Edición y nota introductoria de Julio Eutiquio Sarabia
Puesto que México no es un país abstracto, sino un territorio de individuos con intereses diversos y a menudo encontrados, conjeturamos en Crítica, hace ya más de un año, que Juan Antonio Masoliver Ródenas (Barcelona, 1939) no tendría inconveniente en que su memoria mexicana estuviera encabezada por un verso de Chucho Monge. “México lindo y querido” (la canción, interpretada por Jorge Negrete, ahora una antigualla) ilustra muy bien, de manera literal e irónica, la relación que el autor de El jardín aciago, La casa de la maleza y La puerta del inglés, entre muchos otros títulos, guarda con aquellos mexicanos que se cruzaron en su camino.
Desde mi celda, el título que Juan Antonio eligió para sus memorias ––las cuales, por cierto, se publicarán este año––, probablemente introduzca la imagen, inexacta, de un hombre cuya existencia más bien parece tironeada por el nomadismo. Barcelona, Génova, Londres, Buenos Aires, México, conforman ese catálogo de lugares que habitó o frecuentó a lo largo de una vida dilatada y, sin hacerle el feo a otras pasiones, volcada siempre en la escritura. Debo agregar que los volúmenes publicados a lo largo de este siglo, bajo el sello de Acantilado, han sido concebidos en El Masnou.
¿Cómo nos conocimos Juan Antonio y yo? Por casualidad, como todo mundo, según dice el célebre comienzo de Jacques, el fatalista, del gran Diderot. En 1986, trabajaba yo en el Departamento de Publicaciones de la Universidad Autónoma de Puebla y, en compañía de algunos camaradas, hacía Infame Turba. Gracias a un olfato que sólo poseen los muy curiosos, encontró la sede de la redacción donde, entre diccionarios, originales y pruebas de libros, hacíamos la revista. A partir de esa fecha nos encontramos cada año: tras unos días en la Ciudad de México, en su peregrinación hacía Xalapa, hacia un alto en Puebla para saludar a los amigos y beber una cerveza. En esa época, Masoliver era profesor en la Universidad de Westminster y arreaba estudiantes que pretendían ejercitar su español en México.
Desde entonces Masoliver fue una firma solidaria en cuanto proyecto editorial me involucré. Colaboró tanto en Infame Turba como en Crítica. Cuando accedí a la dirección de esta última, sin sospechar que la estolidez de los funcionarios me deparaba apenas una breve estancia, juzgué que sería un excelente consejero editorial. Luego, por una entrevista aparecida en algún diario, al enterarme que estaba escribiendo sus memorias, me entusiasmé por adelantado al acariciar la sola idea de contar con algún fragmento para las páginas de Crítica.
Salvo alguna pequeña enmienda, ésta es la versión que publicamos el año pasado. También debo decir, en honor a la verdad, que dirigí Crítica sólo durante 2018. El resto, desde 1992 hasta 2017, lo hizo Armando Pinto.
Desde muy pequeño me fascinaban las letras, la tinta, el papel. El papel en blanco y la posibilidad de llenarlo de letras. Nunca de dibujos. Yo no sabía dibujar. Yo sabía escribir. Cuando podía arrancaba algunas hojas de los blocs de mis hermanos mayores y luego me iba al “gallinero” a contemplar las páginas en blanco, unas veces cuadriculadas, otras a rayas, y empezaba a escribir palabras. Ya en el colegio, iba a la oficina de material escolar a pedir cuadernos que luego apuntaban en la cuenta. Mi padre nunca me dijo nada, aunque tampoco veía los cuadernos porque yo los escondía. No quería que me viesen escribir. Era un secreto o, más que un secreto, mi mundo secreto.
El padre de un compañero mío de curso, Juan Antonio Parés Bauzá, trabajaba en una fábrica de papel en Portugal. De vez en cuando me traía un paquete de quinientas hojas de un papel entre ocre y amarillo. Nunca he apreciado tanto un regalo y nunca he atesorado tanto papel, ni siquiera ahora que lo guardo obsesivamente en un pequeño armario como quien colecciona tortillas. Yo sé lo que me digo. Fue a partir de entonces cuando empecé a escribir de verdad. Y la atracción por el papel y por la tinta (colecciono plumas estilográficas) me llevó a la escritura. Empecé a escribir de verdad con el papel de Parés Bauzá. No escribía para mí ni para los demás. Es verdad que al salir del colegio –tendría entonces unos catorce años– iba con Mario Páez a la Diagonal, nos sentábamos en un banco y yo le leía unos poemas sin preocuparme demasiado si le interesaban, le aburrían –lo más probable–, le irritaban o le dejaban indiferente. Recuerdo, sí, mi entusiasmo y su educada cara de póker.
Escribía poemas desde los once años porque vi los que escribía mi hermano Bartolo, tres años mayor que yo. Incluso intentaba imitar su letra, como si los poemas se tuviesen que escribir con sólo un tipo de letra. Pronto entendí que lo de mi hermano no eran poemas, él sólo quería ser poeta. Tampoco lo mío eran poemas, pero no me importaba, y los seguí escribiendo porque lo que yo quería era simplemente escribir, de la misma manera que años más tarde empecé a aprender solfeo porque también me gustaba escribir las notas de solfeo. Y así ha sido todo en mi vida. Nunca he pretendido ser escritor. Yo quería escribir. Y es lo que he querido siempre. Y nunca me he considerado escritor, aunque al ir publicando libros te convierten en uno de ellos. Por eso estas memorias no quieren ser las memorias de un escritor. No están dirigidas a mí ni a nadie. Lo que quiero es escribir, y del mismo modo que empecé a aprender solfeo, después de traducir, escribir reseñas, artículos, ensayos, cuentos, novelas y poemas, he decidido escribir estas memorias. Arrastrado por las teclas que se convierten en letras y las letras en palabras, puedo ser fiel a los siempre infieles recuerdos o simplemente inventar, no para cultivar la imaginación sino por inventar mi propia vida, mejorarla o empeorarla, pero hacerla distinta, una vida surgida del papel en blanco que yo voy rellenando para así poder estrenar otra hoja en blanco. Y éste es el origen, el final y la finalidad –si tiene alguna– de estas memorias que no lo son. Porque nada en mi vida ha sido lo que debía ser sino lo que quería ser.
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Intelectualmente me salvaba que me invitaran a dar algún curso a otras universidades o “colleges”, entre ellos King’s College, University College y Queen Mary College. Pero lo que cambió más radicalmente mi vida fueron mis frecuentes viajes a México. Ya cuando se inició el aterrizaje al DF, también yo acababa de descubrir el Nuevo Mundo, pero sin necesidad de sangre. Me pareció entrar en un espacio mágico, el mismo en el que entró Pablo Neruda, quien en Confieso que he vivido escribe: “México es el último de los países mágicos, mágico de antigüedad y de historia”, “no hay en América, ni tal vez en el planeta, país de mayor profundidad que México y sus hombres”. Para mí fue como llegar a mi casa, pero ahora una casa prodigiosa, la que pude respirar, todavía más intensamente, en las pirámides y en el mismo Museo de Antropología de la capital. Mis visitas se hicieron frecuentes. Los estudiantes del Departamento de Español de la Universidad de Westminster pasaban seis meses o un año en el extranjero. Era obligatorio visitarles todos los años para controlar la calidad de los cursos, la capacidad de adaptación y para mantener el contacto con sus profesores. Mis visitas más frecuentes fueron a México: a la capital, a Puebla y a Xalapa. Así empezó mi mexicanidad y mi creciente contacto con escritores mexicanos. Esta familiaridad explica que fuese siempre yo el encargado de visitar los distintos centros. La entrada en la unam me fue fácil gracias a Augusto Monterroso, tan querido como admirado. Fue de una generosidad extraordinaria. Yo le había conocido en Londres, cuando me lo presentó en 1971 la prestigiosa Jean Franco, directora del Departamento de Estudios Latinoamericanos en el King’s College de Londres, y enseguida congeniamos. Monterroso me regaló un libro que acababa de publicar en Joaquín Mortiz, La oveja negra y demás fábulas. Escribí una reseña para La Vanguardia –una de mis primeras colaboraciones en las páginas del suplemento Libros– en la que señalaba las coincidencias con Italo Calvino. Monterroso me escribió una carta preguntándome quién era Calvino. Acabaron admirándose mutuamente.
¿Y por qué Calvino? Esto me obliga a una digresión o un paréntesis y a regresar de México a Londres. Cuando yo entré en la Universidad de Westminster estaba escribiendo una tesis doctoral sobre Elio Vittorini, en la que, entre otras cosas, trataba de establecer una relación entre creación e ideología y hasta qué punto la ideología estimula la creación o la coarta. Nos carteamos con cierta frecuencia. En un momento dado, Vittorini me dijo que por qué no escribía la tesis sobre Calvino, un escritor más interesante, decía, que él. Ambos trabajaban en la misma editorial, Einaudi, y habían creado la revista Il Menabó, que trataba de estudiar el papel de las ideologías en las nuevas sociedades tecnológicas. No le hice caso. Pero sí me di cuenta de que la tesis me impedía concentrarme en la novela en la que me había embarcado y en la que estuve trabajando durante varios años. Entonces en las universidades inglesas no era obligatoria la tesis doctoral, lo que contaba era el curriculum, las publicaciones incluso como creador. Abandoné la tesis, y las casi mil páginas a mano del manuscrito inacabado de mi novela reposan en un armario de mi estudio.
Regreso a México. Con Monterroso y un grupo de amigos nos reuníamos en el Sanborn’s de San Ángel. Él vivía entonces en Chimalistac. En un momento determinado de nuestros encuentros carraspeaba y decía que tenía un compromiso. Este compromiso se llamaba Bárbara Jacobs. A partir de entonces, durante mis visitas anuales al DF, iba a pasar un día entero a su casa de la calle Rafael Checa. Gracias a ellos conocí a Hugo Hiriart, escritor injustamente desconocido en España. Hugo, como tantos amigos míos de entonces, era un bebedor empedernido, y el exceso de bebida le llevó al obligado exceso de sobriedad. Y como tantos ex bebedores, se convirtió en un enemigo acérrimo del alcohol, lo que le llevó a escribir un libro contra quien había sido su compañero de viaje durante muchos años. Otro ex bebedor, pero menos fanático, era el siempre discreto Sergio Pitol, del que he sido un fiel crítico y un fiel amigo. Sus lecturas –que se reflejan en sus numerosas traducciones– son siempre muy originales, como lo es su escritura. Había sido diplomático. Tenía una valiosa colección de pintura, como yo después sólo la he visto en la casa de Vicente Rojo y Bárbara en Coyoacán. Una parte importante la vendió para poder instalarse en su magnífica casa –y no menos magnífica biblioteca– de Xalapa, donde le he seguido viendo. Era y sigue siendo un excelente amigo de Enrique Vila-Matas, almas afines en lo que se refiere a lecturas y a exigencia como escritores, como lo es de Cristina Fernández Cubas, con la que estuvo almorzando cuando visitamos Xalapa.
Cada vez que nos encontrábamos, Monterroso solía esperarme en una placita muy cercana a su casa, con una fuente que inevitablemente identifico con él. Yo la llamo la plaza Monterroso. En su casa me recibían siempre una docena de cervezas. La comida era delicada y deliciosa. Y la tarde se prolongaba. Tito era muy ingenioso, siempre dentro de su sabiduría. No había mucha diferencia entre su escritura y su conversación. A veces Bárbara desaparecía al piso de arriba, donde yo creo que iba a escribir en su Diario alguna de las ocurrencias de su marido. El sentido del humor era en aquella casa tan importante como el sentido de la amistad. Entre sus amigos más cercanos estaban García Márquez, Cortázar y Rulfo, del que contaba divertidas anécdotas de cuando los dos eran grandes bebedores y nocherniegos.
En aquella casa me sentí como si fuese la mía. En realidad, era un conjunto de casas en la que vivían los distintos miembros de la familia. Entre ellos la hermana de Bárbara, mi querida Patty –¿se escribe así?–, una mujer fascinante, de una enorme simpatía. Espero que haya sentido por mí el mismo afecto que yo siempre sentí por ella, un afecto que a veces disimulaba, porque Bárbara es una persona reservada y Patty exuberante, un verdadero volcán. Pienso en ella y no puedo evitar las lágrimas, las que lloré cuando me enteré de su muerte.
Muy cerca vivían los Maldonado, argentinos. Nacho, un prestigioso psiquiatra; su mujer, María, galerista; el hijo, con el mismo nombre que el padre, y sus dos hijas, dos niñas y pronto mujeres hermosas, María e Isabel. Eran gemelas y casi imposible no confundirlas. Yo buscaba inútilmente algo que las diferenciase, como por ejemplo, recordando una novela de Daniel Sada, una peca. Finalmente encontré la clave: María era mucho más introvertida. Isabel muy extrovertida y, como decimos en Cataluña, muy riallera. Eran también muy amigos de Nissa Torrents, también ella profesora en Londres y con la que coincidí varias veces en México o en Buenos Aires. Yo pasaba días enteros en casa de los Maldonado, y a veces me quedaba a dormir. A pesar de que me instalaba siempre en El Diplomático de Insurgentes, al lado del Parque Hundido, que fue mi hotel durante muchos años. Era una casa muy atractiva y por la que yo me paseaba como un miembro más de la familia. Le prestaban el coche a Nissa. En cierta ocasión, íbamos hacia el centro, creo que en dirección contraria, nos paró la policía y ella, que siempre fue una divertida farolera, para mostrarme cómo conocía a los mexicanos, les dio el equivalente actual de cincuenta euros, una cantidad que en México era una verdadera fortuna. Cuando, orgullosa, lo contó a los Maldonado, no podían creer que aquella mexicana de adopción no supiese cómo funcionaba una mordida: el soborno ha sido siempre una institución nacional en el país.
Tito Monterroso podía ser mordaz hablando de los demás, pero lo era igualmente consigo mismo, sobre todo con su altura. Es famosa la fotografía en la que sale junto a un amigo de unos dos metros y en la que escribió: “Augusto Monterroso con un hombre de estatura normal”. Y este hombre diminuto era realmente grande: en la amistad, en sus lecturas, en su relación con Bárbara, una exótica belleza de origen libanés que compartía con Tito el humor, aunque el de ella era y es casi silencioso, como si no quisiese estropear su belleza con gestos excesivos. Una gran anfitriona. Y una novelista muy original y sin concesiones. Fallecido Tito, acabaría siendo pareja de uno de los grandes pintores mexicanos, Vicente Rojo, y ambos se han mantenido fieles a la memoria del amigo muerto. A Rojo, a quien conocí por primera vez hace lustros en una de las tertulias del Sanborn’s, lo hemos frecuentado mucho últimamente Sònia y yo; y Sònia hasta ha escrito una novela titulada El hombre que se creía Vicente Rojo, además de estudios sobre su pintura. Es maravilloso cómo a veces el pasado se prolonga en el presente y se hace presente absoluto, y es lo que me ocurre cada vez que los veo o que nos escribimos.
A Margo Glantz la conocí, en uno de mis primeros viajes, en el vernissage de una exposición suya de objetos curiosos –ella, la gran fetichista– en la galería que las hermanas Pecanins tenían entonces en la colonia Roma y a las que yo veía con frecuencia. Ella no recuerda este encuentro e inventa otro. Pronto me invitó a comer a su casa, en Coyoacán, cerca de donde había vivido Cernuda. De todas sus amigas, la más rara y agresiva era Diamela Eltit, inteligentísima escritora, algo que ella sabía mejor que todos nosotros juntos. O no le caí bien o nadie le caía bien o no sabía expresarse. Hay mujeres con las que te sientes muy incómodo de ser hombre, casi culpable. Yo puedo ser un enemigo peligroso con mi sarcasmo, pero con ella me limité a ignorar su agresividad y a bromear con la anfitriona. Margo, para agasajarme cuando llegaba a México, invitaba a un grupo muy numeroso de amigos, muchas veces sabiendo que eran también amigos míos. A Margo la conoce todo el mundo y se comporta como una verdadera dama de las letras. Es una escritora de temas muy variados y curiosos, pero su verdadera obra de referencia es Las genealogías, donde nos adentramos en el mundo de una familia judía mexicana. Le gusta jugar, por pura provocación, a ser frívola. En cierta ocasión compartió mesa con una fanática feminista, creo que norteamericana, y Margo, que es feminista pero no predicadora, estuvo todo el rato hablado de Kate Moss y de vestidos y zapatos, algo que le apasiona. Cuando estuvo en Londres como agregada cultural, siguió siendo el centro del universo. Conocía a la gente más variopinta, siempre interesante. Tenemos muchos amigos en común y a los dos nos gusta reírnos del mundo, aunque no del demonio ni de la carne. Cuando se fue de Londres, me dio una enorme cazuela de barro que ahora ocupa un espacio privilegiado en la cocina de mi casa de El Masnou. Ha estado en todos los rincones del mundo y en todas partes recorriendo escaparates, una de sus grandes pasiones de fetichista. Tiene una de las casas más atractivas de México. Lo que más me fascina de la casa es el retrete. Tiene un techo muy bajo y uno se ve obligado a orinar con la cabeza agachada, contemplándose inevitablemente el pene, como un nuevo Narciso sobre las aguas. Una de sus hijas, Alina, es fotógrafa, la autora de la foto que aparece en los primeros libros que publiqué en Anagrama. Margo es divertida y un tanto vanidosa, aunque a mí la gente vanidosa no me molesta, por el contrario, forma parte de su encanto; quien me molesta es la gente soberbia.
En Londres había conocido al poeta argentino Hugo Gola, persona de lecturas infinitas, a veces intransigente en sus gustos, pero siempre con observaciones valiosas. Vivió en casa de Fico Vogelius, el creador de la revista Crisis y que entonces estaba encarcelado por razones misteriosas. Nissa y yo conseguimos las firmas de intelectuales ingleses, especialmente académicos, intercediendo por su liberación. Algo que Lita Vogelius siempre agradeció. Pero ahora estoy en la Ciudad de México, no en Londres. Con Gola solíamos comer tacos en La Lechuza, en la calle Miguel Ángel de Quevedo, casi frente a la prestigiosa librería Gandhi. Vivía relativamente cerca de El Diplomático. Le presenté a Monterroso y se hicieron grandes amigos. Ambos compartían la pasión por Dante. Cuando regrese a Londres, volveremos a encontrarlo con el profesor y frustrado poeta –eso creo– William Rowe.
He estado hablando de los amigos de una edad parecida a la mía. No he hablado de Octavio Paz porque en realidad solía verle en Londres. Aunque yo colaboraba ya en la prestigiosa revista Vuelta, dirigida por él, un privilegio del que pocos pueden presumir. Y esto me lleva a Aurelio Asiain, el joven secretario de Redacción de la revista. Tuvimos una buena relación durante años, aunque a mí a veces me asustaba, sobre todo cuando bebía o, sospecho, se drogaba. De pronto, sin razón, dejó de publicarme y, por supuesto, de hablarme. Recuerdo la vez en que Paz me dijo por teléfono que por qué no colaboraba con más frecuencia. No le dije la verdad, porque Paz adoraba a Aurelio. En cierta ocasión, Espinasa organizó la presentación de un libro mío. La presentación la tenía que hacer Asiain. No se presentó. Yo guardo rencor a muy pocas personas, pienso que no tiene sentido perder la energía con gente que no se lo merece. Asiain es una de las pocas personas a las que verdaderamente desprecio. Por mucho que otro Aurelio, Aurelio Major, que también lo sufrió, me diga que desde que vive en el Japón ha cambiado mucho. Y que se ha convertido en un excelente traductor del japonés. Allá él.
Fui un buen amigo de Juan Villoro. Nos hemos encontrado en distintos lugares del mundo y siempre han sido encuentros felices. Yo fui uno de los primeros en hablar de su obra, por lo menos en España, y he sido su crítico fiel. Pero algo se torció, o varios algos. No voy a perder el tiempo que casi no tengo en detallarlos. Pero para mí el mayor agravio fue con referencia a Octavio Paz. Villoro era entonces el responsable del suplemento cultural de La Jornada, en el que yo seguía siendo colaborador. Cuando Paz estaba ya muy enfermo, hablé con él por teléfono. Se encontraba muy abatido y me dijo que ya no escribía. ¡Quién podía imaginarse a Paz sin escribir! Me impresionó tanto que escribí un poema dedicado a él para que pudiera leerlo como lo que era, un homenaje. Un poema muy elaborado, porque estaba construido en torno a una serie de versos suyos que constituían una especie de itinerario. Se lo di a Villoro para que lo publicara y –ignoro la razón o las razones– no lo hizo. El poema, “Con palabras de Paz”, apareció al día siguiente de la muerte del poeta y luego en el número que le dedicó Vuelta. Me dolió mucho y me sigue doliendo, porque Paz sigue vivo en mi memoria. En su afán por no ofender a nadie –algo muy mexicano, si puedo generalizar, Villoro ha ofendido a más de una persona. ¿Algún desencuentro más? No, porque tampoco se han repetido los encuentros. Sigo creyendo que es, sobre todo, un gran cronista. Ha escrito muy buenos cuentos, algunos de ellos antológicos. Y es un correcto novelista. Tal vez sólo correcto, si estamos comparando entre distintos géneros. Y en toda comparación, alguien o algo tiene que salir peor parado. En todo caso, me interesa todo lo que escribe. Aspira a ser el Fuentes o el Monsiváis de su generación, pero esta generación ya no está para ídolos de barro. Es obviamente, cuando habla en público como profesor o como conferenciante, un seductor. Una especie de Valdano de la literatura.
Otro de los personajes que veía con frecuencia fue David Huerta. Mi relación con él fue muy estrecha. Trabajaba en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica. Nos citábamos en un restaurante. Antes de comer ya se había tomado, por pura ansiedad, no sé cuántas copas. Difícil competir.Era y sigue siendo una buena persona. Y un buen poeta. Tal vez en algún momento le resultó incómodo crecer a la sombra de su padre, Efraín. Pero a estas alturas ya nadie puede hacerle sombra. David dejó de beber y, como Hugo Hiriart, se convirtió en un verdadero predicador contra el alcohol y se escandalizaba cuando veía beber a alguien, aunque sólo fuese una copa. Algo parecido le ocurrió a Vila-Matas, de bebidas épicas, siempre vilamatianas, pero a él el sacerdocio antialcohólico le duró poco. En el caso de Hiriart, hombre que se alimenta del humor, pero fanático abstemio, ocurrió algo curioso: fui a verle a su casa y me ofreció… ¡un tequila! Cuando se lo conté a Monterroso, se quedó sorprendido. Tal vez por el hecho de que en su casa yo sólo bebía cerveza y vino. No me imaginaba tequilero, igual que en cierta ocasión se rio cuando dije algo sobre el boxeo, que él se tomó como una ocurrencia, puesto que entonces a mí ese deporte me entusiasmaba.
Ahora me toca hablar de quienes no sé si considerar mis hermanos pequeños o mis sobrinos. En ambos casos he sido amigo de ellos y de sus familias. A Pedro Serrano creo que le conocí antes de la invención de la rueda. Nos encontrábamos en casa de su amiga Ema Lastra para discutir el próximo número de la revista Cartapacios. Por Pedro conocí al poeta y gestor cultural José María Espinasa, Chema, y a su mujer, la exguerrillera colombiana –dejó constancia en una novela suya–, Ana María Jaramillo. Nos veíamos prácticamente todos los días, con frecuencia en El Hijo del Cuervo, de Alejandro Aura y su mujer de entonces, la poeta y novelista Carmen Boullosa. La amistad fue creciendo con los años y para mí han sido una parte muy importante de mi vida, ya no hablemos de mi vida mexicana. Chema había fundado una editorial, Ediciones Sin Nombre, en la que he publicado un libro de poemas y uno de ensayos, y recogió en un librito precioso, con portada de Benet Rossell, los textos del homenaje que se me hizo no sé muy bien por qué, como Juan Pedro Aparicio, cuando era director del Cervantes de Londres, no entendía por qué se me organizaba un homenaje parecido y a la hora de presentar a los participantes tuve que hacerlo yo. ¡Ahora resulta que soy rencoroso!
Chema se encargaba de administrar mis colaboraciones en La Jornada durante la época en la que trabajó con Roger Bartra. Su abuelo había sido alcalde de Montcada i Reixach, donde yo había vivido cinco años con mi tío Juan Ramón Masoliver, y en cierta ocasión le invitamos a que hablara sobre su abuelo en la Fundación de mi tío. Mucha gente recordaba a su abuelo. Fue muy conmovedor. Chema conoce muy bien la literatura catalana, que lee en el original. Quiere traducir, aunque no sé dónde encontrará el tiempo, el único libro de poesía que he escrito en catalán, El laberint del cos. Lo hará. Pocas personas he conocido tan generosas como él. Si existieran los ángeles, él sería un arcángel. Ha ocupado muchos cargos importantes, siempre con la cordialidad y la modestia por delante. Hemos coincidido también en Madrid y en varias ciudades de México, en lecturas de poesía. Si tuviese el dinero, le compraría una casa para que pasara unos meses aquí en El Masnou. Para compartir con su mujer, Ana María; su hija, la siempre precoz Teresa, Pedro Serrano, Alejandra y sus dos hijos, por supuesto. Pedro estuvo muchos años en Londres, donde su mujer era una eficientísima agregada cultural. Vivía en Kilburn, muy cerca de mi casa, y nos veíamos en uno de los pubs del barrio, porque los dos fuimos muy puberos y amigos de las pintas, que no de los pintas. En cierta ocasión me hizo esperar más de veinte minutos, a mí, enfermo de puntualidad, y se lo eché en cara. Un año más tarde, cuando estuve en casa de sus padres, muy cerca de mi hotel, su madre me felicitó por haberle reñido a su hijo. En otra ocasión, en la que Pedro no estaba, ella me invitó a sentarme en su jardín y me ofreció una copa de tequila que no era tal copa, sino un vaso casi lleno. Y no lo rechacé. No por educación, sino porque, ¿cómo iba a despreciar un vaso en aquel apacible jardín y con aquella mujer tan agradable?
Pedro y familia estuvieron también unos años en Barcelona, coincidiendo con Juan Villoro. Los Serrano vivían en la calle Muntaner y los Villoro en la calle Roger de Llúria, en el piso del padre, el filósofo Luis Villoro. Nos vimos alguna vez en El Masnou. Memorable la noche en que aparecí en la casa de su amigo y compañero de aventuras literarias, Juan Carlos Mena, la víspera de Navidad, con gafas de sol para ocultar mi rabiosa conjuntivitis. Con el pretexto de que íbamos a buscar una pastelería hicimos un vía crucis de bares y lo que ya no recuerdo es si regresamos o no con el prometido pastel. Lo que me lleva a otro recuerdo, ahora en México. Fuimos con Pedro y su amigo Chepo Valdés (a quien ya conocía de Londres) a una especie de discoteca. Cuando nos pidieron una identificación, ellos no se atrevieron a sacarla para no revelar su edad, pues la discoteca estaba llena de críos, de chavas. Saqué mi pasaporte. Bajamos. Alguien cantaba “Que le den… que le den…”, y yo les dije a Pedro y a Chepo: “Sí, que les den”. Y nos fuimos a un bar respetable a tomar un whisky como sólo lo toma gente de ya cierta edad. Memorable como para escribirlo en unas memorias el día en que fui a cenar con Sònia a su casa y uno de los hijos de los Serrano, que tendría unos cinco años, me dijo: “Uy, cómo has cambiado”. Creo que entonces no sabía ni mi nombre. También para mi mujer, Sònia, han pasado a formar parte de esta gran familia para quererles tanto como yo. Volvemos a reunirnos cada vez que viajamos a México, que suele ser con frecuencia, pero con menos frecuencia de la deseada. La penúltima vez que nos encontramos, y la más memorable, Sònia y yo decidimos ir caminando hasta su casa. De pronto empezó a diluviar como sólo puede hacerlo en el trópico. Nos refugiamos en un bar sórdido, pero no dejaba de llover y estábamos tan empapados que ya no nos importaba seguir mojándonos. Bueno, a Sònia sí le importaba, pues se le había ocurrido ponerse unas sofisticadas alpargatas de esparto que olían ya a cadáver de caballo. Empezamos a dar vueltas y vueltas por el Hipódromo de la Condesa. El número que nos había dado Chema, artista del despiste, no existía. En su ingenuidad, a Sònia se le ocurrió preguntarlo a un policía, cuando en México estás mucho más protegido si lo preguntas a un asesino. Se le ocurrió luego entrar en una farmacia, creyendo que era como las farmacias españolas, donde quienes te atienden son gente de formación. En México, y mucho más de noche, pueden ser jóvenes casi analfabetos o analfabetas. Telefoneando con nuestro móvil, que era como telefonear desde Barcelona, conseguimos el número. Al llegar a la casa, la sonrisa beatífica de Chema me desarmó, a pesar de que nosotros parecíamos salidos del fondo del mar. Tanto para Sònia como para mí, Génova –y con Génova, Rapallo–, Londres y México son nuestros espacios más queridos. De Génova salió la novela de Sònia, Los Pissimboni, y de México El hombre que se creía Vicente Rojo.
Regreso al pasado. Cerca del hotel vivían Carmen Boullosa y Alejandro Aura. Iba con frecuencia a su casa. Alejandro era un personaje entrañablemente histriónico, con su voz profunda y engolada de actor. Me invitó varias veces a participar en sus programas de radio. Carmen tenía algo de belleza indígena. Tenía fama de seductora y algunos de mis amigos se habían enamorado de ella o entusiasmado con ella. Yo la conocí siempre con Alejandro y con sus hijos, a los que adoraba. También su poesía y su prosa eran atractivas y muy originales. Algo reseñé de ella, aunque en España reseñar a escritores latinoamericanos ya entonces resultaba difícil. Todo eso nos perdemos. Carmen y Alejandro se separaron, pero siguieron siendo buenos amigos y respetándose. Alejandro murió. Ella volvió a casarse y no sé si sigue en Estados Unidos o ha regresado a México.
En Londres conocí a Héctor Manjarrez. Era la época del swinging London y de allí nació su novela Lapsus, entonces muy audaz y hoy me temo que sumamente ingenua. La reseñé para La Vanguardia, en mis años de libertad y libertinaje (mi tío era el director de las páginas de libros), como reseñaría más tarde alguna otra novela suya. En Londres nos vimos poco, y nos reencontramos en México. Trabajaba en Era y estaba casado con Isabel Vericat, hermana de un compañero mío de la facultad de Derecho. A Héctor le gustaba mucho acariciarse los músculos –respetables– de los brazos. Era guapo, y uno tiende a pensar que los guapos no pueden ser inteligentes. No era su caso. Era inteligente y tal vez demasiado obsesionado con lo fashionable. Y buen conversador. De él ya sólo sé lo que publica. Nunca perteneció al cerrado grupo de amigos, como sí lo fueron Chepo Valdés, Juan Carlos Mena o Pancho Segovia. Pancho bebía entonces desenfrenadamente y hasta desesperadamente, y la persona dulce y educada que era por naturaleza se convertía en una persona insoportable. Ha dejado de beber. Escribe una excelente poesía y es persona de trato muy agradable.
Gracias a Margo y a Sergio Pitol, me hice amigo de Luz del Amo, una mujer con clase, si no suena un tanto anticuado decirlo así, nada convencional pese a su aspecto de burguesa –que nada tenía que ver con el de la extravagante Margo– y muy mordaz. En Madrid dirigía la Casa de México, si es que se llamaba así, y me invitó a participar en una charla, aunque no recuerdo en absoluto las pendejadas que pude decir. Allí coincidí también con María Luisa Capella, la mujer de Tomás Segovia, a quien yo quería y respetaba mucho. Me siento muy orgulloso de haber sido miembro del jurado que le concedió el Premio Octavio Paz de Poesía. Me pidieron que fuera yo, por gachupín, el que le telefoneara a Madrid para comunicárselo. Entre los miembros del jurado estaba el maquiavélico Alejandro Rossi, con el que congeniamos enseguida. Inteligencia elegante como podía ser elegante en el trato, incluso cuando te manipulaba. También estaba en el jurado Guillermo Sheridan, inteligencia peligrosa. Con Guillermo tuve un encontronazo como jurado del Premio Juan Rulfo, el año que ganó Juan Marsé. Y se quedó sorprendido cuando en el Premio Octavio Paz, como contraste, utilicé todas mis dotes de sensato diplomático. Luego fuimos a comer con Marie Jo Paz, por la que he sentido siempre mucha simpatía, y tuve que ser testigo de lo agresivo que fue Guillermo con ella. Y no sé por qué, al hablar de Rossi, me he acordado de Eduardo Lizalde. Fui a verlo varias veces a su casa. Yo era y sigo siendo un ciego admirador de los tigres de su poesía. Su estudio era una sala inmensa que, melómano como era, parecía una sala de conciertos. Su voz de barítono hacía juego con el conjunto.
Otro personaje singular fue, y sigue siendo, el uruguayo Eduardo Milán Damilano. Lo conocí por Hugo Gola en un picnic que hicimos con el novelista Ángel Viñas. Le hubiese conocido de todas formas: lleva muchos años en México, donde es apreciado y detestado en igual medida. Yo, que estoy entre los admiradores de su poesía y sus penetrantes ensayos, he tenido siempre una buena relación con él. Es de mediana estatura, delgado y con una sedosa melena que él entonces se peinaba cuidadosamente. Cuando pasaba por el escaparate de una tienda, se miraba de perfil. Solíamos vernos en el Diplomático, donde por las noches había una especie de varieté que no mirábamos. Éramos felices con nuestros tequilas, única razón por la que estábamos allí. Una de las últimas veces que le vi fue con Olvido García Valdés. Eduardo iba ya un poco achispado y se pasó la noche diciendo: “!Soy feliz, soy feliz!”, ante la divertida y sorprendida mirada de la ascética Olvido. Parece mentira cómo uno puede divertirse durante más de una hora con la repetición de la misma frase. La misma que Sònia y yo repetimos cuando nos sentimos especialmente bien.
Nuestras vidas transcurren de forma lineal, no así nuestra memoria, que vive en el más maravilloso de los caos y que borra y selecciona según le conviene. Ahora doy unos pasos atrás y me encuentro en la terminal de ADO para tomar un autocar (camión en México) que me lleve a Puebla. Allí voy a visitar a algunos de mis estudiantes. Es una ciudad llena de contrastes por la que yo he paseado horas y horas. Me instalaba en un hotel colonial y desde allí iba a una plaza llena de esculturas de mujeres desnudas que me esperaban en silencio. En dirección opuesta estaba el Zócalo, donde me sentaba bajo unos árboles gigantescos y llenos de pájaros. Había muchos muchachos limpiabotas. Uno de ellos, mientras me limpiaba los zapatos, me dijo que me iba a cambiar uno de los tacones de goma, que era el mismo que me había quitado. Estuve tentado de ir a la plaza para premiarle con unos pesos más. Y esto me lleva a otra de mis digresiones. En la colombiana Cartagena de Indias yo había comprado un par de cohíbas, los famosos puros cubanos, por un precio más que discreto. Apenas encendí uno, tuve que tirarlo: era paja de la peor calidad. Al día siguiente, unos jóvenes norteamericanos con ganas de fiesta les compraron a otros vendedores varias cajas, encantados de la ganga, es decir, de haberse aprovechado de unos pobres ignorantes. A los pobres ignorantes nos los encontramos poco después en el bar donde nos habíamos sentado a contemplar el espectáculo de las mujeres con las canastas de fruta en la cabeza, y los timados vendedores, en realidad taimados vendedores, contaban los dólares y se reían a carcajadas de los desgraciados gringos. “La plata les derrite el cerebro”, dijo uno de ellos.
En la Universidad de Puebla me trataban muy bien. Tenía un grupo de amigos en torno a Julio Eutiquio Sarabia, quien entonces llevaba, como la sigue llevando hoy, la revista Crítica, en la que he colaborado con frecuencia como empezaría a colaborar más tarde Sònia. Tomábamos una cerveza Bohemia tras otra, se iban uniendo sus amigos y luego recorríamos como podíamos y jurándonos amistad eterna –cumplimos la promesa– las solitarias calles de la muy católica Puebla. Con Eutiquio visitamos varias veces al escritor argentino Raúl Dorra, del que ya me había hablado Hugo Gola. Un tipo bastante raro, singular escritor y con una mujer, Luisa, muy agradable. De Sarabia escribí más tarde un prólogo para un libro suyo de poemas. Es un hombre misterioso y ha sido muy fiel a mi poesía.
Tras pasar varios días en Puebla, iba de nuevo a la terminal de autobuses ADO a tomar un autocar a Xalapa, una ciudad de provincias con el encanto de las buenas ciudades de provincias. Si mi Virgilio en Puebla –sin ser yo Dante ni creérmelo– fue Eutiquio, en Xalapa lo fue Guillermo Villar, quien apenas verme me abrió las puertas de su casa. Guillermo había estado de profesor visitante en mi universidad londinense. Era profesor en la Universidad de Xalapa donde yo mandaba a algunos de mis estudiantes para que pasaran seis meses allí. Gracias a él, mis gestiones en la universidad las ventilaba en una mañana. El resto –unas dos semanas– lo pasaba con Guillermo, su familia y sus amigos. Nora, la esposa, era profesora de inglés en la misma universidad –bueno, no hay otra–. Era de Veracruz, razón por la cual visitamos muchas veces esta atractiva ciudad. Íbamos al celebrado café La Parroquia, tan frecuentado por cineastas norteamericanos. Y pasábamos la noche participando del jolgorio y del estruendo de las marimbas. A veces me alojaba en un hotel frente a la playa, lejos del centro, que me recordaba mis paseos por Ipanema, en Río de Janeiro. En cierta ocasión se me ocurrió alojarme en un hotel cercano al Zócalo, donde era imposible dormir por el estruendo de las marimbas y por las paredes llenas de inquietantes bichos de toda clase. Al día siguiente se lo conté a Guillermo y se echó a reír. “¿No has puesto el ventilador?” Le dije que no. El enorme ventilador estaba precisamente para ahuyentar a aquella especie de zoológico tropical.
De Xalapa a Veracruz íbamos en el coche de Guillermo. En cierta ocasión nos paramos en el camino y yo me hinché de ostiones (ostras) que nos vendía un muchacho lento, adiposo, de manos sucias y rodeado de moscas. Guillermo siempre me lo recuerda, maravillado de que una persona tan maniática y escrupulosa como yo no temiese el muy posible riesgo de las amebas. Los mexicanos, o están inmunizados o viven reconciliados con ellas. Luego nos deteníamos a contemplar el curioso árbol de La Antigua, que parecía más una casa que un árbol, o que era una casa envuelta en raíces, como salida de las páginas de Cien años de soledad. En Veracruz comíamos en casa de los padres de Nora, rodeados de tíos, primos y sobrinos. De las noches veracruzanas, acompañado de su amigo Sergio Pitol, ha hablado Enrique Vila-Matas en una recreación brillante. Pitol se había instalado ya en su casa en Xalapa, y allí le visitábamos, la última vez en 2010 con Cristina Fernández Cubas. Fue en ocasión del Hay Festival. A pesar de su sordera y de su afasia, uno tiene siempre la placentera sensación de que has estado toda la tarde charlando con él, desde el momento en que te recibe con los brazos abiertos y con una sonrisa que no encuentro adjetivo para definir, porque es única en su calidez y cordialidad.
Sergio tiene su gramo de excentricidad, envidiable en alguien que ha sido diplomático. Recuerdo la vez que coincidimos en Praga, donde el Instituto Cervantes inauguraba una biblioteca que iba a llevar su nombre. Se iba a inaugurar con la presencia de los entonces príncipes Felipe y Leticia. Se retrasaban mucho y Sergio estaba muy nervioso. Le ofrecí un caramelo bastante grande que aceptó encantado. Lo tenía ya en la boca cuando aparecieron los príncipes, que le dieron la mano como corresponde. Me quedé fascinado. ¿Qué había hecho con el caramelo? Se lo pregunté luego y me dijo que todavía lo tenía en el bolsillo de la americana. Pitol es uno de los grandes escritores de su país y escribir sobre él es un verdadero placer. Suelo releerlo, sobre todo su El arte de la fuga, lleno de ricas sugerencias.
Cada vez que viajaba a Xalapa llevaba conmigo varios regalos para los dos hijos de Guillermo, Bruno y Elisa. No se los daba de golpe, sino uno cada día. De esta forma asimilaban mi llegada con una sorpresa. Y es algo que todavía recuerdan, como a mí me habría gustado poder recordar la llegada de los Reyes Magos, tan poco generosos conmigo. Seguimos en esporádico contacto, sobre todo con Bruno, y recuerdan siempre mis visitas. Y lo que queda en la memoria es siempre más rico que lo que realmente ocurrió. Los seres humanos pensamos, imaginamos, sentimos continuamente, enriqueciendo lo que fue, que es lo que sigue siendo. Por eso estas memorias no aceptan las fechas, que quitan libertad al relato. Lo que importa es lo que ocurrió, no cuándo ocurrió.
Entre los amigos que más frecuentaba en Xalapa estaban el novelista Luis Arturo Ramos, el poeta José Luis Rivas y, para mí, un escritor extraordinario, Juan Vicente Melo, veracruzano, amigo del alcohol, desprendido y muy cercano a Guillermo. Aprovechando sus borracheras, los –llamémosles– amigos iban a su casa a llevarse sus cuadros, valiosos regalos de pintores, ellos sí amigos. Parecía no importarle. La vez que lo conocí pensé que estaba muy bebido. Costaba entenderle. Lo que ocurría era que así hablaba, con alcohol o sin alcohol. Siempre agradeceré a Guillermo que me pusiese en contacto con él, y siempre recordaré las largas noches bebiendo y Melo hablando y gesticulado. Como recuerdo al excelente escritor que no hizo el mínimo esfuerzo por hacerse conocido. En esto me recuerda al argentino Pepe Bianco.
Debería hablar también de Guadalajara, pero eso corresponde a otra época de mi vida y allí no dejé ningún amigo. La primera vez fui como jurado del Premio Juan Rulfo (así se llamó y así lo sigo llamando yo). No me apetece mucho hablar de premios. La ciudad apenas si la vimos, encerrados como estábamos todo el día en el hotel o visitando la Feria. Más memorable fue mi segunda visita, yo ya instalado en El Masnou. El premiado, Vila-Matas, nos invitó a Cristina Fernández Cubas, a Ignacio Vidal Folch, a Cristina Fernández Cubas, a Sònia y a mí. Viajábamos en primera clase, pero de poco sirvió. Llegamos al DF derrengados. El avión a Guadalajara se retrasó lo indecible y, para colmo, algo me había sentado mal de la comida del avión. Juré no viajar nunca más a Guadalajara ni a ningún lugar de México que implicara un transbordo. Por otro lado, la ciudad, o gran parte de la ciudad, no es demasiado atractiva, las distancias son enormes y el tráfico muy denso. Por si faltaba poco, en el acto de la entrega del premio Cristina perdió el conocimiento y toda la atención se desplazó hacia ella. Enrique se sintió muy incómodo, como mínimo tan incómodo como yo. Pero en la entrega del premio él estuvo brillante como lo estuvo Christopher Domínguez Michael. Además, coincidía con una espléndida (más que espléndida, no sé cómo decirlo) exposición de Vicente Rojo, con un guía privilegiado: el propio Vicente, y en un lugar privilegiado, en el lugar más atractivo de Guadalajara, un antiguo orfanato. Salí para sentarme en un bar de la plaza y saborear una cerveza (en realidad dos, pero nadie me exige tanta precisión). Fuimos a comer a un restaurante memorable, El Farallón, memorable por el lugar, por la comida y por la compañía de Marcelo Uribe y Vicente y Bárbara, ya amigos del alma, no importa si el alma existe o no, en este caso existe y yo casi la puedo palpar. Y, por supuesto, ver. De otro modo, ¿por qué si no están aquí siguen estando aquí con nosotros? Sí, tanto Vila-Matas y su mujer, Paola Massot, como Vicente y Bárbara justificaron plenamente aquel viaje, y si un día llego a ser el poeta que tanto he querido ser, escribiré un poema para recitarlo cada vez que esté eufórico o melancólico.