conferencia, sobre todo en el largo período final de la estancia cubana de María Zambrano, hasta 1953. No he hallado ninguna referencia, ni recuerdo que en nuestras habituales visitas nos hablara acerca de algún encuentro, casual o no. Parece obvio que lo hubiera recordado al escribir esta primera, desolada carta.

La respuesta coincide con la fecha del cumpleaños de Lezama. Enviada desde La Piéce, el 19 de diciembre de 1976. Predomina, desde el primer párrafo, la Navidad. Aleja cualquier duda sobre el entrañable catolicismo de la talentosa escritora. Baste transcribir una frase: “Sin la herida divina yo no reconocería, desde siempre, la creación por amor”. Más adelante, tras contarle de algunos percances físicos, de su “descalcificación” y su “desidia” –dice su médico–, salta a elogiar la niebla: “…la niebla que es bella y q. hace sentir que se está en ninguna parte”.

Me parece que en su “niebla”, como Baudelaire en las “nubes”, están también las sensaciones de ausencia, de la desterrada que no “está en ninguna parte”; algo que muchos de los que padecemos el exilio conocemos muy de cerca. Algo que también María Luisa debió sentir en su soledad cubana, muy bien bautizado con el neologismo de “insilio”. La carta nunca deja de elogiar a su amigo Lezama. Ningún crítico literario de José Lezama Lima supera esta declaración: “¡Qué arquitectura con agua y brisa, con fuego y luz! ¡Qué prodigioso verbo el suyo! Es de los pocos, pocos en quienes el Verbo se da. ¡Que Él lo tenga consigo y que nos bendiga!” Y se despide recordando cuando lo conoció en La Habana de 1936, cuando de inmediato se sintió atraída, cautivada por aquel joven que aún no había publicado ningún libro, ni siquiera ocupaba un sitio preferencial en aquel banquete de homenaje a ella y su esposo –a la República Española–, que organizase José María Chacón y Calvo.

El 2 de marzo de 1977 María Luisa le responde. Advierte la curiosa coincidencia de que su amiga –sin acordarse– le había escrito el mismo día del nacimiento de Lezama, el 19 de diciembre, mes del que se lamentaba, porque desde enero del siguiente año le “encasquetaban” –Lezama aplicaba ese verbo punitivo– un año más. Tal costumbre hace que algunas fichas de autor al uso y desuso, cometan el error de afirmar que muere a los 66 años cuando en realidad Lezama tenía 65 y María Luisa 55.

La carta incluye el último poema que escribiera: “El pabellón del vacío”, fechado el 1ro. de abril de 1976, que también nos leyera a los privilegiados délficos, la noche del sábado 3 de abril, cuatro meses antes de morir. Por cierto, debe anotarse –y no al margen– que es uno de sus poemas más triste y que apenas escribió nada ese año final, como bastante poco en los años anteriores, a partir del confinamiento oficial de que fue víctima desde 1971. María Luisa, además, le habla de los deseos de viajar que ambos tenían. La prueba es concluyente. Dice: “Teníamos muchos deseos de visitar España. Recibió muchas invitaciones con los gastos pagos para los dos, pero nunca lo dejaron salir”. Luego le habla de la foto en los jardines del restaurante 1830, que tengo el gusto de adjuntar a la presente recensión. Termina, como muchas veces, invocando la bendición de Dios.

La próxima de María Zambrano –29 de mayo de 1977– también está escrita en el fronterizo pueblecito de La Piéce, y a la data añade que era domingo del Espíritu Santo. Quizás lo más significativo es cómo juega con el tiempo, exaltando –como en Los claros del bosque– la memoria afectiva, el tiempo recobrado. Ella, como Lezama, nunca dejó de leer y admirar a Marcel Proust, aunque aquí no hizo falta que lo mencionase, basta el recuerdo de la vista marina desde la ventana del apartamento que rentaba junto con su hermana en el edificio López Serrano, en El Vedado habanero. Ese “secreto último del cielo de Cuba y de los trópicos”, que deslumbró a su amigo Luis Cernuda, desde que el poeta visitara La Habana en 1951, invitado por José Rodríguez Feo, y escribiera tal imborrable impresión –“Luz y cielo de La Habana”–, le hiciera varias veces la visita a su coterránea andaluza y disfrutarán juntos de crepúsculos, anécdotas y esperanzas relacionadas con el fin del franquismo.

La nostalgia siempre será esencial en la obra de María Zambrano, también de estas cartas. Luego de elogiar el estudio de Guillermo Sucre sobre la poesía de Lezama –parte de ese libro clave que el crítico venezolano titula con un verso de Lezama: La máscara, la transparencia–, María Zambrano nos regala uno de sus relámpagos exegéticos, de los que revindican la denostada “crítica impresionista”, cuando escribe: “Él, un cuerpo en el confín de la transparencia, lleno de paz. Y de algo así como una claridad que se escapa”. Son pocas las veces que he sentido una caracterización más nítida de Lezama, un chisporroteo verbal más agudo. Esa es María Zambrano, siempre dándole a sus admiradores el regalo de una frase inolvidable, certero título para un estudio: “Lezama Lima, una claridad que se escapa”. La carta termina como empezó, con una invocación al Espíritu Santo.

Casi tres meses después le escribe María Luisa, con fecha 23 de agosto de 1977. Desde el inicio resalta la enorme tristeza que la embarga al no poder ausentarse de tantos recuerdos. Le agradece los elogios a su aparente juventud, sin decirle que era diez años más joven que Lezama y comparte la admiración al ensayo de Guillermo Sucre, le da noticia de la edición de Paradiso por la Editorial Fundamento. Refiere la colocación de la placa de bronce en la pared de la calle, entre la puerta y la primera ventana-balcón, donde Lezama alguna vez –pocas– solía asomarse, por la cual lo sacaron en camilla cuando la complicación de una cistitis obliga a ingresarlo y días después lo conduce a la muerte.

Placa que logramos gracias a una colecta entre amigos, encabezados por Umberto Peña, que milagrosamente consiguió el bronce, sin ninguna ayuda gubernamental. Las palabras que allí aparecen dan cuenta de los años que allí viviera Lezama. Aún se conservan. En la carta María Luisa agradece la colocación, al año exacto de la muerte de Lezama. Termina aludiendo a los dos Salmos preferidos por ellos, el 23 y el 91, que sabe de memoria.

Apenas faltan unos cuatro años para que Lezama cumpla medio siglo de haber muerto. Un poco menos cumple esta correspondencia. La siguiente carta de María Zambrano –26 de agosto de 1977– se cruza con la enviada por María Luisa que acabo de reseñar en el párrafo anterior. Aquí reitera su certeza de que Lezama nunca estará lejos de las dos, especialmente de su interlocutora. Luego de darle noticias sobre publicaciones sobre Lezama, escribe un hermoso elogio-reproche contra aquellos que sólo conocen al autor de Paradiso, no al poeta: “Era Poeta, Poeta, Señor”.

La siguiente carta, según la cronología, también es de María Zambrano, fechada el 4 de noviembre de 1977, aún desde La Piéce. Los avatares del correo “normal” traen estos desórdenes, unidos a la certeza de que la privacidad era precaria. En la carta, como buena filóloga, María Zambrano trata de deslindar la versión de los Salmos que leían en Trocadero. Le pide a su interlocutora que precise traductor y edición. Luego le da noticias de publicaciones y premios, de presuntos textos inéditos de Lezama. “Una suerte de hermandad se ha establecido entre nosotras”, le transmite emocionada. Termina con un ruego a Dios y el consejo de encender una vela, rezar.

María Luisa le escribe a su ya “hermana” María Zambrano el 6 de noviembre de 1977, tras recibir ese mismo día la carta fechada en La Piéce el 26 de agosto. Sería redundante añadir comentarios sobre el correo y la eternidad. La gratitud se une a la certeza cuando dice sobre Lezama: “Él nos ha unido a nosotras dos porque seguramente sabe que fue Ud. siempre su amiga verdadera y ahora en estos momentos dolorosísimos lo es mía también”. Ella prevé que la casa, cuando ella muera, podría ser convertida en un pequeño museo, como en verdad ocurrió, aunque primero fue una dependencia de la biblioteca municipal. Se sabe de las gestiones que en tal sentido hicieron Cintio Vitier, Fina García Marruz y Eliseo Diego. También se sabe que tras su muerte, Lezama volvió a ser publicado en Cuba. La carta, desde luego, se adelanta a tales acontecimientos. Refiere después que les enviará ejemplares a ella y a José Ángel Valente, tanto de Oppiano Licario como de Fragmentos a su imán. Cariño y abrazo cierran la misiva, una de las menos afligidas.

La próxima también es de María Luisa –28 de septiembre de 1977– y se corresponde con haber recibido después de la anterior suya, la de su amiga. En esta le copia los dos Salmos, de modo que no haya confusiones, a veces frecuentes en textos bíblicos. Los datos bibliográficos que incluye sobre la Biblia “que usamos”, son los usuales en textos académicos. De extremo interés es preguntarse por qué Lezama prefería el Salmo 91 sobre cualquier otro; y de ahí también se infiere que esta correspondencia debe ser leída por los estudiosos del poeta, al igual que por los estudiosos de la pensadora española. Creo que hemos subestimado su valor, opacado por la correspondencia Lezama-Zambrano.

El 21 de diciembre de 1977 le escribe María Zambrano a su “hermana” cubana otra carta cargada de sugerentes alusiones artísticas y filosóficas, donde alude a su afición por la música de Mozart, en particular por un concierto para flauta y orquesta escrito por el genial austriaco. E inmediatamente le habla de que “En ciertas dimensiones del ser y de la vida, allá en las honduras, la muerte y la vida se confunden, se consubstancian”; con lo que rescata una fascinante especulación escolástica, que viene de los filósofos presocráticos. Luego se lamenta de los vacíos existenciales que se producen en los países desarrollados, como Francia, donde vive, y Suiza, a unos minutos, donde la vacuidad tiene una peligrosa presencia. Critica alarmada la trivialidad consumista, aunque tal denuncia sea leída hoy como una tímida premonición. Le anuncia que rezará mucho en esos días navideños y que casi se ha convertido en vegetariana. Concluye con una deliciosa definición del suspiro: “ese sorbo de aliento que se escapa sin palabra alguna”.

Pocos días después, pero ya en el próximo año, María Zambrano le escribe a María Luisa, con fecha 13 de enero de 1978, lo que llama “Noche de dolor”. Comparte con su nueva “hermana” el dolor por la muerte de una amiga de Puerto Rico y no deja de insistirle en que ha sido “un don glorioso” para Lezama. Se despide con una hermosa frase: “así la quiero de corazón”. De ella misma, pero muchos meses después, el 6 de agosto de 1978, vuelve a escribirle a María Luisa, tras lamentar la lejanía y el silencio mutuo. Las cartas entre ellas, como es fácil de comprobar por las fechas, se van espaciando. Esta otra comienza nada menos que con la cercanía del tuteo, que usa y solicita. Los biógrafos de María Zambrano podrán contar las veces que ella tuteaba a sus interlocutores, cuando la intimidad del tú alejaba el poner distancia, el desconocimiento, los misterios. Ella confiesa: “Con Lezama durante algún tiempo nos hablamos de tú y luego volvimos al usted. Ello tiene su causa recóndita muy sutil y no hay que analizar”. Mujer de cuya intensidad afectiva nadie duda, mejor es respetar su solicitud a la viuda de no “analizar” aquel cambio. Tras el tuteo, la carta va al elogio de las vías del misticismo, “una forma de la unión viviente”, hasta una pregunta clave: “¿Sabes que en los primeros siglos cristianos especialmente en la Iglesia de Oriente se llamaba Cristo el `País de los vivientes`”? Pregunta que justifica no sólo su tuteo sino el casi físico recuerdo de Lezama, apenas tres días antes de conmemorarse su muerte, su “tránsito”, sustantivo que deslinda la fe católica ante otras creencias. Luego le relata cómo vive, cómo ocurrió la enfermedad de su primo… El cuento está escrito en la tonalidad que usamos con un familiar cercano, donde los detalles son necesitados, urgidos. Después le habla de sus escrituras, tema que también se reserva para íntimos.

El 9 de septiembre de 1978 María Luisa le escribe: “Qué pena que nunca se nos diera la felicidad de estar en la compañía física de Ud., juntos los tres, aunque fuera unos instantes, querida María, pero tal parece que lo que pedíamos era demasiado”. Le aclara que no le llegó nunca la revista dedicada a Lezama y como siempre le da noticias de los éxitos editoriales, de los que se entera cuando su cuñada Eloísa la llama por teléfono.

Pasan muchos meses de silencio, cuya explicación última desconocemos. La próxima carta de María Zambrano es del 19 de julio de 1979 y sin aludir al tiempo transcurrido, se hace eco de la cercanía de otro aniversario de la muerte de su amigo. Quizás se trate de ciertas ráfagas depresivas. Lo cierto es que termina con un párrafo donde sólo reza. Reza cada día y noche invocando al Espíritu Santo. Y la respuesta desde La Habana también participa de la religiosidad: “Acabo de llegar de la misa que se le ofreció en el Espíritu Santo en su tercer Aniversario, después de haber estado en el cementerio y llenado de flores su tumba” –le escribe el 9 de agosto de 1979. Lo más interesante es que cita una carta de María Zambrano a Lezama donde afirma que su hermana Aracely había muerto a causa “de la historia, además de su enfermedad. No pude evitar el echarme a llorar amargamente, pues a él también lo mató la historia, querida María”.

Las cartas sucesivas mantienen los mismos temas. Recurrente es la mención a Lezama, como también lo es la ratificación cariñosa de la honda amistad forjada por las dos. Las del 21 de agosto de 1979, 8 de septiembre de 1979 y 24 de septiembre del mismo año, también se excusan mutuamente del silencio. Aunque esta última indica una mejoría en el ánimo de María Zambrano, porque enuncia con entusiasmo los proyectos editoriales. Dos reticencias son dignas de advertir. La primera a la historia, cuando dice: “…nos condujeran más allá de la historia, a la Fuente de la vida inacabable y pura. Al punto donde vida y muerte se hermanan”. La segunda cuando un “quizás” suelta la ironía: “…cuánta vida en aquella Habana, que quizás prosiga”.

El 22 de enero de 1980 escribe María Luisa: “Siento como si lo tuviera a mi lado”, es decir, hace como siempre que la carta remita a Lezama, aunque en los primeros párrafos le comentara sobre el “frío” cubano, sobre su biblioteca y los escasos libros recibidos. “Un abrazo con mi cariño invariable” cierra la breve carta. De la que no recibirá contesta en los meses siguientes, por lo que vuelve a escribirle el 3 de junio de 1980, recordándole que “El año que viene se cumplirá el centenario de Juan Ramón J. y tienen pensado publicar un libro homenaje, con algunas de sus cartas y me han dicho que el libro se cierra con el coloquio de él con Lezama”. En la visita nuestra a María Luisa por el Día de Reyes (6/1/1980), pude comprobar cómo le mitigó su permanente tristeza esta buena noticia, que le había proporcionado Fina García Marruz, en la visita que casi siempre una vez al mes le hacían a la viuda de su admirado, tan querido compadre.

El 24 de junio de 1980 María Zambrano escribe dándole su nueva dirección, tras mudarse a un departamento en Ginebra, nada de su agrado, pero donde podía ser atendida. Recuérdense sus dolencias físicas y que ya la escritora tiene 76 años, a lo que se une que el primo también está lleno de achaques. Luego de decirle que ha cambiado de país –de Francia a la limítrofe Suiza– aunque “es siempre el extranjero –el extranjero para mí extranjera en todas partes–” Tal certeza fue signo de los desterrados y transterrados españoles, es hoy –valga el énfasis– signo en todas partes. Sólo a una persona muy cercana, de absoluta confianza, se le confiesa: “Hace tiempo, años, querida María Luisa, que vivo situaciones límites. No quiero entristecerla. No puedo escribir, apenas comer”. Al final hay una referencia a la estancia en París de los Vitier-García Marruz, conocida a través de una tarjeta, donde no manifiesta ningún comentario sobre ellos, aunque le dice que “Cuando pueda les escribiré”.

Ahora sí que con prontitud, María Luisa le contesta el 31 de julio de 1980, para compartir con ella las “situaciones límites” y la historia. Intercambiar pesares: “Por un motivo o por otro la vida se nos hace cada vez más cuesta arriba”. Termina recordándole que en pocos días Lezama cumplirá cuatro años de haber fallecido, “y todavía no me puedo acostumbrar a no tenerlo a mi lado”. Los dos textos finales de la correspondencia, también muestran ese amor entrañable, diferentes de una a otra, pero en las dos sellado por una genuina admiración. La tarjeta de María Zambrano, muy breve, está fechada en Ginebra el 7-8 de agosto, y pide, contra los dolores cotidianos, “un aleluia, un himno gozoso”. Porque Lezama –afirma con certeza– “era del gozo, del júbilo”. La última carta de María Luisa fue escrita el 7 de septiembre de 1980. Acusa recibo de la tarjeta y anota que Lezama “últimamente se había acostumbrado a que yo le leyera todo”, aunque, como se sabe, nunca necesitara espejuelos para ver de cerca, para leer como pocos lectores… Recuerda de nuevo el Salmo 23 y termina insistiéndole en lo mucho que piensa en ella, tras las plegarias.

Glosar aquella correspondencia más de cuatro décadas después también ha representado, como parte de esta peculiar recensión, un nostálgico reconocimiento al hoy tan poco cultivado género epistolar, que experimenta el mismo abandono que los textos manuscritos. Los dossiers electrónicos alejan, cada día más, prácticas de escrituras con sosiegos dictados por el lápiz, la pluma, el bolígrafo y las anticuadas máquinas de escribir mecánicas o eléctricas. Parece que no habrá nuevas herencias bibliográficas sobre papel en este siglo XXI; a favor de una producción, conservación y acceso electrónicos inimaginables hace casi medio siglo, cuando nuestras dos autoras tuvieron tan revelador intercambio.

María Luisa Bautista muere el 20 de febrero de 1981, dispuso y se cumplió con enterrarla al lado de Lezama en el Cementerio de Colón. Una carta de monseñor Ángel Gaztelu a José Ángel Valente le pide dar la noticia y el pésame a María Zambrano en Ginebra, cierra así la zona epistolar de esta “querencia de la amistad” entre ellas.

Nota bibliográfica

He citado las cartas por el tan amoroso, profesional y minucioso libro preparado por Javier Fornieles: Correspondencia. José Lezama Lima-María Zambrano María Zambrano-María Luisa Bautista, Ed. Espuela de Plata, Sevilla, 2006. El poema de José Lima Lezama que reproduzco (“Mi esposa María Luisa”, p. 51) y los otros dos que menciono, aparecieron en su libro póstumo Fragmentos a su imán, Ed. Arte y Literatura, La Habana, 1977.