La oscuridad de Conrad y la mía

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Traducción de Pedro Santander

 

Me tomó mucho tiempo volver a Conrad. Y si empiezo con un recuento de su dificultad, se debe a que tengo que ser veraz al hablar de mi experiencia con él. Mostrarle indiferencia me sería difícil. Conrad fue, creo, el primer escritor moderno al que conocí. Lo hice a través de mi padre. Mi padre era autodidacta, buscaba su camino en medio de una confusión cultural de la que fue, tal vez, apenas consciente y que yo recientemente he comenzado a entender; y quería ser escritor. Leía menos por placer que por pistas, indicios y estímulo; y me hizo conocer a los escritores con los que él había tropezado en su búsqueda. Conrad fue uno de los primeros de entre ellos: Conrad el estilista, pero, sobre todo, el principiante tardío que alargaba la esperanza de aquellos que parecían no haber empezado del todo.

Creo que tenía 10 años cuando por vez primera me leyeron a Conrad. Suena alarmante; pero el cuento fue “La laguna”; y su lectura un éxito. “La laguna” es quizás el único cuento de Conrad que puede leérsele a un niño. Es muy breve, alrededor de quince páginas. Un río tropical flanqueado por el bosque en el crepúsculo. El hombre blanco dice: “Pasaremos la noche en el claro de Arsat.” El bote recorre un riachuelo, el riachuelo desemboca en una laguna. Una solitaria casa en la ribera; dentro una mujer agoniza. Y Arsat, su amante, un hombre joven, contará durante la noche cómo ambos llegaron ahí. Es una historia de amor ilícito en otro país, de secuestro, de persecución, de la muerte de un hermano abandonado a los perseguidores. Lo que Arsat tiene que decir no debe tomar más de quince minutos; pero la ficción es la ficción, y cuando la historia de Arsat termina amanece; la brisa matinal disipa la niebla; la mujer ha muerto. La felicidad de Arsat, si existió, fue agrietada y breve; y ahora debe abandonar la laguna, volver a su tierra y enfrentar su destino. El hombre blanco también tiene que irse. La última imagen es la de Arsat, solo en su laguna, mirando “más allá de la luz del día sin nubes a la oscuridad de un mundo de quimeras”.

Con el tiempo la historia de “La laguna” se hizo borrosa. Pero la sensación de la noche, la soledad y el destino permaneció, injertada en mi fantasía en el Mar del Sur o la isla en la que tienen lugar las películas de Sabu y Jon Hall. Me asomé nuevamente, no de muy buena gana, a “La laguna”. Hay mucho de Conrad en él —pasión y abismo, soledad y futilidad y un mundo de espejismos— pero no estoy seguro si fue esa la pieza de ficción más pura que Conrad escribió jamás. La narrativa vigorosa, la escritura ilustrativa precisa, el escenario del río y la laguna escondida, el visitante blanco sin nombre, la historia nocturna de amor y pérdida, la muerte al despuntar el día: todo ensamblado con gran belleza. Y si digo que es una pieza de pura ficción, se debe a que el cuento habla por sí mismo; el escritor no se interpone entre la historia y el lector.

“La laguna” fue parodiado por Max Beerbohm en “A Christmas Garland”. El mito de los escritores puede depender de accidentes como ese. “La laguna”, da la casualidad, fue el primer cuento que Conrad escribió; y aunque más tarde, cuando leí la parodia, fui capaz de sentir que conocía a Conrad, desde mi punto de vista “La laguna” había sido una estafa. No iba a encontrar jamás en Conrad nada tan fuerte y directo otra vez.

Hay un cuento, “Karain”, escrito no mucho después de “La laguna”. Tiene el mismo escenario malayo y, como Conrad reconoció, un motivo similar. Karain, empujado por repentinos celos sexuales, mata al amigo a cuya búsqueda de venganza él había prometido servir; más tarde Karain es acosado por el fantasma del hombre asesinado. Un día encuentra a un sabio anciano ante quien se confiesa. El anciano exorciza el fantasma, y Karain, con el anciano como su consejero, se convierte en guerrero y conquistador, en gobernante. El anciano muere; el fantasma del amigo asesinado regresa para acosar a Karain. De inmediato se siente perdido; su poder y esplendor han desaparecido; se dirige a nado hacia el barco de los hombres blancos, incrédulos de otro mundo, y les pide ayuda. Le dan un amuleto: una moneda de seis peniques conmemorativa del jubileo de la reina. El amuleto funciona: Karain vuelve a ser hombre otra vez.

La historia es, en la superficie, un cuento sobre la superstición nativa. Pero para Conrad es mucho más; es más profundo y maravilloso que “La laguna”; y está decidido a que su sentido se capte en su totalidad. Todas las sugerencias que en “La laguna” eran implícitas se vuelven explícitas. Los hombres blancos tienen nombre; hablan y actúan como una especie de coro. Se nos pide que contemplemos la yuxtaposición de dos culturas, una abierta y sin creencias, otra cerrada y regida por magia ancestral; una “al filo de la oscuridad” explora el mundo, otra está aprisionada en una pequeña porción de ella. Pero las ilusiones son las ilusiones, el espejismo espejismo. ¿No es Londres mismo, la vida de sus calles, un milagro? “Lo veo. Está ahí; pujante y vivo; palpita, corre, puede aplastarte si no tienes cuidado; pero que me cuelguen si no es para mí tan real como el otro.” Así, romántica y, hasta cierto punto, enigmáticamente, el cuento termina.

Se hace que el simple cuento transporte demasiado. Exige respuestas más complejas que la ficción más sencilla de “La laguna”. Las sensaciones —noche, soledad y destino— no son suficientes; el escritor quiere envolvernos en algo más que en su ficción; se nos pide —el coro o comentario nos lo exige— permanecer fuera de los hechos de la historia y contemplar el asunto. El cuento se ha convertido en una especie de parábola. Sin embargo nada ha sido amañado porque no se pone a prueba nada; lo único que se despierta es el asombro.

En un prefacio a una colección posterior de cuentos, Conrad escribe: “El sentimiento romántico de la realidad es una facultad innata en mí.” No había buscado temas románticos adrede, se le habían ofrecido:

 

Tengo un derecho natural a [mis temas] porque mi pasado me pertenece. Si su curso se sale del camino trillado de la vida social se debe, quizás, a que yo mismo me separé pronto de él obedeciendo a un impulso que debió haber sido sumamente genuino ya que me ha sostenido a lo largo de todos los peligros del desencanto. Pero ese origen de mi trabajo literario está muy lejos de proporcionarle a mi imaginación un ámbito más amplio. Por el contrario, el mero hecho de abordar temas ajenos a las experiencias cotidianas me obliga a ser escrupulosamente fiel a la verdad de mis propias sensaciones. El problema consiste en hacer creíbles cosas que no son familiares. Para lograrlo tengo que crearles, reproducirles, cubrirlas con, su propia atmósfera de realidad. Esta es la tarea más difícil de todas y la más importante, en vista de que esa presentación consciente de la verdad de hecho y de pensamiento ha sido siempre mi objetivo.

 

Pero las verdades de ese cuento, “Karain”, son complicadas. El mundo de quimeras, los hombres prisioneros de su cultura, la creencia y la incredulidad: son verdades que uno debe aceptar, o tal vez poseer ya a medias, pues el cuento no las contiene con verosimilitud. La sugerencia de que la vida en Londres es tan ilusoria como la intemporal vida en el archipiélago malayo es enigmática debido a que la descripción de las calles londinenses, con la cual el cuento termina, es demasiado literal: rostros inexpresivos, grandes cabriolés, ómnibus, muchachas “charlando vivazmente”, “hombres desaseados… discutiendo obscenidades”, un policía. No hay nada en este catálogo que pueda persuadirnos de que la vida descrita es un espejismo.

La realidad  y la ficción del escritor no se han fusionado. El concepto de espejismo ha de ser aplicado; es cuestión de palabras, de subtítulos perturbadores al pie de un retrato fiel.

He examinado este cuento sencillo con algún detenimiento porque ilustra, en pequeño, las dificultades que iba a tener con los trabajos mayores. Siento que con Conrad no acabo de captar el sentido. Historias sencillas en sí mismas, siempre parecían eludirme en cierto punto. Y eran las palabras, las palabras surgidas de la necesidad del escritor de ser fiel a la verdad de sus propias sensaciones. Las palabras, que uno enfrenta en el recorrido, oscurecen. El negro del “Narcissus” y Tifón, libros famosos, eran impenetrables.

En 1896, el joven H. G. Wells, en la, por otro lado amable, reseña de An Outcast of the Islands, el libro anterior a The Níger, escribió: “Mr. Conrad es verboso; su historia no es tanto dicha como vislumbrada intermitentemente en medio de una confusión de oraciones. Tiene todavía que aprender la mitad mayor de su arte, el arte de dejar cosas sin escribir.” Conrad le escribió una amigable misiva a Wells; pero el mismo día le escribió a Edward Garnett: “La impresión surte efecto, gracias a algo. ¿A qué? No puede ser más que a la expresión: la disposición de las palabras, el estilo.” Resulta una definición del estilo asombrosa para un novelista. Porque el estilo en la novela, y tal vez en cualquier clase de prosa, es más que una “disposición de las palabras”: es un arreglo, incluso una orquestación, de percepciones, es un asunto de saber dónde poner qué. Pero Conrad apuntaba a la fidelidad. La fidelidad le exigía ser explícito.

Esta cualidad, esta falta de voluntad para que la historia hable por sí misma, esta ansiedad por despojar a las situaciones de misterio, conducen a la mistificación de Lord Jim. No siempre es fácil saber qué está siendo explicado. Se supone que la historia trata del honor. Pienso que trata el tema —mucho más delicado en 1900 que hoy— del rezago racial. Y Conrad es tan explícito que ambos puntos de vista pueden apoyarse en citas. Lord Jim, sin embargo, es un libro imperialista y quizá los dos puntos de vista sean en realidad uno solo.

Cualquiera que sea el misterio de Lord Jim, no es de la clase que me atrapa. La fantasía, la imaginación, la novela si lo prefiere, ha sido eliminada por lo explícito. En Conrad hay algo fuera de balance, incluso sin terminar. Parece incapaz de ir más allá de su primera idea de la novela; su inventiva parece acabarse demasiado pronto. E incluso en su diversidad hay algo tentativo e incierto.

Lo fue en El agente secreto,* una historia policíaca que parece terminar casi tan pronto como comienza, con un toque de Arnold Bennet y Riceyman Steps en ese Soho interior, y de una broma wellsiana en el nombre de las calles londinenses, en los carruajes y los caballos reventados, como si al abordar lo conocido la cosa sobre la cual escribe, el don de asombro del escritor lo abandonara y tuviera que depender de la visión de otros escritores. Lo fue en Bajo la mirada de Occidente, la cual, con su reparto de revolucionarios rusos y sus temas de traición, promete ser dostoievskiana pero se disuelve en análisis. Lo fue en la ficción demasiado elaborada de Victoria: el hombre puro, reservado, rescata a una muchacha de una compañía musical que recorre el Oriente y la lleva a una isla remota donde el desastre en forma de gángsteres los alcanzará. Y lo fue en Nostromo, sobre Sudamérica, una confusión de temas y personajes por la que no pude avanzar.

Muchos Conrad y, a mi parecer, todos ellos estropeados. El héroe de Victoria, al mantenerse apartado del mundo, había “eliminado todo excepto el disgusto”; y me parece que Conrad, en sus ficciones, ha eliminado, como lugares comunes, las cualidades de imaginación, fantasía e inventiva que yo busco en las novelas. La novela de Conrad es como una simple película con un elaborado comentario. Una película: los personajes y el escenario pueden verse con toda claridad. Pero el realismo a menudo requiere diálogo trivial incidental, seguido de acciones triviales; el frenesí melodramático del final enfatiza la lentitud y malas proporciones de lo que ha transcurrido antes; y el comentario subraya el hecho de que los personajes eran actores.

 

Pero nosotros leemos en diferentes momentos cosas diferentes. Llevamos a las novelas nuestras ideas de lo que debe ser la novela; y esas ideas están constituidas por nuestras necesidades, nuestra educación, nuestro pasado o, tal vez, por las ideas de nuestro pasado. Porque realmente leemos para encontrar lo que ya sabemos, podemos tomar las virtudes de los escritores como algo dado. Y su originalidad, las novedades que nos ofrece, puede ser recibida por nuestra mente.

Se me ocurre que los grandes novelistas escriben sobre sociedades muy organizadas. Yo no tuve una sociedad semejante; no pude compartir las presunciones de los escritores; no vi mi mundo reflejado en el suyo. Mi mundo colonial fue más mezclado y de segunda mano, y más restrictivo. Llegó el momento en que comencé a ponderar el misterio —término de Conrad— de mi propio medio: esa isla en la boca de un gran río sudamericano: el Orinoco, uno de los oscuros lugares conradianos de la tierra donde mi padre concibió ambiciones literarias primero para él y luego para mí, pero al cual, en mi mente, despojé de cualquier fantasía e incluso realidad: preferí situar “La laguna”, cuando me lo leyeron, no en la isla que conocía, con sus ríos fangosos, mangles y ciénagas, sino lejos, en otro lugar.

Me parece que quienes nacimos ahí estábamos curiosamente desnudos, que vivíamos sólo físicamente. No era algo fácil de explicar, incluso a uno mismo. Pero en Conrad, en ese mismo cuento de “Karain”, habría de encontrar más tarde mis sentimientos sobre la tierra captados con exactitud.

 

Y, realmente, al mirar ese lugar, sin salida al mar y aislado de la tierra por las empinadas cuestas de las montañas, era difícil creer en la existencia de alguna vecindad. Era tranquilo, suficiente, desconocido y lleno de una vida que trascurría sigilosamente con un perturbador efecto de soledad; de una vida que parecía inexplicablemente carente de cualquier cosa que pudiera excitar el pensamiento, inquietar el corazón, dar un indicio de la ominosa secuencia de los días. Nos parecía una tierra sin recuerdos, pesadumbres o esperanzas; una tierra en la que nada podría sobrevivir la llegada de la noche, y donde cada amanecer, como un deslumbrante acto de creación especial, estaba desconectado de la víspera y del día siguiente.

 

Es un pasaje por el que anteriormente hubiera pasado de prisa: el pasaje efectista, el subtítulo reflexivo. Ahora veo precisión en su romanticismo y un gran esfuerzo de reflexión y simpatía. Y el esfuerzo no se detiene con el aspecto de la tierra. Se extiende a todos los hombres en aquellos distantes y oscuros lugares a quienes, por alguna razón, se les ha negado una visión clara del mundo: Karain mismo, en su mundo de fantasmas; Wang el autoexiliado chino de Victoria, constreñido a la “existencia instintiva” del campesino chino; los dos constructores imperialistas belgas de “Una avanzada del progreso”, desamparadamente lejos de sus compañeros, viviendo en mitad de África “como ciegos en una gran habitación, conscientes sólo de lo que entra en contacto con ellos, pero incapaces de captar el aspecto general de las cosas”.

“Una avanzada del progreso” es ahora para mí lo mejor que escribió Conrad. Es la historia de dos belgas insignificantes, recién llegados al nuevo Congo Belga, que descubren haber estado traficando inadvertidamente africanos por marfil por medio de su asistente negro y después, al ser abandonados por las tribus circundantes, enloquecen. Pero mi juicio inicial había sido sólo literario. Me parecía familiar; había leído otras historias de hombres que enloquecen en países calurosos. Y mi redescubrimiento, o descubrimiento, de Conrad realmente comenzó con una pequeña escena en El corazón de las tinieblas.

Acepté el contexto africano como algo dado: “la tierra sin moral”, de pillaje y tolerada crueldad. Así es como podemos ser aprisionados por nuestras presunciones. El contexto me pareció ahora la parte más efectiva del libro; pero luego no hubo más de lo que yo esperaba. La historia de Kurtz, el traficante de marfil de río arriba, quien es conducido al primitivismo y la locura por su poder ilimitado sobre los hombres primitivos, me dejó insensible. Pero hubo una página que me habló directamente y no sólo de África.

El vapor navega río arriba para encontrarse con Kurtz; es “como volver a los inicios de la creación.” En un banco se divisa una choza. Está vacía, pero en su interior hay un libro de sesenta años atrás. An Inquiri into some points of seamanship, maltratado, sin pastas, pero “amorosamente cosido de nuevo con hilo de algodón.” Y en medio de la pesadilla, este viejo libro, “monótono… con diagramas ilustrativos y repelentes tablas de números”, con su “unidad de intención”, y “su preocupación por el modo correcto de navegar”, le parece “luminoso no sólo por interés profesional” al narrador.

Esta escena, tal vez porque la había llevado conmigo durante tanto tiempo o porque ahora soy más receptivo, me impresiona menos. Pero supongo que en su momento daba respuesta al pánico político que estaba comenzando a sentir.

Ser colonizado era conocer una especie de seguridad; era habitar un mundo fijo. Y supongo que en mi fantasía me veía llegando a Inglaterra como a una región puramente literaria, donde, libre de los accidentes de la historia o el medio, podía forjarme una carrera de escritor. Pero en el nuevo mundo sentía que la tierra se movía bajo mis pies. La política nueva, la curiosa confianza de los hombres en sus instituciones que se empeñaban en minar, la simplicidad de las creencias y el repugnante simplismo de las acciones, la corrupción de las causas, las sociedades a medias que parecían condenadas a permanecer inacabadas: eran éstas las cosas que comenzaban a preocuparme. No eran cosas de las que pudiera olvidarme. Y descubrí que Conrad —sesenta años atrás, en una época de gran paz— había estado en todos lados frente a mí. No como un hombre con una causa, sino como un hombre que ofrecía, como en Nostromo, una visión del mundo de las sociedades a medias como lugares que continuamente se hacían y deshacían, donde no había metas, y donde siempre “algo inherente a las necesidades de la acción exitosa… traía consigo la degradación moral de la idea”. Deprimente pero profundamente sentida: una especie de verdad y consuelo a medias.

Para entender a Conrad era necesario comenzar por igualar su experiencia. Era necesario abandonar las preconcepciones de lo que debía ser la novela y, sobre todo, despojarse de las sutiles corrupciones de la novela o comedia de costumbres. Cuando el arte copia la vida, y a su vez la vida imita el arte, la originalidad del escritor puede resultar a menudo oscura. El agente secreto parece una novela policíaca, pero el inspector Heat, correcto pero extrañamente perturbador, era un policía como no lo había habido nunca en la ficción —aunque después ha habido muchos como él—. Y, a pesar de las apariencias, la gran señora, protectora del celebrado anarquista, no era lady Bracknell:

 

Las opiniones y juicios del profeta no contenían nada que la escandalizase o sorprendiese, ya que las juzgaba desde el punto de vista de su exaltada posición. Es más, las simpatías de ella eran fácilmente comprensibles para un hombre de aquel tipo. Ella misma no era una capitalista explotadora; se encontraba, en realidad, por encima del juego de las condiciones económicas. Y poseía una gran capacidad de compasión por las formas más evidentes de las comunes desgracias humanas, precisamente debido a que se encontraba tan completamente ajena a ellas, que tenía que interpretar su concepto en términos de dolor mental para poder concebir la idea de su crueldad… La señora casi había llegado a creer su teoría del futuro, ya que no se oponía a sus prejuicios. A ella le repugnaba el nuevo elemento de plutocracia en el complejo social, y el industrialismo, como método del desarrollo humano, le resultaba especialmente repelente por su carácter mecánico y cruel. Las esperanzas humanitarias del dulce Michaelis no tendían a una destrucción total, sino tan sólo a la completa ruina económica del sistema. Y ella no veía en realidad dónde se encontraba el perjuicio moral de esto. Destruiría a la gran multitud de arribistas, por los que sentía horror y desconfianza, no porque hubieran llegado a alguna parte (lo que ella negaba), sino debido a su profunda falta de comprensión del mundo, lo que era la raíz de la grosería de sus percepciones y de la sequedad de sus almas.

 

Lady Bracknell no. Alguien mucho más real, y reconocible todavía en más de un país. Tal vez más joven hoy; pero la preocupación humanitaria todavía oculta una arrogancia y simpleza similar, la convicción de que la riqueza, la fortuna particular, la posición o un nombre en particular son las únicas causas posibles de la autoestima humana. ¿Y en cuántos países podemos hoy encontrar a los semejantes de este hombre?

 

El casi moribundo veterano de las campañas terroristas había sido un gran actor en tiempos… Personalmente, el famoso terrorista no había levantado en su vida ni el dedo meñique contra el edificio social. No era un hombre de acción… Con intención más sutil, encarnaba el papel del evocador, insolente y rencoroso, de siniestros impulsos que acechan en la envidia ciega y la vanidad desesperada de la ignorancia, en el dolor y la amargura de la miseria, en todas las ilusiones, de esperanza y nobleza, de la cólera, la piedad y rebelión justificadas. La aureola de su perverso don le rodeaba aún, como el olor de una droga mortal en un viejo frasco de veneno vacío, inútil, arrojado al basurero de lo que ha dejado de ser útil.

 

La frase que me impresionó fue “siniestros impulsos que acechan… en todas las ilusiones”. Pero ahora otra frase sobresale: “la vanidad desesperada de la ignorancia”. Es así con lo mejor de Conrad. Palabras que en un momento son indiferentes, en otro brillan.

Pero el personaje de El agente secreto, que es el sujeto de ese párrafo, apenas existe fuera de él. Su nombre es Karl Yundt; no es una figura para recordar. Físicamente es grotesco, una caricatura, como lo son, con toda la penetración de Conrad, buena parte de los demás: anarquistas, policías, ministros de gobierno. No hay nada en la dramática aparición en la novela de Karl Yundt, por así decirlo, que se equipare a la profundidad de ese párrafo o que dé una idea de la cualidad de la reflexión a partir de la cual fue creado.

Mis reservas sobre Conrad como novelista subsisten. Hay algo imperfecto y sin ejercer en su imaginación creativa. No me envuelve, excepto en Nostromo y en algunos de sus cuentos, en su fantasía; y Lord Jim todavía me parece más aceptable como poema narrativo que como novela. El valor de Conrad para mí es el de alguien que setenta años atrás meditó en mi mundo, un mundo que hoy reconozco. No siento esto con ningún otro escritor del siglo. Sus logros derivan de la honradez, que es parte de su dificultad, de esa “escrupulosa fidelidad a la verdad de mis propias sensaciones”.

Nada es amañado en Conrad. Él no reconstruye países. Elige, como sabemos, incidentes de la vida real y medita en ellos. “Meditar” es su propia, exacta palabra. Y lo que dice sobre su heroína en Nostromo puede aplicarse a él mismo. “La sabiduría del corazón, al no tener más relación con la erección o demolición de teorías que con la defensa de prejuicios, no tiene palabras fortuitas bajo sus órdenes. Las palabras que pronuncia tienen el valor de actos de integridad, tolerancia y compasión.”

 

Todo gran escritor es producto de una serie de circunstancias especiales. Con Conrad esas circunstancias son conocidas: su juventud polaca, sus veinte años de vagabundeo, su ponerse a escribir a los casi 40 años, con su experiencia más o menos concluida, en Inglaterra, un país extranjero. Estas circunstancias tienen que ser consideradas en conjunto; ninguna puede resaltarse en detrimento de las demás. El hecho de su comienzo tardío no puede separarse de su pasado y de sus experiencias dispersas. Pero el comienzo tardío es importante.

La mayoría de los escritores imaginativos se revela, a sí mismos y a su mundo, a través de sus obras. Conrad, cuando se pone a escribir es, como le escribió a su editor William Blackwood, un hombre con su carácter ya formado. Conocía su mundo y había reflexionado en sus experiencias. La soledad, la pasión, el abismo, son temas constantes en Conrad. Hay unidad en la obra del escritor; pero el Conrad que escribe Victoria, aunque más fácil y más directa en estilo, no tiene más experiencia y sabiduría que el Conrad que había escrito La locura de Almayer. Sus incertidumbres de los primeros días parecen haber sido principalmente literarias, una puesta a prueba de temas y ánimos. En 1896, un año después de la publicación de La locura de Almayer, puede terminar con las ampulosidades románticas de The Rescue y no sólo escribir “La laguna”, sino empezar “Una avanzada del progreso”. Estos cuentos, que se encuentran en extremos opuestos, por decirlo así, de mi comprensión de Conrad (un cuento muy romántico, otro muy duro y vigoroso), fueron escritos casi al mismo tiempo.

Y luego tenemos los aforismos. Se encuentran a lo largo de su obra, y su tono nunca varía. Parece hablar el mismo hombre sabio. “El miedo a la irrevocabilidad que acecha el corazón del hombre evita muchos heroísmos y muchos crímenes”: es de La locura de Almayer, 1895. Y esto es de Nostromo (1904), “un hombre a quien el amor le llega tarde, no como la más espléndida de las ilusiones, sino como una invaluable e iluminadora desgracia”, lo cual en el contexto resulta sorprendente. De El agente secreto: “al ser la curiosidad una de las formas de la autorrevelación, una persona sistemáticamente indiferente resulta siempre parcialmente misteriosa”. Y finalmente, de Victoria (1915) “la fatal imperfección de todos los dones de la vida la tornan ilusión y engaño”, podía haber sido colocado en cualquiera de sus primeros libros.

Interesarse en la obra de un escritor es, para mí, interesarse en su vida; a un interés le sigue automáticamente el otro. Y para mí hay algo peculiarmente deprimente en la vida literaria de Conrad. Con un escritor como Ibsen uno puede sentirse tan perturbado por su vida como por sus piezas. Uno se asombra por la rendición de la vida de los sentidos; por lo efímero de las satisfacciones del instinto creativo, tan insaciable como los sentidos. Pero en Ibsen siempre encontramos la excitación del trabajo, su desarrollo, su transformación, enriquecida por sus muchas dudas y conflictos. Los temas de Conrad, y todas sus conclusiones, parecen haber existido en su cabeza cuando se sentó a escribir. Nostromo pudo haber sido sugerido por unas cuantas líneas de un libro, El agente secreto por un trozo de conversación y un libro. Pero realmente la experiencia está en el pasado; y la tarea de la escritura consiste en dragar las experiencias, en “exorcizar” —término de Conrad— los temas adecuados para la meditación.

Las ideas de Conrad sobre la ficción parecen haberse formado pronto durante su carrera de escritor. Y, cualesquiera que hayan sido al principio las incertidumbres de su práctica, esas ideas nunca cambiaron. En 1895, cuando publicó su primer libro, le escribió a un amigo que comenzaba también a escribir: “Todo el encanto, toda la plausibilidad de [tu cuento] es desaprovechada por la construcción, por el mecanismo (por decirlo así) del cuento que lo hace parecer falso… Tú tienes mucha imaginación: mucho más de la que yo llegaré a tener así viva cien años. Pero esa imaginación (que yo desearía poseer) debe usarse para crear almas humanas: para revelar el corazón humano y no para crear eventos que son, hablando con propiedad, sólo accidentes. Para lograrlo tienes que cultivar tu facultad poética… debes arrancar de ti cada sensación, cada pensamiento, cada imagen.” Cuando conoció a Wells, Conrad dijo (el cuento es de Wells): “Mi querido Wells, ¿qué cosa es esta de El amor y Mr. Lewisham? Qué tiene que ver con Jane Austen? ¿De qué trata todo eso?” Y más tarde —todas estas citas proceden de la biografía de Jocelyn Baines— Conrad diría: “El novelista nacional inglés rara vez considera su trabajo —el ejercicio de su arte— como una realización de la vida activa gracias a la cual producirá ciertos efectos definidos en las emociones de sus lectores, sino simplemente como una efusión, instintiva y a menudo impensada, de sus propias emociones.”

Estas ideas de Conrad ¿son francesas y europeas? A Conrad, después de todo, le gustaba Balzac, el más intenso de los escritores. Y Balzac, un hombre hechizado por su propia sociedad, había arribado, a través del instinto y la irracionalidad, a algo muy parecido a ese “romántico sentimiento de la realidad” que, según Conrad, era su propia facultad innata. Parece al menos posible que, en su irritado rechazo de la novela de costumbres y de la novela de “accidentes”, Conrad estuviera racionalizando lo que era, al mismo tiempo, su propia deficiencia imaginativa y su necesidad filosófica de apegarse tanto como fuera posible a los hechos de cada situación. En la ficción, no intentaba descubrir; buscaba sólo explicar; el descubrimiento en toda historia, como sostiene el narrador de Bajo los ojos de Occidente, es de índole moral.

En la experiencia de la mayoría de los escritores la comprensión imaginativa de la historia constantemente modifica el concepto original del escritor. Una historia, producto de la experiencia, la fantasía y toda clase de impulsos, se sugiere a sí misma. Pero tiene que ser puesta a prueba por —y sus diferentes partes sobrevivir a— la imaginación dramática del escritor. Las cosas funcionan o no funcionan; lo que es verdad se siente verdadero; lo que es falso es falso. Y el escritor, intentando que su ficción funcione, haciendo arreglos con su imaginación, puede decir más de lo que sabe. Con Conrad la historia parece haber sido fijada; es algo dado, como el “argumento” en prosa al principio de un viejo poema. Conrad sabe con exactitud lo que tiene que decir. Y en ocasiones, como en Lord Jim y El corazón de las tinieblas, dice menos de lo que pretende.

El corazón de las tinieblas se rompe en dos. Tenemos el reportaje sobre el Congo, totalmente preciso, como sabemos ahora: la erudición de Conrad ha sido capaz de identificar casi a todos en esa historia. Y está la ficción, lo que en el contexto es como ficción, sobre Kurtz, el traficante de marfil que se deja convertir en una especie de salvaje deidad africana. La idea de Kurtz, cuando es expresada, parece buena: muestra “a qué determinada región de los primeros tiempos pueden conducir los pies de un hombre libre en el camino de la soledad”. Palabras seductoras, pero abstractas; y la idea, deliberadamente elaborada, se mantiene como una idea aplicada. La actitud de Conrad respecto a la ficción —no como algo en sí misma sino como barniz de los hechos— se revela en su comentario a la historia. “Es experiencia empujada un poco (y sólo un poco) más allá de los hechos verdaderos del caso con el propósito, perfectamente legítimo, pienso, de llevarlo a la mente y corazón de los lectores.”

Misterio es una palabra de Conrad. Pero no hay misterio en la obra misma, en las cosas imaginadas; el misterio se mantiene como concepto del escritor. El tema de la pasión y el abismo vuelve en Conrad, pero no hay nada en su obra como la escena nocturna en Los espectros de Ibsen: la lámpara encendida, la champaña servida, la luz y la champaña sólo subrayan la ruina de esa casa, una ruina que al principio parece externa y arbitraria y luego descubrimos que es interior. No hay una escena como ésa, la cual nos transporta más allá de lo que observamos y se convierte en símbolo de aspectos de nuestra propia experiencia. No hay nada —siguiendo con el tema de la ruina— como The withered arm, la historia de Hardy del rechazo y la venganza y el abandono del inocente que va más allá del cuento campesino de magia en el cual se basa. Conrad es un escritor demasiado particular y concreto para ello. Se apega demasiado a los hechos; si hubiera meditado en esas historias podría haberlas convertido en historia de casos.

Con escritores como Ibsen y Hardy la fantasía da respuesta a impulsos y necesidades que ellos podrían no haber sido capaces de expresar. Nosotros tenemos que encontrar o traducir las verdades de esa fantasía. Con Conrad el proceso es inverso. Empezamos con las verdades —verdades transportables, por decirlo así, que pueden en ocasiones presentarse como aforismos— y nos abrimos paso por la demostración. El método se impuso en él por las circunstancias especiales que hicieron de él un escritor. Para entender las dificultades de este método, las extraordinarias cualidades de inteligencia y simpatía que ello exigió, y el ejercicio de lo que él describió como “facultad poética”, debemos examinar el problema desde el punto de vista de Conrad. Hay un cuento temprano que nos permite hacerlo.

El cuento es “El regreso”, el cual fue escrito al mismo tiempo que “Karain”. Se desarrolla en Londres y, curiosamente, sus dos personajes son ingleses. Alvan Hervey es un citadino “alto, sano, guapo y en buena posición; y su rostro blanco y pálido tiene bajo su refinamiento común ese ligero matiz de autoritarismo brutal otorgado por el logro de éxitos sólo parcialmente difíciles; como sobresalir en el juego o en el arte de hacer dinero; por el dominio de bestias o de hombres necesitados”. Y ya es claro que se trata menos de un retrato que de un aforismo y una idea sobre la clase media.

Seguimos a Hervey a su casa una noche. Subimos a su cuarto de vestir, iluminado por gas, con una flama en forma de mariposa que sale de la boca de un dragón de bronce. El cuarto está lleno de espejos y de pronto está satisfactoriamente lleno de Alvan Herveys de clase media. Pero hay una carta de su esposa en el tocador: lo ha abandonado. Seguimos entonces a Hervey a lo largo de todos los detalles de su reacción de clase media: conmoción, náusea, humillación, cólera, tristeza: párrafo tras párrafo, página tras página. Y maravillosamente, mediante su inteligencia analítica, Conrad nos atrapa.

Entonces se oye que alguien entra en la casa. Es la esposa de Hervey: ella, después de todo, no ha tenido el coraje de abandonarlo. Lo que sigue es todavía más impresionante. Avanzamos con Hervey, paso a paso, desde el sentimiento de alivio y triunfo y su deseo de castigo a la convicción de que la mujer, una extraña después de cinco años de matrimonio, “tiene en sus manos un don indispensable que nada más sobre la tierra puede ofrecer”. Así Hervey llega a la “irresistible creencia en un enigma… la convicción de que estar a su alcance y escabullirse era el secreto de la existencia, su certidumbre inmaterial y preciosa”. Quiere entonces “imponer la rendición del don”. Le dice a su esposa que la ama; pero sus palabras vacías sólo despiertan en ella indignación, desprecio por el “materialismo” de los hombres, y rabia por haberse engañado a sí misma. Hasta aquí la historia funciona. Después se desvanece. Hervey recuerda que su esposa no tuvo el coraje de irse; siente que ella no tiene el “don” que él ahora necesita. Y es él quien se marcha y no vuelve nunca.

Las palabras misteriosas se repiten en este relato —“enigma”, “certidumbre, inmaterial y preciosa”—. Pero no hay narración y misterio auténticos. Otro escritor podría haber trazado el curso de los acontecimientos. Para Conrad, sin embargo, el drama y la verdad no residen en los eventos sino en el análisis: en la identificación de las etapas de conciencia mediante las cuales un hombre desapasionado puede llegar a reconocer la importancia de la pasión. Es el modo más difícil de abordar el objeto; y Conrad sufrió durante la escritura de la noveleta de ochenta páginas. Le escribió a Edward Garnett: “Ha amargado cinco meses de mi vida.” Tanto trabajo; y, sin embargo, a pesar de la inteligencia y la percepción auténtica, a pesar de los detalles cinematográficos —los espejos, el dragón de bronce que sopla fuego— “El regreso” es menos un cuento que un ensayo imaginativo. La verdad, como la ve Conrad, es analizada. Pero la gente sigue siendo una abstracción.

Y esto proporciona otra pista. La visión indiferenciada de la gente de clase media, toda conscientemente desapasionada, encantadora y materialista, al grado de que incluso el matrimonio es una conspiración: es la visión satírica del extraño. El año anterior, cuando estaba sufriendo con The rescue, Conrad le escribió a Garnett: “Otros escritores tienen algún punto de partida. Algo de qué asirse… Se apoyan en el dialecto o en la tradición o en la historia, en el prejuicio o capricho del momento; aprovechan algún vínculo o convicción de su época, o en la ausencia de esas cosas, que ellos pueden elogiar o denigrar. Pero, en cualquier caso, ellos saben algo con lo cual empezar, y yo no. Yo, en mis tiempos, he tenido algunas impresiones, algunas sensaciones… Y todas se han desvanecido.”

Es la queja de un escritor a quien le falta una sociedad, y comienza a comprender que la fantasía o la imaginación pueden desempeñarse más libremente en un mundo cerrado y ordenado. La experiencia de Conrad es demasiado dispersa; conocía muchas sociedades externamente, pero en profundidad no conocía ninguna. Su comprensión de la humanidad era completa. Pero cuando sitúa “El regreso” en Londres se encuentra de inmediato circunscrito. No puede arriesgar mucho; no puede superar su conocimiento. Las desventajas de un escritor, cuando ha hecho su trabajo, pueden aparecer como ventajas. “El regreso” nos coloca pronto tras bambalinas, por decirlo así, y nos da una idea de la necesaria singularidad del trabajo y la prodigiosa labor que descansa detrás de las novelas que se mantienen como una reflexión de nuestro mundo.

Resulta interesante meditar en los mitos de los escritores. En Conrad tenemos el mito imperialista del hombre de honor, el estilista del mar. Se olvida lo mejor de Conrad, pero al menos refleja la obra. Los mitos de los grandes escritores usualmente se refieren a sus obras antes que a sus vidas. En nuestros días, cada vez más, los mitos se refieren al escritor mismo; el trabajo se ha hecho menos entrometido. Las grandes sociedades que produjeron las grandes novelas del pasado se han venido abajo. La escritura se ha hecho más privada y más privadamente atractiva. La novela como forma ya no convence. La experimentación, no dirigida a las dificultades reales, ha corrompido la respuesta; y hay una gran confusión en la mente de los lectores y escritores sobre el propósito de la novela. El novelista, como el pintor, ya no reconoce su función interpretativa; busca ir más allá; y su público disminuye. Y así el mundo en el que vivimos, siempre nuevo, vulgarizado por la cámara, sigue sin examinarse, sin meditarse; y no hay quien despierte la sensación de su auténtica maravilla. Ésta es, quizás, una definición justa del propósito del novelista, en cualquier época.

Conrad murió hace cincuenta años. En estos cincuenta años su obra ha penetrado en muchos rincones del mundo que el consideró oscuro. Es un tema para la meditación conradiana; nos dice algo sobre nuestro nuevo mundo. Tal vez no importe lo que digamos sobre Conrad; es suficiente con que sea discutido. Podemos recordarlo por lo que dice Marlow en El corazón de las tinieblas:* “la importancia de un relato no estaba dentro de la nuez sino fuera, envolviendo la anécdota de la misma manera que el resplandor circunda la luz, a semejanza de uno de esos halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la iluminación espectral de la claridad de la luna.”

 

* El corazón de las tinieblas, traducción de Sergio Pitol, conaculta, Clásicos para Hoy, núm. 33, México 1998.

 

*Las citas de El agente secreto pertenecen a la traducción de Alberto Martínez A., Ediciones B.S.A, Santiago de Chile.