Gabriel Bernal Granados es poeta, ensayista, novelista, traductor, editor y maestro, cosas todas relacionadas con los libros, el lenguaje y eso que el diablo, en el Doctor Fausto de Thomas Mann, consideraba la fuerza más potente del universo: la curiosidad de espíritu. Pero quiso ser —y hasta medio fue, y aun es, en cierto modo— ciclista, cineasta y actor, cosas que subrayan el lado físico de esa misma curiosidad, que lo mismo se entretiene analizando un cuadro de Degas o un escrito de Salvador Elizondo que describiendo puntillosa, trágicamente, el desempeño de Alejandro Valverde en el Tour de France. A Bernal Granados todo le da qué pensar. Pero hasta hoy sólo nos había mostrado ese pensamiento en libros estructurados, ordenados y pulidos (como su espléndido Anotaciones para una teoría del fracaso), no en apuntes que se permiten la dispersión, la aproximación intuitiva, los recuerdos de infancia y hasta unas cuantas declaraciones íntimas. Con esto quiero decir que el Cuaderno blanco sobre fondo negro no sólo nos deja ver qué piensa Bernal Granados cuando algo le da qué pensar sino también qué siente, intuye o adivina ante todo eso sobre lo que luego, además, piensa. A nadie le parecerá raro que esto entrañe un peligro, pues por más aséptico y expurgado que pueda parecer un cuaderno de escritor, nunca deja de participar siquiera un poco del diario; quiero decir, del diario íntimo, con todo y sus sobreentendidos, prejuicios y manías. En la Advertencia, Bernal Granados mismo considera que sus fragmentos —sus “detritus”, dice—
participan abiertamente del aforismo, pero su ritmo es el del diario o el de una bitácora de trabajo. De ahí su carácter subsidiario de otros libros míos y la naturaleza de sus fragmentos. Me gusta pensar que son desechos, pero como sucede con los desechos o con los desperdicios, fuera de su contexto adquieren una extraña autonomía.
Yo diría que el libro es en efecto un diario, aunque sólo rara vez de veras íntimo; es una especie de bitácora de lecturas, ideas, sensaciones que el escritor no puede resistirse a poner por escrito, pasándolas en limpio. Con esto no quiero decir que “limpie” de misterio sus intuiciones sino sólo que limpia su expresión, para que su misterio no se confunda con mero balbuceo, desorden y caos. Y esto se ve ya desde la elección del título, que voltea los colores como para decir que esta vez, en vez de escribir cuidadosamente con tinta negra sobre una límpida página en blanco, escribe con letras blancas sobre un fondo negro. Y hay algo más: su título invierte el del famoso cuadro de Malévich, Cuadrado negro sobre fondo blanco. Bernal Granados describe este cuadro como un des-nudamiento, aunque remitiendo la palabra nudo a su acepción de amarre, de tal manera que el cuadro de Malévich representa para él un des-anudamiento de la tradición figurativa; la ruptura total del vínculo entre la figura y el fondo, o entre la figura (negra) y la absoluta desnudez (blanca); entre la tradición (negra) y lo recién nacido (blanco)… Pero, a mi modo de ver, la inversión de los términos del título no significa una verdadera inversión de su significado, pues al cabo el contraste de los colores opuestos se mantiene y el des-anudamiento sigue siendo una forma de desnudamiento. En cualquier caso, el título del libro podría verse, lo mismo que el título del cuadro, como una declaración formal: lo que gobierna la escritura de este cuaderno es, por encima de todo, una voluntad de forma, una voluntad de estilo. Bernal Granados mismo lo dice sin muchos ambages: “La escritura no es un medio sino un fin en sí misma”. Así, sus detritos son escritura desanudada, desabotonada, desvestida, desnuda; fragmentos que han adquirido “una extraña autonomía” porque ya no dependen del contexto al que originalmente pertenecían.
Todo esto puede parecer un poco abstracto, pero la verdad es que la desnudez no puede ser un asunto meramente cerebral. Bernal Granados tiene los pies bien plantados en la tierra y sabe que toda desnudez tiene que ser de algo o de alguien; de un hecho, de un alma, de un cuerpo; de algo, en suma, que se deshace de lo que lo cubre, lo rodea o lo oculta, como la forma del cuadrado negro se deshace del fondo blanco. Tratándose de un cuaderno que es un diario y una bitácora, el Cuaderno de Bernal Granados no puede lanzarse a ser una obra sin objeto, a la manera de las formas “anobjetuales” del suprematismo inventado por el mismo Malévich, en las que ya no es pertinente distinguir el fondo de la forma, pero tampoco quiere ser una obra absolutamente despojada como la de Beckett —que Bernal Granados dice que es “Como quitarle a un pescado el esqueleto antes de comerlo y quedarte no con la carne sino con los huesos. Eso es Beckett”. Sí, es Beckett, pero no Bernal Granados, cuya desnudez vale más por la actitud que lo lleva a despojarse del vestido que por la imagen ya desnuda. Lo digo porque, para él, el papel de la crítica es justamente ése: “transparentar la génesis del pensamiento”. No el pensamiento mismo, pues, sino su origen. Y eso es lo que hace su libro: nos muestra los resortes ocultos de su propia escritura, y de la escritura en general, sin escamotearnos nada que de verdad importe. Por eso su desnudez no puede dejar de ser una encarnación de la sinceridad. Pero eso, a su vez, tiene sus problemas.
Si uno fuera —si pudiera ser— de veras sincero, no expurgaría jamás su diario, no corregiría sus cuadernos de apuntes, no retocaría nada de lo que ha escrito al botepronto de los actos. Sin embargo, todos sabemos que esa sinceridad absoluta, esa veracidad a ultranza, es más teórica que práctica. Si no hubiera filtros y todo pasara íntegramente, los diarios nos agobiarían con detalles intrascendentes y balbuceos sobre la bruma informe de sus sensaciones, impresiones, intuiciones. Tendríamos que bucear por todo el océano para recoger, con suerte, un par de perlas. Dicho de otro modo, la sinceridad no vale gran cosa si sus tesoros sólo se encuentran fortuitamente; esto es, si no se da de manera mínimamente interesante y legible, concediendo siquiera algún respeto a la prosodia, al hilo de las ideas que se suceden o se agolpan quién sabe cómo en el interior de cada quien. La mera escritura de un diario o un cuaderno de notas delata una voluntad de expresión que las más de las veces quiere ser una elucidación, una forma de sacar a la luz lo que vivía a la sombra; o, por decirlo al modo de algunos de los autores que Bernal Granados cita constantemente, una forma de pasar en claro la vida (Paz), de mostrar los transpensamientos (Nietzsche), de hacer consciente lo inconsciente (Freud), de hacer visible lo invisible (Klee, y acaso también García Ponce). Nada de esto parece en absoluto nimio, ni superficial. Lo oscuro, lo invisible, lo inconsciente y los transpensamientos se hallan al fondo, en las tinieblas, detrás o más allá de lo evidente. Esas cosas son, justamente, lo que el escritor quiere aclarar, descubrir, revelar o comprender. Pero resulta que tanta oscuridad, tanta profundidad, no suele llevarse bien con la radiante luz de la sinceridad, que parece empeñada en mostrarlo todo en su evidencia, al precio de su misterio. En su evidencia o en su… estupidez. Dostoievski resumía bien el dilema en una frase: “Puedes ser sincero y seguir siendo estúpido”. Una frase dura, por cierto, pero consecuente con la historia que se cuenta de él: Frente al pelotón que al cabo sólo iba a fingir su fusilamiento, Dostoievski creyó hallarse delante de la muerte y se esforzó por pensar cosas profundas y esenciales, pero por su mente sólo cruzaron banalidades, boberías, estupideces. Y no es del todo extraño que, calificando de ese modo los que iban a ser sus últimos pensamientos, el relato nos deje sólo con justo ese calificativo y nos ahorre los pensamientos mismos. Nos dice que pensó puras tonterías, pero no reproduce esas tonterías. ¿Para qué llenar de estupideces renglones y renglones? Un diario ideal nos mataría de tedio. Por eso los escritores no suelen ser tan sinceros. Al contrario, quieren que sus cuadernos sean un conglomerado de cosas importantes, de hallazgos deslumbrantes o intuiciones misteriosas; quieren sacar miga aun de las cosas más intrascendentes, aunque a veces lleguen al extremo de fingirlo todo. Entonces “enturbian sus aguas para que parezcan profundas”, como decía Nietzsche. Así, los cuadernos suelen ser antologías de cuadernos, párrafos selectos y a menudo retocados ad hoc. Eso los vuelve interesantes y aun intensos, aunque por lo común lo haga a expensas de la sinceridad, pues seleccionan lo que ocurre en lo más íntimo del escritor según su legibilidad; es decir, según la clase de lector que quieren o vislumbran. Eligen pues aquello que ha quedado escrito en buena prosa y, más allá de eso, lo que responde a una pegunta de fondo: Y yo, ¿qué puedo yo decir? Si el escritor busca la claridad, su respuesta lo acercará al ensayo; si la sinceridad, se verá quizás arrastrado al balbuceo. ¿Se puede lograr un equilibrio?
Los cuadernos de los escritores se mueven entre estos dos extremos: por un lado la concisión del prístino aforismo y por otro el pesado fardo del diario cotidiano. Navegando entre esas dos formas, cada una de las cuales puede rayar en lo genial o en lo anodino, los cuadernos de los escritores deben convencernos de que vale la pena leer lo que en ellos queda escrito. No siempre lo consiguen, es verdad, pero los lectores asiduos suelen tratar de leer de buena fe —como pedía Montaigne— y, antes de rechazar al botepronto lo que no les gusta o no comprenden, hacen un esfuerzo y buscan dentro de sí alguna clave que les abra la nuez de lo que leen. Es lo que hace Bernal Granados continuamente, lo mismo frente a escritores que pintores, ciclistas, amigos o recuerdos. Con esto muestra que el valor de lo que lee o mira reside menos en lo que el texto o la imagen le ofrecen que en lo que exigen de él. Y es este justo el riesgo al que él mismo quiere someter su Cuaderno blanco sobre fondo negro, poniéndose como nunca en manos de su lector. No sólo se muestra desnudo frente a él sino, sobre todo, se muestra inerme, indefenso, ofreciendo sus líneas a las veleidades de casi cualquier gusto o interpretación posible —entregando su escritura a la piedra de sacrificios de un altar quizá mediocre. Pongo por caso el mío. A mí me ocurre que logro ver más claro en el fluir pausado de la prosa narrativa de Bernal Granados (en recuerdos, recuentos de carreras, meditaciones o estampas) que en sus aforismos, donde debo esforzarme más allá de su carácter intempestivo e imaginar la causa de la que son efecto. Les pondré un ejemplo.
Al principio no me atrapó el siguiente fragmento del Cuaderno blanco sobre fondo negro, donde me parecía ver en acto uno de los mayores riesgos de este género (a saber, el de buscar más el efecto sobre el lector que su convencimiento). Dice así:
La belleza es por definición intrascendente. Más allá de las junturas de lo efímero se calcifica, hasta el punto de convertirse en un detrito.
Me pregunté si no valdría lo mismo afirmar rotundamente lo contrario: La belleza es por definición trascendente. Esta frase resulta más platónica, es cierto, pero también menos arbitraria, menos hecha a la norma adolescente de contradecir por principio cualquier verdad tradicional con el pretexto de que sólo hay gloria en transgredir las reglas e innovar, epatando a la razón. Me parecía, en suma, que la premisa era gratuita, un pretexto para la exhibición del estilo aforístico, en el que se engolosinaba. Pero luego reparé en la palabra junturas. Es un sustantivo que tira hacia lo coloquial, y sugiere algo más decididamente corporal que —digamos—ligas, lazos, goznes. Es como si, en vez de usar la lengua culta para decir que a alguien se le separan las vértebras de la columna, Bernal Granados echara mano de un nivel más coloquial y dijera que se le descoyunta el espinazo, y esto ¡hablando de la belleza! Junturas es una rareza en un libro donde reina la lengua culta, cuando no la francamente refinada, como se ve en la última palabra de este mismo párrafo: detrito —no basura ni desperdicio sino detrito. La elección de estas dos palabras de registro tan distinto me llamó la atención pues parecía justificar aquello de que la escritura es un fin en sí misma (y puede no tener más fin que juntar en un mismo párrafo dos palabras muy distantes entre sí), y hasta pensé que pudo haber llevado las cosas un poco más al extremo y decir que, más allá de las coyuntas de lo efímero, la belleza se pudre y se convierte en detritus. La materialidad orgánica sugerida por la palabra juntura justificaría el cambio: la belleza, más que calcificarse, se pudre, como la carne —como la carne que finalmente es. Esto me recordaba la Teoría de la religión de Georges Bataille —para quien la muerte es una consecuencia directa de la sexualidad—, pero también un par de versos de Octavio Paz que compendian esa idea: “Te amo porque tú eres mortal / y yo también lo soy”. En este sentido, la belleza tiene que ser mortal; es decir, material, inmanente, intrascendente…
He dicho “desde este punto de vista” porque hay, desde luego, el contrario: el que dice que la belleza es trascendente, como cuando Salmón de la Selva, elogiando a Horacio, escribe: “La Belleza / se entrega entera sólo / al intelecto desapasionado”. Versos que no irían mal en una página de Leonardo da Vinci o de Paul Valéry (tan admirados también por Bernal Granados), o aun de Jorge Cuesta. En cualquier caso, esta contradicción, esta duplicidad en las afirmaciones, no es en absoluto rara en los cuadernos de los escritores, y uno puede ver cómo Bernal Granados debate consigo mismo, por ejemplo, sobre las ventajas o desventajas de la razón, que aprecia en un momento sólo para despreciarla en el siguiente; dicho de otro modo, uno ve a Bernal Granados debatirse frente a la razón. Pero sus opciones no parecen nunca chocar de frente sino, más bien, tenderse sobre el paisaje del cuaderno como dos líneas paralelas que, al cabo, se cruzarán en el infinito. Allá donde se tocan las líneas está el autor con su doble, en la unidad de su doblez: es uno sólo porque puede desdoblarse en otro (porque puede verse desde fuera, porque puede verse en un reflejo; porque, en suma, reflexiona sobre su reflejo).
Con esto no digo sino algo obvio: al desplegarse en un diario, la escritura tiene como horizonte la vida misma del autor, por más que esa vida aparezca casi siempre como algo inasible, pues el horizonte es siempre un lugar virtual. Pero que el punto de cruce de las líneas paralelas no nos quede a la mano no significa que su contacto no exista; ni que, al tocarse, las líneas se anulen y disuelvan una en la otra. Más bien ocurre lo contrario: las paralelas se tocan ahí donde la contradicción no hace sino subrayar el despliegue de una vida, el sentido de una vida. Por eso, creo, ni siquiera cuando he estado en desacuerdo con alguna de las ideas de este libro he podido negar que su mera enunciación es una afirmación de vida. Aun en sus momentos más oscuros, Bernal Granados sigue el dictado de aquella frase en la que Nietzsche decía (y Bernal Granados mismo la cita): “Ama la vida”.
El símil de las paralelas me devuelve al tema del equilibrio entre el diario que elige sólo lo importante, a costa de la sinceridad, y el que no elige nada y lo consigna todo, a costa del interés. ¿Es posible conciliar estas dos cosas? Creo que sí, y ya he mostrado cómo: imaginando que se cruzan en el infinito; o, dicho de otro modo, en el horizonte del sentido. Pero el mismo Bernal Granados imagina una solución algo distinta a este dilema. Refiriéndose a las misas y sinfonías de Bruckner, dice:
[el artista nunca consigue] trascender la barrera de la estructura […] de esa torre generada a partir del dinamismo de una serie de círculos concéntricos.
Estos círculos concéntricos son como los que produce una piedra al caer en el agua; son una oleada, un oleaje, un golpeteo reiterado que se aleja de su centro, apuntando a una orilla para ellas virtual e inalcanzable, como el horizonte. En ello se ve que Bernal Granados está pensando en una forma ideal y eterna, en algo que, siendo finito en el espacio, es infinito en el tiempo; es decir, está pensando en el movimiento. Cada ola es finita, pero el oleaje no deja de moverse hacia la playa. Esto me recuerda el mito pelasgo de la Creación, según lo ha recreado Robert Graves, donde Eurínome, tras separar el cielo del agua primordial, vaga sola entre ambos. Su movimiento crea una estela de aire detrás de ella. Mientras se mueve hacia el sur, se vuelve y se topa de frente con la corriente de aire que la seguía, convertida ahora en el viento del norte, el Bóreas, que ha cuajado en forma de serpiente. De la unión de ambos brota el Huevo Universal, etcétera… Un soplo de aire, la brisa que crea el vagar de una diosa por el aire y, luego, el topar de esa brisa con la diosa… Pero también me recuerda “El poder de las palabras”, un cuento de Edgar Allan Poe, donde un espíritu recién liberado de su cuerpo, al que acaban de brotarle las alas de la inmortalidad (llamado Oinos) sigue a otro espíritu (llamado Ágathos), que le enseña las vicisitudes del tiempo y del espacio. ¿Y Dios?, pregunta Oinos. Ágahos busca con desgano en el cosmos una presencia que resulta ser como cualquier otra. La busca con desgano porque para él Dios no es la gran cosa. Dios simplemente dijo: bla. Y, aunque esa sílaba sea lo que hoy llamamos la Creación, Dios no fue sino el primero en pronunciarla, el primero en crear una vibración en el éter, una brisa sobre las aguas, una oleada en el mar. Después de él, todos hemos repetido el gesto alguna vez, pues todos hemos pronunciado alguna vez una palabra. Oinos comprende esto cuando pregunta a Ágathos por qué de pronto se ha puesto a llorar, mientras pasaban frente a una estrella intensamente verde y terrible. Ágathos explica:
Esta estrella tan extraña… hace tres siglos que, juntas las manos y arrasados los ojos, a los pies de mi amada, la hice nacer con mis frases apasionadas. Sus brillantes flores son mis más queridos sueños no realizados, y sus furiosos volcanes son las pasiones del más turbulento e impío corazón.
Ágathos explica que el universo se expande por el infinito (de hecho, construye el infinito al extenderse) como las ondas concéntricas que forma una piedra al caer en un lago. Es una imagen que suscribirían tanto la física moderna como un buen puñado de religiones antiguas. Quizá porque en ella puede adivinarse una especie de cuadratura del círculo, ese equilibrio del yin y el yang que sólo se da en el movimiento, una figura donde lo infinito contiene lo finito pero lo finito construye lo infinito. Se trata de la reiteración infinita de una forma finita; del círculo que es infinito porque nunca deja de ensancharse, pero que es finito porque no puede ser al mismo tiempo un triángulo, un cuadrado, un rombo. En su expansión se cumple el matrimonio del tiempo y el espacio —o, como quizá le gustaría decir a Bernal Granados, siguiendo a William Blake, el matrimonio del cielo y el infierno. Es la danza nupcial del instante con la eternidad… Bla —o más bien Om, o incluso bang (el bang que se oye en la noción de Big Bang)—… Bla, la sílaba divina, es finita, pero su eco perdura aún y aun perdurará en el universo mientras el universo exista, resonando en cada uno de sus rincones hasta perderse en ese horizonte que apenas logramos vislumbrar, donde comienzan y terminan el tiempo y el espacio.
Existe pues un equilibrio posible, aunque sólo sea allá, en el horizonte, donde se cruzan la sinceridad y el interés, donde la prosa logra rozar siquiera brevemente la vida del autor y producir un destello, una descarga. Uno solo de estos chispazos valdría ya la lectura completa de este libro. Y en eso no nos defrauda. Contra el cielo blanco de la prosa de Bernal Granados se recortan muchísimos relámpagos negros. Y vale la pena verlos.
Chiconcuac, 14/03/2020
Para leer en la presentación del libro, a principios de un abril
que el coronavirus cercenó del calendario.