Promontorio
Tampoco aquí los nombres tienen mayor importancia. Al introducir por tercera vez la llave en la cerradura advertí que no me había dicho el suyo, ni yo a ella el mío.
El día anterior había consumido parte de mis últimos pesos en un boleto de ómnibus a Promontorio.
Pueblo de 680 habitantes, debe el nombre a una solitaria floración rocosa que ciertos espíritus fantasiosos prefieren llamar “el castillo”.
El ómnibus, tras dejarme en un playón gris y polvoriento, arrancó bruscamente, como urgido por alejarse. Desde ese apeadero precario era visible el hotel, una construcción de dos plantas sobre cuya techumbre verdosa se alzaba, cortada en chapa, la tosca silueta de una torre medieval.
“El CASTILLO Hotel Restaurante Parrilla” podía leerse en el letrero despintado del frente.
Alojado en ese único hospedaje debía aguardar la llegada de un tal Martelli. Él me enteraría de los pormenores del trabajo, que preveía de contornos oscuros y tal vez peligrosos. No estaba ya en mí elegir ni fijar condiciones.
Las puertas de vaivén se abrieron a un comedor desierto. Manteles de hule desgastado que dejaban ver la trama en esquinas y bordes, la parrilla apagada, un metegol de jugadores machucados. En el fondo, volcada sobre el mostrador, una mujer dudosamente rubia leía el periódico regional. Por el titular comprendí que databa de un par de días.
Me registré con un nombre que olvidé de inmediato y entregué casi todos mis últimos billetes. Por su parte ella descolgó una llave y señaló la escalera, sin molestarse en acompañarme.
Faltaba todo un tiempo de siesta larga para las cinco, hora en que debía comparecer el tal Martelli. Hice correr la mirada por el cuarto. La tarde se resumía en una toalla gastada por incontables cuerpos, doblada en cuatro sobre la cama y que aparentaba guardar en los pliegues algún secreto miserable.
Todo en Promontorio, incluso el sol de las dos y media, parecía precario, agónico y falso de origen.
Me dejé caer. El colchón, inesperadamente, era nuevo, lo que por un momento restauró mi ánimo.
En ese par de horas soñé un porvenir venturoso, me abismé presintiendo desgracias, me adormecí, escuché distraídamente la música detestable que venía desde abajo y, sobre todo, me esforcé por no recordar. Así se hicieron las cinco menos diez. Mejoré mi aspecto ante el espejo del baño y bajé.
Elegí una mesa pegada a la vidriera, descorrí un poco la mugrosa cortina y pedí a la rubia un café, que trajo de mala gana, como si la hubiese distraído de ocupaciones verdaderamente importantes. Era la hora de salida de la escuela y la calle se alborotó de gritería y revoloteo de guardapolvos blancos, para recaer minutos después en su habitual quietud mortecina.
Inquieto, esperé que algún auto se detuviese ante el hotelucho. En la radio dieron las cinco y media, las seis, las seis y media, las siete. Tres veces fui al teléfono público y marqué el número del que había dicho ser íntimo amigo de Martelli. Me respondió invariablemente el tono de ocupado.
Encargué un sánguche y una cerveza. El pan era viejo y la bebida no debidamente fría, aunque encontré sabroso el salame, seguramente de factura regional.
De vuelta en el cuarto, derrumbado en la cama, examiné mi situación. A las diez de la mañana me vería a la intemperie, sin una moneda, náufrago en un pueblo caído de los mapas.
. Había tocado fondo. Volvió a presentarse la idea oscura. Saber de la salida de emergencia me mantenía sujeto, paradójicamente, a las cosas de este mundo.
El viento de la noche, entrando por las juntas descalzadas de las chapas hacía tabletear los paneles de telgopor mal pegados del cielorraso. Era el acompañamiento ideal para unas divagaciones que se truncaban sin cuajar en pensamiento.
En cuanto logré reunir algunas fuerzas salí.
Promontorio dormía. Sólo se oía el tronar de los camiones en la ruta y ladridos acá y allá. Mi cuarto parecía ser el único ocupado. El corredor terminaba en una puerta distinta, más chica y sin número. Tanteé el picaporte. No le habían echado llave.
Era el depósito de trastos. Un par de ventiladores inútiles, una alfombra vieja enrollada, palos de escoba, una cortadora de césped sin motor, dos ruedas de bicicleta y varias cajas de cartón. Las revisé, con la ilusión de encontrar algo de valor que pudiese hurtar. Una contenía piezas usadas de grifería; otra, elementos de electricidad desechados; una tercera diarios y revistas viejos.
Volví al cuarto con un rollo de cable de teléfono y cuatro números del Álbum El Tony.
Tenía por delante doce horas de tregua y resolví postergar cualquier decisión. Hice a un lado el cable como quien aparta un mal pensamiento y me tendí a leer.
No eran las obras maestras del género. Uno de los policiales podría haber ejercido una seducción áspera sin la verborragia de los personajes, y otro de aventuras marítimas apenas dejaba entrever segmentos de horizonte tras los pesados bloques de texto.
Sin embargo, aquellos comics para pobres hicieron que atravesara indemne la noche.
En la mañana me asomé a mirar la calle, velada por ese polvo blanquecino que cubre todas las cosas en Promontorio. En el playón un viejo y una chica, esperaban el ómnibus. “Otro día”, me dije, aspirando profundamente el aire fresco y contaminado. “Quizás algo esté haciéndose allá afuera”.
Acomodé las revistas en la maleta, devolví el cable al trastero y bajé.
Ya estaba ahí la falsa rubia. No del todo despierta, escribía o dibujaba con un fibrón grueso. Hizo a un lado el papel. Le alcancé la llave. No hizo ademán de tomarla y opté por dejarla sobre el mostrador, entre los dos.
—Ayer estuvo esperando a alguien.
—Puede ser —contesté. No estaba de ánimo para explicaciones.
—También intentó una llamada telefónica.
La voz se arrastraba, todavía somnolienta. Me miró como si acabara de descubrirme.
—Disculpe si me meto en lo que no me importa. Sé lo que es estar pendiente. ¿Esperaba a Martelli?
—A ese, sí.
—No vendrá. Ayer, antes que usted, estuvo la policía. Preguntaron si un tal Martelli anduvo por aquí. Prometí avisarles en caso de que apareciera. Al verlo a usted pensé: este es Martelli.
—Pero no avisó.
—No tenía porqué. Usted me dio otro nombre.
—En todo caso podría haberles comunicado la sospecha ¿Por qué no lo hizo?
—Ese es asunto mío.
—Le agradezco. Claro que no soy Martelli.
—Hace un rato volvieron. Supe por ellos que usted no es Martelli y que Martelli no vendrá. Encontraron su auto incendiado a dos kilómetros de aquí. Juntaron lo que quedó de él en una bolsa negra. Así están las cosas.
Acercó la hoja en que estaba trabajando. “SE NESECiTA PARRiLLERO”.
—El que atendía la parrilla se fue. Hace dos días. Nadie soporta mucho tiempo en este pozo.
Quedó mirándome, largamente.
—Lo tomo —dije—. Si a usted le parece.
Estrujó el papel con las dos manos.
—Hecho. Se ocupará de las compras y la cocina. Yo atenderé las mesas.
Con la punta de los dedos hizo correr la llave hacia mí.
—Por ahora ocupe la misma habitación.
Tomé la llave y la maleta.
—Otra cosa. Jamás pronuncie el apellido Martelli. Olvide que alguna vez lo oyó.
No dije nada. Creí haber entendido.
Subí la escalera por tercera vez.
El gato blanco
Fue dos semanas antes del infortunio. Gloria, luego de servirle el desayuno, comentó:
—Tu madre desvaría. Dice que anoche entró un gato blanco y durmió a su lado. Pero allí no había ningún gato.
—Se habrá ido.
—¿Por dónde? La ventana estaba cerrada.
Me encogí de hombros.
—¿Qué importancia tiene?
—Puede ser un mal síntoma.
Quise llevarle yo el té de la noche. Me pidió que dejara la puerta entreabierta, lo suficiente para permitir el paso de un gato, y en el vano un plato con leche.
—Desde mi casamiento no había vuelto a tener gato —dijo.
Papá odiaba a los gatos. Les disparaba con el rifle de aire y reía a lo loco cuando acertaba.
—Estás entrando en su delirio —protestó Gloria, al ver que vertía leche en el plato
—Nada cuesta darle el gusto —dije, alzándome de hombros.
Así que un gato. No tenía visto ninguno en la vecindad, y menos de color blanco. En el edificio lindero no admiten animales y del otro lado viven los Levin.
—No me gustan los gatos —decía doña Rosita Levin, la boca fruncida en desagrado—. Ni los circos.
La ventana da a los fondos de un supermercado chino. Tal vez en la noche el vuelo de un papel o una bolsa de plástico escapada del patio mugroso pudo haber sido vista como el deslizarse de un gato.
El plato amaneció intacto. Quise que mamá lo viera.
—Parece que anoche no vino —comenté.
—Sí vino. Pero es otra clase de gato —respondió, por toda explicación.
Y sonrió como si su pensamiento estuviese fuera de mi alcance.
En adelante yo me encargaría del gato y Gloria de atender a mamá.
Volvíamos a la cocina, luego de haber suministrado a ella su té y al gato fantasma la ración de leche
—Mirá esto —dijo.
Se había detenido ante el sector de pared reservado a la fotogalería familiar. Rara vez le dedicábamos una mirada.
Cuatro generaciones se congregan allí. De la más antigua solamente hay tres fotos: la del pasaporte del abuelo, ampliada, el retrato oval de la abuela y, entre ambas, una solemne composición de estudio, dedicada a la posteridad, que los muestra sobriamente encantados con mamá de meses. En varias, algunas sepiadas y borrosas y otras incisivamente nítidas, aparece mamá niña. Tere señaló una, tomada en aquel patio con macetas y baldosas flor de lis que a veces creo haber conocido. Mamá, de seis o siete años, sentada en el sillón de caña, descansa las manos sobre un gato blanco adormilado en la falda.
—Ahí lo tenés. El famoso gato blanco. Una regresión infantil, claramente.
—La hace feliz. Dejala.
Comprendí que el tiempo de mamá ya no corría en sentido único. Se detenía, volvía atrás, se arremolinaba, tomaba desvíos inexplorados. Quizá fuese así para todos, llegada la edad en que sueños y realidades se confunden. No teníamos derecho a imponerle nuestra rutinaria percepción lineal.
La mañana en que no despertó, por primera vez encontré vacío el platito de leche. Aturdido, me asomé a la ventana. En el patio los chinos trasladaban cajas al interior del local. Ningún gato a la vista.
Luego de que partiera el furgón de la funeraria, recorrí las habitaciones, haciéndome cargo de la ausencia. Me detuve ante las fotos. Allí persistía, riendo con los nietos; junto a papá, jóvenes los dos en alguna playa; con nosotros en la plaza Alem; de blanco en su fiesta de quince; muy chica en el patio de las macetas.
Algo había cambiado. Sobre el regazo ya no estaba el gato. Su lugar lo ocupaba una de aquellas muñecas de los años cincuenta, Marilú o Linda Miranda, de amplio vestido blanco con volados. Los ojazos de plástico la miraban fijamente. Llamé a Gloria.
—Mirá esto.
—Mmmh… A veces la vista engaña. No hay buena luz aquí. Aquel día veníamos con la idea del gato. Eso nos habrá confundido.
En el velorio había aún poca gente, unos vecinos. De la familia tardarían en llegar. La señora Li, del mercadito, cuchicheaba con los Levin algo del precio del aceite. De pronto doña Rosita se erizó, dio un breve grito, espantada. Seguí la dirección de su mirada. Un gato merodeaba el féretro. Era blanco.
Como si la hubiesen llamado, una empleada del velatorio apareció con un escobillón, dispuesta a expulsarlo.
—Déjelo —musitó Gloria—. Está todo bien.
—¿Todo bien? ¿Está segura?
—Todo bien, sí.
—No entiendo cómo entró ¿Es de ustedes?
Gloria no contestó.
El gato quedó por ahí, acicalándose. Finalmente se echó bajo el féretro. Adormecido, cada tanto entreabría los ojos.
Comenzó a llegar gente y lo olvidamos. No sé en qué momento desapareció. Supongo que durante el ajetreo de la despedida.
Volvimos en taxi del cementerio, Gloria miraba fijamente hacia adelante. No hablábamos. Supe que nos rondaba el mismo pensamiento.
Ya en casa anduvo dando vueltas, indecisa o como si disimulara cierta intención. Adiviné que su itinerario tenía por destino el rincón de las fotografías. En cuanto la vi detenerse allí me acerqué.
Tenía los ojos clavados en la del patio de las macetas. Al regazo de la remota mamá niña había regresado, al mismo tiempo que nosotros a casa, el sigiloso gato blanco.
Todo estaba finalmente en su lugar.