Dos historias de famosos

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Johny era como un búfalo

A sabiendas que lo conocí mejor que nadie, alguien, alguna vez, me preguntó a quién o a qué se parecía Johny. Sin dudarlo dije que a un búfalo. Pero no cualquiera, sino a uno manso, carente de depredadores y en el sepia característico de los daguerrotipos del siglo XIX. En apariencia fuerte e imbatible, pero corriendo estúpidamente al lado de una locomotora llena de chiflados aburridos que le disparan por mera diversión. Era inevitable tener presente tal imagen cuando nos veíamos. “Mary, me duele mucho, me revienta la cabeza… Así no, no puedo…Hoy no”, se disculpaba el Johnny-búfalo, desnudo, rendido de correr estúpidamente y reconociendo su impotencia. “No sé qué es… Yo no soy así, tú lo sabes”, decía incorporándose en la gigantesca cama de la Casa Blanca que solía compartir con Jackie. “Ya te dije -le decía apuntando y disparando con frialdad cada una de las palabras- que es la bala que algún día te reventará la cabeza, John. Te sacará los sesos que quedarán regados en una calle de Dallas mientras Jackie gritará enloquecida”. Johny escuchaba y se quedaba callado, tristísimo. Sabrá Dios qué pensaba. Sabrá Dios cómo llevaba el dolor de saber la manera en que iba a morir. Tras acribillarlo con mis palabras, a veces lo abrazaba, lo consolaba hasta quedarnos dormidos en medio del discreto olor a pólvora que inexorablemente se percibía. Debo reconocer no obstante, que no me remordía en demasía decirle la verdad. Me molestaban sus ojos mansos, bovinos, que no eran acordes a ese rostro tan bello, que no eran acordes a un mandatario. A veces, tras dispararle, me gustaba molestarlo y le decía, “eso te pasará por cabrón, por no bajar la tapa del baño”. Se reía, pero notaba cierto tinte de nerviosismo en su risa, y a la siguiente ocasión cuidaba de bajar la tapa. “Además eres bien cabrón con Nikita, qué esperabas”. No me cansaba de disparar a ese blanco tan fácil, tan indefenso. Pum pum pum. Y lo veía así, con la cabeza baja, resignado. A veces me preguntaba si me equivocaba y en realidad ya estaba muerto, pues ningún hombre puede soportar tantos embates.

En ocasiones era yo la que no podía, me era imposible hacer el amor cuando Johnny desnudo y jadeante sobre mí, en vez de sudor, chorreaba sangre desde su futura herida en la cabeza; las gotas viajaban hasta la punta de su nariz donde brevemente se balanceaban para a continuación caerme en la cara. Pero lo peor es cuando me besaba y llegaban a resbalar desde su cabeza viscosos pedazos de cerebro. En ambos casos y con enorme asco, lo apartaba de mí. Y allí estaban nuevamente sus ojos mansos que no alcanzaban a comprender por qué le disparábamos, por qué todos sus conocidos le disparaban; pero, sobre todo, por qué no podía alejarse del ferrocarril.

Todavía el 22 de noviembre me llamó por teléfono a eso de las 10 AM. Me dijo que se había levantado muy temprano y que de acuerdo con lo previsto, subiría al Air Force One para trasladarse a Dallas. Me dijo que al viajar en el auto presidencial en la calle Houston, antes de llegar a Elm, saludando con la mano a la gente que se arremolinaría para ver al presidente, pensaría en mí para que el disparo no le doliera tanto. Que cerraría los ojos e imaginaría sus manos en mi cabello rubio. No dije nada. “Marylin, ¿estás allí? ¿Sigues allí?”. Colgué si decir nada. Seguro le dolió horriblemente. Mucho más que el disparo de Harvey Oswald.

Por obviedad la pregunta que surge es, ¿por qué? ¿por qué lo traté así, si me dio todo lo que estuvo a su alcance para que me sintiera bien? Es difícil explicarlo. No fueron celos, eso lo tengo claro. Y seguramente su disfunción eréctil no fue el principal motivo. Quizá fue porque lo amaba como a nadie y me sentía pequeña, perdida en ese amor del cual él nunca llegaría a rescatarme. Quizá simplemente porque el ser humano es mezquino por naturaleza y no desaprovecha la oportunidad de lastimar a los débiles. Quizá porque los rusos me contrataron para tal fin. Lo dejo a la imaginación del lector.

Hasta hoy tengo la convicción que el presidente que esa mañana abordó ese auto descubierto en Dallas ya estaba muerto, que Harvey Oswald no fue el responsable de su deceso. Cómo no iba a saberlo, si yo lo maté. Hasta hoy tengo presente la imagen de ese búfalo corriendo en cámara lenta al lado del ferrocarril para caer resignadamente, aburrido, por mero compromiso, entre una gran nube de polvo mientras los chiflados del ferrocarril vestidos con vestidos suntuosos, y sombreros de copa, celebramos la cacería.

Todos tenemos ferrocarriles que nos matan y pese a ello no podemos alejarnos de ellos. Y también todos tenemos derecho a un buen Tom Collins, no como éste que sostengo en mi mano mientras observo a los bañistas en Venice, pero no al estúpido mesero que me sirvió esta aberración.

 

Crab cake

El 22 de enero de 1821 en Leeds, John Blenkinsop cenó, a falta de carbón, un filete de beluga acompañado con una ensalada elaborada con brea y enormes hojas mesozoicas que se desbordaban del plato. Se sentía cansado, muy cansado. La carencia de carbón en su caldera hacía cada vez más lentos sus movimientos. Si bien es de conocimiento general que a un condenado se le concede un último alimento pensó que hubiera sido preferible solicitar aquella deliciosa receta que sólo sabía su madre muerta -aquella locomotora de cremallera que todos conocían como Salamanca-. Pero nunca pensaría en molestar en extremo a su esposa. Pensar en ésta le llevó extrañamente a recordar un día en Durham, cuando regresaba del colegio. En la calle, estaba el cuerpo de una mujer que se mantenía erguida pese a que sólo conservaba el torso y las extremidades superiores. Parecía una barra de mantequilla vertical expuesta al calor de una sartén. Había sido mutilado por un ejército de pequeños cangrejos rojos que la habían ido devorando poco a poco. La mujer parecía no darse cuenta de la situación, y apenas -como si se tratara de moscas- atinaba a tratar de alejar distraídamente a los depredadores que se movían incansables alrededor de ella en una degradante orgía, y que con sus pincitas arrancaban diminutos pedazos de carne que se los llevaban a la boca mascando con velocidad. Los animales seguramente procedían del río Wear. Desde ese día cada vez que veía a un cangrejo lo aplastaba con el pie. El crujido le atemorizaba, pero más lo hacía su presencia. Sentía que lo perseguían de manera implacable, día tras día.

Repentinamente, Blenkinsop pensó que en vez de alimentos hubiera solicitado la manera en que sería ejecutado. Por obviedad, ello no dependía de su mujer, y sí quizá de un dios en el que nuca antes había pensado. Y tampoco lo había pensado, pero le hubiera gustado que le retiraran piezas y que lo dejaran oxidarse en un rincón olvidado de un gran bosque. Que la vegetación lo fuera invadiendo gradualmente hasta acabar mimetizado con las plantas. Sólo había presenciado una ejecución-la de su padre-, y fue pavoroso observar en el alba la caída de esa otrora orgullosa locomotora convertida en una enorme antorcha perdiéndose en la oscuridad de un gigantesco precipicio dejando tras de sí una gran columna de vapor. En esta ocasión no había verdugo; acaso la humanidad que se había encargado de consumir de forma consistente e implacable el carbón, mediante lo cual, el nuevo día mostraría un mundo carente de tecnología, en desastre, de regreso al caos y a la era de la oscuridad. Todos los relojes detendrían abruptamente su marcha, los aviones caerían masivamente del cielo. Los automóviles se detendrían de golpe. Y sólo él y su esposa sabían de la inminencia del acontecimiento.

Blenkinsop se levanta de su asiento y observa el reloj -que pronto se paralizará-. Las 11:45. Observa a su mujer que duerme. Ella no soporta el calor, pero nunca había logrado dormir completamente desnuda. Es usual que padezca de insomnio pero en esta ocasión duerme con profundidad, con las piernas ligeramente separadas, dejando entrever el vello púbico. No lo había notado, pero como siempre, un pequeño cangrejo se ha colado en el andén donde el matrimonio suele dormir (¿es el mismo cangrejo todos los días, o hay una red de cangrejo que se han turnado a lo largo de generaciones para seguir sus movimientos?). El animal mira a la mujer con deseo, con codicia, mientras excitado, abre y cierra ligeramente sus pequeñas pinzas. Blenkinsop se pregunta si éstas podrían desgarrar el metal de su cuerpo, y se imagina cómo sería ser devorado por esos dientes diminutos. Ahora sabe que aquello que tanto le impresionara en su niñez en realidad era una visión, una epifanía. Ahora sabe que el o esos cangrejos no lo han seguido a él, sino a su esposa. Advierte que esos o ese cangrejo que durante tantos años lo ha atemorizado busca sacrificarse; que maldice las pinzas que lo llevan a destruir lo que anhela poseer y que sabe que hay otros medios de hacerlo. Blenkinsop abre la caldera de su pecho, a donde el animal, caminando lateralmente penetra con lentitud a fin de consumar desde ese lugar, y por medio de Blenkinsop el deseo que le consume por la esposa de éste. Si ese deseo es lo suficientemente intenso posiblemente se convierta en la energía que pueda sustituir al carbón. Si esto llega a pasar, declarará solemnemente -y es la primera vez que hablará en su vida-, levantando un cáliz imaginario, el inicio de la una nueva era para hombres y máquinas.

 El 23 de enero de 1821 el alba iluminó un mundo donde la tecnología seguía rigiendo al mundo. La humanidad despertó, salió a hacer sus labores, a amar, a asesinar, sin percatarse que en Leeds, mientras John Blenkinsop, con inusitada fogosidad hacía el amor con su mujer, había dado inicio la Segunda Revolución Industrial, bautizada por el mismo Blenkinsop como la era del deseo, de Cáncer, o también como la era del crab cake.