Volpi: novela y aplauso y fin

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Las obras del novelista Jorge Volpi (1968) irán recogiendo los premios que aún echan en falta, públicos o corporativos. A la ya enorme estela de reconocimientos que le han dado al escritor por sus novelas, se sumarán los que gratifiquen la totalidad de su trabajo literario ––qué duda cabe. Una vez muerta la generación que lo precedió, Volpi recoge hoy la posta del intelectual y prosista mexicano, tal y como quiso Carlos Fuentes, y con esta corona recorre el mundo explicando el evangelio latinoamericano: folclor y dolor, a partes iguales.

Es improbable, sin embargo, que las lámparas que reproduzcan sus declaraciones, literarias o políticas, fulguren con la misma luz que con el autor de Los años con Laura Díaz. Ya no son tiempos del intelectual latinoamericano creado por el romanticismo y la inconformidad del 68. Volpi, además, no quiere apagar las luces de una fiesta a la que es el gran invitado.

También desde este lugar es como ha de leerse la concesión del XXI Premio Alfaguara de Novela, fallada el 31 de enero pasado, en favor de su texto Una novela criminal, una anchurosa narración que pretende abrazar de modo definitivo la verdad del caso Cassez-Vallarta, otro de los tristes montajes que malvivió México desde el año 2005 y equiparó por enésima vez los propósitos y procederes del aparato estatal con los del crimen organizado.

De lo que se puede revisar en la red, son pocos los críticos que se allegaron a una lectura detenida de Una novela criminal. La mayoría de reseñas son insípidas reelaboraciones de los paratextos y el acta del jurado que premió la obra. Aunque esto ponga los pelos de punta a los filólogos clásicos, educados para celebrar la autonomía literaria a través del close reading, es ineludible “asentar” ––ese verbo que Volpi repite tanto en su obra–– los canales de recepción y celebración de una novela que pretende no serlo, que además contiene algo más de 500 páginas, que se impuso a otras 579 que fueron enviadas a las sedes de la editorial y que, como gesto no menor, coloca a la figura de Jorge Volpi, al ser premiada, como el escritor mexicano progresista de referencia. Urgida por la abundancia de novedades, tal vez asustadiza de disentir, la crítica hizo poco por evaluar una obra que ha adornado, y seguirá presente en los siguientes meses, los estantes de las librerías de ambos lados del Atlántico. La red de comercio, académicos y cuotas de representación parece estar urgida por relevar a una generación que acaba de extinguirse con la muerte de Sergio Pitol y que, en términos de resonancia, sólo encuentra, antes que a Volpi, a Juan Villoro.

Así pues, Una novela criminal ha gozado del timing preciso para aparecer. Su autor escribe que ha redactado una novela documental o novela sin ficción, y añade todavía más material al entusiasmo por los textos literarios urdidos desde la experiencia del yo o, a caballo entre el periodismo y la historia, a reconstrucciones históricas de acontecimientos. Habría que acotar que Una novela criminal le debe todo su propósito de innovación, por un lado, a los reportajes de los bravíos periodistas mexicanos, como Anabel Hernández o el recientemente fallecido Sergio González Rodríguez; por otro, al modelo Capote-Mailer-Wolfe, rejuvenecido por Javier Cercas y revivido, para dolor de célebres pesimistas como Richard Millet, como muestra irrefutable de vitalidad del género novelesco.

El texto de Jorge Volpi es, en términos más ortodoxos, o acaso menos publicitarios, un reportaje. Un reportaje que, según él, ha demandado la contratación de dos asistentes de investigación, la obtención de miles de páginas sobre el caso, y los comentarios y entrevistas con decenas de personas, a las que agradece al final. Es probable que nadie de ellos haya tenido acceso al manuscrito que el autor envió a concurso porque bien pudieron decirle que, si bien Una novela criminal se propone respetar el carácter no especulativo como premisa, en términos literarios es una obra fallida, reiterativa y, ciertamente, nada proclive a proponer literariamente una lectura del caso. Hay tal abundancia de recursos que parece que después de tanto esfuerzo por arrojar luz al proceso, ésta terminó por volverlo igual de confuso o, peor aún, menos complejo y más unívoco que al inicio, cuando el autor se propuso escribir sobre él. O quizás esto, más bien: Volpi se olvidó de que estaba escribiendo literatura.

La primera consecuencia es que el libro es una especie de “reportaje de tesis” que no busca esclarecer algo; lo que le más le preocupa al autor es validar su modo de trabajo y “dejar asentadas” algunas perogrulladas: la connivencia de los medios de comunicación con los gobiernos mexicanos de turno, o la indignación del investigador ante los compadrazgos y amaños del sistema judicial de su país. Y, por supuesto, la distancia interpuesta por el que escribe con el juicio sobre los sucesos delictivos. Algo en lo que falla apenas inicia la lectura.

En una de las primeras páginas, el autor sostiene que ignora si Florence Cassez e Israel Vallarta son los culpables de las causas por que han sido imputados. Bien lo sabe, sin embargo. Tal vez no consideró que una forma de narrar los hechos es ordenarlos a discreción y comentarlos ––aunque se propuso no hacerlo, en realidad se pasa comentándolos––, de modo que el lector no tenga otra cosa que seguir la ruta de un relator que se ha propuesto ser sólo un interlocutor entre lo sucedido y la verdad oficial, pero cuyas conclusiones oye rebufar después de cada párrafo.

Bien lo sabe. En la página 210 relata un episodio en que le fue otorgada la posibilidad de conversar con Israel Vallarta, el principal acusado de secuestro, y le dice lo siguiente: “A lo largo de este año he estudiado tu expediente (…) y estoy convencido de que deberías estar libre”. No mucho después Israel le comenta: “Aquí (en la cárcel) he conocido gente muy valiosa. Y yo sigo amando a México. Es un país maravilloso. Y desde aquí lo sigo amando.” Volpi, desde luego, concluye, en la mitad del libro, que Vallarta “no es sino uno más de los miles de mexicanos que han sufrido abusos por parte de las autoridades y han sido víctimas ––sí, víctimas–– de la corrupción y la desvergüenza de quienes les han impedido tener un proceso justo”.

Buenismo y retórica mesiánica, a partes iguales. Folclor y dolor. La derrota ante los hechos, o ante las ganas de interpretar esos hechos, que solos podrían conducir al lector a sacar sus propias conclusiones. Lo mismo sucede con los diálogos. En lugar de ser la recreación de un momento, éstos operan como acartonadas herramientas de transmisión de información. La escena de la visita de los padres de Florence Cassez a su hija, en la cárcel, no puede ser más inverosímil. O es verosímil si aceptamos el pacto que propone Volpi: creer que todas las escenas dramáticas funcionan como una telenovela, que satura de palabras lo que bien podría no ser dicho e intenta, a la vez, entregar información al lector o televidente.

El argumento de la obra no prescinde de mujeres hombrunas que custodian las cárceles de mujeres, del mafioso judío, acaso aliado del Mossad y sacrificado por la protección de su comunidad, de la preclara y limpia mujer francesa, de modales meditados. Todo esto lo ve un narrador que, cuando ocurren los hechos, vive entre París y Ciudad de México. Aplauso y fin. Casi que no hace falta encender el televisor.

Al final, no es difícil afirmar que es el narrador mismo quien mejor está perfilado. Un hombre educado y sagaz, un tipo caballeroso –hay que ver las venias que le hace al lector- y distinguido, un hombre bien, pues. Un competente intérprete de la realidad mexicana. La obra de Jorge Volpi llega justo a tiempo para el mercado. Pero muy tarde para la literatura.