Desde temprano, Gerard Manley Hopkins se enfrentó a un tridente de vocaciones: la pintura, la música, la religión. Este último llamado –la fe sabe por vieja, no por sabia– salió victorioso de esa contienda y de otra mayor –desmedida, cruenta, prodigiosa– contra la poesía. “Las dos alternativas centrales de la vida de Hopkins eran de tal escala, y de una entrega tan absoluta, que lo protegen a él y a su historia de toda mezquindad”, consignó Christopher Ricks. Las largas sombras del arte, la música y, sobre todo, la poesía, lo sustentarían de todos modos hasta el final.
Un duelo frecuente entre especialistas en Hopkins –en breve, si la religión fue benévola o dañina para el poeta jesuita– incita a representar el litigio como un vecindario en el que los dueños de bungalows edificados demasiado cerca uno de otro deben tolerar al vecino que poda, pasa la máquina bordadora o practica carpintería amateur. La profesora Catherine Phillips, autora de Gerard Manley Hopkins and the Victorian Visual World (Oxford University Press), se mantiene fuera del circuito cerrado que monitorea ese barrio privado y consigue rastrear con maestría los caminos negados, las vocaciones vicarias. A pesar de intensas pesquisas en el ático del siglo XIX, su libro presenta un clima radiante y lo conduce a Hopkins fuera del claustro, a galerías de arte y viajes con el fin de ejercitar el arte de observar y bosquejar: Suiza, Kent y las islas de Man y Wight.
Se trata de una paciente reconstrucción histórica: un submundo desenterrado, un libro concebido como una casa de muñecas. Phillips alumbra rincones ocultos, familiares pero insuficientemente examinados. En su forma de explorar devotamente una materia, de aproximarse telescópicamente a una mente en un contexto delimitado –ningún detalle queda afuera: la divisa de Hopkins–, su trabajo puede considerarse un pariente cercano de Las últimas obras de Shakespeare de Frances A. Yates y de Thomas Browne and The Writing of Early Modern Science de Claire Preston. (Shakespeare y Browne fueron, ya que estamos, maniáticos precursores del léxico arcano, el staccato y el reino de lo silvestre.) Phillips contiene y conecta océanos de tiempo y no redacta con el veneno de una tesis urgida; al contrario, le facilita al lector una euforia codiciada: que el tiempo como lujo sea tangible otra vez. Un tiempo en el que el lector se sumerge en esas sobrevidas caritativas –naturaleza, arte, música– que nutren el presente con un eco no por inquietante menos reparador.
Entre los nueve hermanos de Hopkins había dos ilustradores profesionales y un pintor talentoso. Su padre era un aficionado bastante competente y la familia había contado con varios artistas en generaciones sucesivas. Devoraban revistas ilustradas y los álbumes de fotografías eran un pasatiempo cotidiano. El contexto era favorable desde un punto de vista doméstico e histórico. El arte británico estaba atravesando un período de grandes transformaciones en la década de 1860. (Lo interior y lo exterior funcionaban para Hopkins en varios frentes, como lo evidencia el uso de materiales contemporáneos y de noticias en el poema “The Wreck of the Deutschland”.)*
* Sobre la simbiosis entre literatura y realidad, acaso sea oportuno recordar lo que Orwell le escribió a Spender en april de 1938: “Recuerdo que de guardia en las trincheras cerca de Alcubierre solía recitarme el poema de Hopkins ‘Felix Randal’-supongo que lo conoces-, una y otra vez, para matar el tiempo bajo un frío terrible, y esa fue casi la última ocasión en que comprendí lo que era la poesía.”
De igual manera, la subterránea vocación musical estuvo allí desde el vamos, también ceñida por impedimentos linderos. La familia cultivaba una rabiosa afición por la música y de niño Hopkins tenía una voz “clara y dulce”, pero no podía leer partituras y nunca aprendió un instrumento. Hopkins siempre defendió la música, más que la pintura, como una muleta poderosa para la religión. Adoraba las canciones populares isabelinas y Handel y Purcell era sus compositores dilectos. Las reglas jesuitas lo obligaron, como con la poesía, a un trato intermitente, a un dudoso “silencio electivo”. Terminaría estudiando contrapunto y armonía, componiendo “aires” y adaptando versos propios y ajenos (de William Barnes, entre otros).
El biógrafo Norman White asegura que Hopkins quería ser pintor, pero no músico, porque había espíritus musicales más refinados en la casa; pero si lo mismo sucedía con el arte –como queda dicho, uno de sus hermanos y su padre eran mejores dibujantes– la suya no resulta una explicación admisible. (A propósito de carreras paralelas, el padre era poeta amateur y cabe preguntarse si Hopkins no se movió en dirección de la oscuridad por no querer ser comprendido por su padre o, dicho menos psicológicamente, por el afán de trepar unos peldaños más arriba que su progenitor. Como en áreas alejadas de la creación artística, la obra del padre divisada como una franja de tierra ganada al mar, sobre la que se erige la obra de un hijo.)
El territorio de Hopkins no es pequeño: es lo diminuto. La pulgada, las partículas, los malabarismos microscópicos de lo visible. La media sombra, el semitono. Hopkins se enseñó a dibujar copiando ilustraciones, y adoptó el croquis como taquigrafía, manso monaguillo que toma dictado en un Patmos privado y portátil. Dice Catherine Phillips: “también aprendió que podía echar a perder los bocetos si los terminaba, una gran cantidad están incompletos. Como la mayoría de sus poemas, muestra detalles delicadísimos en un radio restringido.”
Tanto Phillips como White invitan a seguir a Hopkins en su investigación cardinal: cómo hablar de lo que uno ve, en el arte o la naturaleza. Las vibraciones de la luz, los vaivenes entre quien percibe y lo percibido, y otras maniobras diurnas de la retina. Y la notación –musical– que Hopkins buscó adoptar para tal propósito, distinguida con su propio glosario: ‘inscape’, ‘instress’ y otras contraseñas de su cuño, varas con las que juzga el aura de un árbol, el poder de un cuadro. Uno de los tutores de Hopkins en Oxford era otro estilista arrebatado, Walter Pater, admirador de John Ruskin, que nunca dejó de ser la piedra de toque. (A propósito de la obsesión de Hopkins con la acometida de olas sobre rocas, tal vez podamos comprenderla mejor de la mano de la cita intrigante de un incondicional de Ruskin y Pater, el crítico y poeta Adrian Stokes, para quien la piedra esculpida por el agua redunda en “semejante perpetuación, semejante exhibición instantánea y sólida de un clímax largamente incubado, que da coraje para crear tanto en el arte como en la vida.”) El entrenamiento del ojo, los elementos del dibujo: el detalle crítico, el contraste, el componente intransferible de cada objeto, la textura, los efectos del clima. En palabras de Hopkins, “las extrañas formas de las sombras involucradas.”* El poeta compuso un buen número de estrofas en las que, apunta Phillips, “obras de arte o potenciales obras de arte son el foco” y tenía un buen manejo de “la dimensión visual de las palabras que usaba”. El sonido en el espacio es otro de los tópicos eficientemente tanteados por Phillips: “La aguda atención que le presta en un poema al sonido insinúa las limitaciones que encontraba en el arte visual”.
* Hay un interesante ejemplo de conexión entre imagen y texto –las imágenes como portadoras de un secreto, más confiables que las palabras– en una anotación de 1942 en los diarios íntimos de Denton Welch, otro escritor-artista célibe, su vida acortada también bajo circunstancias desafortunadas: “Ese retrato de Hopkins en el suplemento literario del Times, tan callado, tan pensativo, tan bellamente devoto. Es extraño pensar que muchos, muchos años atrás tuvo que sentarse exactamente en esa posición, con las manos cruzadas (aunque no se vean), con ojos apenas entornados, secretos, con una boca suave, en pose… El artículo verborrágico no nos dice nada; nada del secreto del que brotó su genio. Esconder su genio es un insulto, pretender que era ‘normal’, en otras palabras ordinario”.
Suele decirse de alguien corto de vista que “no ve un cura en la nieve”. Pero este presbítero que viene hacia nosotros –pecadores con presbicia– sí que lo ve todo: Hopkins es sinónimo de recolección y calado en lo infinetisimal. La educación de la mirada –novela de iniciación– fue su recado en este mundo, intensificada por la suma de otro sentido, el acústico, y en el rendimiento simultáneo de ojo y oído Hopkins fraguó un arte sin par. Pocos como Hopkins para no negar que leer –velocidad de reflejos– es ver y oír al mismo tiempo, compleja operación de representarse lo que se lee y de oírlo por el mero gusto de catar sílabas. Dos polos de gravitación constante, que lo mejor que pueden hacer es fundirse: “Earnest, earthless, equal, attuneable, vaulty, voluminous, stupendous”. Lo que no había podido ser música profesional para Hopkins se traducía en una percepción sobrenatural para el ritmo en el poema: “Mi verso es menos para leer que para ser oído, es oratorio.” En este sentido llama la atención el momento en que Hopkins admite ante su amigo Robert Bridges que sus rimas cumplían con el oído pero no con la vista. Para desmentirlo, y valorar en su justa medida la conquista de Hopkins –un trofeo intraducible– vale recurrir a Musicophilia, donde Oliver Sacks deja en claro la diferencia radical en el trato que el cerebro le da a la música y a la visión: es uno quien debe construir el universo visual –no todos los testigos recuerdan una escena del mismo modo– mientras que una melodía es definitiva e idéntica para todos.
Hopkins sostenía que sus sonetos debían ser leídos “en voz alta, sin prisa, con una recitación poética (no retórica) con largas pausas, largas pausas en la rima y otras sílabas acentuadas. Casi que debería ser cantado…” La complejidad rítmica, por ende, es paralela a la minuciosidad expresiva: “wiry and white-fiery and whirlwind-swivelled snow / spins to the widow-making unchilding unfathering deeps”. Tal vez, para no verse abrumado por la emoción musical –o por no echar mano de un recurso recordatorio excesivamente fácil– el sistema nervioso de Hopkins le exigió rémoras y nudos en la versificación y un ritmo a contramano para así evitar el desmadre del envión lírico. Otro modo de decir –al escuchar a Scarlatti por Horowitz, por poner un caso– que una breve cadencia hipnótica exige que se la interprete con una distinción trabajada, que parece pedir disculpas por la belleza casi intolerable que transmite: “cuckoo-echoing, bell-swarmed, lark-charmed, rook-racked, river-rounded”, escribe sobre Oxford.
Los versos de Hopkins subrayan el pacto entre música y recordación; no olvidemos que Hopkins componía en su cabeza y lo memorizaba (la mayoría de sus colegas desconocían sus inclinaciones poéticas). Se sabe que practicaba el sistema mnemotécnico de Loisette, y no sería un despropósito aventurar que el ejercicio escolástico de la memoria artificial suscitaba en él la formación de lo que Frances A. Yates –autora del milagroso El arte de la memoria– llamaría imágenes mágicas o talismánicas, “una estética general de la fascinación”. (Yates no nos dejaría olvidar, tampoco, la debilidad por la adoración de imágenes en un ciudadano católico.) Años más tarde, línea a línea, el lector rehace los pasos del autor en el acto de la composición y puede pensar la obra de Hopkins como el registro de una estoica tarea mnemotécnica, un teatro privado de la memoria. Errando por la arquitectura mágica de los poemas de Hopkins, cada vez que el lector “pasa” por la cámara –la morada– de determinada imagen, esta detona de tal modo que el huésped logra proseguir su conversación con el poeta y consigo mismo.
Hopkins and the Victorian Visual World de Catherine Phillips, la biografía de Norman White y sus Hopkins in Wales y Hopkins in Ireland, A Lifetime with Hopkins y A Commentary on the Sonnets de Peter Milward, y la excelente publicación Hopkins Quarterly prueban que sugerir un voto de silencio a los especialistas en Hopkins sería no sólo ilícito sino también inconveniente. Y despejan el camino para una límpida apreciación de las obras completas en Oxford University Press bajo el cuidado de Lesley Higgins y Michael F. Suarez. No obstante, ningún derroche de papel logrará llegar hasta la guarida última de un enigma que duró mucho más de cuarenta y cinco años.* Podríamos adoptar para Hopkins lo que el novelista, ensayista y ex trapista Alexander Theroux decía del color amarillo: “Nos aproximamos al amarillo, presumo, cada uno a su manera, con valores adaptados, sin duda, al modo empático al que aspira nuestra visión particular. Sin embargo, qué misterioso que parece como color, tan dispuesto a secundarnos.” Cómo –para qué– acorralar a una criatura que despliega semejante intensidad y singularidad en tantos precipicios: Hopkins embarcándose en largas caminatas, con mal tiempo y a pesar de su físico frágil; rescatando a un mono de una cornisa; soplando pimienta con una cerbatana a través de una cerradura.
* Simone Weil, otra célibe y conversa consagrada a la abnegación, que vivió diez años menos que Hopkins, podría auxiliarnos para definir al menos el lugar y los atributos de la religión y la poesía en la vida del poeta inglés: la gravedad y la gracia.