Por Daniel Samoilovich y Eduardo Stupía
Una vieja manotiaba
en la creciente y decía
“¡Qué gran cosa el vino rojo
y el agua, qué porquería!”
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Al saberse que el vino rojo tenía un elemento antioxidante que prolongaba la vida, algunos químicos se pusieron a sintetizar el susodicho elemento y comercializarlo en pastillas. Bien, pasados los años y estudiados los índices de mortalidad, resultó que las pastillas no funcionaban, o sea que sus consumidores no resultaban ser más longevos que los demás.
¿No se os ha ocurrido, oh químicos, que quizás los bebedores de vino rojo viven más porque tienen mejores razones para vivir? El autor los desafía, a ustedes y a quien sea, a que sinteticen eso.
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Ixión, hijo de Flages y Polimela, había recibido de Zeus el regalo de la inmortalidad. Pese a ello, eventualmente concibió la idea de violar a Hera y cada vez que se emborrachaba —o sea, a menudo— proclamaba su atrevida intención en las tabernas del Olimpo, tanto en las más famosas como en las menos.
Zeus se encontraba en un problema: no podía castigar a Ixión tan solo por sus intenciones, pero tampoco lo podía dejar correr, pues por ahí se rumoreaba que Hera coqueteaba con la idea de dejarse violar para vengarse de las muchas infidelidades de su marido (por otra parte, es fama que ella tenía la curiosa capacidad de regenerar su virginidad cada vez que quería).
Urdió entonces el Jefe una artimaña: fabricó un fantasma de la diosa y lo puso a tiro de Ixión, a fin de que pudiera pecar efectivamente sin detrimento de Hera (mejor dicho, del propio Zeus). Consumada que fue la unión de Ixión con el fantasma de Hera, Zeus condenó al réprobo a andar por el cielo y el infierno atado a una rueda en llamas que no se detenía jamás. La rueda podría haber seguido andando para siempre sin perjuicio para Ixión si éste se hubiera muerto en un tiempo prudencial, pero el caso es que, como se ha dicho, Ixión no podía morir.
Esta historia muestra que hay que ser muy cuidadoso antes de aceptar cualquier regalo de los dioses, incluyendo la inmortalidad.
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Cuando el último dinosaurio del mundo se despertó, el hombre todavía estaba allí.
—¿Qué hacés, imbécil? ¡No ha llegado tu hora, todavía! —dijo el dinosaurio, y se dio vuelta, se volvió a dormir y soñó que era una mariposa; y la mariposa soñó que era Chuang Tzu, y Chuang Tzu soñó que era Jorge Luis Borges, y Borges soñó que era Augusto Monterroso, y la idea de ser Monterroso resultó para Borges tan espantosa que se despertó. Cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Mientras tanto el mundo se había acabado con un quejido, más que con una explosión, y él era el último hombre sobre la Tierra. En eso sonó el teléfono; era una grabación que le ofrecía un lavarropas semiautomático en veintisiete cuotas al 45% de interés anual, más gastos administrativos y de seguro de vida hasta que terminara de pagar.
Esta fabulita sugiere que los intereses no bajan por cataclismo; y que si vas a escribir minicuentos, es mejor que numeres las páginas.
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Has dicho que me querías;
yo digo, no puede ser;
donde nunca hubo mosquitos
¿qué pantanos puede haber?
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Casi todos los que escriben o graban o imprimen sobre hojas de papel lo hacen con la ilusión de estar aumentando el valor de la hoja al inscribir en ella algún registro o comunicación o pensamiento o fábula, ya sea para aterrar o divertir al prójimo, expresarse a sí mismos, difamar a un tercero, etc.
Empero, cada día se tiran a la basura toneladas de hojas impresas o manuscritas, y nadie tira papel en blanco. Esto demuestra que alguien (muchos) está (están) equivocado(s), ya sea en el bando de los que escriben o en el de los que botan, o en ambos.
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El Hircociervo se presentó ante el Demiurgo
—Oh, Supremo Artesano, Autor del Universo, vengo a protestar contra mi propio creador, un tal Aristóteles. El muy pillo y filósofo me ha inventado con fines puramente especulativos, para demostrar no sé qué cosas sobre el ser, la verdad y otras zarandajas; y aquí estoy yo, sin comerla ni beberla, condenado a una vida medio fantasma.
— Explícate mejor, hijo.
— Parece que ha dicho algo así como: “Ahí tienen por ejemplo al hircociervo; acabo de inventarlo y no se puede decir que no signifique nada pero tampoco se puede decir de él nada significativo, nada que sea verdadero o falso; pues no se puede decir qué cosa sea una cosa que no es”.
—Ya veo. Pero no entiendo de qué te quejas.
—No como, ni soy comido; no tengo hembra ni la chance de tenerla; no tengo rasgo alguno que me caracterice, ni pelo ni calvicie, ni astucia ni estultez, ni tamaño ni costumbres.
—Si bien lo miras, lo mismo pasa con otras nobles entidades, como el Conocimiento, el signo Igual, la Verdad, etcétera.
—Pero él da a entender que de ellas se pueden escribir mamotretos infumables, que se debe buscarlas con pasión y hasta morir por ellas; en cambio no habría razón para buscarme a mí, ni para meditar acerca de mí, ya que directamente no existo.
—Si no existes, amiguito, ¿qué demonios haces aquí?
—La verdad es que yo mismo no lo entiendo.
—¿Eres un animal, un monstruo, una quimera?
—No puedo decirlo, ¿no ves que el tunante prohíbe que de mí nada se diga, ni verdadero ni falso? Ningún inventor se ha comportado así con sus criaturas. Supongamos que un relojero hace un reloj (esto es un poco anacrónico, porque a esta altura los relojes aún no se han inventado, pero ten en cuenta que Shakespeare ha de cometer el mismo anacronismo, haciendo sonar las doce en la Roma de Julio); bien, el relojero no hace un reloj para luego decir: no sé qué es esto, no sé para qué sirve. Eventualmente un escritor crea un personaje del que nos da un solo rasgo, pero no “ninguno”. Y no sólo no dice nada de mí, sino que además afirma que nadie más puede decirlo. ¿No es el colmo de la villanía?
—Pero si entendí bien, dice algo de ti: dice que no eres.
—Ese es el problema.
—Ya veo— dijo el Demiurgo.
La verdad era que el Demiurgo no veía gran cosa: estaba envejeciendo y cada día estaba más miope. Miraba y miraba para donde estaba el Hircociervo, pero no veía más que el bulto.
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Entonces el Demiurgo preguntó:
—Estimado Hircociervo, ¿cuántas patas tienes?
—Cuatro, por supuesto.
—¿Y cómo lo sabes?
—Caracoles, una cosa es no existir y otra no saber contar. Por otra parte, ¿cuántas iba a tener? ¿Siete?
—Mira, los bípedos implumes tienen dos patas, las estrellas de mar cinco, las arañas seis y las Grayas tienen entre las tres un solo ojo.
—Pero los hombres son hombres, las arañas y estrellas de mar son animales y las Grayas monstruos. Yo no soy nada de eso; o mejor dicho, no se puede saber qué soy, dado que no soy.
—En todo caso—dijo el Demiurgo— es claro que eres tan testarudo como el que te inventó.
—Eso sería bastante lógico, ¿no?
—Supongo que sí. Ahora dime, ¿qué quieres que yo haga?
—¡Castiga a Aristóteles, el perezoso, descuidado, que me creó sin darme ser alguno, ni pelo ni calvicie, ni hembra ni chance de tenerla!
—Yo tampoco tengo hembra y no ando haciendo tanto lío— dijo el viejo Demiurgo.
—Pero si quisieras una te la habrías hecho, en cambio yo carezco de ella contra mi voluntad.
—Querido, reconozco que ese Aristoetcétera estuvo bastante mal; pero yo soy un artista, no juez para asignarle un castigo, ni lictor para prenderlo, ni verdugo para ejecutar la pena.
***
El Hircociervo se fue de la entrevista con el Demiurgo muy decepcionado; no había adelantado nada con ella, ni conseguido venganza ni adquirido una entidad más precisa.
Sin embargo, aquella noche el Demiurgo estuvo revisando en sus archivos los seres que en su día había creado y, medio perdido en el sur del mundo, se le apareció el antílope azul, que es, efectivamente, un hircociervo: un bóvido como el macho cabrío (hircus), dotado además de unos grandes cuernos ramificados a la manera del ciervo. Lo del “hircus” o macho cabrío explicaría tal vez la insistencia del Hircociervo en el detallito de la falta que le hacía tener una hembra, mientras que los grandes cuernos podían ser un efecto colateral de la presencia de la misma hembra cuya falta denunciaba. Así pensaba el Demiurgo, pero como le pareció que medio se le estaba pegando el estilo de pensar de maese Aristóteles y su invento, espantó esos pensamientos como malas moscas y se fue a dormir.
A la mañana siguiente, mandó llamar al Hircociervo y le informó que era un antílope azul y que tenía unos cuantos miles de parientes en la lejana Sudáfrica, hacia donde el Hircociervo partió de inmediato más que contento.
Esta fabulita sugiere que la realidad es a veces tan generosa que arregla los desaguisados de los realistas.
NOTAS: Una vieja manotiaba … es una copla anónima incluida en F. Rodríguez Marín, Cantos populares españoles, Bajel, Buenos Aires, 1948. La fábula del Hircociervo está montada sobre una observación de Aristóteles en De interpretatione I, 16-17.