En el breve periodo que fui jefe de publicaciones de la Universidad Autónoma Metropolitana, de 1988 a 1990, tuve la suerte de encontrar apoyo institucional y situaciones azarosas que he contado en otros lugares, que me permitieron hacer un buen número de libros, algunos de ellos proyectos bastante arriesgados, entre los que se cuenta la Poesía completa de T. S. Eliot (1909-1962) en traducción de José Luis Rivas. Eliot ha sido un polo de atracción para la literatura mexicana desde hace un siglo, tanto los Contemporáneos como los Estridentitas lo leyeron, lo tradujeron y lo publicaron. Eliot es la imagen de un escritor hoy probablemente imposible de repetir, que alcanza gran influencia tanto crítica como poética en muchas lenguas y de manera subrayada en la nuestra, el español.
En otro lugar he reflexionado las muchas versiones de La tierra baldía hechas en nuestro país y de su influencia entre nosotros, me llevó en algún momento a decir que se había transformado en un poeta mexicano. Es probable que en el origen de esa aseveración, que yo creí provocadora, y de la que nadie dio noticia, esté en la lectura de las traducciones de Rivas cuando hicimos aquella primera edición. Ahora, que aparece en una nueva versión del propio Rivas regresé a mis muchas notas y apuntes sobre un ensayo sobre Eliot que tal vez acabe algún día, para reflexionar sobre la calidad e interés de esta traducción del poeta anglo católico. Yo lo había leído desde muy joven, en los años setenta su poesía estaba en el aire, más que leerlo se le respiraba. Eran los años donde Octavio Paz dio su curso sobre el poema extenso en El Colegio Nacional que desembocó en su libro Los hijos del limo.
No lo leí por primera vez en una traducción mexicana sino en la que en Alianza publicó en los 70 de José María Valverde con el título de Poesías reunidas. Hoy es frecuente descalificarla cualitativamente, yo sin embargo se la agradezco –mi inglés entonces era nulo- y siento que Valverde transmitió un Eliot bastante fiel y cercano a la idea que tengo de él después de leer innumerables traducciones. En los 35 años transcurridos de la aparición de la Poesía completa en versión de Rivas ha habido una verdadera fiebre traductora de Eliot, basta mencionar las recientes de La tierra baldía que han hecho dos poetas 20 años más jóvenes, Hernán Bravo Varela y Gabriel Bernal Granados. También hay que mencionar una con visos legendarios, la de Los cuatro cuartetos que debemos a José Emilio Pacheco. ¿Qué hace a la de Rivas especial? Primero ciertas condiciones técnicas: es la primera poesía completa debida a un mexicano (y puede que haya sido entonces la única verdaderamente completa en español). Segundo, la hacía un poeta que unos años antes había publicado un texto central de nuestra lírica, Tierra nativa, con evidentes ecos de Eliot en el título y a lo largo del texto. Suele ocurrir que cada nueva traducción traiga polémica sobre su resultado y vuelva a poner a discusión la figura de su autor, cuya fascinante obra se proyecta sobre una vida extraña, nada fácil (y, dicho sea de paso) nada atractiva, una posición crítica y política bastante conservadora en un periodo marcado por los ismos y que a veces, al releerla, siento un poco didáctica en medio de la aquiescencia que producen sus juicios.
Siento que la traducción de Rivas nos dejó pasmados. No hubo mucha polémica, aunque si bastantes descalificaciones en la cotilla literaria de cafés y cofradías ¿Por qué? Porque cuando traduce Rivas su motor no es la reverencia sino la admiración. No se acerca a una estatua sino a un texto vivo. Lo ha hecho siempre y por eso, por ejemplo, su versión de Lucrecia de Shakespeare es tan buena. A Rivas la idea misma de una traducción perfecta le debe molestar, quienes lo han visto trabajar sabe que constantemente está modificando su versión, a veces al pie de la prensa, a punto de darse el tírese. Su actitud no es sólo la del homenaje al autor admirado sino la voluntad de dialogar con él. Y con eso vuelvo a Tierra nativa. El magnífico poemario es una celebración de la vida a través de la infancia y adolescencia, no parece tener esa tierra el pesimismo que solemos resaltar en la de Eliot. Y eso me provoca preguntarme si de verdad Eliot es un pesimista. O, mejor dicho, a replantear lo que entendemos como pesimismo.
Como dije Rivas revisa y revisa sus traducciones y a veces compararlas produce vértigo, se tiene la sensación que los textos mismos bullen y se modifican cuando el traductor los deja sobre el escritorio. ¿Por qué la traducción perfecta es una contradicción? Porque sería de alguna manera borrar la maldición de Babel, esa misma que el traductor asume como bendición. Es un insólito regalo que nos dejó la multiplicación de las lenguas en castigo por nuestro orgullo y por eso, el traductor, por más ambicioso que sea, se debe a la humildad: lo que hay en el gesto de decir yo lo que dijo él. Hago una comparación simple: nos aprendemos una canción y la cantamos a nuestra manera y esa manera puede a veces acercarse tanto al original que lo supera, mejor dicho, lo transforma. Traducir es sustraerse a la linealidad del tiempo, inevitablemente caducible, diríamos, aunque no me voy a detener a discutirlo, que la traducción pertenece al eterno retorno de los mismo en lo diferente. Es decir: no traduce el pesimista sino el optimista, incluso cuando ese nihilismo se prolonga y se cumple en esa otra lengua.
Esa no literalidad de la literatura se potencia en una no literalidad al cuadrado en la traducción, la que paradójicamente es un regreso a la literalidad original. Y Rivas escribe en español, y un español de un lugar, México y de un tiempo, el actual. Es un extraño y peligroso mandamiento entre los traductores el buscar una lengua neutra, porque si algo no es neutral es el lenguaje. La razón de esa búsqueda de neutralidad es la comprensión. Pero la neutralidad tampoco es una cualidad del oído que al escuchar se compromete. Por eso el localismo es siempre una locución más precisa. Por ejemplo, el diccionario nos dice que el higo chumbo es una tuna pero al oído no hay nada de la tuna en el higo chumbo: es una traición en el interior de la misma lengua. Y la tuna, pienso, es un fruto más cercano a Eliot que el higo chumbo. Evidentemente tomo un ejemplo paródico. Y esto nos lleva al ritmo. El secreto de la traducción no es la exactitud de términos sino el ritmo que circula bajo ellos. Conocemos las reflexiones de Eliot sobre el verso libre, simplemente dice que no existe y que cuando decimos que un poema está en verso libre lo que pasa es que no sabemos oírlo.
La facultad más evidente en la poesía escrita por Rivas es su ritmo. Y por eso sus traducciones suelen ser tan buenas: no cuentan sílabas ni acentos, escuchan la música interna del texto, y esa escucha facilita la fidelidad al sentido, pero el sentido, como el ritmo, es evasivo, está ahí, pero no lo podemos precisar en conceptos, como la música está en la partitura pero (al menos los legos) no la podemos oír sino hasta que se la toca. Y ese elemento formal nos lleva a otra particularidad de Eliot, de Rivas y de esta traducción. La mencionada Poesía reunida de Valverde no contenía “El libro de los gatos”. Es un texto que ha desconcertado a los lectores de Eliot, como su vida en penumbra y su religiosidad, cosas que no se han entendido a cabalidad. El Eliot que había señalado el contrasentido del verso libre, del cual algunos lo han hecho adalid, de pronto se fascina por el metro estricto. Eso le viene, seguramente, de su faceta como dramaturgo en verso, práctica hoy casi desparecida. Y Rivas se relamió los bigotes en ese libro que exigía tejido fino.
Hoy sabemos, por El tiempo en los brazos, sus cuadernos de trabajo, que Tomás Segovia fue intenso y constante lector de Eliot y que algo nos privó de un extenso ensayo sobre él. Valverde pertenece a la misma generación que Segovia y que Jaime Gil de Biedma, tres eliotianos. Cuando mencioné la edición de Alianza tenía en mente este final: La edición de la UAM tenía una portada puramente tipográfica, pro debió haber llevado una camisa con imagen para la que ya no nos alcanzó el dinero. La de Alianza si la tiene, con una curiosa imagen de Eliot casi risueño. Las fotos suelen retratarlo serio, adusto, incluso a veces triste. Esta no, asoma una sonrisa en sus labios. Y, sí, creo, que la traducción de José Luis Rivas nos entrega un Eliot, ahora si ya descaradamente sonriente.