En Las calles de las ciudades ajenas (Sílaba Editores, Medellín, 2018), Jorge Bustamante aborda un singular y complejo juego de evocación e imaginación para explicar, para él y para los lectores, el sentido de la errancia, ese tema inagotable de la literatura y la vida humana que nos caracteriza como especie, pero que encarna en algunos individuos en particular, como Jorge, para quienes “el viaje va a durar toda la vida”, como se lo anticipa Álvaro Lewis Carroll a Eddy García, el personaje narrador de la novela, en el mero comienzo de la misma. La frase resulta inolvidable para Eddy, quien la recupera en el momento de su detención, en la Colombia de fines de los años setenta, cuando la violencia parece no dar tregua al país. Confinado en su celda, el personaje encontrará, de forma intimidante, que el puerto aquel al que quería regresar cuando ocho años antes partiera a la Unión Soviética para completar su formación profesional, se habría cerrado para él.
Aquel derrotero aparentemente transitorio, en virtud de la detención y reclusión ilegales de las que sería objeto, se revelaría como un destino, una travesía sin fondeadero, emprendida con las alas prestadas de las aeronaves, por los caminos de hierro que cinchan la Tierra, por los giros combustibles de los automóviles, pero, más que nada, por los propios pasos, por veredas, por el campo agreste y, sobre todo, por aquellas avenidas, puentes y callejuelas que en las ciudades se llenan de huellas y recuerdos, para que se lleguen a tornar menos ajenos en la visión de quien las ha recorrido: “Si pudiera uno hacer el cálculo de lo que ha caminado en la vida, de seguro le alcanzaría mínimo para una o dos vueltas a pie por el planeta” (111).
A partir de la detención del personaje Eddy y de la citada frase de Álvaro Lewis Carroll, los recuerdos se agolpan y viene a la memoria del cautivo, probablemente para conjurar su reclusión, en la reafirmación propia de que la vida del personaje no está ni puede estar confinada en la pequeña celda que lo acoge: más allá de esos muros, más allá del entorno inmediato que los rodea, Eddy ha vivido y reclama para sí el recuerdo de una vida llena de vivencias intensas, de gente, de páginas, de lugares que trascienden los mares y la imaginación que se revelan en la mente del detenido, quien empieza a recuperarlos para afrontar el rudo e injusto confinamiento del que es víctima. Sin lápiz ni papel, el ejercicio memorioso parece perderse en el espejismo de otros días, y se entremezcla con los recuerdos cercanos de la familia, del momento de la detención, del entorno de la barraca que hace las veces de prisión.
Aquí debo señalar que, según me confesó el autor, una gran escuela para la creación literaria lo fue para él la escritura de cartas. Durante su estancia en la Unión Soviética, trataba de recuperar todo lo vivido, con fidelidad y efectividad, en el confinado espacio de las líneas de sus misivas, y no sólo eso: imaginaba además al destinatario leyendo la carta, durante la escritura y durante el tránsito que el documento debía cumplir, desde que era depositado en el buzón hasta que el receptor iba leyendo el mensaje. Este ejercicio de percepción diagonal, de anticipación del efecto del escrito en el lector que Jorge vivió durante su ausencia ilustra de algún modo la experiencia de Eddy, y marca sin duda mucho de la poética del autor, quien de seguro consideró durante la escritura de la novela el efecto que esta tendría en los lectores.
La evocación de Eddy parece en riesgo de perderse en la vorágine de lo inmediato, y de quedarse como una mera fuga de la realidad, hasta que un personaje irrumpe en el centro de detención, un marcial petimetre que va, como lo habían hecho otros, en busca de información acerca de Marko el Innombrable, el hermano de Eddy que se ha sumado a la guerrilla urbana que trae de cabeza a las fuerzas policiacas del país. El así llamado petimetre parece un adversario más del protagonista, y, sin embargo, resulta su aliado, pues, al detectar algunas imprecisiones en la información que posee sobre el detenido, decide pedirle que plasme por escrito lo que sabe, para poder deslindarlo de la construcción de un túnel, que supuestamente habría ayudado a construir con sus conocimientos de geólogo, y que Marko y su gente habían empleado para robar armas de un cuartel militar.
Así, el petimetre le pide: “Mire, tome estas hojas en blanco, aquí tiene un esfero, escriba con detalle todo lo que hizo allá, en la tierra donde estudió, y a lo que se dedicó desde que regresó al país” (99). El aluvión de los recuerdos encontrará cauce a partir de ese momento, y las historias de la partida y la estancia en la Unión Soviética a comienzos de la década de los setenta comenzarán a fluir aún con más fuerza: el dolor y la crudeza de la reclusión se verán sublimados en la literatura:
“Siempre me pareció un misterio eso de pergeñar un escrito, hilar sensaciones, trazar paisajes y circunstancias que después se esbozaban en palabras saltarinas a lo largo de las cartas. Aprendí que salvando el escollo de las primeras líneas luego me llegaban las ideas a borbotones. Encontraba el tono y no lo soltaba por nada y me regodeaba airadamente en cada página, en cada misiva, venciendo las mil imposibilidades del decir. Porque lo que me importaba era que la esbelta muchacha de los hondos ojos verdes, en el país tórrido y distante, reinventara los paisajes que yo veía en la lejanía” (99-100).
Subrayo el pasaje anterior, porque refiere que a Eddy le pasa lo mismo que a Jorge: la escritura de las cartas supone una anticipación de su lectura. Y en un guiño, el narrador nos había anticipado ya que la novela que el lector tiene entre manos habrá de ser escrita para que la hija de Eddy la lea en París, una de las tantas ciudades ajenas que hay en el mundo: “cómo iba a imaginar que más de cuarenta años después su hija Sasha iba a estar leyendo estas páginas, sentada en alguna banca perdida de ese mismo jardín maravilloso” (28). Se establece así una poética que permea en realidad toda la obra: “esto que me ha correspondido vivir también tiene mucho de novela” (48), señala el personaje del doctor Melquiades, y las versiones de la vida, el tránsito entre la realidad, la memoria y la ficción, va dando cuerpo a la obra, que en un primer momento será esbozada en el legajo que Eddy entregará al petimetre, y que, sin embargo, no será la novela en sí, sino un relato dentro del relato, como las cartas, como las obras literarias aludidas en la narración, como las aventuras que otros personajes refieren al personaje narrador, quien se sitúa en la escritura en un momento muy posterior al de la estancia en Rusia y al de la reclusión a su vuelta a Colombia, dando saltos en la organización narrativa de un momento y de un sitio a otro, en un juego de evocaciones y anticipaciones que dotan de dinamismo a la historia.
En su encierro, Eddy cavila sobre el mundo exterior del que se ve excluido, tanto en lo inmediato como en lo distante, y los recuerdos vienen a cuento generalmente provocados por un estímulo del entorno carcelario: así, por ejemplo, la pregunta del joven militar sobre la lengua en que estaban escritos los libros confiscados lo conduce a pensar en su esposa, la muchacha de ojos verdes, y su pequeña Sasha, y de ahí el recuerdo se remonta hasta la tarde del desfile del primero de mayo de 1972, en Moscú, y de ahí a la aparición de Natasha T., cuya memoria sería tan cara al protagonista. La evocación del padre, quien ha sufrido un poco antes también de una detención clandestina, invoca la infortunada experiencia periodística de este. La mención del nombre de Galushka Galuvka detona el recuerdo de las caminatas que Eddy emprendía con ella, durante las cuales Galushka le hablaba de autores rusos que resultarían importantes en la vida de él, etcétera.
Con esa velocidad y con la vertiginosa sucesión de imágenes sintetizadas en un breve momento de abstracción que describiera magistralmente Julio Cortázar en su cuento “El perseguidor”, el narrador de Las calles de las ciudades ajenas recorre con frecuencia un trayecto trasversal y de pronta ida y vuelta, del pasado al presente y al futuro, como cuando señala: “Ahora caigo en cuenta: la escritura que hoy intentaré por orden del petimetre militar en este corral inmundo […] estaba ya cuajándose en la vivencia de esa primera nevada y en la lectura de esos árboles del bosque cambiando de color en la proximidad del invierno” (104). La recreación en términos literarios de ese trayecto abrupto y, sin embargo, uniforme del pasado al futuro no resulta para nada un proceso fácil, pero así nos lo hace parecer el autor, al entregarnos un libro que, como lo he señalado, se deja leer y, de hecho, nos deja en suspenso sobre lo que habrá de venir. Yo que conozco a Jorge quisiera que nos hablara más de su trayectoria en la geología, de su llegada a México y a Michoacán, donde ha tenido experiencias tan ricas y donde, de hecho, ha plasmado buena parte de su trabajo literario; de los regresos a su tierra, y de su eventual encuentro con la Rusia moderna, para descubrir la ausencia de un país que se marchó con una utopía y con los mejores recuerdos de la juventud del escritor.
En fin, el proceso de creación que Jorge Bustamante ha emprendido en esta novela deriva en una realización, en muchas evocaciones y en una promesa vivencial y literaria: la de recuperar aquellos pasos que han dado la vuelta al mundo, cuando dice que “aún quedan muchos pasadizos y calles por recorrer” (205), así como quedan tantas palabras por evocar y recrear, que Jorge ha escuchado y leído en el español de tantas latitudes, y en el ruso de las ciudades ajenas, una lengua que hoy forma parte indisoluble de su propia vida. Personalmente, estoy muy contento por la posibilidad que he tenido de releer esta vibrante y precisa novela, y recomiendo a quienes no lo han hecho que se aproximen para recorrer los pasos de Jorge Bustamante por Las calles de las ciudades ajenas, una novela de largo andar y esmerada escritura, cuya aparición es un gran acontecimiento para el ámbito literario moreliano, mexicano, colombiano y del mundo hispánico en general, y de la cual sin duda seguiremos hablando en el futuro.
Las calles de las ciudades ajenas de Jorge Bustamante García,
Sílaba Editores, Medellín, Colombia (2018)