(Traducción de Ezequiel Valderrábano)
Durante años, bajo una condición u otra —como instructor principiante sin salario, como oyente en coloquios, luego como editor de una revista literaria alojada parcialmente allí— subí los escalones del edificio de la Universidad de Boston al final de Bay State Road, y mientras lo hacía nunca dejé de echarle un vistazo al gran letrero rojo de la fachada a mi izquierda que identificaba el lugar como sede de la Partisan Review. Una película tomada a intervalos regulares me hubiera mostrado haciéndome viejo mientras el edificio institucional permanecía inalterable, pero con todo y ese envejecimiento constante, mi asociación con ese nombre aún se conserva fresco.
Para comenzar, volviendo al pasado —aunque ya no era la Partisan de las grandes décadas (la revista llegó a la U de B en 1978)— yo conservaba un fuerte residuo de asombro provinciano y a menudo pensaba, mientras empujaba las puertas del edificio, que estaba en animada proximidad a algo legendario. La mayoría de los lectores no tendrán necesidad de que les de una conferencia sobre los gloriosos días de lo que fue durante mucho tiempo la principal revista intelectual y artística de América, hogar de escritores y pensadores lo suficientemente conocidos como para ser mencionados por sus apellidos: Baldwin, Bellow, Howe, Silone, Jarrell, Orwell, Sontag, McCarthy, Trilling, McDonald. Pero para los ochenta, Partisan, y la cultura literaria, tenía rato de haber descendido de las alturas. El aura perduraba, sin embargo, y aunque se debilitaba con los años, y la revista parecía perder su sostén en la cultura, nunca desaparecía del todo. Cada vez que mi vista aterrizaba en ese letrero, siempre sentía una punzada residual, una oleada de complejas emociones. Y entonces sucedió. Un día del año pasado mi mirada se deslizó a los lados, como una rueda en el hielo, y vi que había desaparecido. Así es como en ocasiones uno se da cuenta. Aunque ya sabía que Partisan se había desbandado oficialmente algunos meses antes, sólo cuando el personal de mantenimiento llegó con sus herramientas fue que caí en la cuenta.
Pero ahora la imagen en la retina de ese símbolo subsiste y las implicaciones obsesionan. El destino de la Partisan Review tiene un significado mayor. En verdad, mientras más pienso en ello, más claramente veo que cualquier discusión esencial de la crítica en nuestros días debe abarcar la ecología sistemática total de las cosas, por lo cual yo entiendo la relación entre los escritores, los editores y los lectores, para no mencionar la vasta influencia de los sistemas académicos por un lado y los medios de entretenimiento por el otro. Como reseñista, estoy consciente de esos aspectos cada vez que cojo mi pluma para escribir: siempre tienen que ver con la forma en que son leídos los libros, discutidos y reseñados. Y han cambiado mucho con el tiempo. Si comienzo invocando la revista Partisan, es porque la veo como emblema de una especie de cohesión cultural intelectual que alguna vez fue posible, y como un claro recordatorio de que, como escribió Robert Frost, “nada dorado puede perdurar”. La Partisan Review fracasó en parte porque fue incapaz de reconocer que nuestras necesidades culturales y artísticas —nuestra situación cultural— habían cambiado. Su venerabilidad no garantizaba nada.

Quienquiera que lea libros y reseñas de libros sabe que en las últimas temporadas el gran alboroto en las pistas secundarias ha tenido que ver con las reseñas negativas, el peor ejemplo de las cuales fue apodado snark en un ensayo muy discutido (“Rejoice! Believe! Be Strong and Read Hard!”) del número inaugural de la revista The Believer , escrito por su editora Heidi Julavits. El acontecimiento provocador —y lamento dedicarle más tinta de la que ya ha consumido— fue una reseña, agresiva pero atrayente, de Dale Peck en la New Republic sobre las memorias de Rick Moody, The Black Veil. Ha habido, por supuesto, otras reseñas ofensivas en otras partes, —de Colson Whitehead, Lee Siegel, Walter Kirn, James Fenton— pero ésta precipitó todo. Aguijoneado sin duda por el editor literario de la revista, Leon Wieseltier, quien durante años ha disfrutado el deporte del desinflamiento corrector, Peck aprovechó el libro de Moody como ocasión para una paliza con guantes, comenzando con la carrera completa del escritor e incluyendo todo, desde sus metáforas hasta sus supuestas motivaciones. “Rick Moody es el peor escritor de su generación”: escribió Peck, y los suspiros de alivio de cientos de miles de epígonos consumió bosques completos.
Llamado a cuentas por lectores, críticos y otros escritores, como él, por supuesto, sabía que iba a suceder, Peck insistió no sólo en que estaba defendiendo el sagrado honor de la literatura sino que desollaba a Moody por su propio bien: estaba desperdiciando su considerable talento. Me descubrí recordando los amagos similares de Norman Mailer en su notable ensayo de 1959: “Evaluations —Quick and expensive Comments on the talent in the Room”. Él, también, racionalizó sus sádicas evisceraciones —de sus novelistas rivales, James Jones, James Baldwin, y otros— al insistir que estaba supervisando el profundo don de su prosa. Un buen truco este de recurrir a los elevados principios de la moral incluso cuando se está retorciendo la navaja para causar el mayor daño posible.
Aunque Peck no fue el primer calumniado en los anales de la reseña, su ensayo se convirtió en un acontecimiento titular en los círculos literarios, evidencia, para aquellos que la requieran, de que hemos ingresado, junto con los británicos (quienes tienen su propia aflicción a lo Dale Peck en la injuriosa reseña de Tibor Fischer de la última novela de Martin Amis, Yellow Dog) a los tiempos oscuros. Heather Caldwell enseguida cubrió la controversia Peck-Moody para el website Salon, donde los ultrajados partidos compartieron igual tiempo con el infatigable optimista, quien opinó, como siempre lo hace, que todo el alboroto probaba que el público aún se interesaba en discutir sobre libros, lo cual sólo podía ser bueno para la causa de la literatura. “Guste o no, escribió Caldwell, el golpe bajo de Peck ha hecho que los literati aborden cuestiones más amplias, como: ¿En qué consiste una buena reseña? ¿Es el mundo literario demasiado cortés y amigable? Y, finalmente, ¿Cuál es el efecto de esta clase de escaramuzas en la cultura literaria en su conjunto?
Después de Caldwell vino el largo ensayo de Julavits haciendo valer su creencia de que la literatura tiene “un valor intrínseco” y exigiendo “imparcialidad y rigor cuando se evalúa el éxito o fracaso del proyecto de un autor.” Julavits fue, a su vez, refutada en las páginas de opinión del New York Times por Clive James, quien concluyó diciendo: “Cuando dices que un hombre escribe mal, tratas de herirlo. Cuando lo dices con palabras mejores que las suyas tienes éxito. Sería mejor aceptar este hecho, y admitir que todas las reseñas adversas son snarks en algún grado, que ceder al deseo sentimental de que las reseñas adversas puedan ser excluidas del mundo literario. Pertenecen al mundo literario… La civilización doma las pasiones humanas, pero no puede eliminarlas. Caza el snark y te lo encontrarás en todas partes.”
Luego, en octubre del año pasado, James Atlas publicó “The Takedown Artist”, su largo perfil de Peck en el New York Times Magazine. Peck posó, en las dos fotos, blandiendo un hacha. La segunda foto, más pequeña lo mostraba descargando el hacha, con un distorsionado gesto de samurai, en una pila de libros. Una identificación completa de las víctimas no era posible, pero mi adiestrada vista de librero vio el prominente nombre Charles Dickens en la cresta y distinguió Underworld de Don DeLillo, Giles Goat Boy de John Barth y lo que, de forma alarmante, lucía como la distintiva cubierta de mis propias memorias en el fondo de la pila. No soy sincero. Sabía perfectamente bien que se trataba de mi libro, lo sabía porque después de abrir con la inevitable cita sobre Moody, Atlas prosiguió sin pausa con una menos llamativa pero igualmente agresiva cita sobre mí. Entonces, sí, tengo que mostrar mis cartas. El perfil cita con cierta amplitud un ensayo no publicado (pues fue “hacheado”) que Peck escribió sobre mi en New Republic. (Me enteré por el artículo de Atlas de que “The Man Who Would Be Sven” estaría disponible como capítulo en el próximo libro de Peck, Hatchet Jobs, pero no la había visto). Y si el hecho de ser atacado por razones aún sin especificar tergiversa algunas de las afirmaciones de esta pieza (¿y cómo no lo haría?), el lector es invitado ha realizar los debidos ajustes.
El angustioso asunto de la pieza de Atlas, aparte del hecho de que resentí el veneno de la afirmación de Peck sobre mi trabajo, fue la suposición generalizadora de Atlas de que la literatura, como cultura de las celebridades, es ahora esencialmente sensacionalista, de que los lectores son atraídos de forma irresistible por las estrategias desolladoras y que el ethos de la “murmuración” gobierna el mundo de las reseñas casi hasta el punto de excluir el más pedestre oficio del examen y la evaluación. Abriendo con su bombardeo de extractos incendiarios, Atlas coge al lector por las solapas: “Sientes curiosidad ¿no es cierto?… quieres leer más.” Y este es el tono esencial del artículo y, más o menos, la suma de su contenido.
¿Tuvo el perfil el efecto pretendido? ¿Capturó mi atención? Me parece que provocó, después de que las fantasías iniciales de responder se agotaron —inevitablemente tal vez—, una muy personal reevaluación de mi vocación. Tuve que preguntarme: ¿Es este el mundo que conozco? ¿Realmente hemos caído así? ¿Está el periódico que aportamos como evidencia —su magazine—realmente comisionando e imprimiendo fotos de libros de Dickens (y de otros) tajados? Hubiera querido con toda perversidad haber estado ahí para ver como preparaban la toma.
Resulta curioso, tal vez apropiadamente, que justo cuando estaba haciéndome estas preguntas el lío Stephen King comenzó. La Nacional Book Foundation decidió conceder su medalla de oro anual por logros literarios distinguidos al maestro de la novela del horror. ¿No fue esto una traición a sus elevadas funciones? Shirley Hazzard, la ganadora del premio de ficción lo pensó y lo insinuó en su discurso de aceptación (Shirley Hazzard fue fotografiada más tarde admirando diplomáticamente la medalla de King). La discusión, antes y después, siguió el rumbo predecible, los optimistas infatigables opinaron, como siempre lo hacen, que todo el alboroto sólo probaba que la gente seguía interesada en los libros y que esto sólo podía ser bueno para la causa de la literatura. Por supuesto, todos sabían que la intención del premio era la de generar publicidad e interés por un acontecimiento (y una causa) que, así era percibido, necesitaba de ellos. Mi corazón se detuvo por segunda vez en el mismo número de semanas. ¿Se trataba en verdad de una tendencia? ¿Tenía razón Atlas?
Hice el cálculo y con un sobresalto me di cuenta de que había publicado mi primera crítica hacía exactamente 25 años, una larga reseña ensayo sobre Robert Musil. Mi elección del tema me dice muchas cosas sobre mis aspiraciones iniciales, así como sobre mi fe en lo “serio”. Literatura se escribía con mayúsculas y no había nada más importante, aparte de crearla, que escribir sobre ella.
Eso fue en 1971. Yo tenía 28 años, veterano no de la universidad sino de las librerías. Como lector auto dirigido, tenía mi propio programa de críticas y estaba fuertemente inclinado hacia los ensayistas de las bellas letras, incluyendo, por un lado, a escritores como Edmund Wilson, George Steiner, Susan Sontag, Walter Benjamin, Cyrill Connolly, Erich Heler, Guy Davenport, y Hugo Kenner y, por otro lado, a los escritores en la órbita del Partisan Review, incluyendo a los mencionados arriba, Howe, Trilling, Bellow, MacDonald, así como a Randall Jarrell y Delmore Schwartz.
No había reunido esos nombres y reputaciones de la nada. Muchos de ellos estaban en el aire. Al trabajar en librerías, primero en Ann Arbor, luego en Boston y Cambridge estaba bien posicionado para ver quién estaba leyendo qué. Creía saber mes tras mes exactamente cuántas atmósferas de presión estaban ejerciendo Benjamin u Howe o Sontag, y yo leía y ambicionaba en consecuencia. No estoy sorprendido, al volver atrás, de ver que mi ensayo sobre Musil era un refrito de Sontag y Steiner, aderezado sin cortapisas con Heller: muy humanista, muy serio, de aspecto muy europeo.

No creo haber sido sólo yo. Me movía en un círculo de la misma opinión. Eran tiempos serios, con el gobierno del gusto establecido desde el exterior. El New York Review of Books era como una marquesina para esta sensibilidad importada y publicaba regularmente ensayos de Czeslaw Milosz, Joseph Brodsky e Isaiah Berlin, para nombrar unos pocos. Sontag estaba escribiendo los ensayos que serían reunidos bajo el título de Bajo el signo de Saturno, una meditabunda celebración de la sensibilidad europea. En mi mente estos escritores seguían la linea de Partisan, tomando su lugar en la mesa junto a Orwell, Silone, Chiaramonte. Los periódicos eran en ese entonces hospitalarios con esas perspectivas, y como reseñista debutante, descubrí que era fácil aproximarme a los editores de The Nation, de la New Republic, así como de, digamos, el Boston Phoenix o la Boston Review, con ideas para largos ensayos sobre Thomas Bernhard, Robert Walser y Max Frisch.
Pero los climas y las escenas cambian. Encaramado tras la caja registradora en la librería de Harvard, donde trabajé durante cinco años —a mediados de los 80— fui consciente de lo que pronto sería conocido sólo como “teoría”, invasora como sistema frontal. Noté cómo los estudiantes intelectuales de postgrado se estaban apartando del familiar programa humanista y llegaban a la caja con libros de Derrida, de de Man, de Barthes y de Cixous. La tonalidad de las cosas parecía estar haciéndose perceptiblemente fría. Pero a mí el alejamiento de las aproximaciones tradicionales a las bellas letras no me pareció al principio especialmente alarmante. Si acaso, estaba el sentimiento de que había algo casi sacerdotal en los niveles superiores de la literatura, y esto sólo podía ser para bien.
Años después comencé a pensar —en retrospectiva— que lo contrario podía ser verdad, por lo menos desde la perspectiva del reseñista practicante. La explosión de la teoría en la academia, tan vigorizante en un principio, tuvo el efecto a largo plazo de despreciar lo meramente literario y de convertir la profesión del humanismo de viejo estilo en una práctica conservadora, en una retaguardia sin esperanzas. Frente a la obra estaba siempre la idea de la obra, el ismo que la enmarcaba y hacía la discusión posible. Los ensayos en las revistas con filo académico como Representations, Critical Inquiry, y Semiotext(e) se hicieron astutamente oscuros, u oscuramente astutos, y mientras las reseñas del tipo que yo hacía continuaron y los ensayos literarios conseguían publicarse, las cosas comenzaron a —para usar un término entonces en boga— “desestabilizarse”. Cultivados académicos, lectores fundamentales y escritores del anterior orden literario (que incluía, en mi mente, a la ahora vacilante Partisan Review) huían de la vieja corriente principal hacia sus respectivos nichos académicos. Los discursos deconstructivos y postestructuralistas se llevaban las palmas. Cada vez menos críticos pensantes deseaban ser vistos usando indumentarias generalizadoras.
Este negocio —de confianza, de tonalidad, de voz— requiere comentarios, aunque también es verdad que nada resulta más difícil de precisar. La colonización del discurso literario por la teoría, con su desenmascaramiento de presunciones y posiciones de dominio, tienen todo tipo de consecuencias, pero la más contundente es, como sugerí, climatológica. La ampliamente publicitada (y, en cierto sentido, necesaria) sospecha de ideologías y el incesante cuestionamiento del signo “natural” hace singularmente difícil aventurar juicios literarios justos. La suprema confianza narrativa de, digamos, Edmund Wilson, cuya confianza en el sentido común y exactitud lingüística era su fundamento, se hizo difícil de sostener.
Consideremos la retadora enunciación inicial de Wilson en su reseña de una obra de Mencken en 1925: “Notes on Democracy de H. L. Mencken no agrega nada nuevo a su filosofía política: sus ideas básicas son precisamente aquellas que ha estado pregonando durante años y que ya aparecen en su libro sobre Nietzche, publicado en 1908.” Este es el estilo directo, la voz dominante durante largo tiempo en la crítica americana, y la escuchamos no sólo en la larga carrera de Wilson sino en Eliot, en Howe, y con ajustes y reservas en Trilling y los críticos de la Partisan Review. Pero si bien esta firme expresión de un juicio no ha muerto por completo —Gore Vidal permanece como ejemplo vivo— el tono se ha hecho casi imposible de generar, mucho menos de sostener, después del descentramiento postestructuralista.
La imperfección obvia, natural, pertenece al tono irónico, el cual desde el umbral evade el peligro de la declaración franca, la más expuesta de todas las posiciones. Encontramos, cada vez más, una mañosa tonalidad preventiva. Veamos a Michiko Kakutani reseñando una novela de Nicholson Baker: “¿Recuerda un comercial de American Express de hace algunos años en el que Jerry Seinfeld demostraba su técnica perfecta para llenar el tanque haciendo que la bomba de gasolina se detuviera exactamente en el dólar?”
La reseñista le hace un guiño a su público creando su analogía a partir de la cultura popular; no puede ser sorprendida insistiendo en algo que huela a patrón absoluto o adoptando una posición para juzgar. Nos hemos movido con estos dos ejemplos de lo moderno a lo postmoderno.
Esa comparación es, por supuesto, mañosa. Con un poco de búsqueda creativa uno puede encontrar ejemplos para cualquier cosa, y estoy seguro de que podría fácilmente descubrir algún maquinazo del periodo anterior y contrastarlo con un pronunciamiento razonado de un crítico versado como James Wood. Pero la tendencia debe ser proyectada y me atendré a ello. Sostengo, también, que donde hay un discurso irónico, el snark no está muy lejos. El snark —negatividad gratuita semejante — es a donde el ironista va cuando la evasión comienza a hartar.
Mi argumento, lo reconozco, depende de la lectura del cuadro completo; generaliza. Es sumamente difícil, no es necesario decirlo, calcular cómo una tendencia o cambio a gran escala modifica lo que ha sido el status quo, más todavía porque hay por lo general varios cambios sucediendo al mismo tiempo. El surgimiento y difusión de la teoría fue sólo uno de los cambios. Para no olvidarlo: hubo también el muy extendido advenimiento de las computadoras personales y la clamorosa primera ola de la cultura digital. ¿Recordamos lo rápido que sucedió y lo mucho que el concepto —el paradigma de la certidumbre cambiante—marcó todo lo que hacíamos? El punto de vista binario de los estructuralistas parecía haberse propagado, convirtiéndose en los ceros y los unos que eran la base de los nuevos sistemas de comunicación. La literatura tan atada a su tradición de representaciones concretas, repentinamente adquirió la pátina de lo antiguo, como si la narrativa perteneciera al viejo esquema.
Otras fuerzas sobrevinieron también. En el muy importante sector comercial, comenzamos a ver durante este periodo la furiosa integración en corporaciones de la industria editorial y la rápida transformación de la venta de libros ejercida por superlibrerías como Barnes&Noble y Borders. Y, Por supuesto, fue la digitalización lo que hizo que la masificación de un anteriormente excéntrico nicho de ventas al menudeo fuera posible.
Pero para mí todas estas grandes transformaciones sucedían en el fondo. En la base, intentando abrirme paso como reseñista, noté consecuencias más inmediatas y específicas. Para comenzar, tenía la sensación de que era más difícil trabajar en el viejo sendero de la reseña ensayo. La discusión franca de libros parecía crecientemente fuera de moda, incluso en revistas como Harper’s y New York review of Books que se esforzaban por mantener viva la tradición crítica. No sólo había menos lugares para publicar, también era evidente que las mayores firmas editoriales publicaban menos libros de literatura. Aunque es cierto que los editores siempre están quejándose del estado de cosas, las quejas eran ahora más altas y más extendidas. El juego de la bolita de los editores que desaparecían de una firma y reaparecían en otra había comenzado, llenando de temor a los nerviosos autores.
Este fue el inicio del reinado de Andrew Wylie en el mundo de los agentes, la glorificación de la codicia que en su espíritu debe más a Boesky que a Brodsky. Enormes corporaciones alemanas, como Bertelsmann y Holtzbrinck, adquirían empresas editoras como siervos. Era claro que se trataba de una industria en trasformación, y cuando visitaba mis librería predilectas —en este punto yo había trocado la venta de libros por la enseñanza— veía por lo que estaba expuesto y a la mano, por el obvio énfasis en cantidades variables de “grandes” libros, que lo que había creído durante mucho tiempo una especie de constante, una especie de represa, era de hecho una ola que había alcanzado su cresta y estaba ahora menguando.

¿Y no es así como los cambios se anuncian, a través de complejos ajustes en una serie de esferas relacionadas: menos de una cosa, más de otra? Con la evidente disminución de lo literario sobrevino una presunción más extendida de lo que era importante. Fueron profecías que se cumplían a sí mismas y circuitos que se retroalimentaban. Me di cuenta de que yo había llegado apenas a tiempo. En 1978 ensamblé un libro con mis piezas sobre escritores poco conocidos, europeos sobre todo, y tuve suerte de encontrar un editor importante. Hoy, sólo unos años después, el mismo libro habría sido mucho más difícil —tal vez imposible— de colocar.
Para mediados de los 90 era obvio para algunos que las reglas del juego literario habían sido rescritas. Los conglomerados corporativos en el mundo editorial (abordados por Andre Schiffrin en The Bussines of Books: How the Internacional Conglomerates Took over Publishing and Shaped the Way We Read) anunciaban la era de los superventas. Mientras los escritores de mitad de la lista mendingaban y muchos de ellos emigraban a firmas pequeñas, las editoriales comenzaron a pagar suculentos adelantos por libros “sexis” como The Liar’s Club de Mary Karr y Girl, interrupted de Susana Kaysen,. No hay duda, el prestigio de lo puramente literario era despreciado —ventas difíciles en el mercado— y la cultura de la reseña reflejó, naturalmente, el cambio. Meghan O’Rourke sostuvo recientemente en Slate que el periodo de John Loenard en el New York Times Book Review fue una especie de edad de oro que asignaba más valor a la sensibilidad que a las posibilidades de ventas. Si algo movía al perro era el estado de pérdidas y ganancias.
Y esto es más o menos lo que encontramos ahora. Psicológicamente es un paisaje sutilmente desmoralizado por la tala y roza de los resultados económicos; la creencia humanista moderna de que la crítica artística y social va en la delantera mostrando el camino, no se ha recobrado del salto masivo de la academia a la teoría; el mundo editorial sigue tiranizado en la adquisición, mercadeo y ventas por la mentalidad de los superventas; la confianza en la autoridad del periodismo escrito ha sido desafiado por la proliferación de alternativas on line.
Aún más debilitante, si bien difícil de situar, creo, es la extendida percepción de la pérdida del centro, del ímpetu que surge ya sea por el necesario antagonismo o por la emergencia de lo nuevo. O ambos. Partisan Review, en sus días de gloria, reunió a los mejores escritores alrededor de dos misiones: la oposición a la ideología estalinista y la definición y promoción del modernismo. Extrajo gran energía, además, de otra circunstancia histórica: la generación de los intelectuales judíos americanos que se separaban del mundo de sus padres. Qué represa de talento tenía Partisan Review a su disposición, junto a la planta de poderosos polemistas y ensayistas tenía a escritores como Roth, Bellow y Malamud.
De forma similar, el periodismo trepador e inquieto de los sesentas y setentas fue fortalecido significativamente por la continua oposición a la guerra de Vietnam y la vigorosa emergencia del ethos o estilo de lo que ahora llamamos Nuevo Periodismo. Otra vez, la fusión de lo literario cultural con lo socialmente activo promovió el prestigio del escritor. Pienso en Esquire, Harper’s, The Nation, Village Voice, New York Review of Books, medios donde cada semana uno podía leer trabajos nuevos de Mailer, Sontag, Baldwin, Didion, Fielder, Talese, Vivian Gornick, y Tom Wolfe. No todos estos escritores han desaparecido, por supuesto, pero la presión de la sensibilidad que ellos representaban se disipó hace mucho.
Estoy hablando, ciertamente, de algo más polémico y más cercano a la crónica que a la reseña en sí, pero la vitalidad de esta última depende en mil formas sutiles de la vitalidad del primero, y si nuestra situación se siente desmoralizada, agotada, sin un centro apremiante se debe, hasta cierto punto, a que no tenemos alguna gran causa común y una sensación de su posibilidad que nos reúna. No quiere decir que no haya causas comunes disponibles —puedo pensar en algunas, comenzando con los ultrajes de la presente administración— pero carecen de voluntad agrupadora. Hemos perdido la sensación de que hay un lugar para reunirse. Nuestra vida intelectual está fragmentada. Ha emigrado, tal vez, a la academia, donde sólo le queda adaptarse a las restricciones de las disciplinas impregnadas de teoría (los luftmenschen de lo viejo, como nos recordó Russell Jacoby en The Last Intellectuals, no existen más). Interconectados e informados como nunca antes, registramos no obstante una desesperante sensación de aislamiento, de falta de importancia.
Todo ello conduce, y no todo indirectamente, a la cuestión del snark, el espíritu de la negatividad, la animosidad personal dictando la agenda intelectual o crítica. El snark es, creo yo, impulsado por el terrible vacío de la falta de importancia, de la ausencia de vínculos, del no ser escuchado; es alimentado por la rabia a lo mismo. Si los escritores y los críticos sintieron motivaciones agresivas similares en el pasado —y, por supuesto, lo sintieron por razones, si no culturales, personales— su desahogo fue reprimido, si no por un sentido interior de decencia, entonces por una conciencia exteriorizada de lo prohibido. Los ataques verbales no eran aceptados, no en la arena pública. Esa táctica era propia de los periodicuchos escandalosos y los tabloides de chismes de Hollywood, y sencillamente no se hacía. Pero aún más —y espero no resultar soñador— prevalecía en las artes la creencia, al servir y expresar creatividad, de que estaban, sí, arriba de eso. Eran más nobles, dirigidas a objetivos más elevados; no traficaban abiertamente con lo comercial. Los medios de comunicación del arte y los del entretenimiento estaban separados: Stephen King jamás habría sido considerado para una medalla de la Nacional Book Foundation.
Pero por todas las razones apuntadas arriba, en los años recientes las consideraciones comerciales (ventas, circulación, publicidad) han devenido soberanas. La lógica de la situación es obvia Y llevan a la desesperación. Lo que estamos viendo es un esfuerzo en ciertas esferas de despertar a la somnolienta cultura literaria, crear atención, con la idea de que el poder y el dinero van a donde hay ruido. No hay forma de resolver el problema en su origen, por supuesto —es sistemático—, así que la mejor estrategia es el arreglo chapucero. Pasar corriente. “Rick Moody es el peor escritor de su generación”, escribe Dale Peck. “¿Sientes curiosidad, ¿no es cierto? Pregunta James Atlas. El riesgo es que los lectores estamos hartos y enojados y condicionados por la televisión para seguir la corriente, para aceptar que es así como ahora son las cosas. Pues esta especie de gambito funciona sólo cuando los lectores en el fondo de su corazón reciben placer del asalto, cuando este sirve de válvula a las frustraciones y a las emociones bloqueadas. Dudo de que cualquiera de los que leímos la pieza creyera por un instante que Peck tenía razón. Pero si continuamos la lectura —y lo más probable es que lo hiciéramos— fue con la misma agitada fascinación que sentimos cuando alguien en el autobús urbano comienza a actuar como loco y a gritar obscenidades. El “jódete” del gritón sobre su trabajo o su cónyuge nos permite lidiar con nuestra propia frustración o rabia. Muy bien, pero no tiene nada que ver con la literatura.
Si comencé esta reflexión invocando recuerdos y asociaciones con la Partisan Review, no fue porque quisiera proponer dicha revista como modelo o a sus escritores como figuras protectoras. De hecho, estaba más enfocado en su declive y desaparición, lo cual en muchos sentidos me parece emblemático del estado de cosas en el frente literario. Su decadencia fue significativa, fue una llamada. Durante su apogeo, Partisan Review fue un modelo de lo que importaba. Su circulación nunca superó los 15 mil ejemplares, pero sin embargo resumió el nervio del sistema de influencias en nuestra vida cultural colectiva. Su principal contribución, además del contenido de cualquiera de sus artículos, fue que en sus grandes años nos proporcionó una idea intelectual de nosotros mismos. Creó los términos del debate. Postulando cierta clase de intelligensia contribuyó a promoverla. Esa intelligensia no era académica (aunque los académicos devoraban la revista) y era política y moralmente comprometida; deploraba el provincianismo y asumía un punto de vista cosmopolita; creía en la necesidad de un proyecto modernista. No tenemos nada parecido a las certezas de la estética modernista. De hecho, nuestro destino —de ahí en adelante— fue sospechar de todos los proyectos. En una cultura pluralista y relativista como la nuestra, el conflicto entre autoridades rivales puede ser lo mejor que podemos encontrar.
Partisan Review perdió relevancia y fracasó porque ese público y esa conjunción de creencias e ideales se desvanecieron. Esto tiene que ver hoy con el estado de nuestra cultura crítica, y con las reseñas. De hecho, con nuestra vida intelectual en general. La revista nos dio la idea de un centro asumiendo uno en cierto grado, pero finalmente la idea de centro probó no ser sostenible. La estructura profunda de las cosas es demasiado mudable. No obstante, aunque no fui un lector de Partisan durante años, cuando supe que había desaparecido me sentí despojado. Su defunción me hizo recordar —no por primera vez— que había aprendido a actuar sin todas las suposiciones juveniles.
