El cordial minimalismo de Nuestra lengua, el ensayo de David Noria publicado recientemente por la UNAM y la Academia Mexicana de la Lengua, permite solo momentáneas intermisiones en su vuelo de pájaro por la historia del español (muchas de las cuales consisten en citas literarias). Una intermisión en particular, una cita, me ha parecido acertadísima, porque dibuja en miniatura el extrañamiento global que pude sentir al terminar el libro. Se trata de una anécdota de Fernando Vallejo en Roma. Es de noche y la ciudad está dominada por una “luna delirante, como la de Estambul”. Inesperadamente escucha hablar en español a una muchacha judía que vino de viaje de Israel con un grupo de músicos. Se ponen a conversar en un corredor de arcos altos que da a un patio. La muchacha le cuenta que ha aprendido el sefardí de su abuela. En vez de “los muchachos” dice “los mancebos”, y dice “Sepharad”: España en hebreo. “El tiempo que nos separaba quinientos años ahora nos unía”, se señala en la anécdota.
La abuela de la muchacha habría descendido de los sefardíes expulsados de España en 1492, el mismo año del avistamiento de América. En los lugares más remotos del Viejo Mundo ese español arcaico transcrito en la escritura hebrea habría sobrevivido en estado silvestre durante siglos, y habría mutado secretamente bajo el influjo del griego y del turco. David Noria apunta unos párrafos antes la analogía que traza Rufino José Cuervo: que el español oriental había sido modificado como el español americano había sido modificado por las lenguas indígenas. Y pese a semejante bifurcación, era posible el diálogo en una ciudad ajena para ambos, en la lengua de sus antepasados, tierra común. En realidad en aquellas palabras misteriosas, torpes, quizás hasta triviales, habría un diálogo todavía más antiguo y profundo.
Hay causalidades invisibles detrás de la intimidad de los dos jóvenes. Los imperios caídos, las legiones abandonadas a su suerte, el pan y el circo, las repoblaciones que impulsaron los monjes benedictinos, las alianzas de la Orden de Cluny, los cadáveres arrojados con catapultas que introdujeron la peste negra, los visigodos que invadieron otras tierras cuando vieron las suyas invadidas, la cruz defendida por los visigodos, la cruz defendida por los romanos, el griego enseñado en las escuelas romanas, la riqueza mozárabe, los acueductos, los viñedos, la transición, en palabras de David Noria, de “las termas y el foro al feudo y el castillo”. En las pocas palabras que hubieran podido intercambiar aquella noche se cifraban factores innumerables, convergían innumerables días y noches, viajes y naufragios, aldeas y ciudades, llanuras, bosques e islas.
Creemos que conocemos lo que decimos cuando lo decimos, pero en la etimología, en la historia de la lengua, ocurre otra conversación que jamás comprenderemos a cabalidad. Parecería que la identidad fonética entre el concepto abstracto de azar y la flor llamada azahar constituye una coincidencia. Sin embargo, la palabra azar viene de la palabra en árabe que designaba la marca con forma de flor que daba suerte en la taba (antes de que se popularizaran los dados cuadrados), y antes de eso significaba sencillamente “flor”. Llamamos azahar a la flor del naranjo y del limonero por la misma razón. La intimidad no es nuestra, sino de las palabras que hablan a través de nosotros, las palabras que hablan entre sí tras reconocerse, tras haber errado por siglos. Ese es el extrañamiento agradable que me produce Nuestra lengua, y el que creo que puede transmitir al lector que empieza a interesarse por la lingüística.
Nos recuerda David Noria que la etimología de monumento es “aquello que sirve para recordar” y que por tanto la lengua es un monumento. Se trata de un monumento de aire, que abarca prácticamente la redondez del mundo, que desconocemos mientras lo caminamos, del que desprendemos de vez en cuando algunos asombros, una vez que nos percatamos de que las escaleras alguna vez fueron columnas, de que los techos son todos techos falsos, de que hemos convertido en dormitorios viejos salones de baile, y entrevemos por un instante la permanencia de los otros mundos (en apariencia perdidos) en nuestro mundo, esa infinita acumulación de objetos, rutinas y dioses.
Inicia Nuestra lengua con la pregunta de cómo los humanos del futuro contemplarán la Ciudad de México dentro de mil años, qué entenderán cuando traten de descifrar lo que quede de lo que los mexicanos hablan o escriben ahora. David Noria se pregunta si será evidente que por el camino “se camina”, que en el restaurante la persona “se restaura” y en el hospital “se hospeda”. Nosotros mismos podemos olvidarlo a veces, podemos enajenarnos incluso de las etimologías más obvias. Y en esto consiste la paradoja del lenguaje: que puede cambiar sin que haya cambios significativos, que incluso usando las mismas palabras tarde o temprano nos podemos terminar refiriendo a cosas distintas.
En “La biblioteca de Babel” Jorge Luis Borges interroga al lector si está seguro de entender las palabras que está leyendo. Por eso, cada comunicación entre dos seres humanos constituye una pequeña maravilla. El asombro metafísico que se esconde detrás del encanto de una zona de la lingüística, y quizás la única esperanza que alimenta la escritura, está en la representación mental de ese sentido oculto, incorruptible, imperecedero de las palabras y las frases, que en última instancia tal vez se remonte a onomatopeyas de los sonidos de las bestias y los pájaros. Esa breve representación mental de la intimidad del lenguaje es lo bastante fuerte, lo bastante adictiva, como para impulsar una fe religiosa (la literatura, o como queramos llamarle), y es lo que hermana a los escritores y a los lingüistas. El escritor y el lingüista no buscan necesariamente la eternidad. Hacen algo más difícil: creen en la eternidad. Creen en la exterioridad de algunos procesos y en la autonomía de ciertas fuerzas, que no necesitan de ser contemplados para existir. Nuestra lengua es una iniciación lingüística y también literaria.