Arte y maldad

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Traducción de Armando Pinto

Quiero confesar que pretendo alejarme a toda velocidad de mi título arte y maldad: estas palabras tienen el aire un poco violento de la luz neón, de los rebautizados, del nuevo arte por el arte, de la indecente severidad de los noventa. Son la concha que cubre viejas debilidades y un corazón de oro. Reconozco que me paro frente a este inmenso público con temor y temblor. Pretendo tentar más que acusar. Espero entretenerlos y mostrar que el arte puede convertir inclusive las cosas malas en deleite. Quiero hablar sobre el gusto que obtenemos en compañía de hombres y mujeres malvados.

Durante los últimos veinte años [1936-1956], la superficie de la tierra parece haberse hundido y agrietado. Han sido los años de Hitler, las purgas de Stalin, Buchenwald, la bomba atómica, la amenaza nuclear. Durante ese periodo nuestros críticos más serios y poderosos han intentado una inmensa revaloración; se han puesto perfectamente de acuerdo en que los escritores pueden ser muy sanos por su propio bien. Ahora todos buscamos hacer visible la oscuridad y sabemos que un temor realista por el mal, para el escritor, es algo demasiado valioso. Al principio, nuestros modelos literarios fueron los más violentos trágicos isabelinos, los poètes maudits franceses y nuestros atolondrados escritores experimentales de los años veinte. Los viejos clásicos ya no gustan; pero pronto descubrimos, con alivio, que los autores supuestamente ortodoxos son peores de lo que parecían. Descubrimos el oscuro nihilismo, homosexual, casi destructor de Medida por medida, Troilo, Hamlet y Timón de Shakespeare. Descubrimos al oscuro bebedor de ginebra: Tennyson. Descubrimos la oscura crueldad de Dickens, que abandona a su esposa y cuyo grotesco mundo —semejante al de El Bosco— nos sorprende por su perfección divina, la creación más dramática de cualquier escritor inglés desde Shakespeare. Luego pasó algo gracioso: apenas habíamos designado a nuestra época la Edad de la Angustia y logrado señalar una amplia y redentora sombra de oscuridad en casi todos los escritores que han vivido, cuando encontramos de pronto que estábamos de nuevo en medio de una era sólida, sensata, rica, optimista, maternal, no diferente a la de la reina Victoria y el príncipe Alberto. Fuera del mundo oscuro y las visiones malignas de nuestros autores malvados, habíamos reconstruido de algún modo el esplendor de los setenta, ochenta y noventa, con todo y su dinastía de presidentes republicanos.

Hoy, cuando vuelvo la mirada unos veinte años atrás, creo poder decir con poca exageración que mis lealtades —alguna vez polémicas y rebeldes— se han convertido en oscuros truismos que me es imposible entender. En 1933, T. S. Eliot publicó un pequeño libro sobre el carácter moderno titulado After Strange Gods. Eliot lo escribió con la absoluta credulidad de su reciente conversión al catolicismo, al clasicismo y al conservadurismo. Su libro no ha perdido nada de la frescura, magia y parcialidad que tuvo en su momento. Eliot, por esa época, había escrito ya su largo poema The Waste Land. Había escrito: “Vamos, entonces, tú y yo, cuando la noche se extienda contra / el cielo como un paciente anestesiado en la plancha.” Y también muchas otras líneas que críticos reconocidos han considerado piedras de toque de lo antipoético. Eliot pudo haber estado resentido. Pudo haber tenido la deliciosa sensación de tomar revancha cuando escribió las siguientes frases sobe el tema de la arbitrariedad del mal en las historias de Thomas Hardy: “Estoy preocupado por la intrusión de lo diabólico en la literatura moderna como consecuencia del abandono paralizante y restrictivo de la ortodoxia y la tradición.” Eliot prosigue —su tono tiene el aire lacrimoso y elevado del auténtico predicador—: “Pero temo que, aunque admitan la noción de un verdadero poder maligno actuando a través de la voluntad humana, puedan tener una noción incorrecta del Mal y resistirse a creer que opere a través de hombres de genio de excelente reputación. Me pregunto si lo que digo puede tener significado para quienes la doctrina del Pecado Original no es algo tremendo y real.” Este pasaje nos sorprendió al principio por ser un tanto rígido y absurdo y un poco diabólico. Más adelante comprendimos su sentido: esos sentimientos estaban de moda y tenían muchos imitadores. Ahora, en 1956, somos más viejos de lo que Eliot era en 1933; somos más viejos que la misma águila envejecida. El Pecado Original ha perdido su brillo para nosotros. No tenemos esa fe simple, esa sincera sofisticación y esa inflamada fanfarronería que le permite a Eliot llamar tremendo al Pecado Original.

En este punto quiero detenerme, respirar, y regresar un momento de modo que pueda abordar mi tema de una forma más ligera y en un estilo tal vez más colorido. Quiero contarles dos historias de mi contacto personal con lo diabólico. Al escribir poesía se tienen lectores a quienes hay que escuchar después de que emplearan su tiempo leyéndolo a uno. Los míos, a menos que sean jóvenes poetas o profesores de inglés, dicen por lo general una de tres cosas. Si son parientes, me preguntan por qué elijo esos temas sórdidos y decadentes. Si son extraños que quieren ser cordiales pero les disgusta lo que han leído, reconocen que algunas de las cosas que he publicado están más allá de su comprensión. Si no están seguros de querer ser cordiales, enfatizan que ellos no son intelectuales. Admiten que sólo pueden dirigir un negocio, hacer dinero, tener cinco hijos, construir una casa con sus propios planos y dirigir —digamos, como un pasatiempo— el Museo de Historia Natural de Boston. El golpe final es preguntarme en tono áspero, evidentemente incrédulo, sobre el premio Pulitzer: “Usted ganó el premio Nobel, ¿verdad? No cualquiera puede lograr eso.” Ahora bien, cuando estaba pensando en titular “Arte y maldad” a esta plática, pasé muchas tardes con un pariente predilecto, una dama mayor que hacía poco había soportado una avalancha de pesares, pero que lograba ser más observadora, más despreocupada, más conservadora y más despabilada que nadie que hubiera conocido. Escuchábamos la música angustiadísima del ciclo Winterreise de Schubert, una obra en la que poemas mórbidos e ingenuos resultan sublimes gracias a la música. Mi prima disfrutaba cada pizca de la obra, pero luego podía reprenderme por no ser más positivo. “No deberías corromper a los jóvenes con tus versos”, me decía. Aunque bebedora moderada, mi prima creía, como A. E. Housmann, que la malta podía hacer más que Milton y me ofrecía la pálida coctelera de los martinis. “Esto te hará bien”, decía. Sabedora de que la pereza es la mejor cura para los vicios, me apremiaba a tomar una siesta después de la comida. Finalmente me extendía una brazada de violentas novelas de misterio con pastas horrorosas. Nada en esa línea lograba ser demasiado crudo para ella: aún me siento herido cuando pienso que mi prima pudo encontrar mis poemas más deprimentes que el Winterreise, más inflamatorios que los martinis, más insulsos que las novelas de detectives y más inertes que el sueño.

Cuando Eliot no señala la intrusión de lo diabólico en la literatura moderna, no imagino que tenga conflicto con Agatha Christie, Eric Ambler, Graham Green y el Club del Crimen. Nada puede ser menos misterioso y abierto que los medios por los cuales el misterio nos complace. El autor no es egoísta, urde cada pulgada, hace todo el trabajo y, como resultado, ningún lector se queja nunca de que el argumento más ingenuo e inverosímil sea ininteligible. Una vez que el detective ha descubierto su huella de sangre puede deleitarse con toda la innecesaria y caprichosa erudición a la que aspiran los poetas modernos. Cuántas vidas han sido embotadas y vaciadas por la necesidad de estudiar y enseñar literatura: cuántas vidas han sido salvadas por los libros de crímenes. Hay algo filantrópico y casi dulzón en un buen argumento de horror: seguros en los fríos y tranquilizantes brazos del horror aceptamos incluso los libros de viajes de Melville, las investigaciones enciclopédicas de Mann, la astronomía de Dante. Tal vez el horror y el escándalo de la Cruz en los Evangelios es lo que induce a los intelectuales a leer el Sermón de la Montaña. Me gusta pensar que Platón fue un lector de novelas de misterio y que, antes de expulsar a Homero de su República, declaró libres del Pecado Original a los libros de misterio y les otorgó las llaves de su Atenas.

Ahora bien, una de las características alentadoras de nuestra naturaleza es que no podemos soportar el mal por mucho tiempo, a menos que sea excitante, y no podemos soportar la excitación durante mucho tiempo a menos que sea verdadera. Todas las partes concuerdan en esto, pero de ahí en adelante el enfoque será clásico o romántico. El enfoque romántico sostiene que el hombre es víctima de los dioses; éste, en general, es el enfoque del drama clásico griego: una posición que la imaginación nunca hará de lado. El enfoque clásico sostiene que el hombre abusa del amor de Dios: ésta es la posición de Platón y de las religiones mundiales en general, una posición imposible de abandonar. Ambas posiciones recurren a Cristo. Aquí estoy tentado de extralimitarme al dirigirme a ustedes por unos instantes como teólogo y apologista cristiano. Quiero decir que veo el ser hecho de elementos jerárquicos: naturaleza, hombre, sociedad, los ángeles tal vez, y Dios. De vez en cuando consideramos que esos elementos son buenos, indiferentes o malos. La guerra de dios y la creación, del clasicista y el romántico, es eterna. Lo especial en Cristo es que adopta a la vez ambas posiciones.

Ahora estoy listo para comenzar el auténtico tema de mi escrito y hablar de mis villanos. He elegido ocho ejemplos: dos criminales, Rimbaud y el Satanás de Milton; dos carentes de emociones, Grandcourt de George Eliot y Eneas de Virgilio; dos cómicos, Sarah Gamp de Dickens y Popeye de Faulkner; y dos manipuladores, Mefistófeles de Goethe y Yago de Shakespeare. De todos ellos, los únicos personajes semejantes a Cristo son, por supuesto, los criminales. Los héroes de esta clase son admirados por aquellos que desean arruinar o reformar el mundo. El criminal es llamado Caín, pero a menudo tiene otros nombres que lo describen mejor. Es llamado Lucifer, Prometeo, Orestes, Cristo y cada nombre representa diferentes realidades. Según la teología ortodoxa, Cristo es Dios, es Dios hijo, tan en paz con Dios padre que el Amor que los une es en sí mismo Dios. Actualmente las fórmulas teológicas no significan mucho para nosotros: todo lo que se ha dicho acerca de las Tres Personas en una Sustancia puede sorprendernos por su infantil imposibilidad. Lo que quiero decir es que Tres Personas en una Sustancia es la forma más enérgica de establecer que no hay conflicto celestial, padre tirano, hijo en rebelión, incomprensión en la gloria o nuevo orden. La historia de los Evangelios, lejos de ser la historia de la rebeldía, no es siquiera la de la reconciliación. Sin embargo, Cristo muere; es confundido con un criminal y ejecutado tal vez de buena fe y, quizá sin saberlo, por un mundo que está en guerra con Dios. No obstante, la sociedad que ejecutó a Cristo por criminal y blasfemo no es muy diferente de otras sociedades. Por lo tanto tendremos que vérnoslas con este enredo: siempre habrá algo de la bondad de Dios padre en la sociedad, y algo de la bondad de Dios hijo en cada rebelde. La historia natural nos muestra que hay mucho de oveja en el lobo y mucho de lobo en la oveja. Lo mismo es verdad en las personas que adopto como mis héroes. Tal vez la historia de Caín es la del hombre que trata de reconciliarse con Dios sacrificando a su hermano; la de Prometeo, también sin esperanza, el desafío a un tirano; Orestes, la historia del asesinato del tirano para purificar la sociedad; Satanás, la historia de un espíritu que intenta suicidarse para convertirse en Dios; Cristo, el misterio de cómo aceptar la muerte y morir es vivir.

En la realidad, estas historias se entremezclan, y en la vida y en los escritos de Arthur Rimbaud la mezcla fue excepcionalmente intensa. A los 19 años escribió y publicó un poema en prosa de cuarenta páginas: Una temporada en el infierno. Es una autobiografía simbólica, una confesión, una serie de visiones delirantes y también una pieza de escritura experimental que proporciona la contradictoria impresión de ser totalmente meditada y a la vez fortuita; de recitar de memoria una parte y de decirlo todo sin miedo o artificio. Rimbaud parece leer la historia de todos los chivos expiatorios del mundo y en cada caso decir: “No, ésta es demasiado simple, no es digna de mí.” Aquí Rimbaud es Caín: “Cuando era casi un niño admiraba al convicto incurable sobre el que siempre se cierran las puertas de la prisión. Visité las posadas y las habitaciones que él había santificado con su presencia. Con la idea del convicto vi el cielo azul y la floreciente faena del campo. Olfatee su desgracia en las ciudades. El criminal tiene más fortaleza que el santo, más sentido común que el viajero. Él, solo, es el único testigo de su gloria y su razón.” Después Rimbaud es como el judío errante, una víctima lanzada a la faz del mundo: “No sé adónde voy ni por qué voy”, dice. “Entro a todas partes. Respondo a todo. No me matarán más de lo que pueden matar a un cadáver. En la mañana tenía una mirada tan perdida que aquellos que encontré tal vez no me miraron.” O, de nuevo, es una especie de Barrabás maldiciendo a los fariseos: “No tengo sentido moral. Soy un animal. Pero puedo ser salvado; mientras ustedes —maniáticos, carniceros, avaros— son salvajes falsos. Magistrado, eres un salvaje; mercader, eres un salvaje, Emperador, vieja costra urticante, eres un salvaje —ustedes han bebido licor clandestino.” Un poco después, pero no permanentemente ni como clímax tampoco, Rimbaud es el pecador arrepentido: “No sigo enamorado del tedio. No soy prisionero de mi razón. El mundo es bueno. Amo a mis hermanos. Dios es mi fortaleza.” “Éstas —declara— no son las promesas de un niño, no están hechas para escapar de la vejez y la muerte.” Muchacho, poeta, mago, vagabundo, rudo, explorador del Oriente. La mitad de Rimbaud parece estar siempre precipitándose de cabeza para vaciar su cerebro, la otra mitad es sagaz, sensata, como un comerciante, alguien muy parecido a su madre —esa orgullosa y respetable campesina que siguió conduciendo su granja y su familia después de que su marido, enrolado en el ejército, la abandonara—. Retador, humilde, práctico, atemorizante, temerario: Rimbaud siempre se levanta a buscar nuevos caminos para continuar en la misma dirección. La precocidad de Rimbaud —nadie de su edad ha escrito mejor poesía— lo hizo seguro e impaciente; su carácter campesino le permitió cuidarse a sí mismo sin eliminar su torpeza. Esas cualidades se manifiestan en su humor: “De mis ancestros galos recibí los ojos azules, la frente estrecha y la torpeza en la batalla. Mis vestidos son bárbaros también, pero no unto mis cabellos de mantequilla.” “No me imagino dispuesto para una boda con Cristo como mi suegro.” Se ve a sí mismo como un salvaje africano: “Danza, danza, danza, no puedo ver la hora en que el blanco desembarque y me reduzca a nada.” En una sección Rimbaud inventa un personaje llamado la Virgen Loca. La Virgen Loca es Verlaine, el poeta, veinte años mayor que él, que abandonó a su esposa para seguirlo. Hace decir a Verlaine: “Oh, sí, yo era una mujer respetable en esos días. Rimbaud era casi un niño; su misteriosa ternura me sedujo. Olvidé todos mis deberes humanos para seguirlo. Lo escuché jactarse de sus infamias. Decía: mis antepasados fueron escandinavos. Me haré heridas en todo el cuerpo. Me tatuaré ¡Jamás trabajaré! A menudo, en las noches, cuando estaba borracho, el muchacho se apostaba para asustarme. Después se alejaba con la gracia de una muchachita en el catecismo.” El comentario de Rimbaud sobre esta página fue drôle de ménage: ¡pareja de maricones!

Rimbaud tiene muchos primos en la literatura del mundo. Es Propercio, violentamente dolorido, enfrentándose al fantasma de su amada: “Sunt alaquid manes: un fantasma no es nada.” Es Lear, delirante y a la vez simple cuando dice, mientras sostiene a Cordelia estrangulada: “Por favor, desabrochadme este botón.” Es tanto una parodia como una secuela del Napoleón de los libros para niños. Es un Fausto más, sufriendo el planeado trastorno de sus sentidos para escribir algo divertido sobre sí mismo. Sin embargo, la literatura francesa parece tener la patente de los cristos del submundo. El Cristo criminal se relaciona sutilmente con otro personaje, incluso más conocido y de ningún modo criminal, de la ficción francesa. Este personaje es el hombre temeroso como mujer. Su primera aparición es noble e histórica: es el rey Luis IX en las memorias de Joinville. Después Hypolite en Fedra, el Misántropo de Molière, Adolphe de Benjamin Constant; Charles Bovary de Flaubert, el Gide de los diarios de Gide y de mucha de su ficción, y el héroe narrador de En busca del tiempo perdido de Proust. La forma como este personaje se transforma en criminal es bien ejemplificada por el Julien Sorel de Stendhal. Los autores ingleses —pero tal vez sea una ilusión— parecen estar más allá de sus granujas. El Testamento de Villon está en el corazón de la literatura francesa de un modo en que la viuda de Bath, de Chaucer, y el Falstaff de Shakespeare no están en la inglesa. ¡Qué otra literatura tiene obras autobiográficas tan oscuras como la de Villon, Sade, Rousseau, Stendhal, Baudelaire, Sainte-Beuve, Tristan Corbière, Céline, Genet? Piensa uno en Diderot, el filósofo del siglo XVIII, escribiendo sobre el desprestigiado sobrino de Rameau y en Sartre, el filósofo de nuestro siglo XX, escribiendo sobre Jean Genet, el escritor criminal. Pero volviendo con Rimbaud, amamos su humor, su pasión, su franqueza; disfrutamos su rudeza y su pánico; amamos el poder y la novedad de su lenguaje. Una temporada en el infierno es la obra de un hombre inflamado y religioso; es sumamente concreta, pero a punto de estallar las costuras por todas partes con un sentido que no puede formularse, aunque intenso al punto de convertirse en parábola.

Pero, si podemos querer al artista, criminal como Satanás, ¿qué diremos de Satanás como Satanás? En el Lucifer de Milton, pareciera que no hay rasgos humanos; no hay nada de lágrimas, nada de debilidades humanas que opriman nuestro pecho. C. S. Lewis ha escrito un mordaz librito sobre El paraíso perdido. En el prefacio paga tributo a otro crítico, Charles Williams, por redescubrir, “después de casi un siglo de malas interpretaciones”, que Satanás es realmente diabólico. C. S. Lewis ataca con furia al Satanás de Milton. Lejos de ser el abogado del diablo, demuestra que Satanás es un mentiroso, un mal lógico, un fanfarrón autoengañado, una criatura que piensa sin descanso en sí misma y cuya plática es interminablemente autobiográfica. Esta parece ser realmente la intención de Milton, pero qué podemos decir del siglo XIX y de lectores tan inteligentes como Blake, Shelley, lord Macaulay, sir Walter Raleigh, e incluso T. S. Eliot, quienes parecen no sólo haber pasado por alto el hecho tan conocido y publicitado del diabolismo de Satán sino haber pensado que Milton nos daba tal vez una versión desastrosa y heroica de sí mismo. C. S. Lewis admite, como debe hacerlo, que Satán es, con mucho, el mejor personaje de Milton. Su explicación es hábil: las personas malas, dice Lewis, son siempre más fáciles de retratar que las buenas, pues si bien ninguno de nosotros sabe mucho sobre los hombres que son mejores que nosotros, el mal, por otro lado, siempre nos es fiel, está siempre al alcance de nuestra mano, bajo nosotros. Para describir a un hombre malo sólo tenemos que liberar nuestras propias malas pasiones, nuestros oídos, nuestras represiones y nuestras confusiones. Sería muy fácil mofarnos de esa explicación y decir con sarcasmo que Milton debió haber sido extraordinariamente rico en pasiones malignas por cuanto tuvo mayor éxito que otros al resucitar el mal y hacer de Satanás un ser vivo. Cuando Milton habla de Dios, de la creación, de la historia del hombre e incluso de Adán y Eva, una cierta parálisis, una cierta frialdad, vaguedad e incomodidad parecen afectarlo. Con Satanás, por el contrario, la energía de Milton nunca desmaya y su justificación épica de los caminos de Dios alienta sobre todo por virtud del mal. No creo que debamos seguir a Blake en su afirmación de que Milton era un partidario secreto del mal, pues Satanás es indudablemente cruel, un poder positivo con su carga de destrucción absoluta que sólo disimula su propia destrucción con más destrucción, una criatura que vive en el vacío y lo respira con implacable glotonería, como un drogadicto el humo del opio. Satanás declara al principio del libro IV: “Mal, sé tú mi bien.” De ahí en adelante toda esperanza es abandonada, él es infierno, y en su infierno otro se abre y así hasta el infinito, y cada infierno comparado con el que le sucede es el paraíso; pero Satanás comparte, por lo menos, el imperio con Dios. Sabe que su voluntad, y no otra, es cumplida. Una vez que hemos hecho la mayor concesión posible al mal papel de Satanás, debemos admitir que lo interpreta con un coraje casi infinito, con inteligencia, ardor, indispuesto a regirse por fórmulas y —sobre todo— con inagotable suficiencia retórica, esencial y variada. El Padre de la Mentira es, con toda propiedad, un maestro de las palabras. Sabe también cómo actuar en ambos sentidos: el de realizar una acción y el de interpretar un papel.

Vivimos en un mundo difícil y agrietado. Si alguna vez hubo un poder positivo del mal actuando por medio de la voluntad humana, tal poder permanece aún activo. Entretanto, en ciencia, filosofía, arte, incluso en teología, Satanás es, por el momento, inverificable y letra muerta. En una serie de poemas llamada Esthétique du Mal, Wallace Stevens escribió: “La muerte de Satanás fue una tragedia para la imaginación.” “Satanás se negó a sí mismo.” Según Stevens, “Satanás debió haber sabido que eso estaba previsto, pues la negación es excéntrica, engendra negación filial.” Pero mientras observamos el retorno de la negación de Satanás, podemos también lamentar la retirada de un oponente diestro e implacable y decir con Stevens que “bajo cada no se oculta una pasión por el que nunca ha sido quebrantada”.

En este punto quiero retornar al realismo y abordar un personaje que no tiene nada de sobrenatural, que probablemente nunca provocó ni en el más tonto de los lectores el mínimo sentimiento de admiración. Estoy hablando de Mr Mallinger Grandcourt en la última novela de George Eliot: Daniel Deronda. Grandcourt es como su nombre: rico, exteriormente impresionante, frío, aburrido. Es demasiado rico, demasiado aburrido y demasiado temeroso como para no ser duro y sádico cuando tiene la oportunidad, pero incluso en eso no llega al extremo; no es típicamente horrible ni de forma visible y dramática, una violenta alma perdida; sencillamente es real. Aunque es una persona común y corriente y no un símbolo, es sobre todo una pieza gastada, un hoyo sin rosquilla, un vacío para que caiga en él la heroína de Eliot, Gwendolyn Harleth. Daniel Deronda es la historia de la caída de Gwndolyn, una caída a su modo tan significativa como la de Eva, y tan realista y deliciosamente narrada como la de Anna Karenina. La razón por la cual Grandcourt resulta tan apagado y deprimido no es clara; es demasiado pasivo y quizás ahora lo mandaríamos al doctor en lugar de sentarnos a ver cómo se ahoga en el Mediterráneo cosa que, finalmente, hacen George Eliot y Gwndolyn. Sin embargo, hay un momento en que Grandcourt es activo y hace lo que podría llamarse su elección trágica. Esto sucede cuando se compromete con Gwendolyn y en consecuencia no puede casarse con su amante, Mrs Glasher, a quien ha mantenido en la incertidumbre por muchos años y con la que ha procreado cuatro hijos. Justo antes de su boda y no demasiado lejos del fin de su vida, Grandcourt le hace a Mrs Glasher una visita de las más frías de la ficción. Grandcourt tiene que hablarle de su boda y pedirle que le devuelva los diamantes de su familia. Ambas cosas lo fastidian y molestan. Aquí Grandcourt es frío, venenoso, lánguido, un lagarto asoleando su cuerpo frío mientras distraídamente petrifica a su víctima con la mirada. “Le importa un bledo la admiración de nadie pero ansía mirar con frialdad a las personas sonrientes que exige que estén ahí y sonrían.” Grandcourt describe su jornada: “Me detuve en la estación, un agujero horrible. Estos viajes en ferrocarril son siempre un condenado fastidio. Pero bebí café y fumé.” Se dirige a anunciar su matrimonio: “El momento me llegó con rapidez, por lo general es bastante lento.” Después vemos a Grandcourt molesto con la escena que sigue a su anuncio y molesto porque su arrogancia no lo salva de la escena. Parte sintiendo pena de sí mismo por haber tenido que ver el sufrimiento de Mrs. Glasher; se siente corroído por el sentimiento de dominación imperfecta. En adelante Grandcourt estará perdido; sólo puede disfrutar la vida torturando. No puedo decir por qué disfrutamos, o al menos toleramos, a Mr Mallinger Grandcourt. Tal vez porque queremos a Gwndolyn y queremos conocer incluso el vacío en el que cae, el cuchillo con el que se corta. Pero la vida interior de Grandcourt es como el taladro del dentista que lastima el nervio las veinticuatro horas del día. Si hubiera escrito un libro habría sido una especie de versión frívola de la Notas del subsuelo de Dostoievski; pero Grandcourt es demasiado aburrido y autoritario para lacerarse o para escribir su confesión.

Mi siguiente ejemplo es el Libro IV de la Eneida. También ilustra una deserción, pero su significado es muy diferente. Erich Auerbach, en su poderoso libro crítico Mimesis, ha demostrado que algunos personajes del paraíso, el purgatorio y el infierno de Dante son tan completa e inagotablemente humanos que destruyen el gran patrón de justicia del autor en el preciso momento en que lo vuelven realidad. Tal vez Dido hace lo mismo con Eneas y su destino épico. En efecto, Eneas tiene que marcharse: Dido es un fuego rugiente; quema, recorre llena de rabia toda la ciudad de Cartago, es como un venado con una flecha mortal en su costado; se convierte en la amante de Eneas. Es claro que eneas tiene que irse o ser amedrentado. No puede holgazanear como una especie de príncipe consorte —ni su propia hombría, su ambición ni la aplastante pasión de Dido lo permiten—. La forma en que Virgilio presenta la historia resulta para nosotros difícil de tragar. No nos gustan los dioses que se enamoran de Dido; no vemos por qué tienen que enredarla con Eneas; no podemos creer que él crea que la abandona para fundar el imperio romano. ¿Cómo puede alguien saber o incluso imaginar semejante cosa? No creemos que Eneas, un simple jefe de la edad de bronce, pueda tener la mínima idea de la administración romana, los métodos militares romanos, los procedimientos senatoriales romanos, la construcción romana de carreteras. Eneas carece de elocuencia en su último encuentro con Dido. Cuando dice “Italiam non soponte sequor” (No voy por mi propia voluntad a Italia), no le creemos. Sabemos que está abandonando a una mujer de carne y hueso para seguir la fantasía abstracta y vacía de convertirse en figura principal de un poema épico. Eneas es un mito sin realidad literaria o histórica. Es casi tan malo como Grandcourt, no quiere nada excepto dominar para mitigar su aburrimiento. Pero cuando llegamos al final del Libro XII y de la épica completa, la historia de Dido y su abandono parece necesaria y fundamental para la historia de Virgilio. Eneas, el fundador de la república y el funcionario, es condenado a morir muchas veces. Muere con la caída y el incendio de Troya, muere con el extravío de su esposa en la ciudad quemada, muere con la muerte de su padre, muere simbólicamente al descender al submundo, y muere, finalmente, con la muerte de sus amigos más queridos y la agonía de la guerra civil; una guerra en la que para ser fiel a su fe de que al final salvará y establecerá el Estado, es forzado casi a arruinar el Estado. Es semejante a Abraham, otro ancestro descrito con gran penetración por Kierkegaard. Abraham es forzado a sacrificar a su hijo Isaac para que, paradójicamente, a través de este último, su simiente pueda ser tan numerosa como las arenas del desierto. Eneas, al apartarse de Dido, llega a conocer la tortura de parecer, de casi creer ser, frío, insensible, calculador, pérfido. La Eneida es quizá como la novela de Proust: la historia de lo que uno debe abandonar para escribir un libro.

Mi siguiente personaje, Sarah Gamp en Martin Chuzzlewit, de Dickens, está muy lejos del despreciable y lacónico Grandcourt, del heroico y lacónico Eneas, e incluso de la ardiente y ciceroniana Dido. Sarah, la comadrona, la amortajadora, que sin embargo ama al joven y al viejo. Sarah con su tetera llena de ginebra, pidiendo su pinta de cerveza oscura para suavizarla, Sarah Gamp que ordena un poco de salmón en salmuera, un ramito de hinojo, una pizca de pimienta blanca, pan, mantequilla, el pepino al que es tan aficionada, su Brighton Old Tipper Ale, su chelín, no más, de ginebra y su agua caliente cuando hace sonar la campanilla; Sarah que alimenta a su paciente apretándole la tráquea hasta hacerlo jadear, Sarah que usa una prodigiosa gorra de dormir amarilla, con forma de col, y una chaqueta de vigilante atada alrededor de su cuello por las mangas, de modo que “desde atrás parece que está siendo abrazada por uno de la patrulla”; Sarah, que vive “arriba de una tienda de pájaros donde los pájaros realizan sus pequeños ballets de desesperanza y donde un infeliz jilguero vive junto a una casa roja de juguete con su nombre pintado en la puerta y saca agua para beberla y silenciosamente pide que un buen hombre eche un penique de veneno en ella”. Glotona, sucia, borracha, sórdida, incoherente, charlatana: Sarah es fascinante y se mueve por Martin Chuzzlewit como una repelente rata aplastada, o como el hombre vuelto cucaracha en La metamorfosis de Franz Kafka. Sarah es maravillosamente horrible, tal vez la más espléndida de los parlanchines de Dickens. Al final el autor no puede castigarla y sólo la deja donde su ingestión de alcohol sea controlada, aunque realmente ella es bestial, monstruosa como la vida, sólo que más real y mejor, y es pariente de sangre de otras personas menos encantadoras: del hipócrita tartufo Pecksniff al poseso asesino Jonas Chuzzlewit. Si Dostoievski hubiera creado a Sarah Gamp, habría sido horrible e incidentalmente cómica; en Dickens resulta cómica e incidentalmente horrible.

Mi siguiente ejemplo es también una gárgola, pero esta vez una que definitivamente nos pone la carne de gallina: Popeye, la pequeña criatura homicida en Santuario, de Faulkner, que asesina a dos personajes importantes y es colgado finalmente por el asesinato de un hombre al que no pudo haber matado porque estaba en otra ciudad asesinando a otro. No tiene mandíbula, y su rostro apenas está definido como la cara de una muñeca de cera puesta y olvidada junto al fuego. Al final, Popeye no puede salir de su yo inmaculado ni sabe defender de algún modo su vida. “Malditos palurdos, dice de los carceleros del pequeño pueblo, ¡Jesucristo!” La noche antes de su muerte, el ministro le pregunta: “¿Puedo rezar por ti?” “Seguro, contesta Popeye, no me importa.” Cuando está a punto de ser colgado, sólo una cosa le preocupa. “Arregla mi pelo, Jack”, le dice al verdugo.

Para terminar, quiero tocar brevemente otra especie de villano: el manipulador. En Fausto, de Goethe, tal vez el más grande de los libros educativos, el interminable diálogo entre Fausto y Mefistófeles refiere la historia de un padre y su hijo, donde Fausto —joven, apasionado, poético, egoísta y ciego— habla siempre con su casi hegeliana antítesis: el maduro, apático, lúcido, aburrido y visionario Mefistófeles , quien por lo menos tiene la virtud de estar más interesado en su víctima que en sí mismo. En cuanto a Yago, el otro manipulador, se eleva a grandes alturas en aquella oscura escena en la que describe cómo Casio lo confunde en su sueño con Desdémona. “Dulce Desdémona, oh dulce criatura”, hace decir a Casio. “Y luego me besaba con fuerza —dice Yago— como si quisiera arrancar por la raíz besos que brotaban de mis labios. Después pasó su pierna sobre mi muslo, suspiró y me besó.” Describe el célebre pañuelo con dibujos de fresas. Otelo exclama: “Oh sangre, sangre… así mis pensamientos sanguinarios, con paso violento, no volverán atrás nunca, no refluirán jamás hacia el humilde amor, hasta que sean engullidos en una inmensa venganza. “Otelo se arrodilla y jura: “¡Por ese cielo de mármol, empeño aquí mis palabras!” Luego llega el momento de martillar el clavo final, el momento en que el león y el zorro, el torero y el toro, Yago y Otelo son condenados juntos. Yago, llevando más allá sus maquinaciones y a fin de cuentas más allá de su propia posibilidad de sobrevivir, dice: “No os levantéis todavía.” Se arrodilla y agrega: “Vosotros, elementos que envolvéis por todas partes, sed testigos de que Yago pone aquí las armas de su inteligencia, de sus manos y de su corazón al servicio del ultrajado Otelo… por sanguinaria que sea la obra.” Ésta es tal vez una versión de aquel viejo chiste todavía popular, el chiste del torturador hervido… [el manuscrito se interrumpe en este punto.]