Árboles de ramas demasiado curvas

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San Mateo Cuanalá, los últimos ladrilleros, dice Carolina. De inmediato apunto sus valiosas palabras: son una manzana arrojada por la suerte. Alzó la vista para agradecerle pero ya no está en la redacción. En realidad nadie queda ya. Ni siquiera siguen encendidas las infatigables pantallas siempre con repetitivas noticias. El silencio es lo mejor del turno de la noche. Después de las once las paredes blancas brillan más, aturden. Me levanto a apagar al menos algunas luces. Al regresar a mi lugar escucho el ruido de la motocicleta de Carolina al arrancar. En el buscador escribo la información que me ha obsequiado de manera inédita. Hemos conversado sólo cuando es absolutamente necesario, se porta esquiva, particularmente conmigo. La considero por mucho la mejor reportera que conozco. La información que hallo en internet confirma que Cuanalá es un pequeño pueblo dónde todavía se produce ladrillo de manera artesanal. Es inminente, si no escribo una crónica “buena”, es decir que consiga hacer llorar, o por lo menos sentir tristeza, a la esposa del dueño del periódico me van a despedir. Ella ya ha preguntado tres veces, cifra récord, por qué tardo en publicar una nueva crónica. La primera vez que leyó una le gustó tanto a la esposa del principal accionista del medio que me aumentaron el sueldo, sólo un poco, pero a cambio me exigieron una crónica semanal. Tuve que explicarles que una crónica de entre digamos siete y diez cuartillas es imposible que la tenga lista en menos de un mes. Entonces me asignaron un puesto de redactor para que aprovechara el tiempo. Acepté porque llevaba años sin encontrar trabajo. Lo logré durante los primeros trece meses pero desde la última separación con Paloma mi escritura avanzó muy lento. Debo escribir algo ya. Que la directora del periódico, mi jefa inmediata, no sólo no me hable, sino que además ni si quiera me mire, haciéndome invisible, es muy mal síntoma. También lo fueron las palabras de Carolina, un verdadero acto de piedad de la más productiva reportera al holgazán de la empresa. ¿Qué habrá impulsado tal bondad?, ¿habrá escuchado algo de mi situación?, como mi jefa bautizó a la demanda que la madre de mi hijo me interpuso para obtener por completo la custodia y que sus abogados domiciliaron en mi trabajo. Tuve que leerlo, me dijo la directora del periódico, podría despedirte por los comportamientos que ahí te describen. No lo voy a hacer pero a cambio espero que me entregues ya un texto, hagas más guardias y desde luego no quiero escuchar más sobre aumentos, ¿quedamos? Salí de su oficina con el legajo corriendo a vomitar a los baños. Intento no volver al repaso mental donde analizo cada circunstancia rastreando cuál fue la peor decisión que convirtió mi vida en un lugar en el que me pesa habitar. Se cumplen veintisiete días desde que no veo a mi hijo. Es complicado aceptarlo como un hecho que ha sucedido, que sucede. ¿Cómo me habré comportado para que una chica que me pareció tan bondadosa cuando la conocí me trate así? No recuerdo si fue viernes o sábado. Ya era por completo dueño de un pequeño bar, un establecimiento de dieciocho metros cuadrados, con tres pequeñas barras. De martes a sábado servía tragos, cobraba, elegía canciones, compraba los insumo apenas suficientes para volver a abrir, limpiaba el baño. Serían alrededor de las once de la noche cuando la vi por primera vez. Cabellos sobre los hombros, anteojos, chamarra de piel. Una chica heredera de los rasgo árabes de sus antepasados que desembarcaron en Guerrero, y que se fueron trasladando hasta que cuando la conocí era de Cuernavaca, había venido a estudiar una licenciatura y decidió quedarse. Al entrar por esa puerta me pareció la mujer más guapa que había visto en mi vida. Era difícil dejarla de ver, no podía concentrarme en nada que no fueran sus ojazos. Ha transcurrido ya una hora. Suspendo los pensamientos sobre Paloma. Tomo agua, eso me espabila. Sigo editando breves textos de accidentes vehiculares hasta que vuelvo a tener un tiempo libre. Ya no lo ocupo en volver a pensar en la madre de mi hijo, ni en cuestionarme las razones por las que me quitará la custodia, mejor decido comenzar a investigar sobre Cuanalá. “Agua donde se agarran culebras”, un municipio de cinco mil habitantes. El siglo pasado el pueblo creció por la demanda del ladrillo que ahí se fabrica, aunque con los años y el uso de otros materiales, poco a poco fue disminuyendo. La mayoría de los hombres migraron, algunas familias los alcanzaron. Ya casi nadie se sigue dedicando al ladrillo, diez familias quedan. En el navegador ubico la mayoría de los talleres y trazo la ruta para llegar al pueblo. Suena la notificación del correo electrónico donde aparecen más notas de los reporteros. Las corrijo antes de subirlas al periódico en línea. Subo el volumen al teléfono de las emergencias y me dispongo a acomodarme lo mejor que puedo en la silla. De inmediato suelo roncar. A las tres horas me despierta la alarma del celular. Subo tres notas a la sección de nacionales. Me preparo un té. Reviso mi correo electrónico, encuentro el siguiente mensaje que me ha mandado el director de la revista literaria en la que también trabajo y desde hace años: Mira, un fabuloso cuento de Meneses, ¡inédito! Emocionado abro el archivo adjunto. Es también una historia sobre la paternidad, inicia con un larguísimo monólogo, también de un padre que sufre la ausencia de su hijo, hijos en este caso. El personaje principal debe viajar a Monterrey para visitarlos, ansía verlos pero no tiene dinero. Lo único que puede empeñar es su guitarra. Lo que le angustia es dejar a su perro, vive a las afueras, en un pequeño terreno enrejado. Al animal le encanta escapar de la propiedad, tiene diversidad de métodos, es imposible contenerlo. Lo adora, lo intentó entrenar él mismo. El resultado fue que el perro obedece pero sólo a él, si no está bajo su mirada hace lo que le venga en gana y si algún otro humano se le intenta siquiera acercar ataca. No tiene ningún familiar o amigo que se comprometa a cuidarlo. Lo tendrá que dejar solo, no queda de otra. Compra un costal de veinte kilos de croquetas, llenas las seis cubetas que consigue de agua, en una maleta empaca dos mudas de ropa y emprende el viaje, así termina la primera sección del cuento. La segunda y definitiva arranca con el personaje de regreso, en la terminal de autobuses, sin completar los pesos suficientes para abordar la combi de la ruta que va para el pueblo donde se refugia, nunca sabemos de qué. Comienza a caminar y a través de otro monólogo es revelado que el viaje fue un desastre. Se sintió maltratado, humillado. De nada sirvieron sus esfuerzos por emprender una relación con la madre de su hijo, pues son personas realmente muy distintas. Él se refiere a sí mismo como un ojete irremediable. Ella lo terminó corriendo, pidiéndole que no regresara a sus vidas nunca. El personaje de Meneses por más que tocó la puerta nadie le abrió, tuvo que irse cuando llamaron a la policía. Al llegar a su casa descubre que su perro no está. Al día siguiente sale a gritar y a preguntarle a los vecino si lo han visto. Nadie sabe nada. Con cada día que pase busca más lejos, hasta que una mañana un pútrido olor lo guía al cadáver de su perro, que estaba a unos cincuenta pasos de la entrada de su casa, en un baldío de difícil acceso. Lo envenenaron los vecinos, resuelve de inmediato. El cuento termina cuando intenta esa misma noche incendiar la casa de enfrente. Aunque disfruto la prosa de Meneses la pieza me deja sin ganas de nada. Regreso a mi casa y me dejo caer en la cama. Lloro hasta quedarme dormido. Extrañar a mi hijo es la situación más irremediable que he padecido en mi vida. Es como si me hubieran arrancado el corazón. Al menos ya no culpo a nadie. Admito que fueron mis horribles comportamientos. No poder remediar nada, no saber cómo, es como si ya estuviera muerto. Abrazo recuerdos en formas de carritos, dinosaurios, una ballena de plástico blanca con la que entretenía a mi hijo mientras nos bañábamos. Con las ropa que su madre no se llevó envuelvo mis almohadas. Guardando los mamelucos en bolsas herméticas he logrado conservar el olor de mi hijo. La ultima vez que lo vi le regalé un pequeña figura de plata en forma del casco de un caballero medieval, un dije con una correa textil. Yo lo había traído cargando desde hacía semanas. Me lo colgué como parte de un ejercicio que me propuso una terapeuta, la idea era que me sirviera como una promesa de responsabilizarme de mí, de hacerme cargo, de ser feliz. A mi hijo le intrigó, varias veces me preguntó por él. Dos tardes antes de dejar de verlo me pidió que le regalara uno. Ese último día que lo vi le llevé el collar adaptado al tamaño de su cuello. No lo había planeado, pura intuición, en ese momento se me ocurrió decirle que cada que me extrañara podía tocarlo y así podríamos estar juntos. Es mágico, me respondió. No sabía que la siguiente vez que lo fuera a buscar ya no estaría. Se fueron a Cuernavaca, me dijo el guardia de la caseta. No logro levantarme de la cama. Es mi único sábado de descanso, debo aprovechar para ir a Cuanala, comenzar la crónica. No puedo. No tengo energías. El estómago me duele pero no voy a comer. No quiero.