I.
Es éste el retrato de un músico –valga el juego de palabras– bien ejecutado. Atento al momento que narra, como debe estarlo un compositor, su autor Jean Echenoz sabe de la elegancia de la descripción detallada, informada, mientras no se caiga en la minuciosidad prolongada y hartante de Robbe-Grillet (que ahondó en una senda de miles de migas de pan al precio de volverse casi ilegible, al precio de no poder regresar a ninguna parte). En Ravel, lo epocal asume una cierta ternura, si esta palabra no ablanda o falsea la impresión, equivalente a la creada por el propio Ravel en algunas obras. La ambición de la literatura por alcanzar a la música no pasa en absoluto por el ritmo, la cadencia, etc. Tal vez lo que busca quien escribe en esa dirección es emocionar de un modo parecido a como lo hace la música: directo, como un rayo, un flechazo. Un modo técnico, fenomenológico, de emocionar.
El lector parece ir entrando en la novela casi sin querer. Será que el que alienta eso es Ravel como figura un poco ausente. El encanto de la novela quizá reside en que ofrece un sujeto un tanto distraído con respecto a su propia historia, o concentrado en una vaguedad inespecífica. (No es raro, en este sentido, que fuera mejor compositor que pianista). Hasta que un día, después de un accidente de automóvil, empieza a perderse definitivamente para sí mismo. No controla sus gestos, no encuentra los términos, ya no puede leer partituras: se convirtió en un caso para Oliver Sacks, en una época que sabía poco y nada de esas caídas. Un escenario ideal para un escritor discreto, que no quiere imponerse (por eso es probable que Ravel sea el mejor libro de Echenoz, en el que puede actuar con astucia el papel de un escritor limitado).
Hay delicadeza en lo que se elige contar de una vida, cierto sentido, por qué no decirlo, melódico para el montaje. (A propósito, resulta cómico que el editor de Echenoz, Jérôme Lindon, le dijera que a su firma le faltaba musicalidad, que existía un hiato entre su nombre y su apellido, y le sugirió, infructuosamente, cambiarse el primero). Los reiterados “uno no está obligado a creerlo” ponen a la anécdota histórica, al chisme, a la par de la ficción, y el contagio remedia el problema de la verosimilitud. Misterios y misterios: qué extraño que un buen nadador tuviera problemas para dormir.
Si una biografía es un catastro, esta novela es un boceto a lápiz. La posición un poco flotante del narrador da pie en el lector a un interrogante que empieza en una partitura y termina en una página de literatura, o al revés: ¿Una composición musical tiene un narrador, uno que puede fallar, es decir desdoblarse y producir un vértigo inadecuado, distractivo, un estorbo en la modulación, un salto de la púa? O bien: ¿Existe el punto de vista en la música? Este retrato de una soledad registra bien el ocio –la inercia– que rodea a la creación. La invención y recepción de Bolero. Las malinterpretaciones de una obra, de la soltería. Una gira de autómata por Estados Unidos para poner a prueba los actos reflejos de un autor huidizo, de un celibato inapelable.
Ravel cuenta sus años finales. Su inseguridad acerca de lo que hizo en la vida se ve agravada por su súbita fragilidad mental. La descomposición de una identidad revela que el sentido que se espera de un final a menudo es sólo ilusorio. En el camino, Ravel descubrió, entre otras cosas, que el piano tenía lados (extensiones, extremidades) y le inventó laterales inauditos. Intuyó que el piano podía ser un cine, sin necesidad de acompañar una proyección. Para el oyente, ciertas modulaciones de Ravel se traducen en una espiral de humo que lo envuelven en cámara rápida.
(Ravel, Jean Echenoz. Anagrama, 128 págs.)
II.
No pocos filósofos fueron flechados por la música. Es el caso de Nietzsche, Wittgenstein, Adorno y Vladimir Jankélévitch, por nombrar algunos. La música parecía mostrarles aquello que no podían decir, el límite de la filosofía. El único lenguaje intraducible. La música como un precipicio: hasta acá llegó la palabra. Para aproximarse a la música, Jankélévitch utiliza el término “inefable”, hábil modo de acercarse alejándose, o al revés.
En relación con la tradición que tiene la música clásica, los textos a ella dedicados –quitando de lado las biografías– siguen siendo escasos, al punto de permanecer un territorio prácticamente inexplorado. Como si no “sirviera” escribir sobre música, como si fuera una reacción mecánica, una mera cortesía o un acto ridículo, una travesura –una piedra en el agua–, en lugar de una oportunidad de sumergirse en una materia inagotable.
Lo escrito sobre música siempre se ve insuficiente, casi por definición: “El hombre, al escuchar lo inefable, no sabe qué hacer para ponerse a la altura de lo que siente”, sostiene Jankélévitch. Mientras discurre sobre sus favoritos –Debussy, Ravel, Fauré, Liszt– añade: “La música no significa nada, por lo tanto lo significa todo… Una misma música remite a una infinidad de textos posibles”. La música, naturalmente, tiene un vocabulario que le es propio, un código mágico –técnico y poético a la vez– del que le cuesta escapar, como si lo que excediera el léxico musical entrara en el terreno, digámoslo así, del guitarreo.
Ante los dibujos animados táctiles del piano de Friedrich Gulda, por ejemplo, el pensamiento queda como anulado y quien escucha, por decirlo así, se obliga a pensar para poder pensar. Pensar en y con la música. Jankélévitch parece decirnos que escribir sobre música debería ser equivalente a acompañar por escrito, al igual que con un instrumento silencioso, liviano, ligero. Y el justo decir debería ser como el bello ejecutar: gratuito, magnánimo. Jankélévitch piensa y escribe sobre música a partir de la fascinación, bajo una rara hipnosis: “El oyente creer comprender algo allí donde, en realidad, no hay nada que comprender”. Murmura: “En el encantamiento no hay nada que pensar o, lo que viene a ser lo mismo, hay que pensar, en cierto modo, hasta el infinito”.
Capturar lo inasible ha sido la cruzada de Jankélévitch como filósofo –“asombroso mago de conceptos”, lo llamaba Levinas–, de allí su dedicación a definir nociones de difícil contorno: lo irreversible, lo inconsolable, la sinceridad, el reconocimiento, la fidelidad, el aburrimiento, el malentendido. “Sólo se puede abordar lo inefable balbuceando, como ya lo hiciera San Juan de la Cruz”, comenta, “la música en sí misma es un no-sé-qué tan incomprensible como el misterio de la creación”. Si tomamos un título de Jankélévitch de excusa, podría pensarse que veía la música como lo puro y a lo escrito sobre ella como lo impuro.
Acaso por todo esto es que Jankélévitch aborda la música como dice que se asoma la propia música, o un ser superior: “Dios llega a hurtadillas, furtivamente, pianissimo… es un casi-nada, un soplo imperceptible”. La mesura y la discreción son sus lazarillos y elogia la reticencia que “favorece la eficacia de la expresión”. Jankélévitch celebra “la árida y avara concisión de Ravel, la austeridad de Falla, la heroica moderación de Debussy”, porque “son una lección de pudor y sobriedad para el exhibicionismo afectivo y la incontinencia musical”. En Satie descubre “una voluntad casi ascética de detenerse a medio camino cuando éste conduce al énfasis”. Y con temor de subrayar en demasía, señala: “El pudor se caracteriza no sólo por decir otra cosa, sino también, y sobre todo, por decir menos”.
En La música y lo inefable Jankélévitch realiza un viaje histórico y filosófico por la cualidad encantatoria de la música, que este pianista amateur explora como una vasta memoria a disposición de todos. El libro va y vuelve a la música como una melodía despareja, distraída, aunque el que pudo haberse descuidado es el lector. Como sucede con la música, no se sabe bien qué hay de “cierto”, pero lo que se oye de Jankélévitch es harto sugerente. Sobre el recatado virtuosismo de Ravel, apunta: “Las victorias técnicas nos liberan de las tragedias de la vida interior”. Se podría afirmar de la música, concluye Jankélévitch, “lo que dice Heráclito del oráculo de Delfos: no dice ni oculta, alude”.
En un momento el filósofo parece estar deslizando un consejo para críticos, cuando explica un símbolo –un punto rodeado por una letra u invertida–, que es una indicación para el intérprete: “no te duermas, no te enternezcas demasiado”. Gracias a maestros como Jankélévitch, a compositores como Bach, a pianistas como Gulda o Argerich, el lector y oyente empieza a creer que estos le susurran: el que no puede tocar al menos puede escribir. Solo que en lo posible debería intentar hacerlo como ellos componen o tocan, con esa apariencia de libertad que es la más grácil de las precisiones.
(La música y lo inefable, Vladimir Jankélévitch. Alpha Decay, 237 págs.)
III.
Dadas las características de su oficio, no es extraño que un intérprete –un pianista como Gould o Brendel– sea diestro para comentar fenómenos musicales. Lo que es más inusual, más osado y riesgoso, es que intente definir la música en otros términos, por ejemplo literarios, como lo hizo el pianista ruso Sviatoslav Richter. Más allá de lo feliz que resulte una de sus imágenes, después se puede evaluar si es justa con respecto a la música que describe o si ha sido útil para el intérprete a la hora de aproximarse a una pieza. Este último parece haber sido el caso de Richter, de una rara inteligencia poética al tocar y al hablar. Al igual que su más admirado director, Carlos Kleiber, sus comparaciones y símiles fueron las escaleras de las que se sirvió para llegar a una composición ajena, que debió arrojar en el momento de cada ejecución. Sus devotas lecturas –Proust para Richter, Dickinson para Kleiber– parecen haber ido en el mismo sentido.
“Cuando toco cierto preludio de Debussy intento sentir el aroma de alguna flor, percibirlo”. A la caza de metáforas –que para Richter eran sensaciones pero también el origen de un posible método– en la naturaleza o en sus lecturas para su modo de hacer piano, no es disparatado pensar que esas lecturas bien pudieron afectar su manera de tocarlo. “No es difícil ver la música. Yo tengo mi propio cinematógrafo, aunque proyecto las películas a través de mis dedos. Uno no puede fijar la mirada en una partitura y no ver nada.”, soltaba Richter.
Sus ocurrencias suenan hoy como parte de su vitalidad, su intensidad cotidiana: “Tocar con Óistrakh siempre fue interesante. Sabía desaparecer para mí y yo para él. En ocasiones desaparecíamos juntos… Pero cuando trabajas con cantantes, ya no se trata de desaparecer sino de reducirte a polvo”. La religión le proporciona a Richter todo un repertorio de preludios: “¿Sabe cuál es el compositor más religioso? No, no es Bach. Es César Franck. Es como Dios en tu interior: todo es subjetivo, oculto al resto. ¡Estás solo ante el ícono!”.
Richter también era capaz de fijar en una imagen el estilo de otros intérpretes: “Si oyes a Gould tocando Mozart, automáticamente te sientes mozartiano: da la impresión de que lo ha tenido largo tiempo encerrado en un sótano oscuro con las manos atadas y que después lo ha sacado a empujones bajo un sol abrasador”. Su obsesión con la relación entre interior y exterior se plantaba en el corazón de esta cuestión de analogías: “Como cualquier artista, el músico debe absorber la sala, y después saber expulsarla de sí mismo”. El lenguaje está infiltrado en la música desde su incepción. ¿Dónde estaríamos si no sin esas indicaciones en una partitura –como legato o glissando– que parecen ser justamente una manera de retratar esas conexiones y deslizamientos de un arte a otro?
Buena parte de sus testimonios están recogidos por Borísov, pero también en sus conversaciones con Bruno Monsaingeon y sus cuadernos de apuntes. Richter fue otro pianista que llevó un diario; un intérprete también necesita saber quién es, qué es un pianista (no solamente quienes no lo son quieren saberlo). Gracias a la manera de tocar de Richter, un oyente puede descubrir cosas como que en Scriabin siempre hay algo a punto de quebrarse. O que Schubert añade una nota al final de un breve tramo perfecto, deformando levemente esa perfección, acaso para no subrayar ese momento en exceso o para ocultar su talento, o las dos cosas a la vez.
(Por el camino de Richter, Yuri Borísov. Acantilado, 272 págs.)
IV.
Con frecuencia, los que abren otros campos en la escritura no son los escritores: textos de actores, memorias de dramaturgos, cartas de pintores, ensayos de arquitectos, entrevistas a músicos. En otras palabras, no se necesitan más escritores; y menos que escriban más los que ya escriben. A lo sumo, se necesita que escriban los que supone que no escriben.
Lo que el pianista Alfred Brendel tiene para decir en la larga conversación reunida en El velo del orden –la frase es de Novalis– ofrece múltiples utilidades. Para medir la profundidad y el valor de lo dicho sobre su oficio por, digamos, un escritor, hay que compararlo con lo que dice otro practicante, de otro campo, contemporáneo del escritor. Dicho de otro modo, basta escuchar a un compositor o intérprete para confirmar el grado de charlatanería del que son capaces escritores de edades variadas.
No pocas observaciones de Brendel sobre música podrían tener aplicaciones o ecos en la literatura, aunque él no tenga el candor o la tosquedad de conectarlas directamente. Sobre las últimas sonatas de Schubert, a quien llama el compositor más inmediatamente conmovedor de todos, comenta: “Las obras maestras nunca revelan todos sus secretos, ni siquiera los técnicos”. O insiste –y a cambio de las metáforas que la literatura le provee a la música, esta puede procurarle a la literatura parámetros de trabajo– que “el candor de Schubert deja amplio espacio para una buena cuota de sofisticación”.
Al hablar de ciertos descuidos en una performance, imparte sin querer una lección que la literatura no necesita aprender de otra arte: “La perfección ya le ha hecho demasiado daño a la música”. Frente a un lector tan intenso, cuesta creer que no fuera consciente de que estaba insinuando líneas de investigación literaria cuando, por caso, vuelve a Schubert y apunta: “¿Hay otro compositor que con tanta frecuencia ponga a prueba los límites de la intensidad?”.
El lector fantasea a sus anchas con la literatura que podría ensayarse considerando los comentarios de Brendel como lazarillos: “Hay intérpretes que no perciben en absoluto las transiciones. Otros las introducen grandiosamente y luego, en lugar de guiar hacia algo, comienzan de nuevo. Las transiciones son áreas de transformación”. Cuando dice que prefiere la idea del tempo comunicada por indicaciones como allegro o andante antes que la prescripción metronómica, amplía: “¿Es que un personaje de ficción descripto detalladamente se vuelve más vívido que uno que deja espacio para que la imaginación llene los detalles?”.
Sería interesante preguntarse cuál sería el equivalente en literatura cuando Brendel confiesa: “Quería saber lo más posible acerca del piano, y Liszt te permite hacer eso como ningún otro compositor”. El lector como intérprete: acaso infectado con una rara clarividencia, solventada por su piadosa afición a la literatura, Brendel sabe leer a los compositores que estudia e interpreta, cautelosamente, y dice que procede con el principio “de que si hay algo que criticar en la obra de un maestro, se trata de un defecto nuestro más que de él”. Este lector de Felisberto Hernández y de Edward Gorey admite que “no es siempre posible ser inmediatamente consciente de lo que uno ha hecho: aun Mozart, con su increíble control de calidad, no era capaz de esto”.
Todo lo que Alfred Brendel ha dicho y escrito sobre música es de una gran precisión y a la vez no deja de tener cierta cualidad fantasmal; son textos que parecen estar acompañando otra cosa, algo que no vemos, como música para una película que suena sola, sin imágenes.
(El velo del orden, Alfred Brendel. Machado Libros, 248 págs.)
V.
En un artista de extraordinario talento la clave parece residir fuera de la biografía, en el terreno de la genética, lo prenatal. El genio viene de antes, de lejos. Incluso ciertos sucesos de la vida temprana se presentan como restos de una encarnación anterior, que impulsan la vida nueva hacia un futuro definitivo. Un compañerito de jardín de infantes, por ejemplo, que desafía a una inminente niña precoz: “¡A que no sos capaz de tocar el piano!”. Para que esa condición se cristalice y alcance su cima será necesario, gentilmente, sacrificar la vida, desaparecer del día –Martha Argerich es una noctámbula crónica– para hacerle justicia a una aptitud sobrenatural. Como si el talento dependiera de la geografía –que no es exactamente igual a la vida– para renovar el ímpetu cada vez que decae, Argerich pasó de Buenos Aires a Viena, a Ginebra, Bruselas y París. El libro que le dedica Olivier Bellamy detalla con fervor las escalas y estadías, el engañoso despilfarro de tiempo, y la índole de los vuelos.
Schumann decía que no le agradaban las personas cuya existencia no estaba en armonía con sus obras. En esta oportunidad el biógrafo hace su trabajo para alguien que se lo da todo servido. La de un pianista –como la de un gran maestro de ajedrez– es la vida imposible, la que se impone. Nadie elige ser pianista o jugador de elite: está “tocado” o no, y en ese “tocado” se esconde otro significado y otro albur. Cuando Argerich explica que ha cancelado conciertos para no perder la cabeza, detrás de su declaración subyace un enfrentamiento visceral con un destino que no deja de tener algo no optativo. Cancelar compromisos: un modo de desarmar ese guión de hierro que es una vocación.
Como sea, una carrera como la de Argerich plantea una bella y enigmática relación entre motivo y modulación. Evidencia cómo opera el magnetismo de un horizonte, su carácter nervioso y aviesamente inevitable, como en ciertas composiciones de Schumann. El misterio de una trayectoria adopta otro atuendo cuando la pianista es una mujer. Y la eficacia fotogénica de Argerich no es un elemento menor del mito. El lector empieza por las fotografías del libro (lento acercarse de la música a las palabras) que en su caso, como el de sus admirados Glenn Gould y Friedrich Gulda, acarrean información confidencial.
La memoria de una pianista para con la música sería una tortura en la vida. Para eso está el biógrafo (el que pasa las hojas). A los cinco años, Martha Argerich empezó a estudiar con Vincenzo Scaramuzza. En Buenos Aires tuvo también de profesores a Carmen Scalcione y Francisco Amicarelli. El cismo llegó con Gulda en Viena, de quien fue su única alumna. La saga de maestros no cesó –como si fuera el mentor el que viene desde otra vida a proveer la llave maestra de las capacidades propias–, más bien una posta de cómplices que la búsqueda de un grial instructivo: Arturo Benedetti Michelangeli, Madeleine Lipatti y Nikita Magaloff. Es maravilloso observar, en su relación con Gulda, cómo algo puede contagiarse y diluirse sin desaparecer, igual a una nota silenciosa. Y es curioso que esta vida escrita, condensada en poco más de doscientas páginas, produzca el mismo efecto que a veces se le ha criticado tanto a Gulda como a Argerich: el de acelerar el tiempo de una ejecución. La deslumbraron Walter Gieseking, Sviatoslav Richter y Vladimir Horowitz. Además de Debussy, otros compositores que han pertenecido a su círculo íntimo son Prokófiev, Schumann y Ravel, tres expertos en infancia. (En una ocasión la pianista declaró que la niñez es el momento más importante porque “es cuando las cosas suceden”).
Para recurrir a un término musical, el biógrafo de Argerich tiene un “toucher” directo y a la vez sutil. (El “toucher” –qué clase de mano tiene un instrumentista– es un término que aplicado a la literatura y la pintura agitaría ciertas valoraciones en cualquier canon). En ningún otro lugar se acerca tanto la música a la literatura como en una biografía. Y es natural y hasta grato que lo haga cuando el músico en cuestión ha hecho de la lectura un refugio callado pero confiable de sus horas. La joven Argerich leía libros mientras se ejercitaba en el teclado; para que su madre no se diera cuenta tocaba con una mano y leía con la otra.
La grandeza en la música se da de manera muy distinta en un compositor que en un intérprete, y se respira algo más etéreo en la biografía de un instrumentista. No se lee la biografía de un intérprete para iluminar aspectos de su trabajo porque obra propia no tiene. Se lee como un documental escrito, y hay pocas cosas tan hipnóticas como un documental sobre una artista admirable: todo está a la vista y nada se puede explicar.
El riesgo que se corre con una figura mítica es que su vida se convierta en la película que a partir de la biografía comenzaremos a ver mientras escuchemos sus interpretaciones. Como si todo mito musical se volviera pianista de la era del cine mudo. El instrumentista se hace una vida de la mano de otras (la de los grandes compositores) y esto nos recuerda que con Martha Argerich –que en efecto ha tocado a cuatro manos– a menudo el oyente tiene la impresión de que hay más de un piano en juego. Como si quisiera subrayar la ambición más honda del piano, que es decirlo todo.
(Martha Argerich, Olivier Bellamy. El Ateneo, 238 págs.)