Primero fueron sus pies, blancura de extensión mínima enfundada en un par de huaraches rudos, manchados de lodo, los que una tarde de marzo subieron al unísono el último peldaño de la tienda y sentaron sus reales de una buena vez en mi corazón. Con ellos llegó el torbellino de pelos largos y risa endemoniada, loca le decía yo, chamaca destartalada, y ella gritaba a voz en cuello que sí, que era mi chamaca loca y sus pies bailaban –azote del sol– en el piso de granito de mi local repleto de rimeros de hojas, cartulinas, cajas, plumas, colores, lápices y objetos que la traviesa revolvía de manera irresponsable, sólo para encontrar algún artículo de moda que sin más arrojaba al fondo de su mochila como lanzaba besos al aire cuando se iba muy oronda de regreso a casa.
Los once casi doce años de Dorotea cantaban hasta enronquecerla y luego su voz rasposita bajaba de intensidad y parecía salirle por los ojos grandes y avellanados que me miraban de vez en cuando en total ensimismamiento o azoro, la boca –coralito rabioso– en perpetuo puchero, mohín atrabiliario que me dejaba patidifuso, ridículo, vejete de cola verde, cochino, a tus años, mírate nomás, no te da pena, siempre con el dichoso Quijote bajo el brazo, más arcaico no se puede ser, me decía yo mirándome de frente en el espejo, amonestador, cejijunto y clerical frente al deseo que crecía como la hiedra en el muro rígido de mi alma de solterón sexagenario. El torbellino tormenta tromba caía, hacía olas en el interior de mi modesto negocio cada tarde alrededor de las cinco, la luz por delante y ella que, libre ya de obligaciones escolares, corría a esconderse debajo de la mesa, lista para escuchar mi lectura pausada –que a veces interrumpía su ignorancia y su curiosidad–: oyes Pepe-Fernando dime qué es una égloga y la tal Dulcinea se casó por fin con ese señor don Quijote cuéntame la historia de Dorotea mi tocaya y de don Fernando el tuyo anda cuando él se mete en los aposentos de ella con la ayuda de la criada y luego don Fernando no sé qué le hace a Dorotea y ella llora y se va de su casa anda Pepe-Fernando dime. Y ahí estaba yo trasudando el ajillo del día tan sólo de ver los piecitos subidos en el mostrador carísimo donde se exhibían sin pudor, al igual que los pies y las pantorrillas de la Doro, bolígrafos, gomas, lápices de colores, sacapuntas y la niña con la faldita subida. ¡Oh, mi Dios, si existes, quítame la tentación y vuélveme de piedra, de aire, de agua, para correr suave entre sus muslos!
Y así, cada dos de tres tardes debía leerle de nuevo la historia de Dorotea su tocaya, mientras la niña me miraba como me miró ese día cuando de un brinco entró por la puerta grande de mi desconcierto tan sólo para decirme que ya tenía un Fernando de verdad, o sea un Fernando Fernando pedazo de gandul que bien sabía yo deshonraría a mi Doro si lo dejaba como dejaba que mi Quijote tan amado cayera redondo en sus manecitas impúdicas, pobre don Alonso, tan ajeno a los caprichos de mi niña y su alboroto de demonia suelta como piara de puercos en su carrera al matadero.
Atento a los resoplidos de mi espíritu me apersoné un día en la mañana frente a la misma puerta de su departamento en el edificio B de la Unidad Pilares III del Infonavit. Llevaba el Quijote bajo el brazo, como para darme valor y poder convencer a la palurda mucama de que me dejara entrar a la recámara de ositos y cortinas de encaje de las niñas, y tras darle veinte pesos, me dejara cerca de la camita donde cada noche reposaba el cuerpo lleno de raspones de mi doncella de calcetas, el dedo entre los labios mojados y mi memoria pegada a sus pasajes favoritos, todo con el oprobioso afán de oír sus ruegos, su voz de gata en celo mendigar un tiempito más por los umbríos parajes de la Mancha. Y sí, ahí, sobre la colcha de cocoles tejida por una abuela inefable, estaba la prueba, la sombra, la amenaza: una hoja de papel pintarrajeada de corazones y el nombre de Fernando como el eje de mis sinsabores, mi propio nombre ahora impuesto a un perillán de alcantarilla, mostrenco chamaco rabihorcado que ni limpiarse la cara podía él solo y ya de rompealmas de mi inmaculada Dorotea. Sintiendo mi cabeza entrar en un torbellino vértigo pasmo preferí dejar las cosas como estaban y de salida díjele a la traspillada maritornes que me mantuviera informado de los ires y venires de mi sin par muchachita, a lo que la mujer dijo algo así como yo sólo hago el quehacer y entonces me vi obligado a sacar la billetera para pasearle el olorcito bajo las narices y convencerla de que sus servicios serían retribuidos de claro en claro.
De ahí en adelante no pude dormir tranquilo. Tras varias sesiones fallidas –la Dorotea se dedicaba a endilgarme el recuento de sus aventuras en los baños del colegio– empecé a relatarle la gesta bienintencionada de la princesa Micomicona que, entendiendo que hacía una merced al hidalgo don Quijote, se presta a seguir los pasos de una chanza como la que alguien, allá en las sombras de la calle, se disponía a jugarle a ella, mi doncella ojerosa por la maladormidera a que la tenía sometida el arbitrio del chulo embaucador de su Fernando, y la galopina sólo atinaba a decirme parlerías de criadas que no arrojaban luces sobre la conducta de la niña enamorada. Ya ni siquiera preguntaba la chiquita sobre los ritos que don Fernando ofició sobre el cuerpo núbil y arrebatado de la Dorotea de Cervantes. Empecé a temer que el gañán pensara hacerse de la frágil presea en cualquier lote baldío y sin necesidad de criadas traidoras, pero la Doro seguía siendo la alegría de cada tarde cuando llegaba dando sonoros brincos hasta mi cada vez más solitario bastión donde a la hora mala, la hora de la despedida, se quedaba gravitando, entre papeles y sombras nocturnas, el olor de sus cabellos.
Y mientras yo me miraba en el espejo con la atención de un recién liberado del infierno, el noviazgo progresaba entre corazones grabados a punta de navaja en pupitres y paredes, helados y paseos por el parque que hacía más de diez años no me dignaba siquiera pisar, por miedo, quizá, por no sentirme todavía parte de esa hueste de viejos que tiran migas a las palomas y esperan las dos de una tarde que sólo entonces cobra algún propósito, alguna materialidad. Ya alguna vez había hecho la prueba de salir un rato al mediodía a estirar las piernas y respirar un poco de ese aire oloroso a niños trasudados y viejos entecos y sin embargo el sentimiento de opresión fue más fuerte que mi deseo de una rutina saludable. Se ven en el parque, dijo la sirvienta cómplice de mis deseos cuando me habló una noche desde un teléfono público para pedirme dinero y, a cambio, informarme de las citas de la Doro con su galán de pacotilla a la salida de la escuela. La inquietud me obligó, entonces, a tragarme los rubores de una sentada: mis pasos se dirigirían al parque diariamente a eso de las dos, la hora verdadera.
Llevaba ya varias incursiones por los rincones hostiles de la ruidosa alameda cuando me percaté de lo inútil que era deambular sin plan ni orientación algunos. Debía tomarlo con calma, aparentar algo como una rutina. Siguiendo mi cambio de planes, un mediodía me armé con mi consabido Quijote y partí hacia lo que consideraría mi bautizo de fuego en el espionaje amoroso. Escogí como mi campo de batalla una pequeña área presidida por una fuente de cantera y cinco bancas desde las cuales se dominaba una extensión importante del parque. Me acomodé en la banca menos maltratada y abrí mi libro al azar. No había completado la lectura de una página cuando descubrí a una bolita de chamacos mirándome con extrañeza, primero, después con descaro y al final con disgusto, como si mi presencia les estorbara para apreciar el paisaje. Los chicos no tenían mala facha, no parecían pandilleros y sin embargo su actitud de alevosa invitación a que me largara de sus territorios tenía mucho de gangsteril, de te vamos a partir la madre hijueputa viejo libidinoso qué le ves a las chavas. Y de verdad que yo, más que leer, escudriñaba los accesos del parque y de vez en cuando miraba la lenta ascensión del humo de una chimenea lejana, los vagos postigos abiertos a la especulación del vecindario, el tránsito de autos y de gente en diversos estados de sonambulismo.
Incómodo, me retiré de ahí con una sensación de derrota que se acentuó conforme caminaba por las calles céntricas de esa ciudad desconocida para mí y mi encierro de años, calles como vertederos por donde escapaban los ríos de luz que yo ya sólo encontraba en los ojos almendrados de mi Dorotea. En aquel momento reparé en mis manos vacías, negligentes, irresponsables. Había olvidado mi libro, el que me diera mi abuelo, edición intransferible de abuelo a nieto más que de padre a hijo, tesoro de notas y observaciones al margen con los comentarios de Rodríguez Marín y encuadernado ya tres veces, a mano y en piel de carnero, en papel pergamino e ilustraciones de Reginald Touré. ¡Qué estúpida cabeza la mía! Entonces volé a mi antigua banca y allí estaba: dormido bajo el influjo del sol, grave y circunspecto. Miré a mi alrededor y supuse que ninguna mirada zafia había osado posarse sobre el laminado perfecto de sus hojas. Lo levanté con cuidado y emprendí la marcha, como arrullándolo a modo de consuelo. Me confundí con los vendedores de globos y golosinas y en un rapto de iluminada felicidad tomé el camino opuesto al de costumbre. De repente los vi. Mi Doro, ingenua y casta doncellita de marfil, de pies perfectos y mirada de luna, en tremendo abrazo con un mozalbete –adiviné su nombre: Fernando– de cabellos tensos y boca rápida, malvada ventosa que ya devoraba aquí y luego se detenía allá en perfecto juego con unos dedos violentos, salteadores de caminos ocultos. No resistí. La escena se diluyó frente a mis ojos. A punto del desmayo tuve que aceptar la ayuda de un par de desempleados que me cedieron su banca y huyeron del mal presagio tan pronto vieron mis posaderas llegar al frío hierro del asiento. Los enamorados siguieron su relamido itinerario únicamente interrumpido por la llegada de un vendedor de algodones. El Fernando de marras, solícito y bestial, se apresuró a comprar la nube de azúcar que condimentaría aún más la boca de por sí dulcísima de mi niña. Y se fueron, riendo, hundiendo el puñal profundo de la ira de mi corazón. Aspiré todo el aire del parque, apreté el Quijote contra mi pecho y me encaminé de vuelta a mi guarida.
El filo del entendimiento se me aguzó de esa infausta fecha en adelante. Debía detener el avance del oprobio, de la injusticia. A partir de entonces revisaba los cuadernos de la Doro con el pretexto de ayudarla en sus tareas. Ella se extrañó al principio, pero luego me dejó hacer. Hurgaba los rincones de su mochila, repasaba con aprensión su letra de mosquita muerta y, a veces, cuando la luz del invierno se volvía cómplice de mis nefandos escrutinios, la seguía cinco cuadras hasta la unidad del Infonavit donde habitaba, sin desdoro de su hermosura, esta mi princesa de rosoli y alabastro. Lo que más extrañaba en mis taciturnos regresos a los tiempos felices era el sonido de sus pies descalzos por el breve vestíbulo de la tienda. Imaginaba que al dejarla en los dominios de sus parientes llegaría ese Fernando a escanciar almíbar y mieles sobre los dedos tersos de mi niña y ahí mi mente caía en abismos de desolación al ver, tocar casi, la boca-ventosa del ínfimo criminal engullendo aquellas aleluyas rosadas que mi lengua anhelaba con el modesto anhelo de un hombre en las postrimerías de su vida.
Una noche me topé con el pingajo de humano que era mi rival. Miraba hacia los altos del edificio B, el mismo edificio de mi Dorotea. Supuse que la esperaba, porque me vio como se ve a un perro famélico y sin destino: sin verlo. Al llegar a mi guardia ingerí un vomitorio para trasbocar los humores pútridos de mi cólera. Aquella ingrata tendría que aprender a mirar mis ojos, y así como bebía las palabras de Cervantes bebería el acíbar de mi desprecio.
Mi humor pasaba de colérico a melancólico, de caliente a tibio, la destemplanza se convirtió en aterrada consternación y, pasados varios días de ausencia, de no oír el brincoteo de sus pies enhuarachados en el umbral de mi negocio, de pronto ahí estaba yo untando la mano de la abúlica sirvienta para que me diera noticias de Dorotea. Sale para Acapulco, me dijo y su hediondo aliento me golpeó menos que la duda. Con sus padres, supongo, me adelanté, tímido. No, con sus cuates, dijo y siguió cargando con desparpajo la bolsa del pan mientras yo sufría sudores y descoyunturas del ánimo. ¿Saben sus padres?, pregunté, necio de mí. Pus creo que no. Les dijo que siba con unas amigas, acabó la fámula de pasmar mi espíritu. Otro billete y logré fecha y hora de la salida. De regreso me hice de papel periódico, cartulinas, pegamento y tijeras. La luz de la papelería permaneció toda la noche encendida. A la mañana siguiente había logrado un anónimo en el mejor estilo de las peores novelas de misterio. Para acelerar la llegada de la misiva la entregué a la bamboleante servidora doméstica, quien la echó en su delantal junto con los cien pesos del soborno y la promesa de poner el infame libelo en manos de los padres de mi pequeña.
El final de la segunda semana me sorprendió con una carta de puño y letra (mala-malísima) de mi tierna pesadilla. Me citaba en el parque, tenía problemas y sus padres la habían obligado a un recogimiento forzoso. Se escaparía de la escuela para verme. La idea de una primera mácula en su limpia trayectoria de vida me hizo sentir culpable y al mismo tiempo imprimió una especie de orgullo a la forma en que lucí frente al espejo el viejo saco de tweed apenas me lo entregaron en la tintorería.
Llegada la hora de la cita tomé mi Quijote y partí esperanzado al encuentro de mi dama-niña. Vaticinaba su pronto regreso a las tardes de aventuras sentada en el piso de la tienda, la mirada atenta y los pies descalzos, sus casi doce años bullendo sólo para mí.
Al llegar al parque –serían poco más de las ocho de la mañana– el vuelo rápido de las golondrinas distrajo mi atención. Las perseguí con la mirada como se persigue un augurio venturoso hasta perderlas en la luminosidad del cielo rutilante de abril. Sin querer pensé en la inminencia de los aguaceros. El abuelo decía que con las golondrinas llegan las aguas. Así que pronto llovería. Hice un recuento rápido de las tardes que faltaban para arribar a la segunda parte del Quijote. El libro retemblaba en mi costado, como si don Alonso mismo me animara a proseguir el avance, que la misión bien valía una engañifa. Caminaba de prisa. Miré los restaurantes de los portales y se me antojó invitar a mi niña un chocolate en el Vittorio’s una vez zanjado el problema y aquietados los ánimos.
Una paloma atrapada en la algazara de un grupo de gorriones vino a aterrizar en mi camino con un estruendoso batir de alas. Aturdida, volvió a remontar el vuelo hacia su nido bajo las campanas de la iglesia que ese día me hubiera gustado oír a manera de celebración o advertencia. Todavía era temprano pero ya el sol iluminaba la amplitud del atrio catedralicio con rigor de mediodía.
De pronto detuve la marcha. Me di cuenta de que me sentía tan aturdido como el ave que ve amenazado su refugio. Con cuidado acomodé el libro en una mejor posición bajo mi brazo. No veía a Dorotea. Quizá no había podido salir. O yo me equivoqué en la hora. Lentamente me encaminé a la banca de la cita. Quince minutos de retraso. Estaba a punto de reventar en imprecaciones contra la esperanza cuando mis ojos se toparon con una ringlera de muchachos apostados en el extremo opuesto del parque. Su presencia tenía algo de animales furtivos. A lo lejos divisé la minifalda roja de mi damisela. Cómo entender su atildamiento si no era en mi beneficio. Nunca antes la había visto en esos colores, la blusa tornasol sin mangas, los pequeños pechos trasluciéndose bajo la tela delgada. Mi corazón latió a una velocidad insólita para sus viejos hábitos. La airosa juventud de mi niña imponía su égida al paisaje. Las aves volaron en desbandada y ella se acercó a mí, sonriente, la mano extendida y su voz rasposita me preguntó, o eso creo recordar, ¿me prestas al Quijote, Fernando? y un silbido o aleteo conmocionó el semblante de algunos viejos que iban llegando a ocupar sus bancas como todas las mañanas y de veras nada, nada presentí al ver al tropel de malandrines rodeándome, empujándome, desgarrando mi saco recién planchado, pateándome, ni siquiera el rostro enfebrecido del Fernando- Fernando me hizo suponer, ni de lejos, con la nariz rota y todos esos zapatones cayendo como lluvia sobre mi cuerpo vencido, que los pies de mi Dorotea, tan blancos como el pan de la infancia, tan dulces y sonrosados, saltarían, una y otra vez, sobre el libro cuyas páginas rotas se fueron yendo y nada más.