Autores, libros, homenajes

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Gabriel Bernal Granados, Historias, Secretaría de Cultura/Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, México, 2022, 112 pp.

En una entrevista publicada en este mismo portal (https://lasantacritica.com/general/gabriel-bernal-granados-el-ensayo-una-y-mil-conversaciones/), Gabriel Bernal Granados le reveló en 2021 a Ernesto Herrera que se encontraba escribiendo una novela. Desde entonces han transcurrido alrededor de dieciocho meses y es muy probable que continúe inconclusa, no obstante que el autor ha incursionado previamente en la narrativa lo mismo que en el verso. Asunto revelador, desde el ángulo que se le mire, es su relación con el ensayo, materia sobre la cual resulta innecesario preguntarse si el entrevistado estará por publicar un nuevo libro. Pese a la pandemia ––inclusive antes de esa cosa horrorosa––, diversas editoriales han logrado publicar títulos suyos: Cuaderno blanco sobre fondo negro (2019), Leonardo da Vinci. El regreso de los dioses paganos (2021), Interiores (2022) e Historias (2022). Este último, con circulación a partir de 2023, mereció el Premio Bellas Artes de Ensayo Literario “José Revueltas” en su emisión de 2021.

El primero de estos volúmenes no es, estrictamente hablando, un conjunto de ensayos. Aparece su espíritu, por llamarlo de algún modo, de la misma manera que el fragmento lo hace, dada su condición de práctica casi corriente en nuestra época, en algunos apartados de Historias. Cuaderno blanco sobre fondo negro es, más bien, un libro que cobija aforismos, apuntes o pensamientos (tan caros al siglo xviii) que se destinan al dietario. Por su disposición, a ese artefacto sólo le faltan las entradas fechadas para serlo. Desde hace tiempo el diario dejó de ser el documento de lo inmediato para transformarse, como se infiere en El diario de Emilio Renzi, en reescritura. En Interiores, por lo demás, figuran páginas que son justamente eso (“crónica”, dice la cuarta de forros): me refiero a “Mérida o la oveja negra de la familia Stein”. Podría utilizarse también la definición que el autor ofrece en la entrevista mencionada (el ensayo es, en sus palabras, “un desahogo y una compulsión”) y todo debate sobre la naturaleza de esas páginas quedaría cancelado. Pero Bernal Granados, en una manifestación de astucia ––o para curarse en salud––, ha optado por denominar “detritos” lo que ese Cuaderno encierra.

Historias existe gracias al reencuentro ––azaroso, como muchos encuentros de esta naturaleza–– del autor con “un rincón de mi biblioteca”, según sus propias palabras. Cada volumen suyo, destinado a reflexionar o a comentar libros ajenos, supone la existencia de una estantería que resguarda la memoria de lo leído y, en menor medida, de lo visto. Sus ensayos son, de algún modo, el testimonio de aquellas lecturas que conforman, si no una biblioteca material, sí, en el mejor de los casos, un reducto espiritual. Para que ocurriera la gestación de estos ensayos debió imponerse no nada más el azar sino la buena vecindad entre volúmenes ––tal es el decir de Aby Warburg, que Roberto Calasso ha recordado en Cómo ordenar una biblioteca.

La pasión que Bernal Granados vierte en sus escritos, aunada a cierta destreza narrativa, les insufla una levedad que nos libra de tropiezos. Integrado por ocho ensayos el volumen, siete si excluimos “La silla vacía”, que bien pudo ocupar un lugar en Cuaderno blanco sobre fondo negro, “Historias” obligadamente adquiere el carácter de introducción, prólogo y advertencia donde se habla de Sixto Rodríguez. La “parábola” de Rodríguez, aunque no sea una enseñanza moral la consecuencia, remite a un destino que por sabido no deja de ser menos azaroso: no son todos los que han llegado a los aparadores ni están todos aquellos que, por una u otra razón, se mantienen en segundo plano.

Rodríguez requirió de Sudáfrica para volverse conocido. Bernal Granados, queriéndolo o no, tal vez se transfigure en el mago que, desde su chistera, extraiga autores (y libros) que, en sus palabras, “se encuentran en una dimensión donde no son lo que deberían ser”. En su biblioteca, para tratar de infundirnos el entusiasmo que desembocó en escritura, se localizan libros cuyo sitio tendría que estar “en los estantes de privilegio de las bibliotecas más importantes del mundo o, cuando menos, de la lengua española”. Los autores de esas obras (algunos reciben aquí un “homenaje”) son Hugo Diego Blanco (y Borges, aunque no lo parezca, ocupa el mismo número de páginas que el mexicano), Antonio José Ponte, Jorge Equinca, Salvador Elizondo, Francisco Magaña, Antonio Alatorre y Guillermo Arreola. Para sostener sus palabras, asegura que un “conocedor de pintura no es el que se sabe los cuadros grandotes del Louvre, sino el que conoce y aprecia los pequeños, los que nadie conoce, los aparentemente insignificantes. Mi libro aspira a ser una galería de esos pequeños momentos que han marcado mi vida de tal modo que era necesario saldar la deuda”.

Con ambiciones de este calibre se las verá el lector en las páginas de Historias. En seguida descubrirá que el autor no se anda por las ramas: la severidad con la que trata a Jorge Luis Borges es justificada. Sucede que Borges concedió muchas entrevistas en las que dejó sembradas agudezas y tomaduras de pelo. La gracejada que disparó sobre Gabriel García Márquez, por ejemplo. Es muy posible que Cien años de soledad permaneciera lejos de Borges porque había perdido ya completamente la vista cuando la novela apareció y, fruto de otra de sus humoradas, ni siquiera habían transcurrido los cincuenta años que le exigía a los libros para que posara su ojos (o prestara sus oídos) en ellos. “Todo lo demás vendría siendo una mera curiosidad o simple nostalgia”, continúa Bernal Granados, para concluir que dos son sus libros en verdad importantes: Ficciones y El Aleph. En este juicio no está solo. Ricardo Piglia lo afirmó en algún momento. Con los guantes bien puestos aunque armado ––un descuido, sin duda–– de lugares comunes: Proust, el té y las galletas. (No se le culpe. Todo mundo lo repite, gracias tal vez a que el pasaje se encuentra en las primerísimas páginas de En busca del tiempo perdido.)

Historias, un volumen que debe ser el undécimo en su producción, representa el talante de un devoto. “Antigua historia del cielo”, al lado de los ensayos dedicados a Antonio José Ponte, Salvador Elizondo y Antonio Alatorre (los textos que más me interesan) constituyen una prueba fehaciente. Escribí “devoto”. Debo reiterar, sin demora, “entusiasmo”. Entusiasmo y devoción. O algo muy cercano a estos términos (y por eso en ocasiones el autor se entrega a la hipérbole) lo llevan a exaltar al ensayista mimado de su época, al grado de atribuirle la página perfecta: Hugo Diego Blanco publicó su primer libro, Las esferas de la paciencia, en la editorial de la revista Vuelta y luego, enganchado en la revista misma, vivió momentos de celebridad para posteriormente escribir libros que recibieron el mismo trato que se destina a los pergeñados por los simples mortales. En el tercero de ellos (o el segundo, puesto que Tinta china ––con factura editorial infinitamente superior–– y Ángelus, según el colofón, aparecieron el mismo mes y el mismo año), la interpelación a la ciudad (convengamos que se trata de Ángelus) y el lirismo a ras de suelo no resultaron muy afortunados.

“Historia del ángel y la mosca”, más próximo a la crónica, rememora la supervivencia de una amistad, pese a los pocos encuentros y los varios planes frustrados, con el poeta Jorge Esquinca. Ambos, como resulta notorio, mantienen una estrecha relación con las artes visuales. No es casual que Bernal Granados, en la estela de Salvador Elizondo, haya incluido una aproximación al Cuaderno de escritura (“El cuaderno y el espejo”), lo mismo que “Historial de los sueños”, un ensayo sobre Guillermo Arreola. ¿Cómo hablar de la obra plástica ––puro color, ningún asidero narrativo–– si no es de manera oblicua? Importa poco si en ocasiones ésta se traduce en fragmentos, en aforismos o, sin denominación precisa, en algo familar a ellos. Si el lector desea “informarse”, tendrá que acudir a otra fuente o, mejor dicho, a la fuente de las fuentes: la obra.

No es la primera vez que un libro de Bernal Granados incluye ensayos sobre artes plásticas. Éstos aparecen ya en La guerra fue breve (2009), en Anotaciones para una teoría del fracaso (2016) y en Interiores. Y ni qué decir de Leonardo da Vinci. El regreso de los dioses paganos. De forma tal que, como se advierte en su organización, Historias genera parentelas. Francisco Magaña, el poeta y pintor (sin olvidar su carácter de editor), lo estaría con Salvador Elizondo e inevitablemente con el autor mismo. En “El cuaderno y el espejo”, establece el nexo que iría de Elizondo, pasando por Paul Valéry, a Leonardo da Vinci. No debe sorprender entonces que en su bibliografía figuren libros como Cuaderno blanco sobre fondo negro, por más que la alusión obligada remita a Kazimir Malevich.

Por algún motivo, el entusiasmo o la devoción, a Bernal Granados se le hizo fácil colocar a Lezama Lima en el bando del Inmanuel Kant maduro. Al mencionarlo ––como al desgaire, como cosa repasada una y otra vez–– en “Historias”, acaso por las ganas de que los lectores aterrizaran pronto en “Un seguidor de Montaigne”, ensayo destinado a contar las virtudes de Antonio José Ponte, autor, entre otros títulos, de un libro muy cubano, El libro perdido de los origenistas, asegura que Lezama Lima nunca salió de La Habana. Incurre, al conjeturarlo, en un pequeño desliz. Al autor de Paradiso se le supone eternamente apoltronado en Trocadero 162. Lo que se sabe, insuficiente quizá pero irrefutable, es que Lezama Lima vino a México en 1949. En una carta del 18 de octubre, le cuenta a su madre los lugares por los que va pasando. Cuernavaca, Taxco. No conoció, sin embargo, el templo de Santa María Tonatzintla. Estuvo pocos días, sí, librado del síndrome kantiano. Los gastos del periplo ––se acepta generalmente que fue así–– habrían corrido por cuenta de Gastón Baquero, entonces jefe de Redacción del Diario de la Marina.

Es comprensible la prisa de Bernal Granados. Ponte todavía era muy joven cuando cobró notoriedad. Si no en 1992, cuando publica en La Gaceta de Cuba el ensayo que da título al libro, sí con muchas probalidades en 1994, cincuentenario de la revista Orígenes. Organizado por la Fundación Pablo Milanés, ese año se realizó en La Habana un coloquio a propósito de la publicación en la que Lezama Lima reinaba o, al menos, eso parecía. Pese al desmesurado discurso de Fina García Marruz y la asistencia de notables investigadores sobre el tema, Ponte “robó cámara” y se convirtió en la figura polémica del encuentro.

Historias no carece de una pizca de bondad pedagógica. Las páginas dedicadas a Antonio Alatorre lo dejan entrever. Suficientes datos para recordarle al lector que no está frente a un tratado sino que en esos ensayos, al igual que el estilo de Alatorre, el suyo también posee el don de la conversación. Hace bien, cuando oficia de árbitro en la disputa (a posteriori) entre Alatorre y Octavio Paz, en declarar un empate. Ambos escritores, temperamentos fuertes, tienen razón aunque ésta alcanse a contaminarse por el celo y la vanidad herida.

Bajita la mano, el ensayo sobre Antonio Alatorre es una invitación a volver sobre Primero sueño, de Sor Juana. Recuerda que ni hay un intento interpretativo de Alatorre ni Paz, cosa sabida, admitió la franqueza crítica del primero. Para entender a Alatorre, Bernal Granados periodiza su vida hasta llevarla a lo que realmente importa. Sólo después de los 56 años éste se permitió la posibilidad de incorporar la literatura a su existencia, ya no como comentarista sino como el autor que espera ser comentado. En ese momento pasa de generador de discursos secundarios a lo verdaderamente importante en la literatura: un dispensador de sentidos.