Carlos Ávila Villamar: Los profetas & Dodos contra moas

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Conocí por carta a Carlos Ávila (1995) gracias a Olbeth Hansberg, la viuda de Alejandro Rossi, hace más de un lustro. Él estaba haciendo en La Habana una tesis sobre el autor del Manual del distraído. Desde luego, lo aconsejé. Un año más tarde llegó a México a continuar sus estudios en la Maestría de Letras Modernas en la Universidad Iberoamericana. Actualmente tiene menos de treinta años. Nos hicimos amigos en parte gracias a la letra, tanto escrita como leída. Tuve la fortuna de ayudarlo a que se editara, en octubre de 2019, en la revista Literal Magazine, la primera de las narraciones que componen este libro. Subrayo de paso mi gratitud hacia la revista que le dio hospitalidad a una narración de más de cincuenta páginas de un joven autor cubano desconocido.

Los profetas es una narración rara. Lo es por su carácter excepcional y que sale de lo ordinario. Sus personajes son un grupo de niños y adolescentes que viven juntos en una situación singular: sin padres en una isla. No van a la escuela, no se sabe muy bien de qué viven Alejandro, Alina (que fallecerá pronto), Samanta, Samuel, Saúl, y otros niños que forman parte de esta conjura o confabulación en torno a la composición, redacción, transmisión, actuación de unos misteriosos libros sagrados. La materia de estos tiene que ver con la teología y con los imperativos morales.

A los ojos de Alejandro “la humanidad era un flujo incesante de instintos y hábitos, un simulacro de consciencias libres sin otro fin que el crecimiento enloquecido de las copias de un genoma. Se adscribía al antinatalismo, apoyaba de ese modo un suicidio pacífico de la humanidad.” El profeta, que es Alejandro, continúa diciendo que “El error de la mayoría de los ateos, consideraba, yacía en juzgar la veracidad de las historias y de las enseñanzas religiosas como si se tratara de enseñanzas científicas, cuando en realidad estaban llenando un lugar muy distinto en el alma de los hombres”. Esto le dio la idea de que “enseñaría a los niños a creer en Dios, y los dejaría descubrir por su cuenta que no existía”. Paralelamente, empieza a darse, en ese espacio, una serie de muertes y de hechos misteriosos. Lo que estaba en juego en la doctrina de Alejandro tiene que ver con una idea polémica del tiempo que tiene que ver con su carácter reversible:

Alejandro ideó historias acerca de bosques que podían perfectamente crecer en dirección contraria a nuestro tiempo. Los seres humanos veían que ciertos árboles se empequeñecían con los años hasta hacerse retoños, y luego semillas, y que de las semillas brotaban frutos que luego se adherían a otros árboles. Esos bosques poco a poco desaparecerían hasta llegar a los primeros árboles de cada especie, figuras arquetípicas. Su comienzo se hallaba en lo que para nosotros era el final, y su final en lo que para nosotros era el comienzo. Alejandro quería probar, mediante aquella monstruosa simultaneidad, que de una consecuencia se deducía una única causa, tanto como de una causa se deduce una única consecuencia. Dios podía saber por las propiedades de un estado de cosas cuál era el estado de cosas anterior y cuál era el siguiente. Las causas y consecuencias, según él, eran reversibles.

Lo que está en juego es una idea teológicamente corrosiva. Es uno de los juegos en que se divertían los filósofos estoicos antiguos o los pensadores hindúes. Y, de hecho, una de las obsesiones de la humanidad, una de sus ideas más arcaicas. Incluso puedo ponerme a mí mismo como ejemplo. Tuve, siendo niño, una fantasía en la cual precisamente el tiempo iba hacia atrás. Los investigadores de la neurofilosofía sabrán documentar esto. Lo interesante de la narración Los profetas es la administración del misterio que se va a revelar paulatinamente hasta el final. En el camino, de un lado, se da una epidemia de muertes entre los niños y adultos, del otro, una pandemia de resurrecciones. Parecería una novela de terror o el guion de una serie de ciencia ficción. En medio está la ternura con que los personajes se tratan entre sí: la cortesía, el comedimiento, la caridad, la solidaridad, la amistad. Pero los niños no están solos, los rodean seres que los espían y que van siguiendo sus pasos. Esto me hace pensar en la conciencia que tiene el narrador de que se encuentra en la historia y el autor mismo de que concibió su fábula en Cuba, la siguió escribiendo en México y la termina publicando aquí.

Si algún día tuviese yo que reeditar la Antología de la literatura fantástica de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, sugeriría incluir en un Anexo esta narración. También sugeriría incluir la novela conjetural del argentino Alberto Vanasco (1925-1993) que, en cierto modo, espejea los temas que ronda Carlos Ávila: la fricción entre lo contingente y lo inmanente, lo profano y lo sagrado, como bien supo ver el crítico argentino Noé Jitrik al prologar la novela citada. Carlos Ávila no está solo, pertenece a una especie: la de la literatura fantástica hispanoamericana.

El otro relato que incluye el volumen pone en escena dos figuras improbables de la zoología: el dodo y el moa [https://lasantacritica.com/ficciones/dodos-contra-moas/]. O dicho en prosa mexicana: el bisabuelo prehistórico del pato y el tatarabuelo del avestruz. Ambos animales se han extinguido, aunque no hace tanto. Todavía me tocó ver en el último piso del Museo de Historia Natural de París, Le Jardin des Plantes, a un Pájaro Dodo embalsamado, pues el último representante de esta especie falleció a finales del siglo XVII y se ha convertido en un emblema de extravagancia. El escritor suizo Malcolm de Chazal le dedicó una curiosa obra, Historia del dodo, que publicó la Editorial Vuelta en 1994.

Por su parte, el Moa tiene menos linaje bibliográfico. Se sabe que los últimos de esta especie de aves paleognatas se extinguieron hacia el año 1400, aunque algunos todavía sostienen haberlos visto años después. Estas dos especies le sirven al autor para inventar un juego de cartas singular en el cual, previsiblemente, el orden cronológico se ve alterado y se rompe el vínculo de la causalidad horizontal para instaurarse una causalidad vertical. Bruno, el personaje al que se refiere la historia es, desde luego, un enamorado de la paleontología, o sea, de la prehistoria. Vive no en el ayer, sino en el anteayer. Por otro lado, la novela está ambientada en una casa donde conviven desde luego unos pocos adultos y adolescentes, como Bruno, Enrique, Rebeca, con niños malcriados en una casa en la que parece que están al margen de la escuela y de las obligaciones cotidianas para hacer paseos por la playa, comer, dormir y ¡jugar a las cartas! En esa casa hay muchas cartas, uno de los juegos de cartas es precisamente el que le da título a esta narración Dodos contra moas. Al narrador le interesa subrayar que en realidad las cartas son quienes juegan a los jugadores.

Paralelo al tema del juego está la puesta en duda de la causalidad y su contraposición con la casualidad y los paralelismos que de ahí se desprenden con las sociedades de las hormigas y de las abejas. De nuevo se da una atmósfera inquietante. No hay un final dramático y la narración concluye cuando Bruno regresa de sus vacaciones y mucho más tarde vuelve a la biblioteca municipal donde pide de nuevo los libros que había solicitado años atrás:

En la entrada no le pidieron una tarjeta de asociado, y en las salas lo dejaron tomar con la mano las enciclopedias de los anaqueles, como lo había hecho siempre. Repartió las tres barajas en tres tomos discontinuos. La tercera la escondió en la página donde había visto la fotografía falsificada del moa. La página de la enciclopedia seguía intacta, y conservaba la pequeña nota que había grabado con un bolígrafo rojo, veinte años atrás. Las tres barajas robadas siguen en su escondite, y desde allí siguen jugando y deciden el futuro del mundo.

El tema de los naipes en la historia literaria ha sido frecuentado por autores como Ítalo Calvino o incluso Jorge Luis Borges. Con su narración Carlos Ávila se suma a esa cadena.