Esas, esas eran las alegrías

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Traducción de Pedro Santander

 

I

Al poco tiempo de llegar a St Cyprian (no de inmediato, sino después de una o dos semanas, justo cuando parecía que me había instalado en la rutina de la vida escolar) comencé a mojar la cama. Tenía ya ocho años de edad, de modo que fue una regresión a un hábito que debía haber superado cuando menos cuatro años antes. Creo que, en tales circunstancias, mojar la cama no es sorprendente. Es una reacción normal en niños que han sido enviados de su casa a un lugar extraño. En aquellos días, sin embargo, se le consideraba un crimen repugnante que los niños cometían a propósito y para el cual la cura adecuada era una zurra. Por mi parte, no necesité que me dijeran que era un crimen. Noche tras noche rezaba con un fervor nunca alcanzado con anterioridad en mis oraciones: “¡Por favor, Dios mío, no permitas que moje mi cama! ¡Oh, Dios, por favor, no permitas que moje mi cama!” Pero no hubo ninguna diferencia.

Algunas noches sucedía, otras no. No había voluntad en ello, ni conciencia. Hablando con exactitud, tú no realizabas la acción: sencillamente te despertabas por la mañana y descubrías que las sábanas estaban escurriendo.

Después de la segunda o tercera falta, se me advirtió que la próxima vez recibiría una zurra, pero recibí la advertencia de una forma curiosamente tortuosa. Una tarde, cuando salíamos del té, la señora Wilkes, la esposa del director, estaba sentada en la cabecera de una de las mesas, charlando con una dama de quien yo no sabía nada, excepto que visitaba la escuela esa tarde. Era una persona intimidante, con un aire masculino, y vestía un traje de montar o algo que yo tomé como traje de montar. Estaba a punto de abandonar el salón cuando la señora Wilkes me llamó como si fuera a ser presentado a la visita.

Mrs. Wilkes era apodada Flip, y la llamaré así pues no puedo pensar en ella bajo ningún otro nombre. (Oficialmente, sin embargo, se dirigía uno a ella como Mum, tal vez una corrupción del Ma’am empleado por los escolares de las escuelas públicas para referirse a las esposas de los profesores jefes de pabellón.) Era una mujer rechoncha, de mejillas chapeadas, coronilla aplastada, cejas prominentes y suspicaces ojos hundidos. Aunque la mayor parte del tiempo daba muestras de una falsa cordialidad, dirigiéndose a uno jovialmente con la jerga juvenil (“¡Fibra, muchachote!”, y cosas así), incluso empleando nuestros nombres de pila, sus ojos nunca perdían su mirada inquisidora y preocupada. Era muy difícil mirarla a los ojos sin sentirse culpable, incluso en las ocasiones en que uno no era culpable de nada en particular.

“Éste es un niño —le dijo Flip a la extraña dama, mientras me señalaba— que moja su cama todas las noches”. “¿Sabes lo que voy a hacer si mojas la cama otra vez? —añadió dirigiéndose a mí—. Voy a hacer que la Sexta Forma te dé una tunda.”

La extraña dama puso cara de estar indeciblemente impresionada, y exclamó: “¡Supongo que !” Y en ese instante ocurrió uno de esos salvajes, casi lunáticos malentendidos que forman parte de la experiencia cotidiana de los niños. La Sexta Forma era un grupo de niños más grandes que habían sido seleccionados por su “carácter” y estaban autorizados a tundir a los niños más pequeños. Aún no sabía de su existencia y confundí la frase “Sexta Forma” con “Señora Forma”. Creí que se refería a la extraña dama —es decir, pensé que su nombre era Señora Forma—. Es un nombre improbable, pero un niño pequeño no tiene opinión sobre esas materias. Imaginé, por lo tanto, que ella sería la elegida para azotarme. No se me hizo extraño que la tarea fuera delegada a una visitante casual no ligada de ningún modo a la escuela. Sencillamente supuse que la “Señora Forma” era una severa partidaria de la disciplina que disfrutaba azotando a la gente (en cierta forma su apariencia parecía confirmarlo) y de inmediato tuve la aterradora visión de ella llegando ataviada para la ocasión con fusta y traje completo de montar. Hasta el día de hoy puedo sentir cómo me desvanecía de vergüenza mientras estaba parado ahí, yo, un niño carirredondo, muy pequeño, de pantaloncillos bombachos cortos de pana, frente a las dos mujeres. No podía hablar. Supe que moriría si la “Señora Forma” me diera una tunda. Pero el sentimiento dominante no era el miedo ni siquiera el resentimiento: era simplemente vergüenza de que una persona más, esa mujer, supiera de mi repugnante falta.

Poco después, ya olvidé cómo, supe que después de todo no sería la “Señora Forma” quien me surtiría los azotes. No puedo recordar si fue esa misma noche que volví a mojar mi cama, en todo caso la mojé otra vez muy pronto. ¡Ay, la desesperación, el sentimiento de cruel injusticia, después de todos mis ruegos y resoluciones, de despertar otra vez entre las sábanas húmedas y frías! No era posible esconder lo que había hecho. La matrona, de nombre Margaret, imponente y severa, entró al dormitorio para inspeccionar mi cama. Hizo a un lado las cobijas, luego se irguió y las terribles palabras parecieron surgir de ella como truenos: “¡repórtese al director después del desayuno!”

Puse repórtese en mayúsculas porque fue así como aparecieron en mi mente. No sé cuántas veces escuché esa frase durante mis primeros años en St Cyprian. Era muy raro que no significaran una paliza.

Las palabras siempre tuvieron un eco portentoso en mis oídos, como tambores amortiguados o las palabras de una sentencia a muerte.

Cuando llegué para reportarme, Flip estaba ocupada en algo en la larga y reluciente mesa de la antesala del estudio. Sus inquietos ojos me inspeccionaron cuando pasé. En el estudio, Mr. Wilkes, apodado Sambo, esperaba. Sambo, un hombre de hombros redondos, no grande pero de andar pesado, con una cara mofletuda como la de un niño demasiado desarrollado para su edad, parecía curiosamente lerdo y era capaz de buen humor. Por supuesto, sabía porqué había sido enviado con él y había tomado ya del aparador una fusta con empuñadura de hueso, pero parte del castigo consistía en que uno mismo declarara sus faltas. Cuando pronuncié la mía, él me espetó un breve pero pomposo discurso, luego me tomó por el cogote, me empinó y comenzó a golpearme con la vara. Tenía el hábito de continuar con su sermón mientras lo azotaba a uno y recuerdo las palabras “tú, su-cio mu-cha-chi-to” sincronizadas con los azotes. La paliza no dolía (tal vez, como era la primera vez, no estaba golpeando muy duro), y salí sintiéndome mucho mejor. El hecho de que la azotaína no doliera era una especie de victoria y borró parcialmente la vergüenza de mojar la cama. Incluso fui lo bastante imprudente como para mostrar una sonrisa. Algunos niños andaban rondando por el pasillo fuera de la puerta de la antesala.

“¿Te dio con la vara?”

“No me dolió”, dije con orgullo.

Flip oyó todo. Al instante vociferó tras de mí: “¡Vuelve aquí!”, “¡Vuelve aquí de inmediato!” “¿Qué fue lo que dijiste?”

“Dije que no me dolió”, balbuceé.

“¿Cómo te atreves a decir eso? ¿Crees que es correcto decirlo? ¡Entra y repórtate otra vez!”

Esta vez Sambo propinó los golpes en serio. Continuó por un lapso de tiempo que me asustó y me asombró — me parecieron unos cinco minutos— y acabó por romper la fusta de montar. El mango de hueso salió volando por el cuarto.

“¡Mira lo que provocaste!”, dijo, furioso, mientras sostenía la fusta rota.

Yo me había desplomado en una silla, llorando débilmente. Recuerdo que ésta fue la única vez a lo largo de mi infancia que una paliza me redujo realmente a las lágrimas y, curiosamente, no estaba llorando a causa del dolor. La segunda paliza tampoco me había dolido mucho. El miedo y la vergüenza parecían haberme anestesiado. Lloraba, en parte, porque sentía que eso se esperaba de mí; en parte por genuino arrepentimiento, pero en parte también por una pena más honda que es peculiar de la niñez y no es fácil de expresar: la sensación de infinita soledad y desesperanza de estar encarcelado no sólo en un mundo hostil sino en un mundo de lo bueno y lo malo en el que las reglas eran tales que para mí era realmente imposible cumplirlas.

Yo sabía que mojar la cama a) era malo y b) estaba fuera de mi control. Del segundo hecho era personalmente consciente y el primero no lo cuestionaba. Era posible, sin embargo, cometer un pecado sin saber que lo cometías, sin querer cometerlo y sin ser capaz de evitarlo. El pecado no era algo que hacías: podía ser algo que te pasaba. No quiero sostener que esta idea se me ocurrió como una total novedad en ese mismo momento, bajo la vara de Sambo: debí haber tenido vislumbres de ella antes de dejar mi hogar pues mi temprana infancia no había sido por completo feliz. Pero, en todo caso, ésta fue la gran, duradera, lección de mi infancia: que estaba en un mundo en el que me era imposible ser bueno. Y la doble paliza fue un momento crucial, pues me hizo consciente por primera vez de las asperezas del entorno al cual había sido arrojado. La vida era más terrible, y yo era más malo de lo que había imaginado. En cualquier caso, mientras estaba sentado en el borde de la silla en el estudio de Sambo, sin tener siquiera el control para ponerme de pie mientras Sambo me sermoneaba, tenía la convicción del pecado, la locura y la debilidad como no recuerdo haberla sentido antes.

En general, nuestros recuerdos de cualquier periodo se debilitan conforme nos alejamos de él. Constantemente conocemos nuevos hechos y los viejos se abandonan para hacerles espacio. A los 20 podría haber escrito la historia de mis días escolares con una precisión que sería imposible ahora. Pero también puede suceder que nuestra memoria se haga más aguda después de un largo periodo de tiempo, pues mira uno al pasado con ojos frescos y puede aislarlos y, así por decirlo, percibir hechos que previamente existían indiferenciados entre una masa de muchos otros. Aquí hay dos cosas que en cierto sentido recordaba, pero que no me parecieron extraños o interesantes hasta hace muy poco. Una, es que la segunda paliza me pareció un castigo justo y razonable. Recibir una paliza, y luego otra más feroz por la imprudencia de mostrar que la primera no había dolido, era muy natural. Los dioses son celosos, y cuando tienes buena fortuna debes disimularla. La otra es que acepté la rotura del mango de la fusta de montar como un crimen mío. Todavía recuerdo mi sentimiento al ver el mango en la alfombra, el sentimiento de haber hecho algo torpe y arruinado un objeto caro. Yo lo había roto: eso me dijo Sambo y eso creí yo. Esta aceptación de culpa permaneció inadvertida en mi memoria durante veinte o treinta años.

Basta del episodio de mojar la cama. Pero hay algo más que hacer notar: que no volví a mojar mi cama —lo hice una vez más, y recibí otra paliza, después de la cual el problema cesó. Así que tal vez este bárbaro remedio funciona, aunque, no tengo duda, a un precio muy alto.

 

II

St Cyprian era una escuela cara y esnob que estaba en proceso de hacerse aún más esnob, y, creo, más cara. La escuela pública [en Inglaterra la escuela pública es la que no recibe fondos del gobierno pero, a diferencia de la escuela privada, no tiene fines de lucro] con la cual tenía una relación especial era Harrow, pero en mi época una proporción creciente de muchachos iba a Eton [una de las escuelas secundarias públicas de mayor prestigio]. Casi todos ellos eran hijos de padres ricos, pero en conjunto eran ricos no aristócratas, la clase de gente que vivía en grandes casas rodeadas de setos en Bournemouth o Richmond y tenía coches y mayordomos pero no fincas campestres. Entre ellos había algunos exóticos, varios muchachos sudamericanos hijos de barones argentinos de la carne, un par de rusos e incluso un príncipe siamés, o alguien que fue descrito como príncipe.

Sambo tenía dos grandes ambiciones. Una era la de atraer jóvenes con títulos nobiliarios a la escuela y la otra preparar a los pupilos para que ganasen becas para las escuelas públicas, sobre todo para Eton. Había tenido éxito, al final de mi época, en atraer dos muchachos con auténticos títulos ingleses. Uno de ellos, recuerdo, era una desgraciada pequeña criatura babeante, casi albina, débil de vista, con una larga nariz en cuyo extremo una gota de rocío parecía siempre estar a punto de caer. Sambo siempre daba su título a estos muchachos cuando los mencionaba a una tercera persona, y en los primeros días realmente se dirigía a ellos como “lord esto y aquello”. No es necesario decir que siempre encontraba la forma de dirigir la atención hacia ellos cuando algún visitante estaba recorriendo la escuela. Una vez, recuerdo, el muchachito rubio tuvo un ataque sofocado durante la comida y un chorro de moco caía de su nariz al plato de una forma que resultaba horrible contemplar. Cualquier persona inferior hubiera sido llamada pequeña bestia sucia y obligada a salir del salón al instante, pero Sambo y Flip lo tomaron a risa: “los niños siempre serán niños.”

Sin apenas disimularlo, los muchachos más ricos siempre eran favorecidos. La escuela aún tenía un ligero tinte del victoriano “instituto privado” con sus “salones para internos”, y cuando más tarde leí sobre esa clase de escuela en Thackeray de inmediato me saltó el parecido. Los niños ricos tenían leche y bizcochos a media mañana, recibían lecciones de montar una o dos veces a la semana; Flip los mimaba y se dirigía a ellos por sus nombres de pila y, sobre todo, jamás eran azotados. Aparte de los sudamericanos, cuyos padres estaban a segura distancia, dudo que Sambo haya zurrado a algún muchacho cuyo padre tuviera un ingreso de más de £2000 al año. Pero algunas veces estaba dispuesto a sacrificar el beneficio financiero por el prestigio escolar. En algunos casos, mediante un arreglo especial, estaba dispuesto a recibir una colegiatura muy reducida de algún muchacho con probabilidades de ganar becas y de ese modo obtener el crédito para la escuela. Fue bajo estos términos que yo estaba en St Cyprian: de otro modo mis padres nunca habrían podido enviarme a una escuela cara.

Al principio no comprendí que yo había sido aceptado con una colegiatura reducida; fue sólo cuando me acercaba a los 11 años que Flip y Sambo comenzaron a echármelo en cara. Durante mis primeros dos o tres años pasé por el habitual proceso educacional: luego, poco después de presentar griego (comenzábamos latín a los 8, griego a los 10), me trasladé a la clase de las becas, la cual era dada sobre todo por Sambo mismo. Por un periodo de dos o tres años, los muchachos de las becas eran atiborrados de conocimientos como los gansos son atiborrados para la Navidad. ¡Y con qué clase de aprendizaje! Este negocio de hacer que una carrera para los niños dotados dependa de competir en exámenes presentados cuando tienen sólo 12 o 13 años es por lo menos diabólico, pero parece que hay escuelas preparatorias [las escuelas preparatorias son las que preparan a los estudiantes para ingresar a las escuelas públicas] que envían a sus escolares a Eton, Winchester, etc., sin enseñarles a ver todo en función de las calificaciones. En St Cyprian el proceso completo era claramente una preparación para una especie de truco de confianza. Tu tarea era aprender precisamente las cosas que le podrían dar a un examinador la idea de que sabías más de lo que sabías, y evitar, tanto como fuera posible, recargar tu cerebro con cualquier otra cosa. Materias que carecían de valor en el examen, como geografía, eran desdeñadas casi por completo; las matemáticas eran también desdeñadas si tú ibas a “clásicas”; las ciencias naturales no era enseñadas en absoluto —de hecho eran tan despreciadas que el interés en historia natural era desalentado— e incluso los libros que te inducían a leer en tu tiempo libre eran escogidos con un ojo en la “boleta de inglés”. El latín y el griego, las materias principales para las becas, eran lo que contaba, pero incluso éstas eran deliberadamente enseñadas en un tono falso, ostentoso. Jamás, por ejemplo, leímos por completo un libro de un autor griego o latino: simplemente leíamos pequeños fragmentos que eran escogidos porque eran el tipo de cosas que ponían para la “traducción a libro abierto”. Durante el último año, previo a los exámenes para las becas, ocupábamos la mayor parte del tiempo simplemente trabajando en los exámenes para las becas de los años anteriores. Sambo tenía fajos de ellos de cada una de las principales escuelas públicas. Pero el mayor ultraje de todos era la enseñanza de historia.

En esos días había una tontería llamada Premio Harrow de Historia, una competencia anual a la que entraban muchas escuelas preparatorias. Era tradicional que St Cyprian la ganase año con año, e igual lo haríamos nosotros, pues habíamos recalentado cada cuestionario que había sido puesto desde que la competencia comenzó, y el suministro de posibles preguntas no era inagotable. Se trataba de la clase de estúpidas preguntas que eran contestadas soltando un nombre o una cita. ¿Quién saqueó a los begams? ¿Quién fue decapitado en un bote? ¿Quién sorprendió a los whigs bañándose y huyó con sus ropas? Casi todo nuestro aprendizaje histórico se reducía a ese nivel. La historia era una serie de hechos no relacionados e ininteligibles pero importantes —esto no se nos explicaba—, con frases resonantes ligadas a ellos. Disraeli logró la paz con honor, la moderación de Clive provocaba asombro. Pitt atrajo al Nuevo Mundo para reestablecer el equilibrio del Viejo. Y las fechas y los artilugios nemotécnicos. (¿Sabías, por ejemplo, que las letras iniciales de “Una oscura negra era mi tía: su casa está detrás del granero” son también las letras iniciales de las batallas de la Guerra de las Rosas?). Flip, quien se encargaba de los niveles más altos de historia, se deleitaba en esta clase de cosas. Recuerdo las orgías de fechas, con los niños saltando en sus lugares por su impaciencia de gritar la respuesta correcta, y al mismo tiempo no sintiendo el mínimo interés en el significado de los misteriosos acontecimientos que nombraban.

“¿1857?”

“¡Masacre de Bartolomé!”

“¿1707?”

“¡Muerte de Aurangzeeb!”

“¿1713?”

“¡Tratado de Utrecht!”

“¿1773?”

“¡Fiesta del té en Boston!”

“¿1520?”

“¡Mum, por favor, Mum…!”

“¡Por favor, Mum! ¡Déjeme decirlo!

“Bueno, ¿1520?”

“¡Campo de la tela de oro!”

Y así por el estilo.

Pero la historia y esos temas secundarios no eran mala diversión. Era en “clásicas” que el sentido real aparecía. Mirando hacia atrás, me doy cuenta de que entonces trabajaba más duro de lo que he hecho desde entonces y, sin embargo, en esa época nunca parecía posible realizar todo el esfuerzo que se le exigía a uno. Nos sentábamos alrededor de la lustrosa mesa, hecha de alguna madera dura muy pálida, con Sambo aguijoneando, amenazando, exhortando, bromeando a veces y muy rara vez elogiando pero siempre pinchando, acicateando nuestra mente para mantener el nivel adecuado de concentración como se mantiene despierta a una persona soñolienta pinchándola con alfileres.

“¡Vamos, pequeño holgazán! ¡Adelante, muchachito inútil! El problema contigo es que eres holgazán hasta los huesos. Comes demasiado, ése es el asunto. Te zampas enormes cantidades de comida y cuando llegas aquí estás medio dormido. ¡Vamos, haz un esfuerzo! No estás pensando. Tu cerebro no trabaja.”

Nos daba golpecitos en el cráneo con su lapicero de plata, que en mis recuerdos, parecía tener el tamaño de una banana, y el cual tenía el suficiente peso como para producir un chichón, o nos jalaba las patillas hacia las orejas o, en ocasiones, nos daba de patadas en las espinillas bajo la mesa. Algunos días nada parecía salir bien: “Esta bien, ya sé lo que quieres. Has estado pidiéndolo toda la mañana. Ven, inútil gandul, vamos al estudio.” Y luego, tras varios golpes, regresaba uno con los verdugones punzando —en los últimos años Sambo había abandonado la fusta de montar por un delgado bastón de ratán que lastimaba mucho más— a trabajar en serio otra vez. Esto no sucedía muy a menudo, pero recuerdo, más de una vez, haber sido sacado del salón a mitad de una frase de latín, recibir una tunda y luego, como si tal cosa, volver directamente a la misma frase. Es un error creer que tales métodos no funcionan. Funcionan bastante bien para su especial propósito. De hecho, dudo que la educación clásica haya sido o pueda ser llevada con éxito sin castigos corporales. Los mismos muchachos creían en su eficacia. Había un muchacho apellidado Beacham, sin nada en la cabeza pero con la evidente necesidad de una beca. Sambo lo acicateaba para alcanzar la meta como haría uno con un caballo atascado. Se presentó a la beca en Uppingham y regresó con la convicción de que lo había hecho mal, un día o dos después recibió una severa tunda por inútil. “Quisiera haber recibido esos varazos antes de haberme presentado al examen”, dijo con tristeza. Una expresión que consideré despreciable pero que entendí a la perfección.

No todos los muchachos de las becas eran tratados de la misma manera. Si un muchacho era hijo de un padre rico para quien el ahorro de la colegiatura no era importante, Sambo lo aguijoneaba de un modo fraternal, con bromas y piquetes en las costillas y tal vez con un papirotazo de su lapicero, pero sin jalarle las patillas ni darle de varazos. Eran los muchachos pobres pero “inteligentes” quienes sufrían. Nuestros cerebros eran minas de oro en los cuales él había invertido dinero y había que extraer los dividendos de nosotros. Mucho antes de haber captado la naturaleza de mi relación financiera con Sambo, se me había hecho entender que yo no estaba en la misma posición que la mayoría de los demás muchachos. De hecho había tres castas en la escuela. Estaba la minoría, con antecedentes millonarios o aristocráticos, luego los hijos de ricos ordinarios de los suburbios que constituían el grueso de la escuela, y después estaban unos pocos inferiores como yo, hijos de clérigos, funcionarios civiles de la India, viudas batalladoras y así por el estilo. Los más pobres eran desalentados si querían “extras”, como caza y carpintería, y eran humillados por sus ropas y posesiones insignificantes. Yo, por ejemplo, jamás conseguí tener un bat de críquet propio porque “tus padres no pueden permitírselo”. Esta frase me persiguió a lo largo de mis días escolares. En St Cyprian no se nos permitía conservar el dinero que llevábamos con nosotros; debíamos “entregarlo” el primer día de clases y luego, de tanto en tanto, se nos daba permiso de gastarlo bajo supervisión. A mí y a muchachos similarmente situados, se nos convencía de no comprar juguetes caros, como aeroplanos a escala, aunque contáramos con el dinero necesario en nuestro crédito. Flip, en particular, parecía tener el propósito de inculcarles una perspectiva humilde a los muchachos más pobres. “¿Piensas que éste es el tipo de cosas que un muchacho como tú debe de comprar? Recuerdo haberla oído decírselo a alguien, y lo decía enfrente de toda la escuela: “¿Sabes que de grande no vas a tener dinero, o no? Tus padres no son ricos. Debes aprender a ser sensato. A no vivir arriba de tus posibilidades.” Teníamos además el dinero de bolsillo semanal que gastábamos en dulces, suministrado por Flip desde una gran mesa. Los millonarios contaban con seis peniques a la semana, pero la suma normal era de tres. Yo y uno o dos más contábamos con sólo dos peniques. Mis padres no habían dado instrucciones para tal efecto, y el ahorro de un penique a la semana no habría significado una gran diferencia para ellos: era una señal de estatus. Peor todavía era el detalle de los pasteles de cumpleaños. Era costumbre que todos los niños, en su cumpleaños, tuvieran gran pastel con velas, el cual era compartido con toda la escuela a la hora del té. Era proporcionado por rutina y cargado a la cuenta de los padres. Yo jamás tuve pastel, aunque mis padres hubieran estado dispuestos a pagarlo. Año tras año, sin atreverme a preguntar, esperaba miserablemente que ese año sí apareciera. Una o dos veces, sin reflexionar, sostuve frente a mis compañeros que esa vez si iba a tener pastel. Luego llegó la hora del té y no hubo pastel, lo cual no me hizo más popular.

Muy pronto se me convenció de que no tenía ninguna oportunidad de un futuro decente a menos que ganara una beca para una escuela pública. O ganaba la beca o, a los 14 años, dejaría la escuela y me convertiría, según la frase favorita de Sambo, en “un pequeño mandadero de cuarenta libras al año”. En mis circunstancias, resultaba natural que lo creyera. De hecho, en St Cyprian era admitido sin lugar a dudas que, a menos que fueras a una buena escuela pública (y apenas unas quince escuelas caían bajo ese título), estabas arruinado de por vida. No es fácil trasmitir a un adulto la tensión y el nerviosismo que nos invadía conforme la fecha del examen —el terrible, decisivo combate— se acercaba: 11 años de edad, 12 años y de pronto 13, ¡el año fatal! Por un periodo de unos dos años, no creo que haya habido un día en que “el examen”, como lo llamaba, fuera ajeno a mis pensamientos mientras caminaba. En mis oraciones figuraba invariablemente; y cuando conseguía quedarme con la parte más gruesa de una espoleta o encontraba una herradura o me inclinaba siete veces ante la luna nueva o tenía éxito al pasar por una puerta de los deseos sin tocar los lados, el deseo que pedía giraba, naturalmente, alrededor del “examen”. Pero resulta curioso que también me sintiera atormentado por un impulso casi irresistible a no trabajar. Había días que me sentía desanimado antes las tareas que esperaban y me detenía estupefacto como un animal frente a las dificultades más elementales. Del mismo modo, durante las vacaciones tampoco podía trabajar. Algunos de los aspirantes recibían el beneficio extra de tutorías particulares de un tal Mr. Batchelor, un hombre agradable muy velludo que vestía trajes de lana y vivía en un típico “estudio” de soltero —las paredes cubiertas de libros, abrumador hedor a tabaco— en la ciudad. Durante las vacaciones, Mr Batchelor acostumbraba enviarnos una vez por semana extractos de un fajo de trabajos. Una tarea que yo no podía cumplir. Con las hojas en blanco y el diccionario negro de latín descansando en la mesa, la conciencia de estar eludiendo la tarea envenenaba mi tiempo libre, pero me era imposible comenzar y para el final de las vacaciones sólo le había enviado a Mr Batchelor cincuenta o cien líneas. Una razón era, sin duda, que Sambo y su vara estaban lejos. Pero durante las clases también pasaba por periodos de holgazanería y estupidez en los que me hundía más y más en la desgracia e incluso presentaba una especie de débil, lloroso desafío, completamente consciente de mi culpa y aun así poco dispuesto o incapaz —no podría decir cuál— de hacerlo mejor. Entonces Sambo o Flip mandaban por mí y esas ocasiones ni siquiera había tundas.

Flip me escudriñaba con sus siniestros ojos. (Me pregunto de qué color eran sus ojos. Los recuerdo verdes, pero en realidad ningún ser humano tiene ojos verdes. Tal vez eran avellanados.) Comenzaba con su estilo intimidante y zalamero, el cual nunca fracasaba en atravesar nuestra guardia y apuntarse un tanto a costa de nuestro carácter.

“¿Crees que es correcto actuar así? ¿Crees que es justo para tu madre y tu padre que estés perdiendo el tiempo, semana tras semana, mes tras mes? ¿Quieres desperdiciar todas tus oportunidades? ¿Sabes que tus padres no son ricos, no es así? Sabes que no pueden permitirse las mismas cosas que los padres de los demás niños. ¿Cómo podrán mandarte a una escuela pública si no obtienes una beca? Sé lo orgullosa que está tu madre de ti. ¿Quieres decepcionarla?”

“Creo que ya no quiere entrar a una escuela pública”. Le decía Sambo a Flip, fingiendo que yo no estaba ahí: “Creo que ha abandonado la idea. Quiere ser un muchachito de cuarenta libras al año.”

Cuando la terrible sensación de las lágrimas —la hinchazón del pecho, el cosquilleo tras la nariz— me abrumaba, Flip sacaba el as del triunfo:

“¿Y crees, después de todo lo que hemos hecho por ti, que es justo para nosotros la forma en que te comportas? ¿Tú sabes lo que hemos hecho por ti, no es cierto? Sus ojos me taladraban y, aunque nunca lo decía francamente, yo lo sabía. “Te hemos tenido aquí todos estos años, incluso te hemos tenido durante una semana en las vacaciones para que Mr Batchelor pudiera darte clases particulares. No queremos tener la necesidad de sacarte, lo sabes, pero no queremos tener a un niño aquí sólo para que se coma nuestros alimentos curso tras curso. No pienso que sea correcta la forma en que te comportas. ¿O sí?”

Yo nunca tenía una respuesta, excepto un miserable “No, Mum”, o Sí, Mum” según el caso. Evidentemente no era correcta la forma en que yo estaba actuando. Y en un momento u otro las lágrimas irresistibles forzaban su salida por las esquinas de mis ojos, rodeaban por la nariz y caían.

Flip nunca decía sin rodeos que yo era un alumno que no pagaba, sin duda porque las frases vagas como “todo lo que hemos hecho por ti” tenían un impacto emocional más profundo. Sambo, quien no aspiraba a ser amado por sus pupilos, lo presentaba de un modo más brutal, aunque, como era costumbre en él, con un lenguaje pomposo. “Estás viviendo de mi generosidad”, era su frase favorita en ese contexto. Por lo menos una vez oí esa frase entre los golpes del bastón. Tengo que decir que estas escenas no eran frecuentes y, excepto una vez, no tenían lugar en presencia de otros muchachos. En público se me recordaba que yo era pobre y que mis padres “no podían permitirse esto o aquello”, pero no se me recordaba mi posición dependiente. Éste era un argumento irrefutable que se sacaba a relucir como un instrumento de tortura cuando mi trabajo se hacía excepcionalmente malo.

Para captar el efecto de esta clase de cosas en un niño de 10 o 12 años, tiene uno que recordar que el niño posee un sentido pobre de la proporción o de la probabilidad. Un niño puede ser una concentración de egoísmo y rebeldía pero no tiene la experiencia acumulada que le proporcione confianza en sus propios juicios. En general aceptará lo que se le dice y creerá de la forma más fantástica en el conocimiento y poder de los adultos que lo rodean. He aquí un ejemplo.

He dicho que en St Cyprian no se nos permitía conservar nuestro dinero. Sin embargo era posible quedarse con un chelín o dos y algunas veces los emplee furtivamente para comprar dulces, los cuales escondía en la hiedra del muro que rodeaba el campo de juegos. Un día en que fui enviado a un mandado, entré a una dulcería a una milla o algo más de la escuela y compré unos chocolates. Al salir de la tienda, vi en la acera de enfrente a un hombre pequeño de cara afilada que parecía estar viendo fijamente la gorra de mi escuela. Al instante, un terrible miedo me invadió. No podía haber duda de quién era ese hombre. ¡Era un espía de Sambo! Me volví tranquilamente y luego, como si mis dos piernas se hubieran puesto de acuerdo, irrumpí en una torpe carrera. Cuando doblé en la siguiente esquina, me obligué a caminar otra vez, pues correr era un signo de culpa y, obviamente, habría otros espías colocados aquí y allá por toda la ciudad. Todo ese día y el siguiente esperé a ser convocado al estudio y me sentí sorprendido de que no lo fuera. No me pareció extraño que el director de una escuela privada dispusiera de un ejército de informantes: ni siquiera imaginé que tuviera que pagarles. Asumí que cualquier adulto, dentro o fuera de la escuela, colaboraría voluntariamente para prevenir que rompiéramos las reglas. Sambo era todo poderoso, era natural que sus espías estuvieran en todos lados. Cuando sucedió este episodio creo que no tenía menos de 12 años.

Odiaba a Sambo y a Flip con una especie de avergonzado remordimiento, pero no se me ocurría dudar de sus juicios. Cuando me dijeron que debía ganar una beca para una escuela pública o me convertiría en mandadero a los 14 años, creí que ésas eran las inevitables alternativas que se me presentaban. Y sobre todo les creí a Sambo y a Flip cuando me dijeron que eran mis benefactores. Veo ahora, por supuesto, que desde el punto de vista de Sambo yo era un buen riesgo. Él invirtió su dinero en mí, y esperaba recuperarlo en forma de prestigio. Si yo lo hubiera “estropeado”, como algunos muchachos prometedores a veces lo hacían, imagino que se habría librado de mí rápidamente. Tal y como fueron las cosas, gané las becas cuando llegó el momento y no dudo que Sambo le haya dado buen uso en sus folletos. Pero es difícil para un niño darse cuenta de que una escuela es, en primer lugar, una aventura comercial. Un niño imagina que la escuela existe para educar y que los maestros lo disciplinan tanto por su propio bien como por su deseo de atemorizar. Flip y Sambo habían decidido hacer amistad conmigo y su amistad incluía varazos, reproches y humillaciones, lo cual era bueno para mí y me salvaban de un empleo de mandadero. Ésa era su versión y yo creía en ella. Era también claro que tenía una gran deuda de gratitud con ellos. Pero yo no estaba agradecido, bien lo sabía. Por el contrario, los odiaba a los dos. No podía controlar mis sentimientos, tampoco ocultármelos. Pero es malo que odies a tus benefactores, ¿no es así? Eso se me enseñó y en eso creía. Un niño acepta los códigos de conducta que se le presentan, incluso cuando las infringe con su conducta. Desde los 8 años de edad y tal vez antes, la conciencia del pecado nunca estuvo alejada de mí. Si me las arreglaba para parecer duro y desafiante, tal cosa sólo era una delgada capa sobre un manojo de vergüenza y desaliento. Durante toda mi niñez tuve la profunda convicción de que yo no era bueno, de que estaba malgastando mi tiempo, destruyendo mi talento, comportándome con monstruoso desatino, con maldad e ingratitud; y todo ello me parecía ineludible, porque vivía en medio de leyes irrevocables, como la ley de la gravedad, que me era imposible cumplir.

 

III

Nadie puede recordar sus días escolares y decir que fueron completamente infelices.

Yo tengo buenos recuerdos de St Cyprian, entre una multitud de malos. Algunas tardes de verano había maravillosas excursiones cruzando los Downs a un pueblo llamado Birling Gap, o a Beachy Head, donde nos bañábamos en medio de peligrosos cantos rodados y volvíamos a casa llenos de cortadas. Y había todavía unas, maravillosas tardes de verano en las que, como un trato especial, no se nos mandaba a la cama como de costumbre sino que se nos permitía vagar por los jardines durante el largo ocaso y terminar, alrededor de las 9 de la noche, con una zambullida en la alberca. Estaba la alegría de despertar temprano durante las mañanas de verano y tener una hora de lectura ininterrumpida (Ian Hay, Thackeray, Kipling y H. G. Wells eran los autores preferidas de mi niñez) con la luz del sol en el somnoliento dormitorio. Estaba también el críquet, para el que yo no era bueno, pero con el que mantuve una especie de amor no correspondido en la adolescencia. Y tenía el placer de coleccionar orugas —la sedosa mariposa nocturna verde púrpura, la mariposa del álamo, la de la alheña, larga como nuestro dedo cordial, especímenes que podían ser comprados ilícitamente por seis peniques en una tienda de la ciudad— y cuando podía escapar lo suficiente del maestro que “llevaba el paseo”, la excitación de dragar las charcas de rocío de los Downs para buscar los enormes tritones de vientre anaranjado. Este asunto de salir para un paseo, encontrar algo fascinante y luego ser alejado de él por un grito del maestro, como un perro tirado de la correa, es un rasgo importante de la vida escolar y ayuda a formar la convicción, tan fuerte en algunos niños, de que las cosas que más quieres hacer son siempre inaccesibles.

Muy ocasionalmente, quizás una vez cada verano, era posible escapar por completo de la atmósfera de cuartel de la escuela cuando a Brown, el maestro asistente, se le permitía llevar uno o dos alumnos a cazar mariposas a un terreno comunal a algunas millas de distancia. Brown era un hombre de cabello blanco y rostro colorado como fresa, era bueno en historia natural y haciendo modelos y vaciados en yeso, operando linternas mágicas y esa clase de cosas. Él y Mr. Batchelor eran los únicos adultos en cierto modo conectados con la escuela a quienes no temía o me disgustaban. Una vez me invitó a su habitación y me enseñó en confianza su revólver de mango de perla —su “seis tiros”, lo llamó— que guardaba en una caja bajo su cama. ¡Oh, la alegría de esas excursiones ocasionales! El viaje de dos o tres millas en un pequeño tren por un solitario ramal secundario, las tardes de ir de un lado a otro con las grandes redes verdes, la belleza de las enormes libélulas suspendidas sobre la hierba, el siniestro frasco de veneno con su fétido olor y, más tarde, el té, en un salón o un pub ¡acompañado de grandes rebanadas de pastel! La esencia se hallaba en el viaje en tren, el cual parecía poner una distancia mágica entre la escuela y tú.

Flip desaprobaba típicamente esas excursiones, aunque en realidad no las prohibía. “¿Así que has estado cazando maripositas?”, decía con un malicioso sonsonete infantil cuando volvíamos. Desde su punto de vista, la historia natural (“la caza de bichos”, la habría llamado tal vez) era un pasatiempo pueril que un muchacho debía superar lo más pronto posible. Además era algo plebeyo: se asociaba por lo general con muchachos que usaban anteojos y no eran buenos en los deportes; no te ayudaba a pasar los exámenes y, sobre todo, olía a ciencia y por lo tanto amenazaba la educación clásica. Era necesario un considerable esfuerzo moral para aceptar la invitación de Brown. ¡Cómo temía la burla de las maripositas! Sin embargo, Brown, quien había estado en la escuela desde los primeros tiempos, se había labrado cierta independencia: parecía poder con Sambo y a Flip simplemente la ignoraba. Si ocurría que ambos estuvieran fuera, Brown actuaba como director suplente y esas ocasiones, en lugar de leernos en la capilla la lección elegida para ese día, nos leía historias tomadas de los Apócrifos.

La mayor parte de los buenos recuerdos de mi niñez, y hasta casi los 20 años, está de algún modo conectada con los animales. Por la que atañe a St. Cyprian parece también, cuando miro hacia atrás, que todos mis buenos recuerdos son del verano. En invierno tu nariz goteaba continuamente, los dedos estaban demasiado entumecidos para abotonar la camisa (esto era particularmente penoso los domingos cuando usábamos los cuellos de Eton), estaba la diaria pesadilla del futbol —el frío, el barro, el repelente balón resbaladizo que se acercaba zumbando a nuestra cara, las protuberantes rodillas y los pisotones de los muchachos más grandes—. Parte del problema era que en invierno, más o menos después de los 10 años, rara vez estuve sano, cuando menos durante el curso escolar. Tenía bronquios defectuosos y una lesión en un pulmón que no fue descubierta sino años más tarde. Por lo tanto, no sólo tenía tos crónica sino que correr era un tormento para mí. En aquellos días, sin embargo, el “resuello” o la “debilidad de los bronquios”, como era llamado, se diagnosticaba como imaginación o se consideraba esencialmente un desorden moral provocado por comer demasiado. “Resuellas como una concertina”, decía Sambo con desaprobación cuando se paraba detrás de mi silla; “Todo el tiempo te estás atiborrando con comida, ésa es la razón.” A mi tos se refería como “tos estomacal”, lo que hacía que pareciera a la vez repugnante y censurable. El remedio era correr, lo cual, si se hacía el tiempo suficiente, finalmente “limpiará tu pecho.”

Resulta curioso el grado —no diría de dificultades sino de mugre y abandono— que era considerado normal en las escuelas de la clase alta del periodo. Casi como en los días de Thackeray, parecía normal que un niño de 8 o 10 años tuviera que ser una criatura miserable de nariz irritada, su cara casi permanentemente sucia, sus manos agrietadas, sus uñas mordidas, su pañuelo un empapado desastre, su trasero frecuentemente azul por las magulladuras. Era, en parte, la perspectiva de la auténtica incomodidad física lo que hacía que el pensamiento del regreso a la escuela pesara en el pecho como un bloque de plomo durante los últimos días de las vacaciones. Un recuerdo característico de St. Cyprian es la asombrosa dureza de nuestra cama la primera noche del periodo escolar. Era una escuela cara. Yo subí un escalón social inscribiéndome en ella, pero el nivel de comodidad era en muchos sentidos inferior al de mi propia casa o, en verdad, al de una casa próspera de la clase trabajadora. Teníamos sólo un baño caliente a la semana, por ejemplo. La comida no sólo era mala sino también insuficiente. Nunca antes o desde entonces he visto una capa tan delgada de mantequilla untada en un pan. No creo que pueda estar imaginando el hecho de que estábamos subalimentados cuando recuerdo el extremo al que llegábamos para robar comida. Recuerdo haberme arrastrado en múltiples ocasiones, a las dos o tres de la mañana —descalzo, deteniéndome a escuchar en cada paso, paralizado por igual por el miedo a Sambo, a los fantasmas o a los ladrones—, a través de lo que me parecían millas de escaleras y pasillos negros como la brea, para robar pan rancio de la despensa. Los maestros auxiliares comían con nosotros, pero su comida era un poco mejor y, si alguno daba la oportunidad, era usual que robáramos los restos de tocino o papas fritas cuando los platos eran levantados.

Como de costumbre, yo no veía la razón comercial de que se nos mal alimentara. En general, aceptaba la opinión de Sambo de que el apetito de los muchachos era una especie de crecimiento patológico que debía ser mantenido a raya tanto como fuera posible. Una máxima repetida a menudo en St. Cyprian era que es saludable que te levantes de la mesa tan hambriento como cuando te sentaste. En la generación anterior era común comenzar la comida en la escuela con un trozo de budín de sebo, el cual, se decía abiertamente, “quebraba el apetito de los muchachos”. Pero tal vez la subalimentación era menos flagrante en las escuelas preparatorias [la escuela que prepara a los estudiantes para entrar a las escuelas de paga], donde el muchacho depende por completo de la dieta oficial, que en las escuelas públicas, donde se permitía —de hecho, se esperaba— que comprara comida extra. En algunas escuelas podía, literalmente, no tener lo suficiente que comer a menos que comprara provisiones regulares de huevos, embutidos, sardinas, etc., y sus padres tenían que proporcionarle dinero para ese propósito. En Eton, por ejemplo, cuando menos en la facultad, no se le daba al muchacho comida sólida después de la comida de mediodía. En el té de la tarde se le daba una sopa miserable o pescado frito o, más a menudo, pan y queso y agua para beber. Sambo fue a Eton a ver a su hijo mayor y volvió extasiado por el lujo en el que vivían los muchachos. “Les dan pescado frito en la cena”, exclamó con su gordinflón rostro radiante. “No hay ninguna escuela como ésta en el mundo.” ¡Pescado frito! ¡La cena habitual de la clase trabajadora más pobre! En los internados pobres las cosas eran, sin duda, peores. Un temprano recuerdo es el de ver cómo los alumnos de una secundaria [escuela para muchachos de 13 a 17 años aproximadamente] —probablemente hijos de granjeros o dependientes— eran alimentados con bofes hervidos.

Quien escribe sobre su niñez debe cuidarse de exagerar y autocompadecerse. No pretendo que fui un mártir o que St. Cyprian era una especie de Dotheboys Hall. Pero tendría que estar falsificando mis recuerdos si no digo que en su mayor parte son recuerdos de disgusto. La sobrepoblada, subalimentada, mal bañada vida que llevábamos era, como yo la recuerdo, repugnante. Si cierro los ojos y digo “escuela”, lo primero que me llega, por supuesto, es el medio ambiente físico: el campo de juegos con su pabellón de críquet, la pequeña barraca de tiro al blanco, los dormitorios con sus corrientes de aire, los cascados y polvosos pasillos, la plazoleta de cemento frente al gimnasio, la moldura de pino en el fondo. Y casi en cada punto un detalle asqueroso impone su presencia. Por ejemplo: los tazones de peltre donde recibíamos nuestro puré de avena. Tenían bordes salientes y bajo ellos había restos acumulados de puré agrio, los cuales se podían desprender en tiras. El puré mismo contenía más grumos, pelos y cosas negras que las que hubiera uno creído posible, a menos que alguien las hubiera puesto ahí a propósito. Jamás era seguro comenzar a comerlo antes de revisarlo. Y estaba el agua fangosa de la bañera —de unos quince pies de largo—: se suponía que toda la escuela debía pasar por ella cada mañana y dudo que el agua fuera cambiada con frecuencia; y las toallas siempre húmedas con su olor a queso; y, en ocasionales visitas en invierno, la oscura agua de mar del balneario local, la cual llegaba directamente de la playa, y en la cual vi flotando una vez un excremento humano. Y la peste a sudor de los vestidores, con sus mugrientos lavabos y, comunicados con ella, la fila de destartalados retretes, los cuales no tenían cerrojos de ninguna clase, de modo que cada vez que estabas sentado ahí era seguro que alguien irrumpiera en él. No me resulta fácil pensar en mis días escolares sin que me parezca respirar una bocanada de hedor frío y maligno: una especie de mezcla de medias sudadas, toallas sucias, olor fecal soplando por los corredores, tenedores con comida vieja entre los dientes, estofado de pescuezo de carnero, el estampido de las puertas de los excusados y el sonido de los orinales en los dormitorios.

Es cierto que por naturaleza no soy gregario, y el aspecto retrete y pañuelo sucio de la vida resulta necesariamente más avallasador cuando grandes números de seres humanos están apretujados en un pequeño espacio. Es casi tan malo en el ejército y peor, sin duda, en la prisión. Además, la niñez es la edad del disgusto. Después de que uno ha aprendido a diferenciar y antes de que uno se endurezca —entre los 7 y los 18 años, digamos— parece que uno está siempre caminando por la cuerda floja sobre una sentina. No creo que esté exagerando la infelicidad de la vida escolar, cuando recuerdo cómo eran despreciadas la salud y la limpieza a pesar de toda la cháchara sobre el aire fresco, el agua fría y el mantenerse en buena condición. Era común mantenerse estreñido durante días. De hecho no se nos alentaba demasiado a mantener los intestinos despejados, puesto que el único laxante tolerado era el aceite de ricino o algún otro brebaje igualmente horrible llamado pólvora de regaliz. Se suponía que uno debía darse un chapuzón cada mañana, pero algunos niños lo eludían durante días simplemente esfumándose cuando sonaba la campana o deslizándose a un lado de la bañera entre la multitud y mojándose el cabello con un poco de agua sucia del suelo. Un niño de 8 o 9 años no necesariamente se mantendrá limpio a no ser que haya alguien que se asegure que lo haga. Había un niño nuevo apellidado Hazel, un lindo hijito de mamá, que llegó poco antes de que yo me fuera. Lo primero que noté de él fue la bella blancura de perla de sus dientes. Para finales del curso, sus dientes tenían una marcada pátina verde. Por supuesto, durante todo ese tiempo nadie se ocupó de que se los cepillara.

Pero, evidentemente, la diferencia entre el hogar y la escuela era más que física. El choque con el duro colchón la primera noche del periodo escolar me producía la sensación de un abrupto despertar, un sentimiento de: “Ésta es la realidad, esto es a lo que te enfrentas.” Tu hogar podía estar lejos de ser perfecto, pero al menos era gobernado por el amor y no por el miedo, en él no tenías que estar en perpetua guardia contra la gente que te rodeaba. A los 8 años eras repentinamente arrancado del cálido nido y arrojado a un mundo de fuerza, de engaños y secretos, como un pez dorado en un tanque repleto de lucios. Contra la intimidación, sin importar su grado, no tenías defensa. La única forma de defenderte era escabullirte, lo cual, excepto en pocas y bien definidas circunstancias, era un pecado imperdonable. Escribir a casa y pedir a tus padres que te sacaran hubiera sido incluso menos imaginable, por cuanto hacerlo hubiera sido admitir que eras infeliz e impopular, algo que un niño jamás hará. Los niños eran erewhonianos [por Erewhon de Samuel Butler]: pensaban que el infortunio es vergonzoso y debía ocultarse a cualquier costo. Tal vez podría haber sido aceptable quejarte con tus padres de la mala comida, de una paliza injustificada o de algunos otros maltratos inflingidos por los maestros, no por los muchachos. El hecho de que Sambo nunca atizara a los muchachos más ricos sugiere que esas quejas ocurrían de vez en cuando. Pero en mis circunstancias nunca habría pedido a mis padres que abogaran por mí. Incluso, antes de que supiera de las colegiaturas reducidas comprendí que estaban de algún modo obligados con Sambo y, por lo tanto, no podían protegerme de él. Ya he mencionado que durante todo el tiempo que pasé en St. Cyprian nunca tuve un bat de mi propiedad. Se me dijo: “tus padres no pueden permitírselo”. Un día, durante las vacaciones, gracias a un comentario casual, supe que ellos habían dado diez chelines para comprarme uno: pero el bat no apareció. No protesté frente a mis padres, mucho menos saqué a relucir el tema con Sambo. ¿Cómo podría hacerlo? Yo dependía de él, y los diez chelines eran apenas un fragmento de lo que le debía. Me doy cuenta ahora de que es sumamente improbable que Sambo simplemente se embolsara el dinero. Sin duda el asunto escapó a su memoria. Pero la cuestión es que yo supuse que él se lo había embolsado y que tenía el derecho de hacerlo si así lo deseaba.

Lo difícil que es para un niño tener alguna independencia o actitud auténtica puede verse en nuestra conducta con Flip. Creo que no falto a la verdad si digo que todos los niños de la escuela la odiaban y la temían. Y, sin embargo, la adulábamos del modo más abyecto; la capa superior de nuestros sentimientos hacia ella era una especie de lealtad cargada de culpa. Flip, aunque la disciplina en la escuela dependía más de ella que de Sambo, no pretendía dispensar estricta justicia. Era francamente caprichosa. Un acto que podía acarrearte una paliza un día podía tomarse a risa, como una travesura infantil, al siguiente, o incluso ser motivo de alabanza pues “muestra que tienes agallas”. Había días en los cuales todos nos acobardábamos frente a sus hundidos ojos acusadores y había otros en que era como una reina casquivana rodeada de amantes cortesanos, riendo y bromeando, dispensando sus dádivas o la promesa de sus dádivas (“¡Si ganas el Premio Harrow de Historia, te daré una nueva funda para tu cámara!) y, en ocasiones, llegaba a apretujar en su Ford a tres o cuatro de sus muchachos favoritos para llevarlos a un salón de té en la ciudad, donde se les permitía comprar café y galletas. Flip estaba inextricablemente ligada en mi mente a la reina Isabel, cuyas relaciones con Leicester, Essex y Raleigh fueron comprensibles para mí desde una muy temprana edad. Una palabra que usábamos a menudo en referencia a Flip era “favor”. “Está a mi favor”, decíamos, o “No está a mi favor”. Excepto por un puñado de muchachos ricos o nobles, nadie gozaba permanentemente del favor de Flip; pero, por otra parte, incluso los parias gozaban de él de tanto en tanto. Por ello, aunque mis recuerdos de Flip son en su mayor parte hostiles, también recuerdo periodos considerables en los que disfrutaba de sus sonrisas cuando me llamaba “muchachote”, empleaba mi nombre de pila o me permitía frecuentar su biblioteca particular donde por primera vez tuve conocimiento de Vanity Fair. El colmo del favor era la invitación a servir la mesa los domingos, cuando Flip y Sambo tenían invitados a cenar. Al levantar la mesa teníamos la oportunidad, por supuesto, de acabarnos las sobras, pero también sentíamos el placer servil de estar de pie detrás de las sillas de los invitados y precipitarnos respetuosamente a atender sus requerimientos. Cada vez que teníamos la oportunidad de adular, adulábamos, y a la primera sonrisa nuestro odio se tornaba en una especie de amor servil. Yo siempre me sentía muy orgulloso cuando lograba hacer reír a Flip. Incluso escribía, bajo sus órdenes, vers d’occasion para celebrar acontecimientos memorables de la vida de la escuela.

Deseo dejar claro que, excepto por la fuerza de las circunstancias, no era yo un rebelde. Aceptaba los códigos vigentes. Cierta vez, cerca del final de mi estadía, incluso chismorree con Brown sobre un posible caso de homosexualidad Yo no sabía muy bien lo que era la homosexualidad, pero sabía que existía y que era mala y que ésa era una de las situaciones en las que era adecuado chismorrear. Brown me dijo que yo era un “buen compañero”, lo que hizo que me sintiera terriblemente avergonzado. Frente a Flip nos sentíamos tan indefensos como una serpiente frente al encantador de serpientes. Ella tenía un vocabulario muy poco variado de elogios e insultos, series completas de frases, cada una de las cuales provocaba la respuesta apropiada. Una era “¡Fibra, muchachote!”, lo que inspiraba un paroxismo de energía; otra: ¡Qué clase de tonto eres! (o “Eres patético, ¿no es así?”), que nos hacía sentir como idiotas de nacimiento; y también: “¿Eso no es digno de ti, verdad?, lo cual siempre nos ponía al borde de las lágrimas. Sin embargo, en nuestro corazón permanecía todo el tiempo un yo incorruptible que sabía, sin importar lo que hicieras —reír, llorar o entrar en un frenesí de gratitud por pequeños favores—, que tu único auténtico sentimiento era el odio.

 

IV

Aprendí pronto en mi vida que uno puede hacer el mal contra su voluntad, y antes de mucho supe también que uno puede hacer algo impropio sin descubrir jamás lo que hizo o la razón de su impropiedad. Había pecados tan sutiles que no podían explicarse y había otros tan horribles que no podían mencionarse. Estaba, por ejemplo, el sexo, latiendo siempre justo bajo la superficie; el cual explotó con gran escándalo cuando tenía alrededor de 12 años.

En algunas escuelas preparatorias la homosexualidad no es un problema, pero creo que en St. Cyprian pudo haber adquirido un “mal tono” gracias a la presencia de los muchachos sudamericanos, los cuales maduraban tal vez un año o dos antes que los muchachos ingleses. A esa edad yo no estaba interesado, así que no sé qué pasó realmente, pero imagino que se trató de masturbación en grupo. En cualquier caso, un día la tormenta explotó sobre nuestras cabezas. Hubo citatorios, interrogaciones, confesiones, tundas, arrepentimientos, solemnes discursos de lo cuales no entendíamos nada excepto que se había cometido un pecado irredimible conocido como “cochinada” o “bestialidad”. Uno de los cabecillas, un muchacho apellidado Horne, fue apaleado, según testigos, durante un cuarto de hora antes de ser expulsado. Sus gritos se oyeron en todo el edificio. Pero todos estábamos más o menos implicados. La culpa parecía colgar en el aire como un velo o humo. Un imbécil solemne, de cabello negro, quien más tarde sería miembro del parlamento, se llevó a los muchachos más grandes a un salón apartado para soltarles un sermón sobre el Templo del Cuerpo.

“¿No se dan cuenta de lo maravilloso que es su cuerpo?”, dijo con gravedad. “Ustedes hablan de los motores de sus carros, de sus Roll Royces y Daimlers. ¿No comprenden que ningún motor podrá jamás compararse con su cuerpo? ¡Y ustedes lo arruinan, lo destruyen para toda la vida!

Dirigió sus cavernosos ojos negros hacia mí y añadió sádicamente: “Y tú, a quien siempre consideré una persona decente a su modo, sé que eres uno de los peores.”

La sensación de estar condenado descendió sobre mí. Así que también yo era culpable. Yo también había hecho esa cosa horrible, cualquiera que haya sido, que arruinaba de por vida tu cuerpo y tu alma y acababa en suicidio o en un asilo para lunáticos. Hasta entonces había esperado ser inocente, y la convicción de pecado que ahora tomaba posesión de mí fue de lo más extraña pues no sabía lo que había hecho. Yo no estaba entre quienes fueron interrogados y azotados y no fue sino hasta que el escándalo hubo terminado que supe del trivial incidente que había conectado mi nombre con él. Incluso entonces no entendí nada. No fue sino hasta dos años más tarde que comprendí cabalmente a qué se había referido el sermón sobre el Templo del Cuerpo.

En esa época yo estaba en un estado casi asexual, lo cual es normal, o en cualquier caso común, en niños de esa edad; por lo tanto estaba en una posición en la que simultáneamente sabía y no sabía de los hechos de la vida. A los 5 o 6, como muchos niños, pasé por un periodo de sexualidad. Mis amigos eran los hijos de un plomero que vivía en la misma calle y jugaba con ellos juegos de un contenido vagamente erótico. Uno de ellos era “jugar al doctor”, y recuerdo haber sentido una ligera pero definitivamente placentera emoción al sostener una trompeta de juguete, un supuesto estetoscopio, sobre el vientre de una niña. Más o menos por la misma época me enamoré profundamente, una especie de adoración que jamás volví a sentir por nadie, de una muchacha de nombre Elsie en la escuela del convento a la que yo asistía. Ella me parecía un adulto, así que supongo que habrá tenido unos 15 años. Después de eso, como sucede a menudo, las sensaciones sexuales parecieron abandonarme por muchos años. A los 12 sabía más de lo que sabía cuando era niño, pero entendía menos, pues había olvidado el hecho esencial de que hay algo placentero en la actividad sexual. Entre los 7 y los 14 más o menos, el asunto me parecía carente de interés o, cuando por alguna razón era forzado a pensar en él, repugnante. Mi conocimiento de los llamados Hechos de la Vida derivaba de los animales y resultaba, por lo tanto, distorsionado y en todo caso intermitente. Sabía que los animales copulaban y que los seres humanos tenían cuerpos que se asemejaban al de los animales: pero que los seres humanos copulaban también sólo lo aceptaba con reluctancia, por decirlo así, cuando algo, una frase en la Biblia tal vez, me compelía a recordarlo. Al no sentir deseo no sentía curiosidad y aceptaba dejar muchas preguntas sin respuesta. Así, sabía en principio cómo acaba un bebé en el vientre de una mujer, pero no sabía como salía otra vez, pues nunca había insistido en el asunto. Conocía todas las palabras sucias, y en mis momentos malos las repetía para mí, pero no sabía lo que las peores significaban ni quería saberlo. Eran perversas en abstracto, una especie de sortilegios. Mientras permanecí en ese estado, me fue fácil continuar ignorante de cualquier delito sexual que ocurría a mi alrededor y apenas saber un poco más cuando el escándalo estallaba. Cuando mucho, gracias a las veladas y terribles advertencias de Flip, Sambo y el resto de ellos, entendí que el crimen del cual éramos culpables era algo relacionado con los órganos sexuales. Tomé nota, sin sentir mucho interés, de que nuestro pene se levanta algunas veces espontáneamente (esto comienza a suceder mucho antes de que el muchacho tenga algún deseo sexual consciente), y me sentí inclinado a creer, o a medio creer, que ese era el crimen. En cualquier caso lo más que entendí fue que tenía algo que ver con el pene. Muchos otros muchachos, no me cabe duda, estaban igualmente en tinieblas.

Después del sermón sobre el Templo del Cuerpo (días después, me parece en retrospectiva: el escándalo pareció continuar por días), a algunos de nosotros nos sentaron bajo la humillante mirada de Flip alrededor de una mesa larga y brillante que Sambo usaba para las clases de las becas. Un largo y desolado lamento provenía de algún salón arriba de nosotros. Un niño muy pequeño, de apellido Ronalds, de no más de 10 años, implicado de algún modo, estaba siendo apaleado o estaba recobrándose de una tunda. Al oírlo, los ojos de Flip escrutaron nuestros rostros y me escogió a mí.

Ya ves”, me dijo.

No podría jurar que ella dijo “Ya ves lo que has hecho”, pero ese fue el sentido. Todos estábamos cabizbajos de vergüenza. Era nuestra falta. De algún modo u otro habíamos llevado a Ronalds por el mal camino: nosotros éramos culpables de su agonía y su ruina. Luego Flip se dirigió a otro niño apellidado Heath. No puedo recordar con seguridad si ella citó simplemente un versículo de la Biblia o si en realidad sacó una Biblia e hizo que Heath la leyera; pero en todo caso la cita indicada era: “Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino, y que se le hundiese en lo profundo del mar.”

“¿Has pensado en eso, Heath; has pensado en lo que eso significa?”, dijo Flip. Y Heath comenzó a gimotear.

Otro muchacho, Beacham, a quien ya he mencionado, fue igualmente abrumado de vergüenza por la acusación de que tenía “ojeras”.

“¿Te has mirado últimamente en el espejo, Beacham?”, dijo Flip. “¿No te da vergüenza ir por ahí con esa cara?” “¿Crees que nadie sabe lo que significa que un muchacho tenga ojeras?”

Una vez más el peso de la culpa pareció instalarse en mí. ¿Yo tenía esos círculos negros? Un par de años después supe de la creencia de que las ojeras eran un síntoma mediante la cual los masturbadores podían detectarse. Pero ya en ese momento, todavía sin saberlo, aceptaba que las ojeras eran un signo evidente de depravación, de alguna especie de depravación. Y muchas veces, incluso antes de conocer el supuesto significado, había observado ansiosamente el espejo en busca del primer signo de ese temible estigma, la confesión que el pecador secreto dibuja en su propio rostro.

Estos terrores se disipaban, o se hacían intermitentes, sin afectar lo que podríamos llamar mis creencias oficiales. Continuaba siendo verdad el manicomio y la tumba del suicida, pero ya no eran realmente atemorizantes. Sucedió que unos meses después vi otra vez a Horne, el cabecilla que había sido apaleado y expulsado. Horne era uno de los parias, un hijo de padres de clase media, lo cual sin duda era en parte la razón por la que Sambo lo hubiera tratado tan brutalmente. Después de su expulsión entró a Eastbourne College, la pequeña escuela pública local, la cual era atrozmente despreciada en St. Cyprian y considerada “no realmente” una escuela pública. Sólo unos muy pocos muchachos de St. Cyprian entraban ahí y Sambo hablaba de ellos con una especie de desdeñosa piedad. No tienes ninguna oportunidad si vas a una escuela como ésa: cuando más, tu destino será el de oficinista. Yo pensaba en Horne como una persona que a los 13 años había perdido ya cualquier esperanza de un futuro decente. Física, moral y socialmente estaba acabado. Además yo suponía que sus padres lo habían enviado a Eastbourne College porque, después de su desgracia, ninguna “buena” escuela lo habría admitido.

Durante el siguiente periodo escolar, cuando salimos a dar un paseo, nos cruzamos con Horne en la calle. Parecía completamente normal. Era un muchacho de constitución fuerte, guapo, de cabello negro. De inmediato noté que parecía estar mejor que cuando lo vi por última vez —su tez, antes pálida, era rosada— y no pareció apenado al vernos. Evidentemente no estaba avergonzado ni de haber sido expulsado ni de estar en el Eastbourne College. Si algo podía deducirse de la forma en que nos vio cuando pasamos en fila, era que él estaba contento de haber escapado de St. Cyprian. Pero el encuentro poco me impresionó. No extraje ninguna conclusión del hecho de que Horne, arruinado en cuerpo y alma, pareciera feliz y saludable. Yo aún creía en la mitología sexual que me habían enseñado Flip y Sambo. Los peligros terribles y misteriosos seguían ahí. Cualquier mañana los anillos negros podrían aparecer alrededor de tus ojos y entonces sabrías que tú también eras uno de los extraviados. Sólo que ya no parecía importar mucho. Estas contradicciones podían coexistir con facilidad en la mente de un niño debido a su propia vitalidad. Acepta las insensateces que los mayores le cuentan —cómo podría no hacerlo—, pero su cuerpo juvenil y las dulzuras del mundo físico le cuentan otra historia. Pasaba lo mismo con el infierno, en el cual creí oficialmente hasta los 14 años. Era casi cierto que el infierno existía, y había ocasiones en que un sermón vivaz lograba asustarte en serio. Sin embargo, por algún motivo, no duraba. El fuego que te esperaba era fuego real, podía dolerte del mismo modo, aunque eternamente, que cuando te quemabas un dedo, pero la mayor parte de las veces lo contemplabas sin preocupación.

Los diversos códigos que enfrentabas en St. Cyprian —religiosos, sociales, morales e intelectuales— se contradecían si pensabas en sus implicaciones. El conflicto esencial se daba entre el ascetismo que respondía a la tradición del siglo xix y el lujo y esnobismo que realmente existían en el periodo previo a 1914. Por un lado estaba el cristianismo bíblico de la iglesia baja, el puritanismo sexual, la insistencia en el trabajo duro, el respeto por la superioridad académica, la desaprobación de la autocomplacencia; por el otro, el desprecio a los “cerebritos”, a los extranjeros y a la clase trabajadora, la adoración de los deportes, un casi neurótico temor a la pobreza y, sobre todo, la suposición no sólo de que el dinero y los privilegios era lo que importaba, sino que era preferible heredarlos que trabajar para conseguirlos. En suma, se nos pedía, al mismo tiempo, que fuéramos buenos cristianos y socialmente exitosos, lo cual es imposible. En ese tiempo yo no percibía que los distintos ideales que se ponían frente a nosotros se anulaban. Sólo veía que todos, o casi todos, eran inalcanzables por lo que a mi atañía desde el momento en que todos ellos dependían no sólo de lo que hacías sino de lo que eras.

Muy chico, a la edad de 10 u 11, llegué a la conclusión —nadie me lo dijo, pero por otra parte no brotó sin más de mi mente: de algún modo estaba en el aire que respirábamos— que tú no eras bueno a menos que tuvieras 100,000 libras. Tal vez fijé esta cantidad en particular como resultado de leer a Thakeray. El interés de £100,000 era de £4,000 al año (yo estaba a favor de un seguro cuatro por ciento), y me parecía el ingreso mínimo que debías tener si ibas a formar parte de la capa superior, la gente de las casas de campo. Pero era evidente que yo jamás iba a entrar a ese paraíso, al cual no pertenecías realmente si no habías nacido en él. Sólo podías hacer dinero, si lo hacías, mediante una misteriosa operación llamada “ir a la city”, y cuando salías de la City, después de ganar £100,000 eras ya viejo y gordo. Pero lo verdaderamente envidiable de los vencedores es que ya eran ricos en su juventud. Para la gente de la ambiciosa clase media, los que pasaban los exámenes, como yo, sólo una fría y laboriosa clase de éxito era posible. Subías a gatas por la escalera de la educación a la administración pública o a la administración pública de la India, o tal vez te convertías en abogado litigante. Y si en algún momento “aflojabas” o “te dormías” y tropezabas en algún escalón, te convertías en “un pequeño mandadero de £40.00 al año.” Pero incluso si llegabas al nicho superior que estaba abierto para ti, podrías ser sólo un subordinado, un parásito de la gente que realmente contaba.

Aunque no hubiera aprendido esto de Sambo y Flip, lo habría aprendido de otros muchachos. Mirando hacia atrás, es asombroso lo íntima e inteligentemente esnob que éramos todos, lo informados que estábamos de nombres y direcciones, lo rápidos que éramos para detectar pequeñas diferencias en los acentos y los modales y el corte de las ropas. Había algunos muchachos que parecían chorrear dinero por los poros hasta en la desolada tristeza del curso de invierno. A principios y a finales del curso, sobre todo, había ingenuas conversaciones esnob sobre Suiza y las zapatillas típicas escocesas y los urogallos de los pantanos de Escocia y “el yate de mi tío” y “nuestra casa de campo”. Y “mi pony” y “el descapotable de mi padre”. Pienso que en la historia del mundo nunca hubo una época en la que la absoluta ferocidad vulgar de la riqueza, sin ninguna clase de aristocrática elegancia que la redimiera, fuera tan penetrante como en aquellos años anteriores a 1914. Fue la época en la que locos millonarios con sinuosos sombreros de copa y chalecos lavanda daban fiestas de champaña en flotantes casas rococó sobre el Támesis, la época del diabolo [yo-yo] y la falda hobble [falda ceñida en las piernas], la época del knut con su sombrero hongo gris, la época de La viuda alegre, las novelas de Saki, Peter Pan y Where the Rainbow Ends, cuando la gente hablaba sobre chocs. y cigs., y estupendo y celestial cuando iba a compartir el de fin de semana a Brighton, y tenía deliciosos tés en el Troc. Toda la década anterior a 1914 pareció exhalar un olor, de lo más vulgar y pueril, a lujo; un olor a brillantina y crème-de-menthe y chocolates rellenos. Una atmósfera, por decirlo así, de inacabables helados de fresa disfrutados en verdes jardines con la tonada de los remeros de Eton. Lo más extraordinario era el modo en que todos daban por hecho que la rebosante riqueza de la clase alta y la clase media alta iba a durar para siempre y era parte del orden de las cosas. Después de 1918 jamás volvería a ser lo mismo. Los hábitos esnob y caros volvieron, ciertamente, pero eran autoconscientes y defensivos. Antes de la guerra, la adoración del dinero era por completo irreflexiva: no era perturbada por alguna punzada de la conciencia. La bondad del dinero era tan inconfundible como la bondad de la salud o la belleza, y un carro reluciente y un título y una horda de sirvientes estaba mezclada en la mente de la gente con la idea de la virtud moral real.

En St. Cyprian, durante el curso, la general desnudez de la vida forzaba una cierta democracia, pero cualquier mención de las vacaciones y la consecuente ostentación competitiva sobre carros y mayordomos y fincas de campo, sacaba a relucir enseguida las distinciones de clase. La escuela estaba impregnada por un curioso culto a Escocia que ponía de manifiesto la contradicción fundamental de nuestro patrón de valores. Flip pretendía tener ancestros escoceses y favorecía a los muchachos escoceses y los alentaba a usar las faldas escocesas en la tela tradicional, en lugar del uniforme de la escuela, e incluso bautizó a su hijo con un nombre gaélico. Se suponía que admirábamos a los escoceses porque eran “feroces” y “austeros” (“severos”, tal vez era la palabra clave) e irresistibles en el campo de batalla. En el gran salón de clases había un grabado de acero de la carga de los Scots Greys [regimiento de la infantería montada] en Waterloo, parecía como si todos ellos estuvieran disfrutando de cada instante. Nuestra imagen de Escocia estaba hecha de arroyos, laderas, faldas escocesas, morrales escoceses, gaitas, etc., todo ello mezclado de alguna forma con el vigorizante efecto del puré de avena, el protestantismo y el clima frío. Pero bajo ella yacía algo muy diferente. La verdadera razón del culto a Escocia era que sólo los muy ricos podían pasar sus vacaciones allá. Y la pretendida creencia en la superioridad escocesa era una máscara de la mala conciencia de los ocupantes ingleses, quienes habían expulsado a los campesinos de sus granjas de las tierras altas para hacer lugar a los campos de caza del venado y los habían recompensado convirtiéndolos en sirvientes. El rostro de Flip siempre resplandecía con ingenuo esnobismo cuando hablaba de Escocia. En ocasiones incluso pretendía conservar huellas del acento escocés. Escocia era un paraíso privado del que unos pocos iniciados podían hablar y hacer sentir pequeños a los demás.

“¿Fuiste a Escocia estas vaca?”

“¡Cómo, si nosotros vamos todos los años!”

“Mi padre posee tres millas de un río.”

“Mi padre me dará un nuevo rifle para los 12. Hay muy buena caza donde vamos. ¡Fuera Smith, qué estás escuchando! Tú nunca has estado en Escocia. Apuesto a que no sabes cómo son los urogallos.”

Y a esto seguían imitaciones del graznido del urogallo, del bramido de los ciervos, del acento de “nuestros criados”, etc., etcétera.

Y los interrogatorios a los que los recién llegados de dudoso origen social eran sometidos. ¡Interrogatorios sorprendentes por su espíritu mezquino, cuando uno reflexiona que los inquisidores eran de 12 o 13 años de edad!

¿Cuánto gana tu padre al año? “¿En qué parte de Londres vives? ¿Eso es Knightsbridge o Kensington? ¿Cuántos baños hay en tu casa? ¿Cuántos sirvientes tienen? ¿Tienen mayordomo? ¿Entonces, tienes cocinero? ¿Dónde te hacen la ropa? ¿A cuántos espectáculos fuiste en las vaca? ¿Cuánto dinero trajiste contigo?, etc., etcétera.

Vi a un niño, de no más de 8 años, tratando de escapar con desesperación de ese catecismo:

¿Tus padres tienen auto?

Sí.

¿Qué clase de auto?

Daimler.

¿De cuantos caballos?

(Pausa y salto en el vacío.) Quince.

¿Qué tipo de luces?

El niño está desconcertado.

¿Qué tipo de luces? ¿Eléctricas o de acetileno?

(Una pausa más larga y otro salto en el vacío.) Acetileno.

¡Jo! Dice que el auto de su padre tiene luces de acetileno. Dejaron de utilizarse hace años. Debe ser más viejo que los cerros.

¡Qué va! Está inventando. Su padre no tiene carro. Sólo es un peón. Tu padre es un peón.

Y así.

Por los patrones sociales de los que estaba convencido, yo no era ni podría ser bueno. Pero todas las diferentes clases de virtud parecían estar misteriosamente interconectadas y pertenecer sobre todo a la misma gente. No se trataba sólo de dinero: estaba también la fuerza, la belleza, el encanto, el vigor y algo llamado “agallas o “carácter”, lo que en realidad significaba poder imponer tu voluntad sobre los demás. Yo no poseía ninguna de esas cualidades. En los juegos, por ejemplo, me sentía desamparado. Yo era bastante buen nadador y no del todo malo en el críquet, pero esto no daba prestigio: los muchachos le concedían importancia a un juego sólo si requería de fuerza y valor. Lo que contaba era el futbol, al que yo rehuía. Odiaba ese juego, y como no sentía que tuviera sentido o proporcionara placer me era muy difícil mostrar valor en él. El futbol, me parecía, no se jugaba en realidad por el placer de patear la pelota, pues era una especie de pelea. Los amantes del futbol eran muchachos grandes, bulliciosos y tramposos, buenos para atropellar y pisotear a los muchachos un poco más pequeños. Ese era el patrón de la vida en la escuela: el triunfo continuo de los fuertes sobre los débiles. La virtud consistía en ganar, consistía en ser más grande, más fuerte, más atractivo, más rico, más popular, más elegante y más inescrupuloso que los demás, al dominarlos, acosarlos, hacerlos sufrir, hacerlos parecer ridículos, apoderarse de los mejor de ellos en todos sentidos. La vida era jerárquica y todo lo que sucedía era correcto. Eran los fuertes quienes merecían vencer y siempre lo lograban, y estaban los débiles, los cuales merecían perder y siempre perdían, eternamente.

Yo no cuestionaba las normas prevalecientes porque, hasta donde podía ver, no había otras. ¿Cómo podía el rico, el fuerte, el elegante, el popular, el poderoso estar equivocado? Era su mundo, y las reglas que dictaba para él eran las correctas. Y sin embargo, desde muy temprana edad fui consciente de que cualquier conformidad subjetiva era imposible. Siempre, en el fondo de mi corazón mi yo más profundo parecía estar alerta, señalando la diferencia entre la obligación moral y el hecho psicológico. Sucedía lo mismo en todos los asuntos, mundanos y extramundanos. Tomemos la religión, por ejemplo. Se suponía que amabas a Dios, y yo no lo ponía en duda. Hasta los 14 años aproximadamente, creí en Dios y creí que lo que se decía de él era verdad. Pero estaba consciente de que no lo amaba. Por el contrario, lo odiaba, como odiaba a Jesús y a los patriarcas hebreos. Si sentía simpatía por algún personaje del Viejo Testamento era por gente como Caín, Jezabel, Aman, Agag, Sisara; en el Nuevo Testamento mis amigos, si los había, eran Ananías, Caifás, Judas y Poncio Pilatos. Pero todo el asunto de la religión parecía estar salpicado de imposibilidades psicológicas. El Libro de las Oraciones, por ejemplo, te decía que amaras y temieras a Dios. ¿Pero cómo puedes amar a alguien a quien temes? Con tus afectos privados pasaba lo mismo. Lo que debías sentir era claro pero no tenías mando sobre la emoción apropiada. Por supuesto, mi deber era sentir gratitud hacia Flip y Sambo, pero no la sentía. Era igualmente claro que debes amar a tu padre, pero yo sabía muy bien que no quería a mi padre, a quien sólo rara vez vi antes de los 8 y simplemente era para mí un hombre mayor cuya ronca voz decía siempre “no”. No se trataba de que no quisieras poseer las cualidades correctas y sentir las emociones apropiadas, pero no lo lograbas. Lo bueno y lo posible nunca parecían coincidir.

Una línea de un verso que encontré, no cuando estaba en St. Cyprian, sino un año o dos más tarde, pareció despertar un deprimente eco en mi corazón. Era “Los ejércitos de la ley inalterable” [“Lucifer in Starlight”, de G. Meredith]. Entendía a la perfección lo que significaba ser Lucifer, derrotado, justamente derrotado, sin posibilidad de revancha. Los maestros de secundaria con sus fustas, los millonarios con sus castillos en Escocia, los deportistas con su cabello ondulado: eran los ejércitos de la ley inalterable. No era fácil, en ese momento, darse cuenta de que en realidad la ley era alterable. De acuerdo con esa ley yo estaba condenado. Yo no tenía dinero, era débil, feo, impopular, tenía tos crónica, era tímido, olía. Este retrato, debo decir, no era del todo imaginario. No fui un muchacho atractivo. St. Cyprian me hizo ser así, aun si no hubiera sido así antes. Pero la creencia de un niño en sus propios defectos no está influida del todo por los hechos. Yo, por ejemplo, estaba convencido de que “olía”. Pero me basaba simplemente en la probabilidad general. Era notorio que la gente desagradable huele y, por lo tanto, presumiblemente yo olía. Repito, incluso después de que abandoné la escuela para siempre seguí creyendo que yo era excepcionalmente feo. Era lo que mis condiscípulos me habían dicho, y no había otra autoridad a la cual recurrir. La convicción de que no era posible que yo tuviera éxito influyó profundamente en mis acciones hasta bien entrada la edad adulta. Hasta los 30 años siempre planee mi vida bajo el supuesto de que cualquier empresa mayor que emprendiera estaba destinada al fracaso y que yo estaba destinado a vivir sólo unos pocos años más.

Sin embargo, este sentimiento de culpa y fracaso ineludible estaba compensado por algo más: el instinto de sobrevivencia. Incluso una criatura débil, fea, tímida, apestosa, injustificable, quiere a su modo seguir viviendo y ser feliz. No podía invertir la existente escala de valores y convertirme en un éxito, pero podía aceptar mis defectos y obtener lo mejor de ellos. Podía resignarme a ser lo que era e intentar sobrevivir bajo esos términos.

Sobrevivir o, por lo menos, preservar cierta clase de independencia era esencialmente criminal, por cuanto implicaba romper las reglas que tú mismo habías reconocido. Un muchacho llamado Johnny Hale me estuvo acosando durante meses. Era un muchacho grande, fuerte, tosco y apuesto, de cara colorada y cabello negro ondulado, el cual siempre estaba retorciéndole el brazo a uno, azotando con su fusta de montar (era miembro de la Sexta Forma) a otro, o haciendo prodigios en el campo de futbol. Flip lo amaba (de ahí que siempre lo llamara por su nombre de pila) y Sambo lo elogiaba pues era un muchacho que tenía “carácter” y podía “mantener el orden”. Era seguido siempre por un grupo de aduladores que lo apodaban “fortachón”.

Un día, cuando nos estábamos despojando de nuestros abrigos en el vestidor, Hale se metió conmigo por alguna razón. Yo le “respondí”. Después de lo cual me sujetó de la muñeca y me torció el brazo de una forma sumamente dolorosa. Recuerdo su rostro grande, burlón, cerca del mío. Era, creo, mayor que yo, además de ser muy fuerte. Cuando me soltó, una feroz resolución se formó en mi corazón. Haría que me las pagara golpeándolo cuando menos se lo esperara. Era un momento estratégico, pues el maestro que nos había “sacado” a caminar regresaría casi de inmediato y no habría pelea. Tal vez dejé pasar un minuto antes de acercarme a Hale con el aire más inofensivo que pude asumir y, luego, con todo el peso de mi cuerpo, lancé mi puño contra su cara. Fue arrojado hacia atrás por mi golpe y algo de sangre comenzó a fluir de su boca. Su rostro siempre optimista se puso casi negro de rabia. Luego se volvió hacia el lavabo para enjuagarse la boca.

“¡De acuerdo”!, dijo entre dientes cuando el maestro volvió por nosotros.

Después de esto, me siguió durante días retándome a pelear. Yo, aunque aterrorizado, me negué a pelear. Le dije que el golpe en su boca lo tenía merecido y ahí terminaba todo. Fue curioso que no me atacara sin más, lo cual tal vez hubiera sido aprobado por la opinión pública. Gradualmente el asunto se apagó y no hubo pelea.

Ahora bien, yo había actuado mal, no menos bajo mi propio código que bajo el suyo. Golpearlo cuando estaba desprevenido había sido injusto. Pero rehusarse a pelear, sabiendo que si había pelea me derrotaría, era todavía peor: era cobardía. Si hubiera rehusado a pelear porque desaprobaba las peleas, o porque genuinamente sintiera que el asunto estuviera terminado, habría estado bien, pero me negué a pelear sólo porque me dio miedo. Incluso mi venganza fue vaciada de sentido por ese hecho. Había dado el golpe en un momento de inconsciente violencia, sin más determinación que cobrarme la ofensa, fuesen cuales fuesen las consecuencias. Tuve tiempo de darme cuenta de que lo que había hecho estaba mal, pero era la clase de infracción de la que podías obtener alguna satisfacción. Ahora todo se había esfumado. Había habido una especie de valentía en el primer acto, pero mi subsiguiente cobardía la había anulado.

El hecho que fui incapaz de percibir fue que si bien Hale me retó formalmente, no me llegó a atacar. De hecho, después de que le di ese golpe nunca más volvió a acosarme. Sucedió tal vez veinte años antes de que comprendiera su significado. En ese tiempo no pude ver más allá del dilema que se le presenta a los débiles en un mundo gobernado por los fuertes: rompe las reglas o perece. No vi que, en ese caso, el débil tiene el derecho a hacer sus propias reglas, pues, aunque se me hubiera ocurrido, no hubiera habido nadie a mi alrededor para confirmarlo. Yo vivía en un mundo de muchachos, animales gregarios que no cuestionaban nada, que aceptaban la ley del más fuerte y vengaban su humillación dirigiéndola a alguien más pequeño. Mi situación era la de innumerables muchachos y, si potencialmente yo era más rebelde que los demás, era sólo porque, bajo el parámetro juvenil, yo era un espécimen más pobre. Pero nunca me rebelé intelectualmente, sólo de forma emocional. No tenía nada que me ayudara, excepto mi torpe egoísmo, mi incapacidad, no, en realidad, para menospreciarme, sino para no gustarme a mí mismo: mi instinto de supervivencia.

Un año después de golpear a Johnny Hale en la cara, abandoné St. Cyprian para siempre. Fue al terminar el curso de invierno. Con la sensación de salir de la oscuridad a la luz, me puse mi corbata de veterano al vestirme para el viaje. Recuerdo bien el sentimiento de emancipación, como si la corbata hubiera sido al mismo tiempo una insignia de virilidad y un amuleto contra la voz de Flip y la vara de Sambo. Estaba escapando de la esclavitud. No es que esperara, o pretendiera tener más éxito en una escuela pública que la que había tenido en St. Cyprian. Pero estaba escapando. Sabía que en una escuela pública habría más privacidad, más descuido, más oportunidad de estar ocioso, de mimarse y degenerarse. Durante años había decidido —inconscientemente al principio, pero conscientemente después— que, cuando ganara la beca, “aflojaría”, flojearía, no me mataría más. Esta resolución, por cierto, fue tan cabalmente cumplida que entre los 13 y los 22 o 23 jamás hice ningún trabajo que pudiera evitar.

Flip me estrechó las manos. Incluso me llamó por mi nombre de pila para la ocasión. Pero había cierta condescendencia, casi desprecio, en su rostro y en su voz. El tono en el cual dijo adiós fue casi el tono que utilizaba para decir maripositas. Había ganado dos becas, pero era un fracaso porque el éxito se medía no por lo que lograbas sino por lo que eras. Yo no era “del tipo bueno de muchacho” y no podía acarrearle beneficios a la escuela. No poseía carácter, valor, salud, fuerza o dinero, o incluso modales, el poder de lucir como un caballero.

El sonriente “adiós” de Flip parecía decir: “No es momento de reñir ahora. No tuviste mucho éxito en St. Cyprian, ¿verdad? Y no creo que tampoco te vaya a ir muy bien en una escuela pública. En realidad cometimos un error al haber gastado nuestro tiempo y nuestro dinero en ti. Esta clase de educación no tiene mucho que ofrecerle a un estudiante de tu medio y tus perspectivas. ¡Oh, no creas que no te comprendemos! Sabemos todo sobre esas ideas que tienes en la cabeza, sabemos que no crees en lo que te hemos enseñado y que no estás agradecido por lo que hemos hecho por ti. Pero no tiene sentido volver a eso ahora. Ya no somos responsables de ti y no volveremos a verte jamás. Admitamos que tú eres uno de nuestros fracasos y vete sin resentimientos. Así que adiós.”

Tal cosa, por lo menos fue lo que leí en su rostro. Pero qué feliz me sentí esa mañana de invierno, mientras el tren me llevaba, con esa reluciente corbata nueva de seda (de colores verde oscuro, azul pálido y negro, si recuerdo bien) alrededor de mi cuello. El mundo se abría ante mí, sólo un poco, como un cielo gris que muestra una estrecha grieta azul. Una escuela pública sería más divertida que St. Cyprian, pero en el fondo igualmente ajena. Yo no era bueno en un mundo en que las necesidades principales eran de dinero, parientes nobles, deportes, cabello muy bien peinado, una sonrisa encantadora. Todo lo que había ganado era un espacio para respirar. Un poco de quietud, algo de consentimiento, dejar por un momento de quemarse las pestañas y luego… la ruina. ¿Qué clase ruina? No lo sabía: tal vez las colonias o una silla en una oficina, tal vez la prisión o una muerte temprana. Pero primero un año, o dos, en el que uno podía “disminuir el ritmo” y obtener algún beneficio de nuestros pecados, como el Doctor Faustus. Yo creía firmemente en mi maligno destino y sin embargo, me sentía extremadamente feliz. Una ventaja de tener 13 años es que puedes vivir el momento con plena conciencia, entrever el futuro y, a pesar de ello, no concederle importancia. El siguiente curso iría a Wellington. También había ganado una beca para Eton, pero no era seguro que hubiera una vacante e iría primero a Wellington. En Eton tenías un cuarto para ti sólo, un cuarto que podría incluso tener hogar. En Wellington tenías tu propio cubículo y podías hacerte chocolate en las tardes. ¡La privacidad, las ventajas de crecer! Y habría bibliotecas por rondar por ellas, y tardes de verano en las que podrías eludir los deportes y vagar por el campo solo, sin un maestro que te condujera. Mientras tanto estaban las vacaciones. Tenía el rifle 22 que había comprado las vacaciones pasadas (el Crackshot había costado veintidós chelines y seis peniques) y la Navidad sería la semana siguiente. Estaba también el placer de comer hasta hartarse. Pienso en particular en unos voluptuosos bollos de crema que podían comprarse a dos peniques cada uno en una tienda de la ciudad. (Esto era en 1916 y el racionamiento de la comida aún no había empezado.) Incluso el detalle de que el precio de mi viaje hubiese sido ligeramente mal calculado, dejándome un chelín de sobra —suficiente para una taza de café y un pastelillo o dos en algún lugar del camino— fue suficiente para llenarme de felicidad. Había tiempo para un poquito de dicha antes de que el futuro se cerniera sobre mí. Pero sabía que el futuro era negro. Fracaso, fracaso, fracaso —fracaso atrás de mí, fracaso frente a mí—. Tal era la convicción más profunda que cargaba.

Todo esto pasó hace treinta años o más. La pregunta es: ¿en nuestros días el niño atraviesa en la escuela por un tipo de experiencia similar?

La única respuesta honrada, creo, es que no lo sabemos con certeza. Por supuesto, es obvio que en nuestros días la actitud hacia la educación es enormemente más humana y sensible que el pasado. El esnobismo, que fue parte integral de mi propia educación, sería casi impensable hoy en día debido a que la sociedad que lo nutría ha muerto. Recuerdo una conversación que debió haber tenido lugar un año antes de que dejara St. Cyprian. Un muchacho ruso, rubio, un año mayor que yo, me preguntó: “¿Cuánto gana tu padre al año?”

Le dije lo que pensaba que ganaba, agregando unos cuantos cientos para que sonara mejor. El muchacho ruso, elegantemente vestido, extrajo un lápiz y una pequeña libreta e hizo unos cálculos.

“Mi padre tiene unas doscientas veces más dinero que el tuyo”, hizo saber con una especie de divertido desprecio.

Esto fue en 1915. ¿Me pregunto qué pasó con ese dinero un par de años después? Y me pregunto algo más: ¿conversaciones de ese tipo tienen lugar hoy en día en las escuelas preparatorias?

Es claro que ha habido un profundo cambio de perspectiva, un crecimiento general de la “ilustración” incluso entre la irreflexiva y ordinaria clase media. La creencia religiosa, por ejemplo, se ha desvanecido mucho, arrastrando otras formas de tonterías tras ella. Imagino que, en la actualidad, muy poca gente le dirá a un niño que si se masturba acabará en el manicomio. Las zurras también se han desacreditado y su práctica se ha abandonado en muchas escuelas. La separación de los hijos tampoco se considera un acto normal, casi meritorio. Ahora nadie se propondría abiertamente dar a sus pupilos tan poca comida como le fuese posible, o les diría que es saludable levantarse de la mesa tan hambrientos como se sentaron. El estatus de los niños ha mejorado, en parte porque se han hecho relativamente menos numerosos. Y la difusión de un poco de conocimiento psicológico les ha hecho más difícil a los padres y los maestros dar rienda suelta, en nombre de la disciplina, a sus aberraciones. Hay un caso, no atestiguado por mí personalmente, sino por alguien por quien puedo responder, que sucedió en mi época. Una niña pequeña, hija de un clérigo, continuaba mojando la cama a una edad en que debía haber dejado de hacerlo ya. Para castigarla por su horrible acción, su padre la llevó a una gran fiesta al aire libre y ahí la presentó a toda la concurrencia como una niña que mojaba su cama y, para subrayar su maldad, había previamente pintado de negro el rostro de la niña. No pretendo sugerir que Flip y Sambo habrían hecho realmente algo como eso, pero dudo que los hubiera sorprendido. Después de todo, las cosas cambian. Y sin embargo…

La cuestión no es si los domingos los niños siguen metidos en el cuello de Eton, o si se les dice que a los niños los trae la cigüeña. Es cierto que esa clase de cosas ha terminado. La cuestión real es si todavía resulta normal que un escolar viva durante años en medio de terrores irracionales y malentendidos demenciales. Y aquí se enfrenta uno a la auténtica gran dificultad de conocer lo que un niño realmente siente y piensa. Un niño que parece razonablemente feliz puede en realidad estar sufriendo horrores que no puede o no quiere revelar. Vive en una suerte de extraño mundo subterráneo al cual sólo podemos penetrar mediante el recuerdo o la adivinación. Nuestra pista principal es el hecho de que fuimos niños alguna vez, pero mucha gente parece olvidar casi por completo la atmósfera de su propia niñez. Pensemos, por ejemplo, en los tormentos innecesarios que la gente puede infligir enviando a un niño a la escuela ataviado con ropas de un modelo inadecuado y rehusando reconocer que eso es importante. Respecto a cosas de este tipo, el niño puede expresar su protesta, pero la mayor parte de las veces su actitud es de simple encubrimiento. No manifestar sus verdaderos sentimientos a un adulto parece ser instintivo a la edad de 7 u 8 años en adelante. Incluso el afecto que uno siente por un niño, el deseo de protegerlo y cuidarlo es causa de malentendidos. Uno puede amar a un niño tal vez más profundamente de lo que puede amar a otro adulto, pero es temerario suponer que el niño siente algo en respuesta. Volviendo la vista a mi propia niñez, antes de que los años infantiles hubieran terminado, no creo que haya sentido amor por ninguna persona madura, excepto mi madre, e incluso en ella no confiaba, en tanto que la vergüenza me hacía ocultarle la mayoría de mis sentimientos. Amor —la espontánea, incondicional emoción de amar— era algo que podía sentir sólo por gente joven. Hacia la gente vieja —y recuerde que “viejo” para un niño significa unos 30 o incluso unos 25— podía sentir sólo reverencia, respeto, admiración o compunción, pero parecía aislarme de ella tras un velo de miedo o vergüenza mezclado con aversión física. La gente está demasiado dispuesta a olvidar el menor tamaño físico del niño frente al adulto. El enorme tamaño de los mayores, sus cuerpos rígidos y torpes, su áspera piel arrugada, sus párpados caídos, sus dientes amarillos, ¡el olorcillo a ropas pasadas de moda, a cervezas, a sudor y a tabaco que exudan con cada movimiento! Parte de la razón de la fealdad de los adultos, a los ojos de un niño, es que el niño generalmente ve hacia arriba, y pocas caras están en su mejor ángulo vistas desde abajo. Además, por su frescura y falta de marcas, el niño tiene estándares inalcanzables en cuanto a la piel, los dientes y la complexión. Pero la mayor barrera de todas es la errónea idea de los niños sobre la edad. Un niño difícilmente puede imaginar la vida más allá de los 30 años, y al calcular la edad de las personas puede cometer fantásticos errores. Pensará que una persona de 25 tiene 40, que una de 40 tiene 65 y así por el estilo. Cuando me enamoré de Elsie, creí que era adulto. Cuando la volví a ver, yo tenía 13 y ella debió haber tenido 23. Esta vez me pareció una mujer de mediana edad, alguien que había dejado atrás sus mejores años. Los niños piensan en hacerse mayores casi como una calamidad obscena, la cual, por alguna misteriosa razón, nunca les sucederá a ellos. Aquellos que han pasado la treintena son grotescos, tristes, se quejan sin cesar de cosas sin importancia y permanecen vivos, hasta donde un niño puede ver, sin tener nada por qué vivir. Sólo la vida de los niños es vida real. El maestro de escuela que imagina que es amado y que los niños le tienen confianza es, de hecho, víctima de sus burlas e imitado a sus espaldas. Un adulto que no parece peligroso casi siempre parece ridículo.

Baso estas consideraciones en lo que puedo recordar de la perspectiva de mi niñez. Traicionera como es, me parece que la memoria es el único medio que tenemos para descubrir cómo funciona la mente de un niño. Sólo resucitando nuestros recuerdos podemos darnos cuenta de lo increíblemente distorsionada que es la visión del mundo del niño. Por ejemplo, piense en esto: ¿cómo me parecería St. Cyprian si pudiera volver y lo viera ahora tal como era en 1915? ¿Qué pensaría de Flip y Sambo, esos terribles y todopoderosos monstruos? Los vería como una pareja ridícula, superficial, inútil, trepando dificultosamente por una escalera social que cualquier persona pensante vería que estaba a punto de derrumbarse. No estaría más temerosa de ella de lo que estaría de un lirón. Además, en aquellos días ellos me parecían fantásticamente viejos, aunque —pero no tengo la certeza— debieron haber sido más jóvenes de lo que yo soy ahora. ¿Y qué parecería Johnny Hale, con sus brazos de herrero y su cara colorada y burlona? Simplemente un niño desaliñado, apenas diferente a cientos de otros niños desaliñados. Los dos conjuntos de hechos yacen lado a lado en mi mente, porque sucede que éstos son mis propios recuerdos. Pero sería muy difícil para mí ver con los ojos de cualquier otro niño, excepto mediante un esfuerzo de la imaginación que me puede hacer perder el rumbo totalmente. El niño y el adulto viven en mundos diferentes. Si eso es así, no podemos tener la certeza de que la escuela no sea todavía para muchos niños una experiencia tan terrible como solía serlo. Dejemos de lado a Dios, la vara, las distinciones sociales y los tabúes sexuales, y el miedo, el odio, el esnobismo y los malentendidos podrían aún estar presentes. Se habrá visto que mi principal problema era la carencia de cualquier sentido de la proporción o la probabilidad. Eso me llevaba a aceptar ultrajes, creer en tonterías y sufrir tormentos por cosas que, de hecho, no tenían importancia. No basta con decir que yo era “tonto” y que “debía haberlo sabido”.

Considere su propia niñez y piense en las tonterías en las que creía y en las trivialidades que podían hacerlo sufrir. Por supuesto, mi caso tiene sus variaciones particulares, pero en esencia es el de incontables niños. La debilidad del niño es que comienza desde una hoja en blanco. No entiende ni cuestiona la sociedad en la cual vive y, debido a su credulidad, otra gente puede disponer el terreno infectándolo con el sentimiento de inferioridad y el temor de faltar a misteriosas y terribles leyes. Tal vez todo lo que me sucedió en St. Cyprian pasara en la más “ilustrada” de las escuelas, aunque quizás en formas más sutiles. De una cosa, sin embargo, estoy casi seguro: los internados son peores que las escuelas diarias. Un niño tiene mayores oportunidades con el santuario de su hogar a mano. Y creo que los defectos característicos de las clases media y alta inglesa pueden deberse a la práctica, general hasta hace poco, de enviar a los niños fuera del hogar a una edad tan temprana como los 8 o los 7 años.

Nunca he vuelto a St. Cyprian. Reuniones, cenas de exalumnos y cosas como esas me dejan frío, incluso cuando mis recuerdos son amistosos. Jamás he regresado tampoco a Eton, en donde fui relativamente feliz, si bien pasé por allí en 1933 y noté con interés que nada parecía haber cambiado, excepto que ahora las tiendas vendían radios. En cuanto a St. Cyprian, durante años odié tan profundamente hasta la sola mención de su nombre que no podía ver, con el suficiente distanciamiento, el significado de la cosas que me sucedieron ahí. En cierto modo, sólo durante la última década he pensado en mis días escolares, pero su recuerdo me ha perseguido vívidamente. Ahora, creo, me haría poca impresión ver el lugar otra vez si es que aún existe. (Recuerdo haber oído el rumor de que se había quemado totalmente.) Si tuviera que pasar por Eastbourn no daría un rodeo para evitar la escuela: y si pasara frente a la escuela podría detenerme un momento frente al muro de ladrillo, junto al empinado terraplén y mirar el campo de juegos al lado del feo edificio con la plazoleta de asfalto frente a él. Y si volviera a entrar y oliera la tinta, el polvoriento olor del gran salón, el olor a colofonia de la capilla, el olor estancado de la piscina y la helada pestilencia de los retretes, pienso que sólo debería sentir lo que invariablemente siente uno al volver a visitar un escenario de la infancia:¡Cómo ha empequeñecido todo y qué terrible es mi propia deterioración! Pero es un hecho que durante años difícilmente habría podido soportar verlo otra vez. Excepto por una verdadera necesidad, no hubiera puesto un pie en Eastbourne. Incluso llegué a concebir un prejuicio contra Sussex, por ser el condado al que pertenecía St. Cyprian, y como adulto sólo una vez he estado en Sussex, durante una corta visita. Ahora, sin embargo, el lugar está fuera de mi sistema para siempre. Su magia ya no funciona, y ya no tengo la suficiente animosidad como para esperar que Flip y Sambo estén muertos o que el rumor de que St. Cyprian se quemó hasta los cimientos sea verdadero.