Y había días en que yo me paraba detrás de la barra que separa la cocina del comedor y veía a María Luisa picar cebollas, revolver el arroz, fregar algunos vasos; un rato la veía moverse por todos los rincones del espacio mínimo de su cocina, e iba pensando antes de darme cuenta de que lo estaba haciendo, iba pensando con la inercia de la mirada, que en cualquier momento ella se detendría a preguntarme, ¿quieres café?, y me daba entonces el aroma agrio de aquel café mestizo que ella, al ratico, se iba a poner a colar para brindarme y decirme, siéntate en el patio, mija, que ahorita voy para allá. Entonces Mary se viraba y, de la nada, me soltaba quieres café, pero no como si se tratara de una interrogación, que no lo era, sino como si fuera, aquella frase, la única que encajara en ese instante de no sé cuántos segundos. Muy poquitos, en cualquier caso. Era sorprendente que Mary me preguntara lo que ya yo sabía que tocaba, y más sorprendente aún que todo aquello me tomara por sorpresa, al igual que en los sueños uno se asusta y se divierte y trata de huir a la desesperada de la puesta en escena que uno mismo se preparó. Yo no sabía el por qué, pero me quedaba pasmada de alegría esperando la colada que me acababan de anunciar. María Luisa entonces me extendía una tacita de esas que se compraba en la anticuaria del Vedado, tacitas que no tenían pareja, y que habían llegado a sus manos, y a las mías, en soledad, como para que yo pudiera pensarlas en singular, y no confundirlas, muchos años después, con otras que había visto en casas de por ahí, casas que no eran la de María Luisa, y vidas que no eran la mía. Yo agarraba el café y me sentaba en el patio, que era también un portal, un jardín sin flores y un huerto, básicamente nada en particular sino un trozo de tierra que Mary le había arrebatado a su barrio la tarde en que se mudó de Marianao para su casa nueva.
A Mary no le gustaba que su hija me viera fumar –no le gustaba que la viera fumar a ella, en realidad– pero de todos modos aquel momento iba demasiado deprisa, rodando como una máquina que solo echa para adelante y en la que uno se sube consciente de que no hay alternativas. Y me acomodaba en la sillita blanca, rezando sin fe y sin mucho interés, más por pena con Mary que por otra cosa, para que la niña no saliera de su cuarto porque ya yo estaba sacando mi cigarro, y el café tenía la temperatura buena y el airecito de por la tarde me despejaba el rostro y me traía los olores de los vecinos de arriba y de al lado, con sus comidas a medio hacer, y sus niños recién llegados de la escuela que se cambiaban el uniforme y aún no sabían bien en qué gastar la tarde inmensa que les quedaba. Aquello era un “momento”, en el sentido de que yo sabía que estaba ahí para cristalizar como un recuerdo, o como un algo del que más adelante podría tirar para saber que alguna vez había vivido en una Cuba viva. Le pedía el encendedor a Mary y ella me lo pasaba a través de la ventana de la sala y yo me daba el primer sorbo de café y fumaba muy despacio. Cerraba los ojos y me quedaba en blanco, con el humo dándome vueltas por los pulmones y por las piernas, o sabe Dios por dónde, abriendo un agujero en el flujo de las cosas que ruedan hacia algún sitio. Un instante sin objeto y sin sentido, así vacío de los sueños que tiene la gente cuando piensa que el futuro está por llegar.
Mary se secaba las manos y se servía café y salía ella también a estar allí conmigo. María Luisa formaba parte de todo aquello, por supuesto. Ella fumaba fuertes y yo suaves. Porque yo quería que el cigarro cortara la cuerda y me dejara irme por encima de su apartamento en La Habana y por encima de los dos o tres sitios en los que había estado, y de la gente que conocía, hasta arrojarme, como una piedra, en la carretera de la gente que no conocía, y de otra época que entonces, me decía yo, era la época en la que de veras viviría con intensidad, dándolo todo, una época que estaba a punto de romperse como un coco unos años más tarde. Pero Mary, en cambio, buscaba que el cigarro la incrustara en la tierra, por eso fumaba fuertes y se abanicaba de la cara el humo que su propio cuerpo le devolvía procesado, sin nicotina y sin fuerzas. Y se tragaba el café en dos buches: el primero para despertar y el segundo para despertar. Apagaba la colilla y se iba a revisar si nada en las cazuelas se le había pegado y, de paso, si la niña no se había asomado para verla fumar.
Yo me quedaba un rato más ahí, me fumaba otro, aunque ya no era lo mismo, así en seco no era lo mismo. Algunas veces, de pronto, me sentía una especie de hueco en el estómago que me halaba hacia adentro, y que yo confundía un instante con el hambre, pero que no era hambre ni cosa por el estilo porque acababa de comerme un pan con mayonesa o un dulce que Mary me había dado. Entonces le decía, María Luisa, mija, me voy a comprar cervezas al quisco de la esquina, y ella me hacía así con la cabeza, como que asintiendo: sí, dale, ve, ya yo lo sabía, que ibas a comprar cervezas porque el café sólo dura unos pocos buches por más despacito que tú te lo quieras tomar. Voy la ida por la vuelta, le decía. Y viraba rapidísimo con una bolsa llena de Cristales o de la cerveza que por entonces estuvieran vendiendo en La Habana. Abría una y el resto lo acomodaba en el congelador para que se enfriara, para el filón de noche que iba a venir muy pronto. Coge una, anda, y ella me decía que no, que ahí tenía una botella mediá de Habana Club que había sobrado de la inauguración. Mary, ven, siéntate aquí conmigo, que necesito contarte todo lo que tengo en la cabeza sobre lo que está por llegar. Pero luego no le decía nada, miraba hacia la calle vacía y llena de ese polvo gris que lo empercude todo en La Habana, y empezaba a desconocerla a fuerza de convertirme en un ser del futuro que no tiene ni la menor idea de lo que va dejando atrás, puesto que nada de eso, lo que se olvida, debería en primer lugar haber estado donde está y, mucho menos, haber importado después.
Pero María Luisa soltaba, desde su propio canal, que quería dejar el museo, que no le interesaba seguir trabajando allí. No me importa ninguna de esas cosas, mija, me decía. Que nada de aquello era real, o algo por el estilo. ¿Pero tú estás loca Mary?, y me daba otro trago de cerveza. Ella le quitaba el sudor a su vaso de ron con el dedo índice y repetía que no estaba pa’ eso, que de verdad que no. Y yo sentía cómo sus palabras, cortadas al ras, estrictas, siendo lo que eran sin gota de subterfugios, me entraban por el cuerpo lleno ya de cerveza, nicotina, cafeína, y se daban de bruces contra los muchos proyectos que yo tenía para después, y los hacían ver pequeños, mediocres, fuera de lugar. Eran, todos, proyectos ridículos si se piensa con calma. Entonces me hablaba de trabajos en los que podría hacer cosas bien concretas, como citar a la gente para reuniones y preparar café en las mañanas, hacer llamadas telefónicas, escribir nombres en un papel. Gestiones, me entiendes, me decía casi en la puerta de la sala porque la niña le preguntaba que dónde estaba cualquier cosa y ella siempre sabía dónde todo. ¿Te pagan más, Mary, en ese lugar? Pero no le pagaban más, ni le regalaban una jaba con comida, ni le daban más vacaciones que las que ya tenía en el museo. Ella quería estar en las cosas del día a día, con un pie en la piedra que era el corazón de la vida.
Mary me decía que sorry, pero que no podía seguir en la cháchara aquella, que tenía que terminar la comida, que me quedara tranquilita ahí donde estaba, que ella venía ahora. Aquello que cocinaba comenzaba a oler muy bien y yo me paraba de un tirón y la seguía hasta la cocina y, desde mi lado de la barra desayunadora, la veía moverse con destreza por entre el mundo de las cosas reales y las especias y los trastos por fregar. Yo no la ayudaba nunca, no por nada, sino porque en su casa, me decía esa voz que también me hablaba en los trayectos, yo podía dejar de fingir sin parecer una desconsiderada. Quiero decir, su apartamento era un trozo de mundo fuera del flujo y ahí se podía pensar al detalle lo que afuera se transitaba en puntas de pie. Muy extraño. Mary terminaba la comida y sin que mediaran palabras me servía. Yo tenía hambre y me lo tragaba todo, pero en realidad lo que más ansiaba era que volviera a colar café y nos sentáramos juntas allá afuera, en las sillitas blancas, en el aire de la Timba y en el sonido de la Timba, a ver pasar a los muchachos jóvenes del barrio con sus cejas recién sacadas y a las muchachas que vendían los productos que escaseaban en la ciudad: queso, café, aromatizante, perfumes de afuera.
Mary sabía que yo quería irme de Cuba, y nunca dijo nada al respecto. Yo no entendía por qué, si tanto le importaban las cosas concretas, ella no mencionaba jamás el asunto. La veía tomarse otro traguito así muy rápido y agitar las manos para que del ambiente se borrara el ahumado del Popular. Coño, Mary, no puedes dejar ese trabajo, le decía. Ella entrecerraba sus ojos rasgados y sonreía soltando el humo blanco a retazos, como si después de escupirlo todo, quedaran otras cosas por soltar. ¡Claro que puedo, mija, claro que puedo!
Cuando ya se había tomado la media botella, me empezaba a hablar de libros que a las dos nos gustaban, y de artistas que sólo a ella le gustaban. No explicaba bien sus gustos, se atropellaba desdoblando las ideas y cerraba con sentencias bellamente infantiles. Yo le preguntaba si odiaba el arte y ella me decía que no, que claro que no, nomás que todo aquello no tenía la menor importancia. Algún día le tiré del brazo y le pedí, por favor, que no se volviera loca, que ella tenía una niña pequeña. María Luisa se ponía seria y me decía con una voz pausada que parecía la de su madre, la de su abuela, la voz de otra generación que se enquistaba en sus hijas, que por eso mismo debía abandonarlo todo. Y se paraba de la silla y daba vueltas concéntricas por el patio aquel que era, en realidad, un pedazo de ciudad con unas macetas de barro y ropa tendida a la intemperie. Mary tocaba las prendas y yo sentía el agua estancada en los tejidos.
Uno que otro viernes o sábado me agarraba la noche en el apartamento de Mary, clavada allí afuera con el cenicero en la mano. Empezaba a refrescar sobre las ocho y yo sentía el frío húmedo que se experimenta siempre en las islas, en las costas, en los baños sin calefacción, y me hundía un poco en la silla pensando en los muchísimos amigos que se habían ido, y en el agujero que esas idas habían abierto en mi vida como si fueran ventanas por las que mirar las cosas correctamente. Al derecho, pongamos. Como si desde antes hubiera estado parada frente al pasillo por el que tiene que pasar uno, sí o sí, y por un error de posicionamiento, estuviera volteada a una pared. Algo por el estilo. Pero yo la miraba, a Mary, y la veía bordear ese pasillo recto todas las veces, sortearlo, pasarle por encima con naturalidad de la misma manera que haría alguien para quien ese camino no ha sido trazado aún, o de plano, no será trazado jamás. Recogiendo juguetes olvidados, y regando las plantitas minúsculas que nadie nunca podría comerse puesto que no habían sido concebidas sino para enverdecer y morirse después.
A esa hora yo empezaba a hablarle a Mary de cualquier tema, y la seguía para donde ella fuera. Mary me decía, ¡ven!, pero no se detenía a esperarme. Salía caminando muy segura de adónde tenía que llegar, un movimiento automático para acciones en las cuales se ha insistido mucho, tanto, que se les ha agotado su sentido original. Operaciones que uno sólo repite por esa fe ciega en la memoria del cuerpo. Del cuarto a la cocina, del baño a la habitación de la niña. Luego el patio, sólo un poco para que no me diera la tentación de acomodarme de nuevo en medio del ajetreo de por la noche. María Luisa caminaba con seguridad y sólo cambiaba de expresión cuando me veía abrir el frío, trastear el congelador y empinarme otra lata de cerveza. La imaginaba mirarme por encima de la ropa seca y estiraba el buche, sin respirar, hasta que se largaba.
Ya no se volvía a sentar afuera, en el huertito sin flores, y yo me sentía medio abandonada si trataba de regresar al patio y Mary continuaba deambulando y recogiendo cosas del suelo para acomodarlas en algún estante. Recordaba cuando su niña nació y nos impidió a todas llamarla después de cierta hora, las seis o siete, por ahí, porque en ese tiempo estaba en asuntos de la casa. Yo sabía entonces que no podría parar ya ese hábito, que le había sido dado, de estar haciendo lo que corresponde, golpeando directo en el nervio de la jornada y le decía, Mary, mija, me voy, que te veo que estás ocupada. Ella quería acompañarme a la puerta, lo leía en su lenguaje corporal, pero que va, no podía, quedaban muchos pendientes, quedaban cosas. Yo entendía.
Salía a veces de su apartamento por la otra puerta, la que no da al patio, como si estuviera saliendo de mi vida en Cuba. Afuera no reconocía nada. Bajaba hasta la parada y, si veía demasiada gente agrupada en la avenida, decidía hacer el trayecto a pie. Por el camino reconstruía los pasos de María Luisa, los que le quedaban cuando yo me había largado ya. Pensaba en sus movimientos automatizados y me detenía un ratico a respirar el aire frío cuando me encontraba mal, medio mareada de tanto errar por un territorio dormido, o un territorio que sólo ella asumía despierto, respirando como una bestia agazapada en la oscuridad del presente que no va a ser nunca más que presente despierto. Medio mareada, también, a cuenta de las cervezas y de caerle atrás a María Luisa por las habitaciones. A veces escuchaba un golpe seco intermitente, un martilleo en primer plano que parecía venir de debajo de la tierra. Eso por varios minutos. Entonces me concentraba en contar los golpes que era lo mismo que contar los pasos de Mary, me concentraba en serio, quiero decir, en la cadencia, en la cifra, en la enumeración; así: unos, dos, tres. Y se me iban quitando las náuseas, el malestar, la revoltura que el cigarro suave me daba en esa época. Y la calle se fijaba de pronto a la estructura sólida del manto freático para que todo dejara de parecer fuera de foco, para que yo pudiera estar consciente del acto mismo del caminar, que no es otra cosa que dar un paso tras otro, siempre –eso sí– manteniendo el contacto de al menos un pie con el suelo.