Traducción de Vicente Cosío
De todas las imágenes que hemos recibido del poeta, la de Homero es quizá la más universal, la más persistente, y esta imagen es la de un aedo ciego. Una tradición idealista que compartimos todos hace de esta ceguera la marca de una elección divina, de una realeza oculta, el signo de un Homero vidente, tanto más vidente, podría decirse, que privado de sus ojos de carne, ve lo que los demás no ven.
Menos que el sello de una realeza divina, yo quisiera sin embargo que la ceguera de Homero hubiese sido de esencia totalmente humana, e incluso señal de una falla de la palabra humana sobre la que se funda la condición del poeta. Al interrogarnos sobre lo que una imagen tal nos enseña de la poesía, aprendemos en primer lugar que quien dice las cosas no es el que las ve, que el decir no sustituye al ver, que una y otra cosa pertenecen a dos órdenes heterogéneos.
Puede ser una falla del lenguaje, pero es también en esta diferencia que se funda la fuerza del poema, es esta falla la que él sabe que debe intentar constituir en superioridad.
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Ceguera de Homero: la poesía sería entonces, siempre de algún modo, un arte ciego. Parecería risible imaginar que Homero hubiera sido sordo; risible, pero sobre todo sacrílego: una injuria a lo que él representa. E incluso si la ceguera de Homero, conforme a la tradición clásica, tuviera que significar también que ve lo que los ojos de carne no pueden ver, sería necesario precisar por medio de esta imagen que lo esencial en poesía está primero en una palabra autónoma que se levanta, que se afirma, que se impone, y no en alguna cosa exterior a la palabra que sería descrita por ésta. Que la imagen, en poesía, es secundaria en relación con el verbo que le da origen; una imagen poética no tiene nada que de cierta forma pida ser visto, ella tiene su magia autónoma que portará su propia luz en el mundo y no debe nada a una observación previa. Pudo haber nacido fortuitamente, no le debe nada a la esencia.
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Virgilio, al contrario de Homero, no ofrece ningún asidero a la ilusión de una edad de oro de la poesía. Señal de inocencia en él; hay pocos poetas que hayan estado más conscientes de sus medios. Sin embargo, no se imagina uno que Virgilio se haya preguntado un día qué era la poesía. Y los más grandes poetas, hasta la época, en resumidas cuentas reciente, de la duda que fractura nuestra modernidad no han tenido que preguntarse lo que la poesía debía ser sino solamente –si hubiera que decirlo– lo que era, con toda evidencia, para ellos.
Puede ser que no incumba a la poesía el plantearse a sí misma la cuestión de su esencia. Sólo la filosofía vive de la pregunta sobre su propia definición; desde su origen, no hay filosofía que no sea una respuesta a la pregunta: ¿Qué es la filosofía? Por el contrario, la poesía, tan pronto se nutre con una pregunta sobre ella misma, se congela, se paraliza heroicamente en esta pregunta hasta la afasia; extrae de ella, desde Mallarmé, una belleza suicida. Porque pierde, ha perdido de vista con esta pregunta lo que, precisamente, ella es, lo que era; un discurso que extrae su fuerza, quizás ilusoria, del olvido de las condiciones de todo discurso.
El poema hace al poeta. No te preguntes quién te ha hecho rey. En el momento de escribir el poema, la esencia de la poesía no es oscura, ni clara. Todo poema prueba la poesía. Todo poema es un comienzo, una conquista de la palabra absoluta, infundada. Se olvida a menudo que el surrealismo ha sido también eso: contra Mallarmé, recobrar el derecho a un discurso mágico alucinado.
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La esencia de la poesía se mantiene desconocida para la poesía. No se aproxima a su propio misterio más que a través del poeta que ella impulsa, abisma, pero sin duda no interroga. Más allá de este abismar comenzaría el reino del concepto. Sin duda, por un efecto inverso, todos los héroes del poema se convierten fatalmente en una alegoría del poeta, tal como los poetas mismos –Homero, Virgilio– pueden convertirse en héroes de poemas. He aquí por qué, tal vez, en Platón, en Nietzsche, se puede observar el punto de encuentro entre la poesía y la filosofía, lo que parecería impensable por lo dicho más arriba. Mientras otros edificaron una filosofía sin preguntar quién es el filósofo, Platón plantea la pregunta sobre la esencia de la filosofía a través del personaje concreto de Sócrates, y Nietzsche, también él, no enuncia nada y no se refiere a ningún enunciado sin acompañarlo de la pregunta: ¿Quién habla?
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Petrarca dispuso la ceremonia de su propia coronación en 1341 –cuando le falta todo por escribir. Y escoge como corona el laurel, símbolo de la soberanía y no la hiedra. Algunos verán en ello un gesto de orgullo insoportable. Pero recuerdo una anécdota sobre una comida donde Keats, cogiendo esta misma corona, se la coloca él mismo en la frente para escándalo de todos, y se niega a quitársela. Y todavía alguien, digno de todo crédito, me contó una visita hecha a Pierre Jean Jouve, en la cual observó que Jouve había puesto una corona de laurel en un busto de su efigie situado en un rincón del departamento. Eso no quiere decir que el poeta no sea un hombre como los otros, más allá de lo que tales anécdotas muestren de simpático o antipático de su personalidad, puesto que Petrarca, Keats y Jouve son grandes poetas, yo preferiría ver ahí un signo de esa realeza que el poeta no obtiene más que de sí mismo. Pero cuidado: es el único orgullo que le es permitido. El poeta es rey, pero es siempre un rey mendicante.
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Nadie entra aquí si no conoce la geometría, dice la filosofía, es decir si no es capaz de fundar su propio discurso. Que entre aquí, dice la poesía, si la palabra es su propia ley.
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La razón privilegia y desatiende. Selecciona entre lo que importa y lo que persiste inesencial, inefectivo. Tal es la ley de la razón. Pero para cierta idea de la poesía, para cierta mística también, según la cual el poeta, el inspirado, entra en resonancia con el conjunto del universo y percibe la interacción universal –las múltiples líneas tejidas de no importa qué punto del universo a todos los otros–, el ejercicio de la palabra de la poesía linda necesariamente con la locura, en cuanto intenta expresar otra cosa que la simple conciencia de esta dependencia. La flor que robas aquí desplaza, en algún lado, a una estrella. En el poema donde se refleja este universo tramado con miles de líneas, la mínima palabra entra en resonancia con todas las demás, lo cual es exactamente el principio definido por la noción moderna de función poética, sobre la que se fundan los célebres ejemplos del análisis infinito.
Pero es esta misma función, en cuanto principio creador y no únicamente herramienta crítica, la que conduce al artista al borde de la locura. La razón clásica determina, en la obra de arte, los planos, jerarquiza, dibuja líneas de fuerza y deja subsistir fuera de ellas zonas de menor consistencia, donde en menor medida reina lo arbitrario. El arte clásico no deja de conjurar la locura. El reinado de la razón en él no consiste en los ideales de equilibrio, de armonía, de orden; existen, pero no aparecen más que después de la conciencia aguda de la necesidad, percibida con una agudeza casi pavorosa, de separar claramente los niveles de significación sin las cuales todo tendría precisamente la misma importancia. Por ello el sueño es lo Otro deseado y temido del arte clásico. En el sueño, nada está en segundo plano. Todo lo que está ahí sobresale, y es esencial, desmesuradamente significativo; ahí el detalle prolifera. En él está nuestra parte cotidiana de locura.
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A propósito de una frase, en su libro de Chopin, Franz Liszt dice que aquellos que creen que “la poesía es lo que habría podido ser» profieren una blasfemia contra la poesía. Admirable indignación. No hay poesía en condicional: las almas bellas esperan fuera del templo. No hay poesía más que de lo que es, de lo que ha sido, de lo que puede ser.
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Nabe des Geliebten de Goethe. Al traducir este poema, uno de los más célebres y no de los menos bellos que escribió, descubro que Goethe lo copió prácticamente de un romance debido a una tal Friederike Brun, totalmente olvidada. Leí el “original”, de mediocridad ejemplar, es decir, exactamente ni bueno ni malo. Goethe cambió apenas una palabra a algunos versos de las dos primeras estrofas. Tal gesto nos puede perturbar aún más, me parece, que el de nuestros poetas del siglo xvi que copian sus más bellos versos de modelos italianos: el pasaje de una lengua a otra nos tranquiliza sobre su «originalidad», Pero no hay nada que nos socorra aquí, y he ahí por qué nuestra preocupación por la originalidad nos hace olvidar lo que es la individualidad. Porque Goethe es prodigiosamente él mismo, se apropia de un texto al que ha llegado por casualidad y cuyos primeros versos suscitan en él el movimiento propio de su genio. Ha rehecho el poema ajustándolo a ese movimiento; la comparación es sorprendente: el original, que se intitula Ich denke dein (Pienso en ti), era la expresión de un sentimiento estático. El poema de Goethe, por el contrario, se llama Proximidad del ser amado, y él se ajusta a la emoción para lograr un movimiento en el espacio que se convierte también en el movimiento del poema. Uno imagina que en nuestra época, ansiosa de propiedad literaria, Friederike Brun se habría apresurado a reclamar sus derechos a Goethe, tanto más si su lied tuviera éxito como tonada de moda. Pero, sea que las leyes no lo permitieran todavía, sea que fue consciente de lo que ella era como poeta, leyó el poema de Goethe, y fue todo.
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Un poema es agua a la que pedimos darnos sed.
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Una obra de arte producida como se demuestra un teorema es ilustración de un saber hacer, de un poder hacer que nada conquista y que por lo tanto no tiene interés para nosotros. Es preciso que en el horizonte de la obra subsista, conjurado, el sentimiento de un posible fracaso, sin el cual no sabríamos en qué consiste su logro. En la más alta perfección vibra aún el espectro del fracaso; es por ello también que no hay arte sin temor, no habría obra si no hubiera, en alguna parte, señal del miedo del autor.
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Hay poesía de fuentes, poesía de ríos, poesía de estuarios. La poesía de fuentes es retorno al origen, no cesa, aun de noche, de remontar hacia un lugar de nacimiento y de aparición. Otra poesía, la de los ríos, contempla o incluso celebra la realización de las cosas, a no ser que se lamente y se vuelva contra la corriente. Pero las dos, las tres, las más frecuentes, suponen una más rara, más temible, más misteriosa, que se cumple en aquel lugar donde el agua hierve y que la palabra latina estuario designa como el momento del fuego, de la prueba en la que el río se consuma –si no se lanzara al mar no sería río y no justificaría ni su fuente ni su curso– y donde justifica también todos los ríos que ha negado al lanzarse al mar, al océano.
Pero él los justifica porque se pierde en un lugar que ya no sabe ni su nombre ni el suyo. El momento en que se realiza es en el que se pierde, momento trágico y gozoso en el que no sabría, como el río Alfeo, que es tal vez un río de la razón pero no de la poesía, regresar a sí mismo, al origen. Momento en que los sentidos se escapan al mismo tiempo que se conquistan y en el que se descubre que el río, de pronto identificado con el tiempo que corre, no es más que el camino que conduce a una existencia simultánea, pero incognoscible, de todos los instantes del tiempo, en algún lado fuera del mundo -lo que no exige, para concebirlo, que se posea una concepción cíclica del tiempo.
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El estereotipo del último tercio del siglo XX es un elogio de la imperfección por la cual una época imperfecta se tranquiliza decretando imposible aquello de lo que ella no es capaz.
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El momento de mayor valentía en el arte es el de la consumación. Hay un consuelo paradójico en el elogio de la errancia y el privilegio de lo inacabado que son el credo artístico de la época que se aleja de nosotros. A la inquietud de una obra que se ofrece al juicio de los otros, se prefiere la inquietud menor de un proceso todavía no terminado. No hablo de la insatisfacción que sigue a la terminación de la obra, del sentimiento perpetuo de fracaso que carga el artista, que según las palabras de Giacometti no hace sino deshaciendo, no avanza sino dándole la espalda a la meta. Hablo de esa actitud que consiste en sostener por principio que, de todos modos, el camino no conduce a ninguna parte. El camino no tiene interés si no se supone un fin, incluso desconocido, incluso inaccesible. Sólo bajo esta condición, según una frase de Walter Benjamin invocada a menudo, pero que puede ser tomada –y que tal vez ha sido formulada– en otro sentido, «la obra acabada porta el luto de la intuición que le dio origen” –opinión inaceptable según mi parecer, si se debe entender que sería más valioso para la obra que no portara ese luto, o si se prefiere que lo portara desde el principio.
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Si sé de antemano a dónde voy, el camino carece de interés. Paro si sé que, pase lo que pase, estoy seguro de no equivocarme, estaré más confiado que siguiendo los pasos de algún otro.
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La imagen que, en poesía, provoca la sorpresa de lo absurdo, es una imagen fabricada. La verdadera sorpresa que se experimenta al descubrir las imágenes certeras de los grandes poemas, proviene de la sensación que tiene uno de reconocerlas. A quien no satisface, o no le gusta, la explicación platoniana de una experiencia tal, se le podía proponer un tipo de explicación según la cual una obra verdaderamente grande crea al mismo tiempo la expectativa y lo que la colma, nos revela al mismo tiempo que teníamos necesidad de ella sin saberlo. De ahí tantos errores de juicio sobre la obra que enmascara su novedad con su éxito.
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Para hacer elogio del artificio, un poeta decía: «El ruiseñor canta mal». Y esta frase seductora fue seguida de una –corta– época consagrada a la bisutería, buena parte de los años veinte y treinta de este siglo en Francia. Pero el canto del ruiseñor no es bello porque cante bien; el ruiseñor no canta ni bien ni mal, su canto es lo que debe ser, y la expresión de la hora, y del lugar donde está, y la respuesta a una pregunta que no ha sido formulada. Y yo, que paso, soy también ese lugar, esa hora. Tal vez el poema que se me ocurra, la música que nacerá de ahí, el cuadro concebido en el instante, deberán participar de la misma forma, sin copiar ni el canto ni su entorno sin tropezar con reglas exteriores a la lógica de su propio desarrollo, El arte no es un juego de sociedad.
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Medio día, media noche: dos horas indecibles. Dos momentos de la verticalidad en que la palabra, parece, es golpeada por la locura o la prohibición. El momento de la obscuridad o de la luz absoluta, el momento vertical en que la palabra, el paradigma, no sabe apuntar a nada fuera de sí mismo. Dos momentos en que el significado es inmanente a sí mismo. A mediodía, la insoportable visita del dios, en un momento ideal en que ninguna sombra protege las palabras casi prende fuego a la morada del poeta.
A medianoche, la aventura nocturna de la locura, la de Elbehnon que desciende con los muertos. Dos momentos de éxtasis que prohíben la palabra al mismo tiempo que la estimulan. Todo desafío verdadero, sea descender con los muertos, el suicidio de Empédocles, el águila que rapta al elegido rumbo al cielo o la torre de Babel levantando el rostro al poder de Dios, es del orden de la verticalidad.
Al contrario, la comunicación, el compartir, la palabra del poeta lanzada en dirección de los hombres, el canto compartido alrededor de una fogata en la noche, toda dimensión social, todo llamado a la convención que unifica, a las reglas compartidas que aseguran la comunicación entre los hombres, es del orden de la horizontalidad.
Me gustaría que el oráculo de dios, que es tal vez el momento de la poesía, fuera llamado oblicuo, que la palabra de Apolo Loxias sea oblicua, ni completamente de una dimensión ni de la otra; ni una lengua totalmente oscura y cerrada a cualquier referencia exterior, ni una lengua totalmente conocida y compartida. La sombra es del orden de lo oblicuo. la oscuridad total o la luminosidad absoluta se equiparan; pero la sombra es de la mañana y del atardecer, de una luz ascendente o descendente, que se eleva o que declina, de un tiempo de promesa o de un tiempo de cosecha. Nada sabrá ser comprendido si no es al mismo tiempo velado. Títiro adosado a un árbol se sostiene en la sombra oblicua de éste.
Ni perfectamente en la luz, ni completamente disimulado. He ahí por qué él no sabe lo que canta pero no lo ignora del todo. Y porque, posiblemente, el sentido del poema pertenece también al que le viene a agregar su propio enigma. Hay poemas que ignoran a sus lectores y otros más mediocres que los llaman. Imaginemos que se prefiriera a los que, al contrario de Herodías, aceptaran dejarse desear.
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Sólo el rencuentro en el camino justifica el camino.