La revolución sin mí

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Cuatro fragmentos

 

Rolos

 Todas las mujeres van con rolos por la calle. Las mujeres jóvenes. Mi madre, veinteañera. Las amigas de mi madre. Mis tías. Se ponen rolos y salen a la calle, algo impensable para una generación mayor. Los pañuelos de cabeza, tan usados en los años 50 en excursiones, viajes en convertible y días de playa, sirven para envolver los rolos. Lo que hasta ahora era preparativo de belleza puertas adentro, sale a la calle a exhibirse. Porque si la vida entera es una fiesta, en qué otro tiempo van a acicalarse las mujeres. Los preparativos para la gran ocasión han de caber dentro de ella.

Es tiempo de revolución, y al cuidado personal hay que buscarle acomodo en este único tiempo. Las mujeres se amoldan el pelo sin dejar de participar en las tareas. No tienen tiempo que perder en las peluquerías. Los tratamientos de belleza se hacen sobre la marcha. La belleza necesita de tratamientos, la vida necesita de revolución. Todo es proceso, un proceso continuo e imparable. Dinámica pura la de estas mujeres con rolos por las calles, en los centros de trabajo, en el trabajo voluntario. Muchas de ellas creyendo encaminarse a la felicidad, rumbo a la justicia plena.

 Las calles están llenas de mujeres con rolos. Todo indica que está por celebrarse una gran fiesta.

 

 Final abierto

 Dos cosas molestan especialmente de los soviéticos, a los que llamamos bolos. Una es la peste a grajo, el olor a sobaco que despiden por falta de higiene, no descubrimiento del desodorante o incompatibilidad entre su pesada alimentación y el clima tropical en el que se metieron. La otra, sus finales abiertos.

 El apodo de bolos alude a lo basto, a lo falto de sutileza. Bolos por sus ropas y por sus zapatos, por el oro con que enchapan sus dentaduras en cuanto se enriquecen en el mercado negro. Pues, es preciso reconocerlo, son expertos en el mercado negro. Expertos en contrabandos y trapicheos. Llevan en esto mucha ventaja a los cubanos. Su revolución es más antigua y sus mayores conocieron una economía de guerra en verdadera guerra.

Los finales abiertos están en sus películas como el oro en sus dientes. Gran parte de las películas soviéticas que echan en los cines se terminan sin terminar. Estoy en la tanda de medianoche de un cine habanero, viendo una película francesa de los años 70. Se equivocaron de historia de amor, se titula. Aunque puede que el título original sea diferente. En la película hay una escena erótica y en torno a ella va a armarse tremenda gritería. Es la última tanda del cine Yara y aquí se ha juntado la fauna que no encontró sitio mejor ni más barato en que meterse.

No reciben publicidad las películas porque ni falta que hace, pero se corrió la voz de que esta contiene sexo sin cortar por la censura. En esta película hay función, se dice. No un simple par de tetas, sino el juego de un tipo y una tipa encima de la cama. Sexo evidente y una noticia así, en una capital desprovista de pornografía, ha tenido que correr como la pólvora. Así que estamos miles de espectadores en uno de los mayores cines de La Habana, donde no queda ni una butaca vacía.

La historia sentimental que la película cuenta podría ahorrársela en su mayoría. Los protagonistas, la pareja por acostarse, no son especialmente hermosos. Atraviesan dificultades económicas. Dificultades económicas en Francia, muy distintas a las de los miles de mirones congregados. Y, en cualquier caso, poco importan esas dificultades cuando casi toda la sala está aquí por una escena.

Que, finalmente, llega. Sube él al apartamento de ella, hablan y beben vino, se besan, forcejean con la ropa y, en efecto, ahí está, como se lo prometía el cine entero. El tipo la monta, deja ver un poco de desnudez femenina, la tapa, no deja nada de ella para más nadie y, en postura de misionero, ejecuta sus arremetidas.

Silencio religioso, no se escucha en la sala el menor comentario. Podría afirmarse que todos los espectadores aguantan la respiración y participan de las arremetidas del protagonista. Es un público mayormente masculino. Las exclamaciones de viva voz se sueltan nada más acabar su ejecución el francesito ese. Al que preguntan a gritos qué carajo fue eso que no duró nada. Al que le cuestionan su hombría. «¡Súbete de nuevo, maricón!», grita un espectador a la pantalla.

Es la desesperación general. Porque si esta mierda de película no saca otra vez a la parejita haciendo sus cosas, habrá que verla más de una vez para conseguir apaciguarse. Y esta es la última tanda del día, la de medianoche.

Los cines en La Habana echan películas en tanda continua. Por el precio de una entrada uno puede ver la película cuantas veces desee. Puede entrar a mitad de una tanda y empatar la película en la tanda siguiente. No existe obligación de entender una historia desde el inicio. La película empieza cuando llega uno, y da gusto caer en medio de la historia y ponerse a deducir causas para estos efectos.

Un público acostumbrado a llegar a su aire al cine no tendrá inconveniente en desconocer, por el momento, este u otro porqué. Ya los comprobará en la tanda próxima, cuando logre empatar la película. Es como si le dieran a recomponer los dos extremos de un rollo de película partida. Pero que no pongan en ese rollo ningún final abierto, porque no habrá manera de empatar la historia. Los finales abiertos no se cierran nunca, no hay tanda siguiente que pueda lograrlo. Y mira que a los bolos les encanta poner finales abiertos en sus películas.

Las de guerra son las únicas suyas con garantía de no contar con ellos. El Ejército Rojo entra en Berlín, plantan la bandera roja en lo alto del Reichstag y queda claro todo. La Gran Guerra Patria, que es como llaman a la Segunda Guerra Mundial, termina del modo en que termina. Pero qué ocurre con esas otras historias en las que el director, el guionista o quien sea el que decide, se desentiende de ofrecer a los espectadores un final conclusivo.

Se sale de ellas con una frustración muy grande, igual que si no se hubiera entendido nada de nada. Enfrentados a un final abierto, los espectadores de los cines habaneros no protestan con gritos ni interjecciones, sino con escapes de aire. Largos escapes de aire de todo el cine. Lo cual viene a significar que han vuelto a hacerlo estos bolos de mierda. Los norteamericanos, esos sí que tienen claro cómo terminar sus películas, y cuánta falta nos hacen las películas americanas, que saben concluir con una buena boda o una balacera en la que los buenos ganan y se pierden cabalgando por el horizonte, contra un sol poniente.

Es curioso que el cine de una potencia como la Unión Soviética, que se precia de saber hacia dónde marcha la historia universal y dictamina que el único futuro para la humanidad estriba en su sistema político, no sepa rematar las historias que cuenta. Curioso que quienes conocen el futuro de la humanidad en pleno no atinen a equipar de destino a unos pocos personajes.

El mejor final abierto venido de Moscú se ocupa del ahogo en que vive una pareja adúltera, citándose en secreto, muy de vez en cuando. Ella y él se preguntan cómo van a librarse de ese intolerable cautiverio. Desesperado, agarrándose la cabeza con las manos, él se cuestiona obsesivamente: cómo, cómo, cómo… Parece, de momento, que va a solucionarse todo, que una nueva y espléndida vida empezará para ellos. Pero perciben enseguida que les queda un camino largo por recorrer, y que la parte más complicada y difícil no ha hecho más que empezar… Y ahí se quedan los dos y termina la historia. De los finales abiertos venidos de Moscú, el mejor es el de Chéjov en «La dama del perrito».

 

Fósforos

Rellenamos cajas de fósforos. Un aula completa de niños pequeños en ese trabajo, y la maestra que vigila y se ocupa también en rellenar cajas de fósforos. 

Es trabajo de niños en una economía de guerra, pero no hay guerra. La guerra es la economía, desmantelada por las nuevas autoridades para construirla sobre unas bases distintas. Nuestro trabajo consiste en armar cajitas, tomar puñados de fósforos del montón de fósforos al centro de la mesa, llenar de fósforos cada cajita, cerrarla y colocarla en una pila.

Difícilmente pasaría por trabajo manual, es trabajo simplemente. Un trabajo en el que se utilizan niños porque parecen no existir adultos dispuestos a hacerlo. Vivimos en una economía donde niños pequeños arman y rellenan cajas de fósforos, los adultos no encuentran incentivo para trabajar, y contra esos adultos dictan una ley. Ley contra la vagancia, la denominan.  

No hay casi nada que comprar con el dinero que se gana, y ahorrar dinero no tiene mucho sentido. Ahorrar dinero tendría sentido únicamente si existiera un futuro con sentido. Los fumadores recogen colillas en las calles para armar sus cigarros. Lo hace gente de aspecto no demasiado miserable. Tupamaros, bautizan a los cigarros fabricados con colillas, por el nombre de una guerrilla uruguaya de la que hablan la televisión y los periódicos, que a su vez tomó el nombre de un cacique indígena peruano, Túpac Amaru. Nombres forjados a partir de colillas de nombres, picadura fumada y refumada. 

Las cajitas de fósforo llevan impresos mensajes de apoyo a la lucha del pueblo vietnamita. Se leen en ellas lemas revolucionarios. Y seis, siete años después, trabajo infantil más pesado. Campos cultivados de naranjas, la mitad del día en el campo, la otra mitad en el aula. Estudio y trabajo, o viceversa. Trabajo infantil bajo la coartada de que la combinación del estudio y el trabajo forja el carácter. Un machete en la mano de cada estudiante, y a cortar con ese machete la vegetación que crece alrededor de los troncos. A abrir espacio para que el riego y los fertilizantes lleguen a cada árbol. Aprender a cortar hierba y maleza con el machete, que la maleza y la hierba no quede acostada. Cortarla del todo, exigen. 

Un enorme plan citrícola, hectáreas y hectáreas de naranjales atendidas por niños que van a convertirse en muchachos en las labores del campo. Lejos de ser trabajadores duchos, niños de ciudad en su mayoría, estudiantes que sueñan con ser profesionales para no tener que volver a dar machete bajo el sol.

Y acaba todo en desastre. Las escuelas convertidas en ruinas deshabitadas, la maleza y las enredaderas ahogando los troncos, las naranjas brotando en árboles sin asistencia. Penden de ramas decrépitas, las picotean los pájaros, caen en la maleza que les sirve de colchón en tanto se pudren. Naranjales y naranjales sin que nadie llegue a ellos, vacíos como dentro de un sueño cada vez más ominoso.

 

Calor

«Qué calor hace en este gobierno.» Lo dice, dentro de una guagua repleta de gente, una vieja negra. Puede que sea pura invención. Lo cuenta alguien a quien otro alguien, que asegura fue testigo, se lo ha contado.

Supongamos que sea invención, ¿por qué una vieja? Porque los viejos son quienes menos tienen que perder al soltar una frase como esa frase. Mujer, porque un hombre lo tendría peor para zafarse de las consecuencias. Negra, por pobreza y por ingenio. En la historia de este país los negros son los que más calor han soportado. Una ingeniosa vieja negra, por la sabiduría que se estaría dispuesto a adjudicar a las ancianas negras, que ya lo han visto todo.

Flaca y nervuda, añado. Ella suelta la frase en medio del horno que es una guagua repleta de gente, apretados los unos contra los otros. La suelta sin interjección, sin asombro. No es como para transcribirla con signos exclamativos. Ella pudo haberla dicho sentada en una piedra. La frase merece inscribirse en piedra, vale como epitafio. ¿No desea el gobierno ocuparlo todo, mandar sobre todos y decidirlo todo? El clima, en consecuencia, es dependencia suya, otra más de sus empresas. 

En la lengua italiana existe, encapsulado en un refrán, un razonamiento semejante: «Piove, porco governo». Lluvia en vez de calor, y la misma responsabilidad gubernamental.

No logro saber si el refrán viene de tiempos de Mussolini. El gobierno revolucionario cubano cuenta con un ejército de correveidiles que se ocupa de recoger el estado de la opinión pública. Van de incógnito, se mueven entre la gente escuchando todo cuanto se dice. Arramblan para sus informes hasta con los chistes políticos y no desaprovecharían la frase de la vieja negra.

 Dada la inexistencia de encuestas de población, dada la doblez de pensamiento y el silencio impuesto, dado que los ciudadanos evitan expresarse en las asambleas de rendición de cuentas y el parlamento es una máquina para aprobar unánimemente determinaciones de arriba, ¿cómo hacerse idea de lo que piensa el pueblo? El ejército de recolectores de opinión es todo ojos y oídos. Sociólogos, psicólogos, estadísticos, graduados en otras profesiones. Los más altos jefes escrutan sus informes, siguen en ellos las variaciones del entusiasmo y del aguante de la gente.

 Los jefes andan necesitados de saber cuán fiables son los vítores que escuchan. Necesitan saber cuánta carga es capaz de aguantar la gente y qué nuevas restricciones aguantaría. Con cuánta complicidad contamos, preguntan los jefes. De cuánta docilidad estamos hablando, quieren que les precisen.

 Las quejas de la gente constan en los informes de estado de opinión. Pirámides de quejas, tantas son. Y serán desatendidas. Serán desatendidas porque, no hay que confundirse, los informes de estado de opinión se realizan con miras al control y la represión, para utilidad exclusiva de los jefes. Esos informes son instrumentos para modular la miseria, no para resolverla. Aunque en ocasiones resulte aconsejable mostrar algo de benignidad y aflojar la presión un poco. Dejar de apalear mulos, dado lo inviable de la carga.

Entonces se hace imprescindible consultar a la población. Envían otra vez al ejército de ojos y de oídos a mezclarse entre la gente. Su tarea por esta vez consiste en poner en circulación determinado rumor, soltar una bola y medir las reacciones que esa bola despierta. Porque las medidas más impopulares tienen, antes de ser impuestas, forma de bola, globo sonda, fuego fatuo o fantasma legislativo.