Fábulas y fabulaciones

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Por Daniel Samoilovich y Eduardo Stupía

 

     El mariscalísimo Mariscal Francia se encontró en Corrientes al sabio botánico Bonpland, y lo botanizó. Lo mantuvo diez años en su álbum, llamado República del Paraguay, pese a los ruegos de muchos, incluido Bolívar, para que lo liberara.

 

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     Cuenta Pausanias que en la Ínsula Cándida, o Isla de los Bienaventurados, o de las Serpientes, frente a la desembocadura del Danubio en el Mar Negro, viven en perpetua fiesta los elementos y las fieras y la más frondosa de las arboledas. Sólo dos almas humanas allí moran: las de Aquiles y Helena.

     ¿Aquiles y Helena? Ni en la Ilíada, ni en el teatro del ciclo troyano se insinúa una relación entre ellos. Helena ha sido la amante niña de Teseo, la esposa de Menelao, de Paris y Deífobo, la compañera de Proteo, el amor imposible de Heleno y el posible de Córito; en cuanto a Aquiles, se sabe que se unió a Deidamia, que quiso conquistar a Hemítea, retener a Briseida, devolver a la vida a Pentesilea y vengarse del rechazo de Troilo; y que fue triste y fiel amigo de Patroclo.

     Sin embargo, son las almas de Helena y Aquiles las que terminan unidas en una versión griega del Edén, salvaje y vertiginosa como el verdadero amor. Podría pensarse en una pareja de actores a quienes les toca representar en una obra el papel de esposos o amantes de otros; sólo cuando la obra termina, recuperan su auténtica personalidad y se van juntos.

 

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     El viejo caballero llamó al mozo y le dijo:

     —Señor camarero, si esto es ficción, tráigame una obra de no ficción; y si es no ficción, tráigame una de ficción.

 

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     Queriendo desacreditar a sus enemigos ndebele, el rey zulú Shaka propagó la especie de que los ndebele no eran en realidad seres humanos, sino mandriles. Era evidente que Shaka mentía pero esto no preocupó a nadie, y menos que menos a los zulúes, pues evidentemente se trataba de algo así como una metáfora. Metáfora o no metáfora, el bulo tuvo tal éxito en todo el sur del africano continente que cada vez que un embajador ndebele se presentaba a un rey o reyezuelo de otra tribu o clan se veía obligado a demostrar que no era un mandril imitando a un ser humano. Estas demostraciones insumían tiempo, el rey o reyezuelo extranjero se distraía y se ponía a divagar, y en sus divagaciones terminaba sospechando que su huésped ndebele era efectivamente un mandril. En esas condiciones, era harto difícil concretar alianzas y aún comercio; los ndebele, que otrora fueran más de un millón, terminaron siendo exterminados por los zulúes.

     Esta historia muestra que las metáforas animales son un arma política muy poderosa. Los más avisados se han apresurado a elegir el animal con el que deseaban ser comparados (león, caballo, dragón o águila) antes de que les endilgaran uno inconveniente (gusano, gorila, etc.).

 

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      Un escritor malo terminó de escribir una frase, echó mano de un pequeño frasco de comas que tenía en el escritorio, tomó un puñado y salpimentó. La frase quedó tan sosa como al principio, pero además demasiado salada.

 

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     Al terminar de narrarle una historia bastante enrevesada, la duquesa le dijo a Alicia:

     —No puedo contarte ahora la moraleja de este cuento, pero en un momento la recordaré.

     —Tal vez no tenga moraleja— dijo Alicia.

     —Calla, niña, calla. Todo tiene una moraleja si sabes buscarla… y la moraleja es … oh, es 3,1416 … Pi es lo que mueve al mundo, lo que hace que el mundo gire.

 

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     A fin de demostrar su aseveración de que Pi mueve el mundo, la duquesa le contó a Alicia que si se tira un palillo sobre un fuentón con agua, así el fuentón sea cuadrado, la probabilidad de que un segundo palillo arrojado al azar caiga tangente o atravesado con el primero se calcula con una fórmula en la que interviene Pi.

      Alicia quiso saber para qué había agua en el fuentón. La duquesa dijo que para que los palillos no reboten. Alicia dijo que, si se trataba de arrojar palillos al azar, no veía qué diferencia podía haber en que rebotaran o no: de todos modos, la posición final era azarosa y si Pi intervenía en un caso no veía por qué no habría de intervenir en el otro. La duquesa se enojó con Alicia, afirmando que no es lo mismo el azar de primera instancia (el que determina la posición del palillo al caer) que el azar de segunda, el que determina la posición del palillo al rebotar; y que si Pi llegaba a intervenir en la fórmula también en este caso, sólo lo haría de un modo cansino, fortuito; y que Alicia estaba argumentando sólo por el gusto de llevarle la contra.

      Esta fábula muestra cuán tozudos son los que no están de acuerdo con uno.

 

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      Una joven pareja en Ensenada

     a una fiesta de disfraces fue invitada:

                    vestidos de conejos

                    no llegaron muy lejos,

     se los comió el perro de la entrada.

 

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     La lluvia había lavado la ladera oriental, y limpia lucía también la cara de la Luna. Los ciudadanos caminaban por las aceras despejadas de la Ciudad al Pie de la Montaña, y los campesinos por los senderos de las altas laderas. Mientras tanto, el poeta Su Dong Po caminaba por lo abrupto, golpeando los guijarros con su bastón de cedro.

     Un ciudadano le propuso: “¿Quieres cambiar tu bastón de cedro por mi acera despejada?”

     “Ciudadano, —respondió Su Dong Po— esa no es una proposición honesta. ¿Cómo me darías la acera, si no es tuya? El bastón, en cambio, sí que es mío.” Y se despidió cortésmente.

     Poco después, un campesino le dijo: “¿Por qué te afanas en cruzar la montaña por donde no hay sendero? Te puede picar una serpiente.”

     “Gracias por la advertencia, campesino, pero permíteme decirte que no es muy sensata. ¿Desde cuándo las serpientes evitan los senderos? Mi bastón golpeando las piedras, en cambio, las espanta. Además, me gusta el ruido que hace.”

     Esta fabulita enseña, oh ciudadanos y campesinos, que los poetas, a veces, saben lo que hacen.

    

    

Fue invitado Su Dong Po a cenar con el diablo. Aceptó la invitación, pero tuvo la precaución de llevar su propia cuchara. Una bien larga.

 

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     Una bailarina, hija de un rey, se hizo servir en bandeja de plata la cabeza de un santo, no comestible.

 

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     La noche está callada, vacía la montaña. El gorrión, no sabiendo ya de qué asustarse, se asusta de la luna que surge, súbita, del barranco helado.

 

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     “Pero mirá vos, ¿no?

cómo son las mujeres…

          ¡Y después resulta

          que soy yo el raro!”,

así dijo, y se frotaba las antenas.

 

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     Cierta gran dama del siglo XIX no permitía que en su presencia se dijeran palabrotas, se mentaran enfermedades o se mencionara el siglo XVIII.

 

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     Un zorro, dueño de un gallinero, aseguraba que la comadreja le había robado una gallina; tenía testigos. La comadreja, por su parte, juraba y rejuraba que no había robado nada; tenía una coartada: durante toda la noche del supuesto robo había estado de parranda en una taberna en compañía de una banda numerosa y variopinta. Llegaron los litigantes con su caso ante un mono, presentó cada uno de ellos su argumento y sus testigos. El mono dijo que tenía que pensar un poco el asunto, y, mientras la sala esperaba el fallo desplegó un ejemplar del Financial Times y leyó durante unos quince minutos, que a todos parecieron eternos. Finalmente plegó el periódico y le dijo al zorro:

     — Tú no pareces haber perdido nada.

     No llegó a alegrarse la comadreja; no tuvo tiempo, pues volviéndose rápidamente hacia ella el mono le dijo:

     — En cuanto a ti, pareces haber robado lo que niegas haber robado.

     Y condenó a ambos a un mes y medio de prisión; en un caso, por prestar falso testimonio, en el otro por robo.

     — No tiene sentido —protestaron todos— es absurdo.

     — No veo por qué protestan —respondió el mono—. ¿O no han notado que soy sólo un mono?

     Conocemos esta interesante fábula porque Rómulo Augústulo, último emperador de Roma, la tradujo de fuente griega y la incluyó en una carta a un tal Tiberino. Algunos extraen de ella una moraleja, otros otra. El autor de este libro tiende a pensar que el mono tenía razón al condenar a ambos litigantes. Veamos: la idea de que es imposible que la comadreja mienta y el zorro también se basa en el principio de no contradicción, según el cual una proposición y su negación no pueden ser las dos verdaderas al mismo tiempo; sin embargo, así como la geometría de Euclides no funciona en los espacios curvos, los principios de Aristóteles podrían no regir en un espacio moral diferente, y en ese espacio el juicio del mono podría adquirir pleno sentido. A esto parece aludir Aristófanes cuando al final del segundo acto de Las Ranas, escribe:

 

          Fro, fro, alu fro, fro, fro,

          fro alufró, fro, fro: alufró.