Por Daniel Samoilovich y Eduardo Stupía
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La decisión de Jehová de acabar con la humanidad y los animales, salvando solamente a los pasajeros del Arca de Noé, es atribuida en Génesis 6.5 al divino disgusto con la corrupción y perversidad reinantes para la época de la muerte de Matusalén; los comentarios midrásicos precisan el carácter de esa corrupción: se ayuntaban corrientemente hombres con animales, y animales de diverso orden entre sí: el caballo semental montaba a la cebra, el asno a la jirafa y la serpiente a la tortuga, postergando a sus parejas propias y dando origen a las más extrañas criaturas.
El diluvio griego, en cambio, afecta exclusivamente a los hombres y sus ciudades, y tiene su origen en el enojo de Zeus con la fea costumbre de la antropofagia, cuyos abanderados eran los pelasgos.
Nótese que entre estas historias hay una sutil conexión: en un caso, el pecado mayor habría sido fornicar con los distintos; en otro, comerse a los semejantes.
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Cuando Zeus decidió cargarse a la raza humana con un gran Diluvio, fracasó. Los pelasgos, que con su costumbre de comer carne humana habían sido los causantes del disgusto del dios, se salvaron casi todos refugiándose en el Monte Parnaso. Temerosos de que las aguas llegaran también a anegar su refugio, los pelasgos se abstuvieron un tiempo de su alimento preferido, o sea, ellos mismos; esto no sólo salvó a los pelasgos, sino también a las Musas, que habían enmudecido de espanto ante la inundación. Una vez que las aguas bajaron los pelasgos volvieron a las andadas, y también las Musas.
Esta fabulita recuerda que se pueden cambiar muchas cosas, pero no las pasiones; y que cantar, bailar y comerse a los demás son algunas de ellas.
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Cuando la Caperucita entró en la casona de su abuela, rodeada de fuentes, bosques, parques y jardines, encontró a la anciana algo cambiada. Al principio, se tragó el conocido cuento de que tenía los ojos más grandes para verla mejor, las orejas más grandes para escucharla mejor, etc.; pero cuando, en el curso de la conversación, la supuesta abuela encendió un fragante Cohiba, la Caperucita salió corriendo a todo vapor y no paró hasta llegar a su casa. Había caído en la cuenta de que se trataba de una impostura porque su abuela, aunque era rica, nunca se hubiera permitido fumar algo más caro que uno de esos toscanos resecos que compraba en el maxikiosco de la esquina.
Esta fabulita recuerda que se pueden simular muchas cosas, pero no las pasiones; y que la tacañería es una de ellas.
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Había una vez, en un rincón perdido del Atlántico Sur, un mínimo archipiélago llamado Gorgias que estaba en posesión del nórdico reino de Otaniatia. No había en esos desolados parajes otra cosa que un desguazadero de barcos, lo cual tal vez fuera un homenaje a maese Gorgias de Leontino, que tan hábil se había mostrado, veinticinco siglos atrás, en desarmar los argumentos de sus enemigos.
El caso es que un buen día, sin complicarse la vida con argumentos, un grupo especialísimo de lagartos se instaló en el archipiélago, declarando que era y había sido siempre de ellos; dejando traslucir, además, que no creían que los otaniatos fueran a molestarse en enviar a nadie al culo del mundo a recuperar esos fríos islotes; y si lo intentaban, peor para ellos: el Capitán Lagarto se ufanaba de ser una máquina de matar. De hecho, había matado varias monjas y así.
Pero los otaniatos sí que enviaron un barco a recuperar los fríos islotes; un barco lleno de soldados, por supuesto. Cuando los otaniatos llegaron era de noche y la noche estaba estrellada y tiritaban azules los astros a lo lejos. Los otaniatos de inmediato enviaron a parlamentar con los lagartos especiales a un misil Carl Gustav de 84 mm, ante cuya fogosa alocución el Capitán Lagarto rindió su pabellón sin disparar un tiro.
Esta fábula asevera que los lagartos especiales son máquinas de matar monjas y así, pero no otaniatos; y que se pueden disimular muchas cosas, pero no las pasiones; y que la cobardía es una de ellas.
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Homo Habilis, puede ser, ¿pero Homo Sapiens? ¿Por qué? ¿De veras sabe más que otros? ¿Quién lo dice?
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Cuenta Teofrasto que las abejas de Trapezunte no son mayores ni menores que las otras pero producen una miel que cura a los epilépticos y vuelve locos a todos los demás.
Oh, Cloé, mi miel de Trapezunte, no sé si estaba enfermo y me curaste, o si creo eso porque, estando sano cuando te conocí, ahora estoy rematadamente loco. No tengo forma de saberlo. Algunos días me parece una cosa, otros la contraria; y no es asunto que se pueda consultar con los demás.
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En 1599 José Escalígero hizo una excepción a la regla que se había impuesto de no leer libros que no estuvieran debidamente encuadernados. El jesuita Serarius había publicado un libro que tenía por objeto polemizar con Escalígero, y éste lo adquirió, y, sin ganas de hacerlo encuadernar exquisitamente como a los demás libros de su biblioteca, se puso a leerlo así como estaba, intonso y apeñuscado entre dos hojas de cartulina, abriendo las páginas con su peor cuchillo de cocina.
Después se arrepintió. Mucho. Esta fabulita no demuestra, como podría pensar una mente demasiado literal, que no hay que leer libros sin encuadernar; lo que demuestra es que no hay que leer lo que uno ya sabe que no le va a gustar.
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En sus primeras horas de vida, el joven Hermes se encontró con una tortuga:
—Hola —le dijo—, te llevaré a casa. El azar te ha puesto en mi camino y a mí en el tuyo. Estarás mejor en mi casa, y cuando mueras de forma hermosa cantarás.
Ella: No quiero ir a tu casa, no tengo interés en cantar.
Él: Brindarás serenidad, amor y dulces sueños.
Ella: No me interesa.
Él: Es que no te estoy pidiendo que estés de acuerdo. Te estoy diciendo lo que va a pasar
Ella: Veo que tienes alas. Eres un pájaro y no podrás hacerme nada, mi caparazón es muy duro para tu pico
El resto de la historia es conocida: Hermes se llevó la tortuga a su casa y fabricó con ella la primera cítara, que brinda serenidad, amor y dulces sueños a todo el mundo, menos, claro, a las tortugas; un poco más tarde, el mismo día, con la misma cítara se hizo perdonar por Apolo el robo de su ganado, etc., etc.
Marque, entre la siguientes moralejas, cuáles se desprenden lógicamente de la historia que acabamos de contar:
- a) Algunas discusiones son inútiles
- b) No todos los que tienen alas son pájaros
- c) Las discusiones con los dioses son inútiles
- d) Todas las discusiones son inútiles
- e) No todas las discusiones son inútiles
- f) En el alfabeto español, después de la e viene la f
- g) Algunos dioses no son pájaros
- h) Todos pueden hacer daño a las tortugas, excepto los pájaros
- i) Los seres alados son bastante malvados cuando son niños
- j) También los dioses dependen del azar, sólo que no les preocupa
- k) Todas las anteriores
- l) Ninguna de las anteriores
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Estornudaron dentro del caballo, y los troyanos los descubrieron; los griegos, así como estaban, enlatados en el artilugio, fueron exterminados y la guerra de diez años allí mismo acabó. Troya no fue incendiada, Eneas no tuvo necesidad de partir con su padre a cuestas a fundar Roma, y es entonces por un estornudo que usted está leyendo esto en farsi o en etrusco.
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En un club nocturno, una periodista (o algo por el estilo) de TV le preguntó a una ardilla desnuda a qué se dedicaba.
— De día paseo perros— dijo la ardilla.
— ¿Cómo hacés para que no te coman?
— ¿Quién te dijo que no me comen?
— Bueno, se te ve en bastante buen estado.
— Tengo mis trucos— dijo la ardilla.
— Bien, de día paseás perros. ¿Y de noche?
— De noche, ya ves, trabajo aquí, retorciéndome alrededor de este caño que simula un fresno en primavera.
— ¿Simula un fresno en primavera?
— Así dicen.
Decidida a no dejarse distraer de su tarea, la entrevistadora preguntó a la ardilla si intercambiaba sexo por dinero.
—Obvio — dijo la ardilla.
Entre la b larga y la v corta quedó flotando algo sin nombre ni medida. Una inconmensurable diferencia de origen, de experiencia vital, separó de pronto a la entrevistadora de la entrevistada con una distancia mayor que la que separaba el caño aquel de un fresno en primavera. Fue como si un cuchillo cortara en dos una nube, como si la nube tuviera de improviso la consistencia de la carne cruda.
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Cuenta Esopo la historia de un chancho que revolviendo en la basura se encontró con una perla (margarites) a la cual habló de la siguiente guisa: “¡Pena grande es que no te haya encontrado, oh perla, una dama cuyo exquisito cuello adornar pudieras o pudieres con tu pálida gloria! En cambio, te he encontrado Yo, artiodáctilo de mí, a quien no eres de utilidad alguna y que ningún servicio puede hacerte.” Y la apartó con un poderoso golpe de hocico, y siguió buscando una buena porquería que sí le conviniera.
Ninguna persona prudente creerá la tal historieta del bueno de Esopo: pues es muy raro que alguien elogie tan cumplidamente lo que no le sirve para nada. Tengo para mí que la única parte cierta del cuento es la del hocicazo, y el resto literatura (griega).
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Allá por el Renacimiento, malos traductores que hablaban latín con sus sirvientas pero que de griego no sabían un pomo, o una manzana, tradujeron la fábula anterior interpretando el griego “margarites” como “margarita”. De allí nació aquella admonición o consejo de “no tirarle margaritas a los chanchos”.
Esta historia enseña que la homofonía es un enemigo de cuidado para los traductores; y que algunos errores tienen más suerte que las perlas, las margaritas y los cochinos.
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Erasmo critica una traducción medieval de Eurípides al latín: “Hacen –dice– de una corneta un ser de cuatro patas, de una joya una planta submarina”. Bueno, no está tan mal; hay traducciones peores, más sosas.