A una lectora de Proust
“Ya no hay ningún drama ocurriendo dentro de mí;
no hay nada ahora salvo muchas ideas revueltas.
No hay necesidad de verterme en el papel”.
A. GIDE, DIARIOS
Daniel Saldaña París ha publicado en últimas fechas dos libros desiguales. El primero de ellos es Aviones sobrevolando un monstruo (Anagrama, 2021). Editor, poeta y novelista de talento, como Elizondo y otros, ha rendido su autobiografía precoz apenas pasados los treinta años. Él la ha calificado como “ficción autobiográfica” y algunos de sus lectores harán lo propio llamándola autoficción, crónica o género híbrido. Da igual: más allá de su utilidad pedagógica, estas etiquetas acaso se revelen irrelevantes si no logramos concentrarnos en la pregunta formulada por Robert Creleey que Saldaña París, en nota preliminar, aspira a responder: ¿puede uno derretirse autobiográficamente?
Aviones sobrevolando un monstruo arriesga una réplica a este cuestionamiento a través de nueve textos que se remontan a 2016 y se extienden hasta 2020. Además de tratarse en muchas ocasiones de comisiones, la distancia de cuatro años explica también la diversidad de preocupaciones que puebla el libro (las ciudades que marcan, las sustancias que abren respuestas, los libros que acompañan). Y entonces aparece la Ciudad de México, en una suerte de ensoñación que mucho recuerda a Roberto Bolaño. Pero todo lo anterior capitula frente al eje que atraviesa todo: la construcción del escritor en ciernes, los tropiezos del adicto precoz y los autores que han forjado el temperamento literario de Saldaña París.
En Aviones sobrevolando un monstruo convive la compulsión de escribirse con la de descubrir el mundo. Quizá haya una palabra que lo explique con mayor precisión: vivir. Hay un ímpetu vital que recuerda al del artista adolescente que ha sido Saldaña París —y que hemos sido todos los que barruntamos palabras, con mayor o menor gracia. O es, en realidad, algo mucho mejor: puesto que se aleja de la solemnidad, tan cara a nuestra tradición literaria (no se equivoca en calificarla en algún momento de “gerentocracia”), nos ofrece, a contrapelo, un relato de derrisión y desparpajo. Buena noticia: el enfant terrible, que Saldaña París nunca ha intentado siquiera trasvestir, permanece desvergonzado. Por eso, acierta cuando desiste en examinarse: en Aviones sobrevolando un monstruo no hay prurito alguno de edificación. No la mienta porque acaso no hace falta en literatura —y no somos nadie para exigirla. Saldaña París no es, felizmente, John Quincy Adams.
Aviones sobrevolando un monstruo es un retrato que tiene todos los miembros en su lugar y que, sin embargo, deja la sensación de una ausencia. Como el nonato, carece del insuflo superior. Lo anterior se antoja un reclamo; no lo es. Se trata más bien de un lamento: porque Saldaña París es, ya lo sabíamos, un escritor de talentos probados. Porque a diferencia de El baile y el incendio (Anagrama, 2021), publicado apenas unos meses después, no se permite sentir con amplitud. Y no es, ¡a Dios gracias!, por motivos de pudor —que no tiene— ni por la siempre perseguida madurez —que acaso nunca se alcanza. Es cuestión de condescendencia. Pero no lo culpo: acaso es el terror frente a la internación en sus propios demonios (que a la vez son míos y de todos).
El baile y el incendio es una obra redonda por donde se le mire y por cuanto convoca los temas y procedimientos —diríamos— caros a Saldaña París. Temas y procedimientos que, por revelarse con una honestidad más contundente, se muestra de mayor profundidad. Ahí está de nueva cuenta Cuernavaca —siempre Cuernavaca—, frondosa y colorida como las bromelias que pueblan la novela, rojas como la violencia del baile que pone punto final a la historia. Esto último no es fortuito, pues hay un manantial de donde surge la ciudad de Saldaña París: Malcolm Lowry. Una presencia que lo cubre todo y que, sin embargo, no estorba. Está en el tono de escritura; está en su clave demencial; está en las ensoñaciones de sus personajes.
En El baile y el incendio, los personajes son tres: Natalia, Erre y Conejo. Tres amigos que compartieron años de aprendizaje y que, pasados los treinta, han visto sus vidas malhadarse de distintas maneras. Ante la ausencia de futuro, no hallan punto de encuentro sino en el pasado. Por eso, cada uno de ellos se ve obligado a narrar su historia —no de manera aislada sino de la única manera en que puede dibujarse. Adquiere forma de manera conjunta porque la historia pertenece a todos, y sólo su suma da ese sentido que obligadamente se esconde detrás de esa cosa extraña que es la vida. De no ser así, no serían otra cosa que retazos de un mapa mutilado.
Y es ahí donde se hace más palmario el contraste entre ambos libros: en Aviones sobrevolando un monstruo parece, por algunos instantes, no ir a ningún lado. Vladimir y Estragon arengarían frente a mi aserto; así que reformulo: su escritura parece provenir de ningún lugar. Y si bien aventuraba que no hay obligación de depuración vital, lo anterior no justifica la ausencia de un relato que explique quién es Saldaña París. Que se me permita deslizar un ejemplo: los relatos que se ocupan de sus adicciones son pasajes desenfadados, divertidos como lo son las anécdotas de nuestras juergas. Como médico en botica, repasa con prolijidad el origen, naturaleza y efectos de sus fármacos dilectos. Y, no obstante, no repara en el paciente —él mismo— para arriesgar las causas, supuestas o reales, de su afición por los paraísos artificiales. Gloso a Baudelaire: “calentarse el estómago” siempre es más que eso; es un “barómetro psicológico destinado a mostrar[nos] las diferentes temperaturas y los fenómenos atmosféricos de [nuestra] alma”. Cuál fue la temperatura en el espíritu de Saldaña durante esos días es lo que queremos y necesitamos saber.
Un tema que cruza todo Aviones sobrevolando un monstruo es el de las ciudades. Ciudad de México, Montreal, La Habana, Cuernavaca y Madrid… Saldaña París sobrevuela estas urbes y da en el blanco al revelarnos confines que, por mojigatería literaria, con recurrencia se resisten en ocasiones al cobijo de los libros. En ese sentido, el mexicano nos obsequia una nueva cartografía. Me temo, sin embargo, que el mapa que no alcanzamos a descubrir es el de sí mismo. Brota, por ejemplo, el episodio de una infidelidad sufrida, durante una frenética fiesta en Madrid, que es seguido de manera inmediata por una incursión homosexual. Tras la hilaridad de esta anécdota, aventuro que se esconde un tesoro literario que Saldaña París hace mal en regatearnos.
En Aviones sobrevolando un monstruo, nuestro autor acomete un docto despliegue de onanismo literario que no alcanza a atravesar el umbral de la vida. Colibrí que revolotea y amaga con precipitarse, siempre fijo, la mirada puesta en todo salvo en sí mismo. Pese al filo de su pico, jamás atraviesa el objeto sobre el que se posa. Saldaña París no es, infortunadamente, Jean-Jacques Rousseau. Lo pasaría de largo en cualquier otro; sin embargo, un escritor en pleno como él no debería guarecerse tras sus muchas lecturas y la eficacia y el dominio de un estilo. Porque —ya lo ha anotado el conde de Bouffon— “el estilo es el hombre”; y, si este estilo no se pone al servicio de un bien íntimo, ese árbol adentro que crece en todos nosotros, no hay estilo que valga para sostener al artista.
Aviones sobrevolando un monstruo y El baile y el incendio son piezas irregulares acaso por razones editoriales que no vienen a cuento en una reseña. Porque la madurez como escritor le llegó pronto: casi diez años antes, Saldaña París había puesto sobre la mesa una hilarante joya llamada En medio de extrañas víctimas (Sexto Piso, 2013). De trama más sencilla y escrita en un tono muy distinto —el de la sátira—, expone la silenciosa tristeza de Rodrigo, un pequeño burócrata aspirante a escritor, y de Marcelo, un académico extranjero embrujado por el siempre detestable exotismo mexicano. Su encuentro tiene lugar en Los Girasoles, un pueblo que podría ser cualquier pueblo mexicano con cantinas que ofrecen cerveza caliente y fondas sin alimento después de las 3 pm. Sí, todo esto es verdad, pero el encuentro de Rodrigo y Marcelo es más íntimo y ocurre porque ambos son víctimas de una condición que Beckett ya advertía en su precoz ensayo sobre Proust: son presa del Tiempo, al que nunca se puede escapar, y de un tedio que deviene invariablemente en sufrimiento. ¿Sufrimiento de qué? Sigo de nueva cuenta a Beckett, y conjeturo que en el descubrimiento de que el futuro que creemos dominar revela su independencia. Y más cruel aún: su indiferencia. Pero ahí, justo ahí, Saldaña encuentra el tesoro de esta novela casi adolescente: que el sufrimiento abre siempre la ventana esencial a toda experiencia artística.
Y hay todavía un antecedente más potente. Con El nervio principal (Sexto Piso, 2018), Saldaña París había explorado la novela que todos aquellos que nacimos en los ochenta hubiéramos querido escribir: una novela sentimental situada en 1994, ese fatídico año mexicano, como telón de fondo. Pero es más: es la historia de un abandono, tan inexplicable como todos —en este caso, el de una madre que decidió irse a vivir el sueño zapatista— y el esfuerzo de un adulto por recomponer lo que fueron esos hechos que marcaron el camino de toda una vida. Un adulto que es al tiempo el niño tierno, temeroso y decididamente valiente, que nunca alcanzó a atinar lo que sucedía a su alrededor. Y ese niño tiene un acompañante: el padre, un supuesto adulto que, al igual que su hijo, fue abandonado y visto de pronto arrojado a una crianza, en un momento en el que apenas podía hacerse cargo de él mismo.
Como se ve, Saldaña París ya había explorado tanto el tema —él mismo— como el procedimiento —“derretirse autobiográficamente”— de Aviones sobrevolando un monstruo y de El baile y el incendio en entregas previas. La pregunta de por qué no es eficaz en ambos ejercicios es profunda y a la vez irrisoria: tan imbécil cómo lamentarnos porque el día de ayer fue mejor que el día de hoy. Quien escribe no sólo es él mismo en el momento en el que escribe: es todos los que ha sido hasta ese día. Pero la pluma a veces es testaruda y no basta la voluntad (bien dice mi psicoanalista que la voluntad está sobrevalorada). A veces basta con seguirla buscando, con la fe puesta en que la conjunción de los astros nos sonría. Mientras yo, por mi parte, esperaré con ansias que a Saldaña París le vuelva a sonreír como en El baile y el incendio y uno o dos libros más, ostensiblemente bellos que nos ha obsequiado.