Traducción de Armando Pinto
El gran cariño que le tengo al cuento —el género literario codificado por Edgar Poe y purificado por Maupassant y Chejov, entre otros— es antiguo y actual, pero nuestro amor real fue breve. Se trató en realidad de un arrebato temprano de la crisis de la edad madura durante los tumultuosos años sesenta, cuando la forma tenía ciento y pico de años y estaba bien domesticada, pero yo era inquieto y tenía treinta y tantos. Fue una infidelidad sin precedentes (y sin consecuentes) a mi compañera y amor verdadero, la novela, de la que un resuelto compromiso había producido ya cuatro robustos retoños en la época a la que me refiero, ha producido otros cuatro desde entonces y ofrece producir por lo menos otro más. Durante una temporada (la temporada del maxinovelista: unos seis años), sin embargo, me salí de madre. Fue una dulce y productiva liaison dangereus, el fruto del cual fue un volumen de cuentos en 1968 y un trío de noveletas en 1972: fechas vibrantes en nuestra historia político-cultural (en especial la primera), con una particular intensidad en mi historia personal de escritor.
Se nota en qué términos recuerdo ese interludio, sin duda inflándolo un poco al contarlo. Es así porque yo, por temperamento, soy monógamo; es un alivio poner esa memorable aberración tras de mí y regresar a los brazos de la novela. Y me he enmendado desde entonces —¡veinte años sin mancha!—, Aunque todavía recuerdo…
Bueno, esto es un cuento, a pesar de que comienza con una digresión. Lo volveré a contar con discreción, como deben contarse estas historias. Incluso olvidaré la metáfora sexual: Auf Wiedersehen metáfora sexual.
La anécdota refiere, sin duda apócrifamente, que en 1872, justo después de que La guerra y la paz se hubo publicado, el conde León Tolstoi se despertó de una pesadilla gritando “¡Una regata! ¡Una regata!” (en ruso, algo así como ¡Párusnaya regátta!), consternado por no haber incluido ese motivo en su vasta novela: su única omisión del panorama completo de la actividad humana del siglo xix. [(Por esa razón me aseguré de incorporar en una de mis propias novelas tanto la regata como esta anécdota de Tolstoi, de modo que cuando críticos poco amistosos me culpasen de insuficiente realismo social, yo pudiera replicar que había incluido cosas que el mismo Tolstoi había ignorado.)
Independientemente de la veracidad que tenga la anécdota, a mí me suena como el mal sueño de un novelista, no de un cuentista. Que el género de la novela tienda a la inclusión mientras que el cuento tienda a la exclusión es algo que damos por cierto una vez que nos hemos permitido infinidad de excepciones en ambos bandos: novelas minimalistas, cuentos maximalistas. Admitidas estas excepciones, podemos sin riesgo generalizar que, como clase, los escritores de cuentos, de Poe a Paley, tienden a ver cuánto dejan fuera y los novelistas, como clase, de Petronio a Pynchon, cuánto meten dentro. Varios escritores de este y del siglo pasado se han movido con aparente facilidad entre las formas, no sólo en cierto punto de su carrera, sino a lo largo de ella: Joyce Carol Oates, John Updike. Quienes ustedes digan. Muchos más trabajaron con abundancia la forma breve en la fase temprana de sus carreras y luego, por una razón u otra, rara vez o nunca: James Joyce, Ernest Hemingway, William Faulkner, Kurt Vonnegut. La lista es larga. ¿Sabemos de algún escritor que haya abandonado la forma novela a mediados o finales de su carrera y a partir de ese momento dedicase sus energías literarias exclusivamente al cuento?
En cualquier caso, más populosas que cualquiera de estas tres categorías son las de a) escritores congénitos de cuentos que rara vez, tal vez nunca, publican una novela (Chejov, Borges, Alice Munro, Raymond Carver) y b) novelistas que nunca o rara vez publican un cuento (Ralph Ellison, William Styron, la mayoría de los grandes victorianos, para no mencionar a Richardson, Fielding, Smollet, Jane Austen y los otros novelistas pre-Poe —esta categoría es la más populosa de todas—). Parece razonable inferir que, a pesar de numerosas excepciones, en lo general hay una diferencia temperamental, incluso metabólica, entre los devotos practicantes de las dos formas, como la que hay entre los corredores de velocidad y los maratonistas. Para ese tipo de inclinación, como el de Poe, Maupassant, Chejov o Donald Barthelme, la perspectiva de circunscribirse a un solo proyecto narrativo durante tres, cuatro, cinco años, quizás diecisiete o veintidós) sería horrible —imagino que atroz sería el adjetivo empleado por Borges—, por no llamarlo estéticamente impropio, tal vez presuntuoso en esta avanzada hora de los medios impresos. Las novelas que tales escritores perpetran, si lo hacen —pienso en las cuatro de Barthelme; creo que también las cuatro de Maupassant son delgadas, ávaras: son las hors d’ouvres o platillos secundarios, paradójicamente, a las Chef d’ouvres de sus cuentos. Sabiendo que a Donald las novelas no le llegaban con tanta naturalidad como sus cuentos, una vez le pregunté con cautela, cuando batallaba con The Dead Father, cómo marchaba el proyecto. “Ah, ya lo terminé –contestó-, ahora sólo tengo que escribirlo.”
A la inversa, para muchos de nosotros la perspectiva de inventar cada pocas semanas un concepto nuevo, una situación, un conjunto de personajes, argumentos, tal vez incluso voces, es tan desconcertante como la perspectiva de improvisar en los mismos intervalos una identidad totalmente nueva. De hecho, para algunos de nosotros esa analogía es tan rigurosa que es más una identidad que una analogía. Vivimos cómodamente, como los cangrejos ermitaños, en la concha de nuestra obra-en-progreso y no la desechamos hasta que es necesario, y mientras no encontramos otra para habitarla nos sentimos desnudos e incómodos. Con hacerlo una vez cada cierto número de años es suficiente.
Digo “nosotros”, porque excepto por el lapso de seis años citado más arriba, yo, de grado o por fuerza, soy del campo de los novelistas congénitos. Esta circunstancia no es de ningún modo un principio estético. Lo connatural no funciona por principios estéticos; construye una estética adecuada ex-post facto; es una premisa metabólica. No la planeé o la presupuse; lo congénito no idea tales planes o presuposiciones. Como todos en la América posterior a la Segunda Guerra, comencé escribiendo cuentos en el nivel introductorio del taller de escritura creativa. Más precisamente, dio la casualidad de que me topé con la credencial oficial de miembro del segundo curso más antiguo de escritura creativa. Esto fue en 1947; el programa de la John Hopkins había sido establecido apenas el año anterior, y el único curso semejante en ese entonces (o por lo menos eso pensábamos en la John Hopkins) era el de John Hawkes en Iowa, ya con doce años en ese momento. En Harvard, Albert Guerard estaba dirigiendo uno, pero el suyo era un taller aislado, no un programa para alcanzar un grado —de los cuales ahora tenemos, Dios nos ampare, cuatrocientos en los EUA.
Los talleres de la John Hopkins en esos años inaugurales eran bastante profesionales, presididos por Elliot Coleman y Karl Shapiro (quien acababa de ganar el Pulitzer por V-Letter and other Poems), con el apoyo, desde otro departamento, del distinguido poeta español Pedro Salinas. Pero el curso de ficción era inevitablemente improvisado; uno tenía que ir muy lejos para encontrar algún escritor profesional de cierta estatura trabajando para alguna universidad norteamericana en los años cuarenta. (Robert Penn Warren es el único que me viene a la mente, y Warren era un tercio poeta y un tercio crítico.)
Yo me había matriculado en la especialización de periodismo, un programa todavía más improvisado, aunque esto no parece haber perjudicado a Russell Baker, quien iba un año delante de mí. Resulta interesante que los requisitos de periodismo incluyeran el nivel introductorio del curso de ficción, y sucedió que mi primer instructor de escritura creativa era un veterano oficial de la Marina y literato novato empujado al servicio por nuestro Departamento, escaso de mano de obra, mientras terminaba su tesis sobre Edgar Poe. El razonamiento del Departamento debió haber sido que, en la medida en que Poe definió el cuento moderno, un estudioso de Poe podía dirigir el taller.
Ya he escrito sobre este amigo en otra parte (“The limits of imagination”): un gentil sureño que nos invitaba a los inexpertos reclutas a llamarlo Bob, cuyo profundo acento Dixie transformaba writing (escritura) en rotting y quien nos obligaba a fijar nuestra atención en rotters (escritores) como William Faulkner, Eudora Welty y R. P. Warren (se nota el principio de selección de Bob); y debido a que él mismo no tenía aspiraciones de rotter era muy respetuoso, incluso cortés, con aquellos de nosotros que las presumíamos. El seminario de Bob —no lo llamábamos taller en la John Hopkins— era de un año académico de duración y podía repetirse por créditos, pues el departamento no ofrecía muchos cursos en esos días. Sus amables requerimientos para los aspirantes a aprendices del oficio de rotter eran de un cuento cada dos semanas —y eran los desaparecidos días de los honestos semestres de quince semanas, antes de que los motines del campus en los sesenta asustaran a los administradores y los redujeran a trece semanas— durante todo el periodo (dos periodos por año académico, cuatro periodos en dos años). De modo que quince semanas dos veces divididas entre dos da treinta cuentos mínimo que debo haber escrito en mis primeros dos años de aprendizaje. En la actualidad deben ser escasos veintiséis, si todavía algún taller en el país exige, sin excusas ni retardos, un cuento cada quincena. Bob era amable; Bob era respetuoso y hablaba suavemente; pero Bob había sido un veterano oficial combatiente de la Marina cuyos plazos límite uno tendía a tomar en serio.
Para mí fue provechoso que fuera así, pues había sido pobremente educado en lo general. No tenía casi ninguna familiaridad con el vasto corpus de la literatura y ninguna experiencia previa o interés en el arte de la ficción. Yo era un músico desilusionado, reventado de Julliard, buscando a gatas alguna otra vocación y había despilfarrado mi presupuesto para lecturas de la preparatoria en paperbacks (que acababan de ser inventados) de gente como Ellery Queen y Agatha Christie. Lo que entregué a Bob y mis colegas novicios en esos dos años fue miserablemente abismal en casi todo, excepto en gramática, ortografía y puntuación, cosas en las cuales era razonablemente competente. Los manuscritos eran calificados con letras: la mayoría de los míos alcanzaron durante dos años una C la mayoría; un raro D, alguna B ocasional, y del más considerado de los instructores, quien sin embargo tenía sus estándares. Era pésima rotting, tonterías carentes por completo de talento, pues aunque en el mismo periodo estaba llevando una buena carga de literatura —no sólo los clásicos canónicos sino también los sureños de Bob y los europeos y expatriados norteamericanos modernistas Pound|Eliot|Joyce|Proust|Mann|Kafka (a quienes en ese entonces los departamentos de literatura no tocaban, aunque nuestro disidente departamento de escritura sí), pero también, extracurricularmente, a Rabelais y Boccaccio, a Sherezada y Somadeva. No obstante, como digo, estaba cargando el corpus literario en turnos continuos, lo echaba sin ningún método a una bodega casi vacía, de modo que requirió cierta estibación antes de que el navío alcanzara una rudimentaria estabilidad.
Pero no es de esto de lo que este cuento trata. No quiero tampoco dar la impresión de que literatura es la cosa principal que uno necesita aprender si aspira a escribir, aunque, ciertamente, creo que es una de las cosas principales. No puedo evitar preguntarme, sin embargo, cómo habría sido mi aprendizaje si en aquellos días los semestres hubieran sido tan breves como los actuales, pues no fue sino hasta el cuento número treinta —o, con más precisión, no fue sino hasta el pasaje final del cuento final de mi periodo de dos años de balancearme al azar en el océano del cuento— que logré, para mis estándares de aquel entonces, un “rompimiento.” El Número Treinta era ligeramente mejor que sus veintinueve predecesores: un presuntuoso pedazo de falso realismo sobre los problemas de la readaptación de… —de todas las imaginables categorías humanas— un veterano combatiente de la marina en la posguerra, todo sacado de “Soldier’s Home” de Hemingway, pero sin el auténtico conocimiento de Hemingway de su tema, para no mencionar sus habilidades literarias. Pero el desenlace artificial del cuento lo elevó de lo deplorable a lo mediocre con un florido pasaje de flujo de conciencia no hemingwayano que aunque también falso, derivado, y por añadidura recargado, no carecía sin embargo de cierta fuerza retórica. Fue debidamente elogiado por Bob y mis colegas seminaristas, y publicado en una pequeña y efímera revista estudiantil —adjetivos tautológicos, supongo—.
No se requirió más que eso para persuadirme de mi vocación, aunque de ningún modo de mi talento para esa vocación. Aún estudiante, dos años antes de alcanzar la edad para votar, me casé con la mujer con la que estaba viviendo y comencé a producir niños y ficción con la misma facilidad y sin pensar en el mañana. “Los cincuenta, dijo John Updike con un suspiro, cuando todo mundo estaba embarazado.” Los niños sobrevivieron y crecieron; los cuentos (pues eso es lo que estaba escribiendo: cuentos, cuentos, cuentos) padecieron una tasa de mortalidad del cien por ciento. Quizá las frases en prosa que los formaban mejoraron lentamente en gracia y eficiencia; la situación apenas podía ser diferente, dado el número que estaba generando y los montones de buena literatura —estanterías completas de la biblioteca— que consumía sin ningún sistema. Pero mis argumentos eran truculentos, mis personajes no convincentes, mi penetración psicológica era apenas subcutánea y la forma de presentar las sensaciones nada impresionante. Además, como muchos otros estudiantes aprendices de escritor, no tenía nada qué decir o, si la hubiera tenido, alguna weltanschauung que me permitiera manejarlo. (Cuál de esas dos es lógicamente anterior, no importa aquí; para parafrasear a Beckett, si no tengo gallina ni huevos, tampoco tengo huevos ni gallina.) Lo que tenía era una vocación a prueba-de-realidad, una tendencia a narrar sin parar, y, creo, un no mal oído para el inglés. He dirigido a muchos aprendices desde entonces, los cuales manifiestan algo parecido a aquella mezcla de fortalezas y defectos y relativamente poco de la clase contraria: jóvenes aspirantes con una poderosa conciencia de lo que son y cuál es su tema y la forma de abordarlo, pero poca conciencia del cuento y del lenguaje. Considero el último caso el menos promisorio, aunque no me inclinó a decírselo al paciente. La experiencia puede conferir a la narración enfoque y autoridad, incluso una visión del mundo; pero la imaginación esencial, la expresividad, por no decir elocuencia, son con toda seguridad un don.
Mi otro problema —como vine a entenderlo en retrospectiva y ningún instructor sólo rutinariamente informado podría habérmelo dicho— era la forma que todos estábamos trabajando, y con la que casi todo tallerista de ficción fortalece, con buenas razones pedagógicas, sus dientes: quiero decir la forma del moderno cuento post-Poe. Su estética, sencillamente, no era de mi preferencia, pero en aquello días (y en la mayoría de los talleres de ficción) era la única estética en el menú. Mostrar antes que decir no era mi fuerte; tampoco lo era la implicancia, la unidad de efecto, la peripecia epifánica, el realismo psicológico o, en cuanto a eso, el realismo en general. Pero esos elementos eran considerados indispensables casi incuestionablemente, de hecho los únicos para un escritor moderno, lo que yo ciertamente aspiraba a ser. Se hubiera necesitado un instructor con extraordinaria amplitud de miras en la academia norteamericana de los años cuarenta para haber visto que una sutil e inhibitoria combinación de los términos moderno y modernista estaba operando allí. Lo que unos cuantos de nosotros realmente necesitábamos hacer (lo veo ahora pero a duras penas lo podría haber visto entonces) era inventar o ser inventados por el posmodernismo (el cual abordo con amplitud en “Postmodernism Revisited y en “4 conferencias y ½”).
Mientras tanto, volviendo al salón de seminarios, roíamos esa espléndida forma pedagógicamente efectiva pero, para algunos de nosotros, hiperconstrictiva y más o menos constipativa: el cuento moderno. Con toda seguridad resulta un truismo ahora que la admirable eflorescencia del cuento en las décadas recientes se debe a la proliferación de los programas de escritura creativa en nuestros colegios: no simplemente el número bruto de jóvenes escritores que son desovados allí como larvas de cangrejo en la bahía de Chesapeake (enfrentando un destino estadístico similar), sino la prevaleciente suposición pedagógica, o creencia, de que el vehículo más adecuado para su aprendizaje era el “clásico” cuento moderno descrito más arriba.
Entiéndase, por favor, que no te tengo nada en contra de esa creencia preponderante; de hecho, la comparto. Las novelas, para nombrar un vehículo alternativo, son más incómodas y requieren más tiempo para lidiar con ellas en los talleres de narrativa —más incómodas para escribirlas a plazos, más incómodas para revisarlas, reproducirlas, leerlas, criticarlas, responder a la crítica útil—. El año académico se termina antes de que las cuentas dramáticas se hayan saldado, o se invierte una estación completa de aprendizaje en lo que, en el mejor de los casos, será un único concepto narrativo, voz, punto de vista, conjunto de personajes y argumento, y lo que, en el peor de los casos, resultará ser un largo equívoco, sin tiempo de instrucción restante para experimentar algo más. Al cuento convencional, por otra parte, podemos mantenerlo en la imaginación del seminario; en la hora asignada al seminario podemos con alguna eficiencia crítica considerar en conjunto tanto los detalles representativos como el ritmo, la trama y punto de vista narrativo. Lo que es más, conforme la estación se prolonga, podemos llegar a conocer las fortalezas características del autor y las debilidades e idiosincrasias de su imaginación y podemos evaluar un esfuerzo nuevo a la luz de los precedentes, una especie de mini-ouvre. Estas son ventajas pedagógicas innegables. Los valores estéticos asociados —contención, implicancia, interpretación antes que mera afirmación, precisión en la observación, sutileza del efecto— eran valores literarios innegables (aunque no los únicos): innegables en especial para los aprendices, la mayoría de los cuales no alcanzarán a ser escritores, aunque una buena fracción de ellos terminará como profesores, editores, escritores de otro tipo de documentos y —el principal y más valioso producto de aquellas cuatrocientas y pico programas de escritura creativa de los Estados Unidos— lectores, más sensibles y perceptivos del arte de leer literatura de lo que tal vez habrían sido si no hubieran practicado la escritura.
Sostengo otra vez, sin embargo, que estos valores literarios no son los únicos. En los verdaderos buenos talleres (y por definición no pude haber muchos de estos), las virtudes pedagógicas del cuento moderno convencional no se confunden con sus valores estéticos, y no se asume que sus valores estéticos sean válidos todas las veces, en todos los lugares, para todos los talentos y temperamentos. Hay un metabolismo narrativo, igualmente honorable y con un pedigrí igualmente largo, que valora la expansión, incluso la extravagancia, la complicación, la no-linearidad, incluso el decir antes que el mostrar (decir, después de todo, es una de las cosas que el lenguaje puede hacer mejor que una cámara), y tal vez la fabulación o algún otro ingrediente de irrealidad en el aún no adulterado realismo. Ese metabolismo narrativo puede encontrar la forma del cuento, ahora clásico, claustrofóbica: Rabelais y Laurence Sterne no caminaron con los mocasines de Maupassant, o Sherezada con los de Chejov, y viceversa.
Cuando a los 20 años me puse a escribir una novela, abordé el proyecto con la debida inquietud. Parecía una tarea presuntuosa, como lo era en realidad, en varios sentidos. Thomas Mann tenía sólo veinte cuando escribió Budenbrooks —pero Mann a los 20 tenía ya 40 y, lo que es más, era Thoman Mann—. Seguí adelante y perpetré mi novela inaugural, que resultó una parodia impublicable –un ampuloso marjal faulkeriano, sin la visión histórica y moral y el profundo conocimiento de su asunto de Faulkner—, pero me sentí de inmediato en casa con la forma, como si mis manos y pies hubieran sido desencadenados. “¡La novela, la novela, exultaba en solitario en ese tiempo, espacio suficiente para sentirme a mis anchas!” “¡La novela, la novela, exultaba en una novela [Letters] muchas novelas después, con sus grandes y graciosos saltos, sorprendente como una ballena!” Dudaba de que alguna vez volviera al cuento.
Y para los estándares puristas, jamás volví. Mi siguiente proyecto de aprendiz (el último ciertamente de mi aprendizaje) involucró al cuento otra vez, pero con al menos dos diferencias con mis tempranas Bobscilaciones, que me complacía encontrar significativas en retrospectiva. Después de absorber a Bocaccio, Sherezada y compañía, junto con los grandes modernistas, lo que proyecté fue un ciclo de cien cuentos sobre mi nativo condado marismeño —mi marjal yoknapatawphaiano— en todos los periodos de su historia, pero no en orden cronológico. En otras palabras, la cosa iba a ser un libro, un conjunto narrativo como el Decamerón, más grande que la suma de sus partes, ninguna de los cuales tendría que ser independiente; y esas partes, y la naturaleza de muchas de ellas en todo caso, sería de relatos o incluso de anécdotas, no de cuentos post-Poe. Contarían, aquí y allá, en lugar de mostrar: Él era un vendedor de ostras celoso y mezquino; ella era una joven y sensual colectora de cangrejos: lo que fuera. Tendrían digresiones y divagaciones; desplegarían medio en broma efectos narrativos del siglo xviii y de siglos anteriores, con un pie siempre en el presente.
Este proyecto fue también un fracaso (lo aborté alrededor del cuento cincuenta), pero fue una experiencia aleccionadora, como se dice, y fui capaz de reciclar parte de aquellos Dorchester Tales en The Sot-Weed Factor, tres novelas más tarde. Lo que tenía en su lugar, aunque no lo sabía aún (eran los años finales de los cincuenta), eran algunas de las marcas que ahora asocio con el arte posmodernista, al menos bajo mi definición: de modo notable, el irónico reciclamiento de las formas y artilugios premodernos para los lectores modernos y su experiencia del Modernismo con mayúsculas.
Hay, por supuesto, más de escritura de ficción que una predilección geográfica y un despliegue irónico, o no, de formas y artilugios. Está, por ejemplo, el pequeño asunto que uno aspira a narrar por medio de aquellas predilecciones, formas y artilugios. Una vez que el tema, la destreza en el oficio y el objetivo estético se han esclarecido de algún modo recíprocamente, cribado y convertidos en sinergia, con suerte puede resultar de ello una carrera literaria “profesional”. En mi afortunado caso, una vez que hube descubierto mediante ensayo y error y feliz casualidad mi espacio y ritmo narrativo, no tuve en mente otra cosa que continuar explorándolo vigorosamente en los varios miles de páginas de novelas los siguientes doce años: novelas cortas, novelas medianas, novelas largas, pero todas novelas. Ahora que no estoy comprometido, y por lo tanto no constreñido por el cuento, soy libre para admirarlo sin codicia y a sus maestros sin envidia. Eso hice, y enseñé sus obras con respetuoso placer a mis estudiantes de literatura y la forma con provecho a mis talleristas, hasta finales de los sesenta, cuando tres o cuatro factores juntos me condujeron a darle al cuento otra oportunidad.
Sucedió que al final de los sesenta estaba viviendo y trabajando en Buffalo, Nueva York, y mientras muchos jóvenes norteamericanos estaban cruzando el río Niágara desde esa ciudad hacia Canadá para refugiarse de la guerra en Vietnam (como los estadunidenses han hecho en nuestras otras numerosas guerras, mucho antes de que existiera el puente Peace para facilitar el cruce), llegó en sentido contrario, de la cercana Toronto, el canto de sirena de Marshall McLuhan advirtiéndonos a nosotros “cerdos afines a la imprenta” que nuestra Galaxia de Gutenberg no sólo no era todo el universo, sino una galaxia que tal vez desaparecería en la aldea electrónico global. Encadenado al libro como Odiseo al mástil de su navío, escuché ese canto con la misma obligada fascinación que últimamente he dedicado a las serenatas de Robert Coover y George P. Landow al hipertexto. Sobre los hipertextos en los noventa, como sobre la muerte de los libros en los sesenta, pienso y pensé: “Tal vez estén en lo cierto, tal vez no, tal vez parte y parte; pero lo más importante, tal vez, es que hay algo importante aquí de lo que el escritor puede hacer buen uso.”
Sucedió que yo acababa de publicar mi cuarta novela, y las últimas dos fueron protuberantes monstruos The Sot-Weed Factor y Giles Goat-Boy. La idea de reintentar la brevedad, tal vez incluso la concisión, era comprensible. Además había descubierto, y sentido asombro por ellas, las ficciones de Jorge Luis Borges, quien ciertamente hizo que las novelas maximalistas parecieran demasiado en ese momento del mundo. Finalmente y menos honorablemente (como he reconocido en el prólogo a la actual edición de Lost in the Funhouse), en los sesenta ya había enseñado el tiempo suficiente como para notar que nosotros, novelistas congénitos, no nos veíamos incluidos, por obvias razones, en las antologías estándar de cuentos con las cuales yo había tenido mis primeras experiencias y que asignaba con regularidad a los aprendices a mi cargo que comenzaban a echar sus dientes. Pero estaban Donald Barthelme, Flannery O’Connor, Grace Paley, John Updike, Eudora Welty, para no mencionar a sus ilustres predecesores hasta Poe y Hawthorne. Acompañando a los honorables atractivos de la forma breve estaba la admisión a ese distinguido club, al que yo descaradamente ansiaba entrar. Incluso ahora, lo confieso, cuando una nueva antología llega a mi escritorio, primero veo si están mis productos. Si estoy incluido busco a mis compañeros de barco con benigno interés. ¡Ajá!, Graham Swift; ¡ajá!, Jane Smiley; sí, Julian Barnes); pero si los cretinos me dejaron fuera, tiro la cosa ésa, a menos que, como sucede cada vez con mayor frecuencia, antiguos alumnos míos estén ahí representados, suplantando a su antiguo mentor. Un placer amargo.
Como sea, por todas estas razones, al fin abracé la tensa y perspicaz musa del cuento, la cual, a diferencia del prolijo buen Homero, jamás echa una cabezada ni siquiera por un segundo. Como el precavido Odiseo, quien cubrió su trasero (digámoslo así) con un ramito de moly cuando flirteaba con la formidable Circe, yo puse un ancla a barlovento escribiendo una serie de cuentos: un libro, un libro, “para imprenta, cinta y voz viva”, para no pederme en mi propia casa encantada [funhouse], perdonen la metáfora híbrida. Decidí pagar mi cuota de iniciación escribiendo el cuento más corto de la literatura y que, al mismo tiempo, sin embargo, fuera literariamente interminable y paradigma del libro en preparación: una narración tipo cinta de Möbius de diez palabras llamada “Frame-Tale” [Cuento marco]. (Habíauna vez un cuento que empezaba, etc., ad inf.). Breve en palabras, breve en argumento, breve en realismo social: ¿pero breve es el nombre del cuento, o no?
Hecho eso, empleé algunos vigorizantes años fabricando cuentos que pudieran ajustarse a ese cuento-marco, disfrutando más los más extensos e intrincados, pues así es como soy yo, pero intentando aquí y allá, bona fide, forjar un cuento moderno clásico al viejo estilo para los futuros antologadores, en el que fuera posible observar otras marcas que pudiera establecer en mi Libro privado de Records Guiness literarios. Algunos años de trabajo casual hogareño en cuentos marco, por ejemplo, revelaron que el máximo grado de empotramiento en el corpus de esa literatura era de quinto grado —un cuento dentro de un cuento, dentro de un cuento, dentro de un cuento, dentro de un cuento— y que las relaciones entre esos relatos empalmados eran por lo mucho temáticas y su dramaturgia rara vez funcional. Simplemente pour le sport, fui por los siete grados (en un cuento llamado “Menelaiad”, y busqué, además que las tramas concéntricas estuvieran montadas en clímax que se fueran disparando secuencialmente a partir de la más profunda. Me apresuro a añadir que el cuento de Menelao trata de amor, no de la mecánica de los argumentos, pues yo era víctima del amor (amor, amor, amor, amor, amor, amor) por el cuento.
Y luego de ese cuento, por la noveleta —ese dulce, ese delicioso espacio narrativo tan ignorado en nuestro siglo—. Espero que algún día haya alguna conferencia internacional sobre la noveleta y que yo no esté demasiado decrépito para poder asistir, pues hay otra historia de amor total. Mientras tanto, dos vivas cuando menos por la agotadora musa del cuento —agotadoras en todo caso para nosotros los novelistas congénitos, quienes probablemente dejemos su abrazo en la condición de Peleo después de Tetis o de Anquises después de Venus (Uno nota, si embargo, que esos viejos sementales no se están quejando en sus sillas de ruedas). Yo cortejé a la forma noveleta durante tres o cuatro años, de soslayo y ocultando mis huellas, pero tan sinceramente como había cortejado la forma cuento, pretendiendo que mi trinidad más o menos relacionada de noveletas era realmente una unidad —un libro, un libro, un libro— incluso dejando que mi editor comercializara ese libro (Chimera) sin ninguna indicación en la cubierta o en la portadilla de que no era una novela. Esto fue, después de todo, hace veinte años, justo antes de la masiva resurgencia del cuento norteamericano, cuando la creencia convencional entre los comerciantes neoyorquinos del libro era de que los volúmenes de cuento no se ganaban el sustento. Y la Quimera original, recordemos no era ni una banda ni una colección ni una colonia de organismos, sino una única entidad espiritual tripartita que respiraba fuego; quimérica, pues.
Luego, con el Yom Kippur de 1973, como debió usted haber notado, los sesenta terminaron. De un día para otro las faldas de la mujeres se alargaron y las patillas de los hombres se redujeron; la economía del país sufrió, simultáneamente, inflación y recesión, y con la reacción general contra los sesenta, la ficción norteamericana penduló hacia el previo conservadurismo estético y, para bien o para mal, ha morado ahí desde entonces, sin que haya muchas señales de que busque aventuras fuera de ahí. Frente a este estado de cosas yo encojo los hombros: la excelencia tradicionalista es sin duda preferible a la mediocridad innovadora (pero no hay gran cosa qué decir de la mediocridad conservadora y sí mucho que decir de la innovación inspirada). Este novelista congénito vuelve contento —no, feliz— a la novelización congénita; incluso me he aproximado al realismo socio-psicológico, aunque no lo suficiente, evidentemente, como para apaciguar a ciertos críticos.
Pues bien, mes amis, je ne regrette rien, ciertamente no mi aventura con esas delgadas, exigentes formas, el cuento y la noveleta. Descargas románticas únicas a su modo, pero cada una de ellas descarga única de novelista, concentrada durante años, compromiso sin divisiones: tiempo de calidad. Yo permanezco profunda, satisfactoriamente casado con el espacio de la novela, en particular con la novela de larga distancia. Más o menos cada cuatro años, sin embargo, cuando una nueva se enfrenta al destino, cualquiera que sea, que le espera después de su lanzamiento, confieso que resuelvo hacer otro intento, esto muchos años después y esto al terminar la tarde, con las perennes bellas posibilidades del cuento. En este momento de nuestra historia cultural, me pregunto ¿necesitas otra novela larga —por no decir, más particularmente, otro robusto Barthbuch? — Rápidamente acumulo notas para ese proyecto. Notas no para un cuento, nunca para un cuento, sino para un libro de cuentos, un libro, un libro. Lo siguiente que sé es que el marco ha incorporado al cuento, el libro a los cuentos que lo constituyen y lo que estoy escribiendo ya no es un libro de cuentos sino otro cuento del largo de un libro. Esa forma sigue tan adecuada a mi espíritu como Homero decía que Penélope lo era para Odiseo, y viceversa. A la pregunta de más arriba –¿necesitas otra… etcétera— suspiro y contesto. “Sí”.
O más bien (como el novio le dice a la novia): “Si, la acepto.”