Mañana lloraré

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En otro tiempo,

si recuerdo bien,

mi vida era un festín

en el que todos los corazones se abrían,

en el que todos los vinos corrían.

 

Arthur Rimbaud

 

En mi juventud bebí a más no poder, creyendo en ese ideal romántico: los genios literarios son todos alcohólicos; las más grandes obras se crearon bajo el influjo del alcohol. Craso error. Mis juergas solo dejaron resacas insufribles, jaquecas, deudas y, debido a mi condición física, mermada por los estragos de la bebida, pocas ganas de escribir. La abulia fue constante.

Afortunadamente no todo fue exceso, y hubo momentos de lucidez y sobriedad en los que cupieron la lectura y la escritura. En esos breves lapsos encontré Lo fugitivo permanece, una antología de cuento.

El eterno Monsiváis, el hombre del barrio, de la ciudad, tuvo a bien compilar 19 narradores mexicanos del siglo pasado, entre los que destacan Edmundo Valadés, Juan de la Cabada, José Emilio Pacheco, Héctor Aguilar Camín, entre otros; haciendo convivir así a dos generaciones plausibles en un diálogo rico, lleno de voces y registros dispares, que no discordantes. En Lo fugitivo permanece, nombre de dicha selección, cabe la celebración nostálgica.

Mañana lloraré, relato de Héctor Aguilar Camín, incluido en esta selección, influyó de tal manera en mí, que intenté sin éxito (debido a mi juventud impetuosa) imitar el registro, la voz y el estilo del chetumaleño. No me culpo. En aquellos días comencé a escribir mis primeros cuentos, todos fallidos; por fortuna los peores permanecen en las cenizas del viento y los mejores en algunas publicaciones; mi gratitud a esos editores. Camín, entonces, fue una notable influencia y un accidente feliz.

Conseguí desesperadamente La decadencia del dragón (Océano, 1983), libro en el que se incluye el relato Mañana lloraré, y me sumergí en su lectura. Debo decir que soy un lector muy pobre; no me interesa visitar demasiados libros, más bien me interno una y otra vez  en los que considero fundamentales. La decadencia del dragón es uno de ellos. Leí este libro en la universidad, pero entonces era un lector ambicioso y pretencioso: quería leerlo todo, aunque fuera mal, y la lectura de La decadencia del dragón fue, obviamente, muy apresurada; no obstante, fue profunda la huella que dejó en mí, tan grande, que el libro permaneció en mi biblioteca personal durante todo este tiempo.

Dice con justa razón José Joaquín Blanco que los relatos Mañana lloraré y Adiós a los padres son, por lo menos, dos de los mayores momentos de la narrativa mexicana. No lo dudo. Ambos son relatos que invitan al ejercicio de la nostalgia mediante diálogos agudos, imágenes poéticas bien definidas, que nunca escapan por la puerta fácil de la confusión, y un humor que coquetea con lo políticamente incorrecto. El primer relato es una evocación violenta con la voz festiva de la juventud y el desparpajo. En él se relata la trifulca campal entre dos grupos de jóvenes de distintas clases sociales, y ya se verá de qué forma Camín utiliza el lenguaje coloquial del primer grupo (los clasemedieros) para hacernos pasar un momento agradable y lleno de risotadas; el segundo es una reinvención del adolescente bohemio que, inmerso en la festividad de la juventud, deja atrás a la familia, a pesar del doloroso desprendimiento que esto conlleva. Pero ¿qué le vamos a hacer? A veces perderse es llegar, y Camín lo sabe y nos somete, nos toma por el pelo y nos sumerge en ese balde de agua fría. Adiós a los padres es un relato tranquilo, sin el sobresalto y la mordacidad de Mañana lloraré, pero es, sin duda, la más descorazonadora de todas las narraciones aquí reunidas, haciendo parecer a su protagonista (quizá Camín) como un monstruo.

Atesoré el libro por algunas propiedades físicas notables. Es, a su manera, ejemplo tangible de la decadencia: el índice es un palimpsesto a punto de ceder totalmente a los efectos del tiempo; el relato Alatriste confiesa su miedo universal está incompleto: no están las dos páginas finales que definen el curso de la narración; por otro lado, la edición tiene evidentes muestras de fatiga: hay errores ortográficos por doquier, bien atribuibles al autor o al trabajo de edición.

Muy recientemente regresé a La decadencia del dragón con mucha cautela, temiendo una posible decepción; temiendo que el desparpajo juvenil, presente en el libro, y que antes me maravillara, fuera sólo un fantasma de mi juventud salvaje, reflejo gris de aquellos años en los que creí que la literatura podía cambiar el mundo. No fue así.

La decadencia del dragón es un libro de relatos, una serie de apuntes, todos nostálgicos, que bien podrían suceder en cualquier costa del país, en cualquier ciudad de la República. Es un continuo viaje al pasado que intenta reconstruir los días de sosiego y felicidad, de seguridad y calma, ya sea de la infancia o la primera juventud. Historias cifradas en una educación sentimental que por ratos hace pensar en un Camín lloroso, sentado al escritorio, escribiendo con dolor este libro; quizá él fue el monstruo que describe en Adiós a los padres. Este es un libro que no deja rehenes: la melancolía arraigada en estos relatos asalta a todos los corazones por igual. Pero, vamos, no todo es solemnidad como podría parecer, también está presente un humor políticamente incorrecto, del que Camín se sirvió para construir diálogos agudos y categóricos que nunca caen en el chiste fácil, cosa difícil (vaya que sí) en estos días en los que la mojigatería acecha y la bobería cansina es un recurso de todos. Aquí, los negros son negros y los soñadores son pendejos. Punto.

El libro abre con el tríptico La decadencia del dragón, compuesto por Este era un gato, Hija recobrada y Evocación de Julia, tres estampas poéticas, en las que el lenguaje se disfruta como el platillo tradicional de cualquier costa mexicana, espacio físico en el que se configuran estas tres narraciones. Este era un gato recupera la tradición del Boom, sin por ello entregarse a la total fantasía. Dos niños, Julia y un niño, el protagonista, recrean su mundo infantil a través de los olores, sonidos y texturas de aquella época. Los niños habitan una casa a orillas del mar, y la casa es grande, tiene mosquiteros, y un olor a fruta rancia se revuelve con la noche precisa que el protagonista evoca. A través de las texturas dispuestas en la casa los niños recorren un sendero hasta llegar al lugar exacto desde el que podrán atestiguar la aparición de un dragón, que sale del mar para regodearse en su evocación fantástica y tallarse la espalda contra la corteza de una palmera. Podría parecer un cuento fantástico, pero no lo es, porque lo que importa es el recuerdo, el dibujo de Julia que hace el protagonista en un esfuerzo por no olvidar a quien sería su primer amor. Aquí, y en todo el libro, lo sobrenatural es una incitación al ejercicio de la recreación imaginativa nomás.

No obstante, debo decir que no todo es miel sobre hojuelas. De entre todos los relatos magistralmente articulados, hay uno que no alcanza el registro de los demás, haciéndolo parecer un mero relleno para incrementar el número de páginas. En Con filtro azul, una crónica en la que un periodista intenta explorar la naturaleza de un muy famoso bandido de la Ciudad de México, Camín parece inseguro cuando intenta abordar la psicología de un personaje tan complejo y visceral como el bandido en turno, por lo que la narración se torna aburrida, unilateral, una visión subjetiva y clasista del protagonista de esta historia. Por lo demás, este relato bien podría quedar fuera del libro y no pasaría nada. La unidad temática no quedaría comprometida de ninguna forma, ya que, cabe aclarar, muchos de los personajes de este libro aparecen en varios relatos, no así el protagonista de Con filtro azul.

Luego vendrá México 15 presenta, tríptico conformado por Pedro Páramo salta la garrocha, Mañana lloraré y Alatriste confiesa su miedo universal, con el que Camín demuestra su habilidad para construir diálogos agudos. En estos tres relatos el humor inteligente hace acto de presencia. Son las confesiones de un grupo de jóvenes estudiantes, viviendo todos juntos las contrariedades de la modernidad y el absurdo de la Ciudad de México.

Decía Derrida que la vida es el retraso de la muerte, lo originario es el no-origen, puesto que el supuesto origen no es una presencia primera, sino este retraso, esta posposición y este rodeo que damos para habitar el hogar seguro de todos: la muerte. Los personajes de este libro pareciera que viven ya en este no-origen y pasan sus días reconstruyendo versiones de sus vidas, en las que no quedan tan mal parados. Nunca lo logran. Este libro es la crónica de los descorazonados.

Camín se vale de una prosa que por momentos transgrede el umbral de lo poético, para desgranar el pasado de los personajes que están encerrados en este libro (¿acaso el mismo Camín?), y que van de aquí para allá, avecindados en las narraciones como si estas fuesen las habitaciones de la decadente casa de huéspedes, ubicada en México 15, a la que todos estamos invitados a entrar.