La relación entre la poesía y las artes puede ser igual de remota que la endeble frontera entre la escritura y el dibujo, es decir, la pintura rupestre plasmada en las galerías de roca o las grutas de la prehistoria. La gráfica es a la sazón una sola, carece de clasificaciones, por lo que significado y significante, trazo y denotación, constituyen una cosa indistinta. Más allá de la comunicación pictográfica, agotada en su incapacidad para proponer conceptos abstractos o elaborar un discurso, vendrá luego la caligrafía cuneiforme y, por consiguiente, la precuela del silabario y su tabla de correspondencias fonéticas. No obstante, en el aspecto de la letra pervivirá constantemente un esbozo de aquello que proyectó hace seis milenios, figuración pura. Dicho esto, qué implica el alfabeto sino una concatenación de signos, de bocetos condicionados, lo mismo que los números arábigos, por una acepción simbólica; y, a la par, qué encubre en amplio sentido el dibujo sino el kilómetro cero de la cultura escrita y su naturaleza subyacente, la pulsión gráfica. Quien redacta delinea y quien delinea redacta. En el comienzo fue el garabato.
La cuestión se antoja tan antigua y vigente como el pasado grecolatino y ha intrigado desde entonces a los poetas. De acuerdo con un opúsculo del biógrafo Plutarco, para Simónides de Ceos ⸺uno de los pioneros de la lírica occidental⸺ “la pintura es poesía muda y la poesía una pintura que habla”, toda vez que “las acciones que los pintores representan mientras suceden, las palabras las representan y las describen cuando ya han sucedido”. Cinco siglos más tarde, Horacio acuñó en su “Epístola a los Pisones” el conocido apotegma Ut pictura poesis: como la poesía la pintura. Apartados por varias centurias, estos dos embajadores de la clasicidad coinciden en dimensionar la poesía a partir de un código que no resulte necesariamente el de la letra. La poesía se plantea en función de la imagen, quizá su más preciado recurso ⸺como lo demostraría una crónica sobre la trayectoria de la metáfora. Ambos lo proclaman sin reservas. Y, como lo deja entrever el preclaro autor latino de las Odas, pareciera que es la poesía la que abriga una deuda o un carácter derivativo para con la plástica, asunto que Simónides observa con mayor equidad, concediendo a la poesía la encomienda de testimoniar los acontecimientos capturados en tiempo real por la pintura, fundada en la presencialidad del modelo, a diferencia de la poesía, que a juicio de Wordsworth se reduce a una “emoción recordada en tranquilidad”.
Como sea, el binomio que animan la poesía y lo que Julio Caro Baroja llamó arte visoria está puesto sobre la mesa desde muy atrás, por no remontarnos a la permuta que la expresión plástica y la de intención verbal, surgidas las dos del troquel del lenguaje gráfico, protagonizaron en su respectiva aurora histórica. Compulsemos la écfrasis del Canto XVIII de la Ilíada: la noticia pormenorizada del escudo de Aquiles en tanto que elemento tangible, un episodio de doble resonancia especular que ofrece una poetización de la rodela del héroe apreciada como una obra estética y una condensación pictórica de indiscutible provecho implantada en un poema épico. Homenaje recíproco: la poesía reivindica la dignidad excelsa de la plástica y la plástica se pone al servicio de la poesía a fin de alcanzar por la estatura de la agudeza verbal el trato que la plástica merece. Al cabo de más de dos mil años, en 1819, un atribulado joven inglés compone una pieza titulada “Oda sobre una urna griega”, a través de la cual la sociedad entre poesía y gráfica persiste viva y renovada por encima de las civilizaciones y la sensibilidad de la época, prueba suficiente para sostener el argumento de su perennidad. ¿Trasvase o mímesis? En su inmarcesible intento de encarnar, la poesía ha fatigado los cauces de la imitación y, al pretender la sublimidad, la pintura ha procurado cohabitar con la poesía.
Si la imagen integra la columna vertebral de la plástica, la poesía la ha adoptado como su dispositivo de evocación por excelencia. Nombrar es hacer algo visible. Ente, paisaje, individuo, trabazón de contornos y siluetas a pequeña o gran escala; lo consabido o asombroso que confirma una realidad o la revela. Al margen de las artes, la imagen escenifica una facultad de la inteligencia, un producto de la fabulación inherente a nuestra perspicacia. No sólo fantasean los artistas, sino también el grueso de los ciudadanos ⸺lectores o público⸺ en los que halla eco la invención de los primeros. Así, en la medida que no ha sido prerrogativa de ninguna profesión, la imagen devino un país neutral en la intersección de la literatura con la gráfica: crucero, zona de encuentro de la poesía con la pintura, experiencia física o virtual de este mundo que cada disciplina se apropia a su manera para transmitirla al coto de su lenguaje. El vocablo y la línea, el color y la forma textual, el estribillo y la mancha, la pincelada y el verso registran a su modo las suposiciones de la mente, las pesquisas del sueño, las evidencias de la percepción, ensanchando el imaginario de la especie y tendiendo puentes de complicidad en torno al magnetismo del campo visual que centraliza e irradia el más alto grado de conciencia, la memoria, amasada de recuerdos y enfervorizada por la impostergable aprehensión del aquí y el ahora.
No en vano para Borges el “deber de toda imagen es precisión”. Lo paradójico radica en que la demanda de exactitud facilitada por la iconografía cifra su majestad en la magnificencia del detalle implícito en la búsqueda de concisión. Es la minucia de una estampa insólita o habitual, subjetiva o imparcial, elevada a otra potencia. Y al revés: del inmenso y cambiante diorama de la vida, poetas y artistas ópticos extraen un cúmulo de ingredientes con los que forjan un microcosmo y despliegan un caleidoscopio singular que acogerá, por gracia de la sinécdoque, una proporción del universo. El abad de Rute, Francisco Fernández de Córdoba, uno de los defensores de las Soledades gongorinas en plena escaramuza de su recepción en la España de 1617, confrontaba la plasticidad del proverbial poema ⸺dividido en dos extensos tramos⸺ con un “lienzo de Flandes” que alberga “industriosa y hermosísimamente pintados mil géneros de ejercicios rústicos, caserías, chozas, montes, valles, prados, bosques, mares, esteros, ríos, arroyos, animales terrestres, acuáticos y aéreos”. Al ponderar la “Soledad de los campos” y la “Soledad de las riberas”, bautizadas de esta suerte por Pedro Díaz de Ribas, amigo y exégeta de Góngora, el abad de Rute equipara su trama con los cuadros de Patinir, Jan Brueghel, Paul Brill y Van Eyck, vistos seguramente por él durante su estancia en Roma. La plástica glosa a la poesía en un calco de escala uno a uno que ensalza los prodigios del principio de analogía.
Siendo el orden pictórico inmanente al genio poético, tampoco es casual que Lezama Lima, uno de los mejores epígonos del poeta cordobés en la América hispana y sobre el cual pergeñó un brillante ensayo —“Sierpe de don Luis de Góngora”, de 1970—, considerara a la “imagen como un absoluto, la imagen que se sabe imagen, la imagen como la última de las historias posibles”. La efigie opera no como un mecanismo sino como una razón vital y un rumbo, vaya, una aspiración o un puerto de llegada; el Todo y el Uno, el fruto y la simiente, sistema linfático de un sistema poético. “La poesía es algo más misterioso que una dedicación, pues yo le puedo decir a usted que cuando mi padre murió yo tenía ocho años, y esa ausencia me hizo hipersensible a la presencia de una imagen”, confesó el narrador de Paradiso en una conversación periodística. La visualidad cumple en José Lezama Lima un papel esencial, indispensable para una concepción de la existencia y los alicientes del quehacer poético, un hecho que lo conducirá a bordar a la postre su teoría de la imago que tanta tinta ha vertido en el ámbito de la hermenéutica. Sin emblema no hay poesía, ya que la pregnancia de un volumen o la insinuación de un trazo confieren, más que un tema, un asidero para persistir y seguir alentando la ilusión del deseo.
No sorprende, por ello, que en la modernidad la crítica de arte haya recaído en los poetas, quienes se han ocupado, desde la empatía del sentir poético, de escudriñar, sopesar y discernir, con extraordinaria inclinación, los enigmas de inusual hechizo de la pintura, la escultura, la fotografía y derroteros afines, incluso la arquitectura, una especie de escultura transitable de tamaño colosal. Si bien Homero, Simónides y Horacio abordaron tangencialmente la esfera de la plástica desde el ángulo de la creación, el poeta ulterior lo hará bastante después a través de la prosa de reflexión. Esa nueva tradición la estrena Baudelaire, al que secundan Oscar Wilde, Valéry, Rilke, Wallace Stevens, Tablada, Apollinaire, Vallejo, Hebert Read, Breton, Michaux, Luis Cardoza y Aragón, Cuesta, Villaurrutia, Octavio Paz, Juan Eduardo Cirlot, Yves Bonnefoy, Saúl Yurkievich, Mark Strand, Alberto Blanco, Andrés Sánchez Robayna, Vicente Quirarte y Ernesto Lumbreras, por citar unos cuantos polígrafos de ayer y hoy, de aquende y allende. Los arrestos han provenido nada menos que de la intuición, que otorga a la poesía una sabiduría no aprendida, un conocimiento de causa, gracias a la consanguinidad de la imagen artística zurcida por la gráfica o la literatura. No es gratuito ni accidental que los poetas conviertan una tela jaspeada, o una superficie intervenida, en un domicilio alternativo cuya puerta se abre con la llave de la premonición figurativa.
Si en el cultivo de la imagen anida la concordancia entre la poesía y la plástica, en el ritmo el de la música con la poesía. Ritmo, armonía, cadencia. Sí, la poesía recurre al compás del verso inducido por la regularidad de un metro aclimatado por su uso añejo, duradero, o por las pautas de una enunciación sin criterios predeterminados, o sea, de libre andadura. Pero, escrito en verso o en prosa, el texto poético se nos presenta inseparable de la cadencia, que le insufla particularidad. Por la armonía de la sintaxis, distinguimos en el oído un poema en estancias ⸺y, por ende, calado de pausa versal⸺ de uno desarrollado de corrido. Como la imantación del icono, la música está imbuida en la poesía, fungiendo prácticamente de cimiento. Planteado de otro modo, el poema responde a una estructura rítmica. El motivo remite a su raíz técnica: el arte de la poesía florece con la ejecución instrumental y el canto, maridaje que dará paso al género o subgénero de la lírica, por respetar el concurso y la vigencia de la épica y la poesía dramática. La tragedia aportará el coro y el monólogo que habrán de contribuir a robustecer los rangos de la especialidad. Al premiar al cantautor Bob Dylan con el Nobel de Literatura en 2016, la Academia Sueca recompensa en el fondo los albores de la poesía, cuando articulaba con la música una trenza de pericias congénitas.
Ahora, fuera de la aplicación melódica que pudiera acompañar a un poema, el engranaje del verso comporta el germen del ritmo, ya que se desprende de los intervalos del coloquio y la respiración, y, en efecto, emana del metabolismo más que del raciocinio. Antes de recibir cualquier asignación de valor tonal y cuantitativo, el ritmo entraña una vibración orgánica, lo que adjudica al verso la autonomía que posee en paridad con la música vocal e instrumental formulada sin empeño literario. En esta tesitura, la poesía guarda su preceptiva y la taquigrafía musical la propia. El paralelismo no peca de ocioso: lo que en cuestión de métrica se circunscribe a cantidad silábica y tonicidad acentual, en lectura y composición melódica a un régimen de notación que compagina la duración y frecuencia de los sonidos, una red de correlaciones en la que reposa el alcance de los niveles de fuerza acústica, como ocurre, por lo demás, en la versificación, trátese de sílabas largas y breves ⸺concernientes al pie de la métrica helenorromana, por ejemplo⸺ o de sílabas tónicas y átonas ⸺como atañe a la lengua española. Música y poesía, vocaciones pitagóricas, comulgan del cálculo sonoro.
La escritura poética precede ostensiblemente a la musical, que no aparece sino hasta la Edad Media con el método linear del monje Guido de Arezzo. Por una eternidad, la emulación y la improvisación fueron la única escuela para dominar y verificar una melodía, y más de las veces con el acoplamiento de una letra. Es el repunte de la canción, ese venturoso pacto entre música y poesía, sin importar lo empírico del trámite. La innovación tecnológica conllevaba la evolución de la actividad poética como futuro baluarte de la literatura. Junto a la proliferación de la flauta, ligada a la veneración de Dioniso ⸺deidad de la vid y el arrebato etílico⸺, Terpandro consolida la transición de la cítara de cuatro a siete cuerdas, detonando la diversificación del canto lírico en la elegía, el yambo, la oda, el epinicio, el ditirambo y el peán, a lo que sobreviene, en el ciclo alejandrino, el perfeccionamiento del idilio y el himno. Aumenta y se multiplica el repertorio de ritmos; la complejidad se aposenta en la métrica: al hexámetro dactílico de la epopeya homérica se une el dístico elegíaco ⸺mezcla de un hexámetro con un pentámetro⸺ y el trímetro yámbico, por referir los tipos de verso más asiduos de ese período. Una paleta de sentimentos los emplea: el luto, la mordacidad, la alabanza, los gozos sensoriales, la pasión amorosa, el adiestramiento del alma. La música está ahí no como un aderezo sino como el puntal de una atmósfera creadora que congloba también a la danza, enclave del ritmo corporal. Recapitulando, la sofisticación de la poesía encubre parcialmente la de la música. En la escansión de un verso, el despliegue de una octava real o la progresión de una secuencia estrófica, mora el sedimento de la escala musical.
Poesía, música, danza. Será la de en medio la que conecte a las dos restantes. Entre Erato ⸺musa de la poesía lírica⸺ y Terpsícore ⸺musa de la danza⸺, Euterpe y Polimnia ⸺musa de la música, una, y del canto, la otra⸺ extienden la pujanza del ritmo y lo encauzan al cuerpo y la dicción, lo palpable y lo intelectual, avenidos por la coyuntura aglutinante del compás, atribuible, con su propia resolución, tanto a la poesía como a la música y la danza. Difícil sustraerse al duende de un fenómeno que nos define y avasalla, nos califica y rebasa: el de la fluidez, la fatalidad del dinamismo. Sin mutación no hay supervivencia. Es la exhortación del panta rei de Heráclito: el todo que transcurre. Nietzche presintió en la melomanía esta fuerza irrefrenable y se aventuró a domesticar los vértigos de su caudal embriagador: “Uno de esos misterios es el parentesco interno entre la ola, la música y el gran juego del mundo, que consiste en morir y devenir, crecer y perecer, imperar y subyugar”. Para el filósofo alemán la armonía instrumental es la reina de las artes, lo que se traduce en una potestad que supera a la ciencia de los versos que fusiona ritmo y lenguaje verbal; mientras asevera que la “poesía está a menudo en camino hacia la música”, asienta que la “música contiene las formas generales de todos los estados de ánimo apetitivos”. Prestos a interpretarlo, la música vendría asumiendo el conjunto universal que comprende el conglomerado que suponen la poesía y la danza. ¿Mas son acaso la danza y la poesía las alas de la música?
El influjo hipnótico que desata la música en el oyente genera, no lo neguemos, un impacto irresistible y arrollador. Sin embargo, al canalizarse en una dirección y auspiciar transformaciones idiomáticas que desembocan en transformaciones prosódicas, la poesía se distancia de la oralidad y de la acústica. Este salto cualitativo es, no hay duda, gradual y supeditado a las mudanzas de los procesos culturales. Se migra de la lírica musical a la lírica rigurosamente literaria. El oído cede a lo escritural, que emprende una ruta en solitario en el bosque de la literatura. Quedará en la letra la música de la frase poética, orquestada por el contraste de sus componentes, la vecindad de vocales y consonantes. El botín de la eufonía por muchos perseguido. Bonnefoy lo estipuló en términos sencillos y anécdoticos: “Los poemas que leía cuando era niño, pensamientos e imágenes más bien simplones, me retenían ante todo por su manera de separarse de la palabra ordinaria por aliteraciones, asonancias, ritmos que sin ser música, conferían sin embargo a la escucha una importancia tan específica como primordial”. Y agrega: “Leer no era nada. Se trataba de oír y repetir a media voz esos acontecimientos del sonido en las palabras”. Otra es la música del poeta actual, inmerso en la clamorosa fricción del léxico que se entrega como una melodía lejana en lo hondo del texto repasado casi en silencio, musitando.
En un viejo artículo de 1998, tanteé como poeta, espectador y reseñista los nexos entre poesía y danza contemporánea. Apostaba por la probabilidad de una poesía total que envolviera música, danza, literatura, teatro y, desde luego, plástica, mediante la concurrencia de la utilería y el decorado. Esa poesía total apelaba a la creación de un ambiente confiado a la amalgama de tales rubros, donde la literatura terciara con un guión más lírico, la música con un diseño sonoro, el teatro con una táctica de iluminación e interacción actoral, y, la danza, con un planteamiento coreográfico. Nada ajeno a la receta. Pero, más que lo escritural, la idea era que la poesía gravitara en el montaje por la concitación de lo poético, de modo que trascendiera no sólo en una aportación netamente literaria sino en el fruto de la aleación de esos agentes, combinados con una voluntad lírica en la que lo escénico, lo melódico y lo gráfico estuviesen unidos por el hilo de la sugestión estética y, como ha enfatizado Alberto Dallal, por un crisol de intensidades. La conmoción de la belleza y la belleza de la emotividad, la crispación de la belleza que aclamó André Breton. El propósito era asistir a un imaginario viviente en que la corporalidad se erigiera como un lenguaje somático espoleado por la musicalidad, y cuyo principal acierto fuese la consagración, al unísono, de lo visto y oído, de lo percibido e inteligido: lo dancístico, melódico, actoral, escenográfico y literario —el guion de la coreografía— franqueando la disposición de lo poético, asentando ahí, en la poesía, sus reales.
Invocando a François de Malherbe, aludido en una carta de Racan a Chapelain ⸺letrados del barroco francés⸺, Paul Valéry “comparaba la prosa al andar ordinario y la poesía a la danza”, aduciendo que la “marcha lo mismo que la prosa tiene siempre un objeto concreto”, en tanto que la danza “no es más que un objeto ideal, un estado, una voluptuosidad, un fantasma de flor, o algún encantamiento de sí misma, un extremo de vida, una cima, un punto supremo del ser…”. Fuera del dilema utilitario del símil, el autor de El cementerio marino rescata un afortunado cotejo: hecho de pasos y movimientos trasladados a unidades métricas, la poesía es la danza de la literatura, ya que el ensayo, la novela, el relato o la crónica apuntan directamente hacia un desenlace en aras de una eventual economía de medios. Por el contrario, la poesía vuelve sobre su rastro, en círculos, resarciendo sin cesar su marca de salida, el umbral del verso, a usanza del bustrófedon, que va de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, como solemos repasar los renglones de un poema en un amago de acción coreográfica. En otro lugar, Valéry afirma que “la Danza, se dice, después de todo es solamente una forma de Tiempo”. Otra convergencia: el factor de duración. Tanto la poesía como el arte coreográfico destacan por su exploración del espacio, una maniobra básica que atesora su variable cronométrica. Ya lo subrayaba el poeta de Sète: “Empezar a decir versos es entrar en una danza verbal”. ¿Cuál? La de los tropos y las declaraciones de los endecasílabos que giran sobre un eje métrico, la de las locuciones dispersas en el folio como los figurantes de un rito tribal.
El ballet o la danza clásica no rehúye el análisis. En todo caso, las acotaciones de Paul Valéry brotan más de esta disciplina que de la heterodoxa de la danza contemporánea con la que estamos tal vez más familiarizados y que ha culminado con la ecuación de la danza-teatro y sus avatares circenses apoyados en la instalación, la performance y la multimedia. Si, para bien o para mal, la creación poética fue y continúa siendo exponer a una tensión extraordinaria el lenguaje alfabético, la estilización ha concentrado otro de sus rasgos señeros, cuando no el más notable. No hay literatura sin ese horizonte, pese a que se la mire de reojo con sospecha, como un cliché del arte por el arte que es preciso trasponer. El ballet vendría reproduciendo la esmerada destilación que constata la poesía al recurrir con premeditación a la selecta elección de un léxico. Sean peras o manzanas, un poema acopia por lo pronto la quintaesencia del vocabulario, el alambicamiento de una gramática, con la autoridad con que la danza clásica depura y afina la actividad corporal, incitando la delicadeza y el donaire en sintonía con el presumible linaje de una lírica del cuerpo.
Las bailarinas de Degas son, por lo demás, un aval de la feliz triangulación que mantienen con discreción la pintura, la danza, la poesía. No estamos sino ante el inventario ecuánime, aunque grácil, de unas lecciones de ballet. De entrada, nada inusitado exhibe la serie de telas alusivas a la pedagogía de la danza que nos dejó el pintor realista. Las niñas y adolescentes se muestran absortas en el calentamiento, la práctica o el receso, ataviadas para la ocasión. Rutina pura. Lo excepcional procede, más bien, de la gestualidad, la disparidad cromática, la luminosidad que nimba los perfiles y contornos, los rostros y semblantes, como un velo que dota de claridad la escena y difumina las facciones. Igual que el lenguaje arbitrario de la poesía que enseña y oculta, el de la pintura replica y prolonga, a merced de la danza clásica, ese palimpsesto de incógnitas y evidencias. Inquietante simpleza del costumbrismo pictórico. El verismo de la ecuación danza-teatro, de Pina Bausch, arraigada en las conquistas del expresionismo germánico, tiende por su cuenta lazos con esta corriente, nutriéndose de la energía poética del histrionismo coreográfico, o de la dramaticidad de la poesía, en una iniciativa heterogénea que abreva de la dicción, el aspaviento y la plasticidad; en resumen, del temblor de la turbación, la contención trémula.
Mencionamos con anterioridad que la arquitectura podría justificarse en el marco de la plástica como una escultura (¿o una estatuaria?) de enorme longitud horadada para el asentamiento y el tránsito de personas. Espacio programado encima del espacio desierto, materia trabajada con fines de artificio y funcionalidad. Opuesta al denuedo de la sintaxis en el carril del verso o a la evanescencia de la música en el radar del oído, la arquitectura destaca por su estabilidad y su fijeza; anclada en un vacío, al que coloniza con su peso, no le ha sido dado moverse ni escapar. Aunque el poema está apresado en el papel que lo sujeta, la pluralidad de ritmos y palabras que lo amoldan es análogo a la mutabilidad de la danza, la música y el cine, mas no de la pintura, la escultura ni la arquitectura, vaya, de la plástica. Lo mismo que la pintura y la escultura, la arquitectura apela a la seducción de la imagen congelada, y su cariz poético descansa en la aptitud de encerrar de manera imponente un aviso de la primacía estética del arte. Ese destino le confiere un temple heroico, el de trocarse en un caballo de Troya de toda disciplina, conciliando la nobleza de servir ⸺en sentido literal⸺ con la tentativa de erigirse frente a los usuarios como una pieza de arte. No todo arquitecto ni toda construcción ambiciona esta meta ⸺aunar funcionalidad con diseño⸺, pero sí al menos a brindar un servicio, a secas, o, a brindar ese servicio haciendo valer el principio de singularidad artística. Todo proyecto arquitectónico ofrece una versión —loable, mediocre o deplorable— de una cierta idea de la belleza.
Al encargarse del tema en su diálogo socrático “Eupalinos o el arquitecto”, Valéry, de nuevo, vinculó la arquitectura con la música, discurriendo acerca del “cántico de las columnas” para divisar “en la pureza del cielo el monumento de una melodía”. La poesía y la plástica ⸺sobre todo la pintura y el dibujo⸺ quedan para él relegadas al purgatorio de la unidimensionalidad, mientras que “un templo, unido a sus alrededores, o el interior de ese templo, forma para nosotros una especie de cumplida grandeza en que vivimos…”. Y, barajando una hipotética jerarquía de los inmuebles en virtud de su gracia parlante, dictaminó en voz de Fedro que “en paseos por esta ciudad, que entre los edificios que la pueblan, unos mudos son, otros hablan; y otros en fin, los más raros cantan”, y añadía: “Eso procede del talento de su constructor, o quizá el favor de las Musas”. Por un lado, Paul Valéry enaltece la concepción de autor y la responsabilidad de éste en el portento del milagro creativo, y, por el otro, ubica la provisional injerencia de la inspiración, de supuesta índole sobrenatural, en la fascinante solidificación del arte en una obra arquitectónica, lo cual acerca a la arquitectura a la especialidad numinosa por excelencia, tradición o estereotipo, la poesía, presidida largamente por la invocación de la musa. En el lirismo del don parlante y de armonía vocal que Valéry asigna a la arquitectura, el cariz poético se localizaría tanto en su efecto grato, atractivo a la vista y al roce táctil, como en su confort y su interpretación lúdica. Hay catedrales, castillos, palacetes, casas, puentes, bibliotecas, fundaciones, conservatorios, museos, salas de conciertos, estadios deportivos, universidades y aeropuertos que a veces nos dicen más que cuantiosos poemas. Es la faena arquitectónica que abona a la lírica o a la épica, y que nos conmueve o pasma como un elogio del espacio al espacio mismo.
Poesía del hormigón y del acero, la arquitectura honra el mérito de la invención o de la producción ex nihilo. En su trasfondo más óptimo, toca el sesgo poético, simulando la naturaleza, en consonancia con el imperativo aristotélico. He ahí la perspectiva de Antoni Gaudí cifrada por Juan Goytisolo como “torres cilíndricas de remate curvilíneo escamoso”, según lo consigna en su libro Aproximaciones a Gaudí en Capadocia. El paisaje turco libera su arsenal de reminiscencias y desata el vendaval de las semejanzas. La arquitectura urbana, refinada por la aristocracia del gusto, rememora los accidentes de la orografía, y viceversa: los escarpes y las protuberancias del terreno despiertan en el viajero la impresión de algo ya visto en las aristas de la ciudad. Las volutas que trufan la imaginería cristalizada del arquitecto catalán remedan tácitamente hojas, bayas, setas, palmeras, estrellas, termiteros, dragones, árboles, olas. Los vectores y las elipses de Luis Barragán, Frank Gehry, Norman Foster y Zaha Hadid no desentonan con esta lectura y capturan en su porte la fluidez del agua, la estructura molecular, la fisonomía del gusano, la panza de una ballena, la barrera de nopal de un panorama lacustre, la piel de los peces, la coraza de una tortuga, la geometría de los panales, la densidad de la luz. Al apegarse a las fuentes primordiales de subsistencia en la Tierra, esta arquitectura participa de las presuposiciones de la poesía: la restitución del origen, insignia y matriz de la condición humana.
Otra de las confluencias de la poesía con la arquitectura es su innata proclividad a la forma compacta. Si desde Mallarmé la factura de la lírica moderna se ha decantado por la diseminación del texto, durante siglos profesó sin embargo una adhesión a los moldes herméticos, cerrados, que acabó canonizando a base de descubrirlos, repetirlos y legitimarlos hasta el dominio y la saciedad. Es el resorte de la revolución poética de nuestro tiempo, y, a la par, el relato de la métrica castellana y su constelación de coplas, el bagaje de los encuadres poéticos de la lengua, nativos o adaptados, populares o cultos, que nos anteceden e identifican: endecha, villancico, décima, madrigal, soneto, sextina, romance, silva. Cómo no advertir en el fervor por la hechura, en el campo de la poesía, un reflejo de su hegemonía en la proyectiva arquitectónica. Tan enamorado y obseso de la forma está el versificador como el alarife. Sin ella, por disruptiva o iconoclasta que sea, no hay tradición poética ni arquitectura de arte. La forma no es sólo el esqueleto del poema, la armadura de un corporativo, el caparazón de una finca, sino también su espejismo, la apariencia anhelada. A diferencia de la música y la danza, cuya configuración se esfuma al calor de su fugacidad, la poesía y la arquitectura, deudoras de la forma visualizada, emergen de ese coeficiente y, en el trance del diseño o de la composición, están predestinadas a él como una polilla cautivada por la lámpara.
Concluyo. En algún momento, cualquier manifestación artística abriga el afán de convocar lo poético, estado supremo del arte que sintetiza los tres estados de la materia anímica: emoción, conocimiento, goce estético. Es como si el lenguaje que reviste cada disciplina artística le disputara a la poesía literaria la exclusividad de esa triple reverberación, o, mejor dicho, de esa condición de hipotética sublimidad que podría atisbarse como un extrañamiento de la conciencia, una alteración del sentir. En consecuencia, lo poético se vuelve inevitablemente un común denominador para la totalidad de las artes. La poesía se despoja de su literalidad, su retícula verbal, y abdica al ímpetu de posesión lírica de la pintura, la escultura, la música, la danza, la arquitectura y sucedáneos; el cine, la fotografía, el teatro, la performance. Al margen de la afinidad mecánica entre la poesía y otros oficios, la presunción de lo poético ha suscitado, como ya se reiteró aquí, la integralidad. La poesía y las artes constituyen así los cinco sentidos de la conmoción creadora, y avanzan reforma tras reforma, novedad tras novedad, hacia la comunión expansiva que depara la confraternidad de un poema, la hidra de la evocación poética. ⸙