Por Daniel Samoilovich y Eduardo Stupía
El pintor Zeusis desafió a su rival Parrasio de Éfeso a una competencia pictórica.
Empezó la competencia. Se corrió la cortina que ocultaba la tabla de Zeusis, y apareció pintado un muchacho que sostenía un racimo de uvas; la pintura estaba ejecutada con tal realismo que acudieron varios pajarillos a picotear las uvas. Cuál no sería su disgusto cuando dieron con sus picos contra la tabla.
Parecía harto difícil superar la marca de Zeusis; muy seguro de su victoria, éste dijo a Parrasio que era su turno y le pidió que corriera la cortina que tapaba su obra. Parrasio dijo que no podía hacerlo. Zeusis preguntó por qué, y Parrasio le pidió que lo intentara él mismo. Zeusis se acercó a la cortina, trató de correrla y grande fue su disgusto al notar que era una cortina pintada.
Lógicamente, Parrasio fue dado por ganador, pues si Zeusis había engañado a los pájaros, Parrasio había engañado a Zeusis. Esta fabulita nos enseña algo importante, lástima que no sepamos qué.
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Al año siguiente, cuando el pintor Ydígoras desafío a Parrasio a una competencia pictórica, Parrasio se las vio negras. No podía repetir el truco de la cortina pintada; ya todo el mundo lo sabía. Por otra parte, lo único que sabía pintar eran cortinas, de modo que contrató como negro a Zeusis, para que le hiciera un cuadro que engañara a los pájaros; confiaba en que Ydígoras no lo lograra.
Llegó el día de la competencia. Parrasio destapó primero la pintura que para él había hecho Zeusis. Era tan buena como todas las de Zeusis, pero apenas un pájaro muy jovencito se presentó a comer las uvas; los demás estaban ya alertados.
A su turno, Ydígoras descorrió su cortina y apareció tras ella un muchacho real, sosteniendo unas uvas. Varios jueces adujeron que aquello no tenía nada que hacer en una competencia pictórica; pero otros comprendieron de inmediato que se trataba de algo nuevo, que un par de milenios después se impondría con el nombre de instalación, performance o live art, según el criterio del crítico que redactara el futuro catálogo. Mientras estos clarividentes convencían a los demás, vinieron, ahora sí, las aves en gran número y se comieron todas las uvas; no faltando el pajarraco que, al notar la inmovilidad del efebo que las sostenía, aprovechó para pegarle un cariñoso picotazo en el culo; en passant.
Esta fabulita demuestra que, puestos en el compromiso de juzgar el mérito artístico, los pájaros pueden causar daños frontales, colaterales e incluso traseros.
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Importunaban al Giotto sus críticos, diciendo que sus figuras eran deformes, y que la razón de esa deformidad era que no sabía pintar; entonces el pintor hundió su pincel en un frasco de pintura negra, y trazó en la tela un círculo en apariencia perfecto. Los que asistían a la demostración midieron, incrédulos, el círculo con un compás y comprobaron que, efectivamente, era perfecto.
Este círculo se conoce en la historia de la pintura como “la O del Giotto”; la historia de esta O demuestra que reglas y compases, aunque no son jueces competentes en materia de arte, sirven al menos para que los tontos no te molesten.
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Cuenta Plutarco que en una cena en casa de Marco Lépido la conversación recayó en cuál sería la mejor muerte. Anticipándose a todos, Julio César dijo: “La no esperada”.
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En un relato de Isaac Bashevis Singer, cuando el protagonista se enfrenta a quien va a matarlo, tiene tiempo de decirse: “Así que éste era; éste era el rostro que había de tomar para mí la muerte”.
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Cuenta Segismundo Freud de Pfivor que en una situación de grave peligro se le apareció en la mente una hoja escrita en grandes caracteres que flotaba en el aire. Rezaba: “Este es el fin”.
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Cuenta Alexander Alekhine que una vez, al perder una partida ante un rival al que consideraba inferior, se le apareció con toda claridad en la mente una indignada pregunta: “¿Por qué tengo que venir a perder con este idiota?”.
Somete Alekhine su pregunta a crítica, y concluye que al menos esa vez el idiota en cuestión no había resultado tan idiota; o, en todo caso, menos idiota que él mismo. Y que no reconocerlo sería una idiotez más.
Entre poetas todo esto sería imposible; nadie llegaría a enojarse por perder, porque para eso antes habría que aceptar que otro ganó. Esta historia sugiere que todo el mundo tiene alguna chance de mentirse a sí mismo; pero que los poetas tienen más oportunidades de hacerlo que los ajedrecistas; o que los acróbatas, o los toreros.
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En la flor del jacinto se leen, todo alrededor de la corola, las letras A I A I… ; es el lamento, dicen, el “¡ay!” de Zeus por el joven Jacinto, a quien la flor recuerda. Gran capacidad de síntesis, la del dios; en la flor que yo inventaría para recordarte, no me alcanzarían los pétalos, el tallo y las raíces de una mata entera para escribir lo que allí, entre quejas y alabanzas, quisiera que constara, amor.
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Obediente de la orden divina, Noé hizo subir al arca a un mosquito macho y una hembra, que a poco andar lo volvieron loco a picotazos (la hembra; el macho, como es sabido, no pica). La vez que el capitán del barco le tiró a la mosquito un manotazo que casi la mata, su marido mosquito reclamó a Yahvé:
— ¿No era que ibas a salvar a todas tus criaturas? Si este bruto de Noé mata a Yolanda, ¿yo que hago?
— Que no trate de picarlo, y él no le hará nada— dijo Yahvé.
— Eso es pedir lo imposible —dijo el mosquito—, no pensarás que una mosquito en la flor de su edad puede estar cuarenta días y cuarenta noches sin comer.
— Que pique a alguno que no tenga manos— dijo Yahvé.
— No creo que ella elija con mucho cuidado. Ve la oportunidad de picar, y pica.
— Ajá. ¿Y se puede saber por qué estás vos defendiendo su caso? ¿Ella no sabe hablar?
— Me temo que si viene ella en persona (o en mosquito, como prefieras) tratará de picarte.
— ¿A mí? No creo que pueda.
— Pero ella podría creer que sí.
Yahvé entendió que no cabía enojarse; al fin de cuentas él mismo había creado a los mosquitos, con sus mañas y todo. Tampoco cabía exigirle a Noé que no intentara darles un manotazo. De modo que dijo:
— Mosquito amigo, si tu chica está loca, estás en un problema. Sólo te queda confiar en que Noé no le acierte.
Esta fabulita, hallada en la Yalkut de Simón ben Yojai escrita a mediados del siglo XIII, demuestra que todos, humanos, mosquitos y rinocerontes, tenemos que arreglárnoslas solos, lo cual a algunos les parecerá obvio, a otros un tanto hereje, y deprimente a la mayoría; y que con las Yolandas de este mundo, ni Yahvé puede.
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Los ángeles molestaban todo el tiempo a Alá, preguntándole por qué los hombres pecaban; que era una manera de preguntar por qué, teniendo la chance de crear a los hombres respetuosos del Cielo, justos y sabios, los había hecho pecadores. Alá les daba las explicaciones pedidas, pero los ángeles volvían a la carga con toda clase de objeciones, salpicadas de citas doctas y razonamientos irrefutables.
Al fin, completamente harto, Alá les pidió que seleccionaran a los dos de ellos que consideraran más sabios, recayendo la elección en Harut y Marut. Entonces Alá transformó transitoriamente a Harut y Marut en hombres y los mandó a la Tierra para que averiguaran por sí mismos por qué los hombres pecaban.
Cuenta la leyenda que se enamoraron ambos de la misma mujer, Al-Zuhara, reina de Ecbatana, que les puso como condición para entregarse a ellos que le revelaran la contraseña divina que permitía ascender al cielo. En una noche de caricias y ebriedad se la dijeron, y de inmediato la olvidaron; o sea, por el pecado de revelar esa contraseña perdieron la posibilidad de regresar al Empíreo, y vagan desde entonces por el mundo sublunar.
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Mientras tanto, Al-Zuhara se apresuró a subir al Cielo, donde Dios no sabía bien qué hacer con ella; finalmente, para que no corrompiera a todo el personal celeste, la transformó en una estrella y la puso fija en el horizonte, a anunciar la llegada del día y la de la noche. Pero hete aquí que, aun quieta en su sitio, Al-Zuhara incita a los bailes y placeres nocturnos, y a la risa y el ocio durante el día. Su visión proporciona esperanza y consuelo a los amantes (incluso a los pobres Harut y Marut) y júbilo a todos.
Esta historia enseña que todo saber tiene algo de puritano y todo puritanismo algo de necio; y que con las Al-Zuharas de este mundo, no puede ni Aquel que Más Puede.
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El Puritanismo organizó una fiesta e invitó al Saber y a la Necedad. Los dos invitados se entendieron bastante bien entre ellos, pero en casa del Puritanismo no había alcohol, así que se fueron temprano, en el mismo taxi, a casa de la Pedantería, donde sí había lo que beber. Y por cierto que se lo bebieron.