Traducción de Armando Pinto
1 de enero
Hoy, primer día del año, sin una visita, sin ver a alguien que nos ame, nadie: la soledad y el sufrimiento.
5 de enero
Insomne esta noche y revolcándome en la cama, intento, para distraerme, regresar a la memoria lejana de mi niñez.
Recuerdo Ménilmontant, el castillo legado por el duque de Orléans a una bailarina de ópera, convertido en propiedad de la familia, habitado por M. y Mme Armand Lefebvre, mi tío y tía de Courmont y mi madre, entre la amistad de esas dos mujeres.
Vuelvo a ver la antigua sala de espectáculos, el pequeño bosque resonante de terror, donde habían sido enterrados el padre y la madre de mi tía, la especie de templo griego donde las mujeres esperaban el regreso de sus maridos del ministerio de Asuntos Extranjeros o del Tribunal de Cuentas; y, en fin, Germain, el brutal viejo jardinero, que te lanzaba su rastrillo a los riñones cuando te sorprendía robando las uvas. Me vuelve a los ojos un chiflado excepcional, un viejo tío de mi tía, confeccionando en el fondo de la caballeriza un vehículo de tres ruedas que se moviera solo. Y el castillo y el jardín y el pequeño bosque me parecían grandes como las cosas que se ven con ojos de niño.
De ahí, mi recuerdo va a mi primera juventud, a mi estancia en Orléans, con mi tío Alphonse, nacido para ser un oratoriano, pero al que las circunstancias lo hicieron negociante en Inglaterra y que, después de ser casi arruinado por un socio que partió para las Grandes Indias, se había retirado con un Horacio y una leontina a una pequeña propiedad del Loiret.
Mi tío tenía unos conocidos de lo más extraño. Se había relacionado con un hernista de la villa de Orléans, el cual tenía la más linda mujer que pudiera uno soñar. Un día en el que me llevó a comer con él, súbitamente enamorado perdido de su esposa, adormecí la timidez de mis quince años y le presioné fuertemente la rodilla, ella retiró su pierna y yo caí hacia atrás casi en la imposibilidad de levantarme, mientras el marido me decía simplemente: “¡Si no hubieras extendido la pierna esto no hubiera sucedido!”
Regresamos, mi tío, algo bebido, riendo mitad por lo chistoso del asunto y mitad alarmado; pues mi tío era miedoso como la liebre y tenía un vago terror a un duelo con el marido –todo eso mezclado con recomendaciones y exhortaciones de no ensuciar una preciosa camisa de batista con chorrera de encaje, restos de su viejo esplendor, que me había prestado ese día.
Decididamente, esto tiene el aire de ser un hecho; y Claude Popelin, siempre sentado a las faldas de la Princesa, parecía querer anunciar al mundo, como hombre mal educado, que había reemplazado al superintendente.
Pobre Princesa, que en lugar de acabar su vida con Nieuwerkerke, relación que se parecía un poco a un matrimonio, en lugar de condenarse resueltamente a la viudez, va, a sus cincuenta años, a dar el espectáculo, entristecedor para sus amigos y ridículo para los otros, ¡de enamorarse de un hombre sin talento, de este esmaltador, de este fabricante de pequeños napoleones coloreados de cartón troquelado, de este hombre de físico torcido, con la cabeza traidora de un mal obrero del siglo xvi!
Cada día que uno vive, que uno ve, que uno aprende, te induce a despreciar a tus semejantes.
Gavarni, el hombre que tiene la menor claridad al escribir una idea, ha dado las fórmulas más claras y más concretas, pero a condición de estar escondidas en la matriz de la leyenda.
10 de enero
Aturdimiento, agitación, una especie de espanto: he ahí lo que hoy las multitudes provocan a mi pobre estado nervioso.
19 de enero
Un médico dice en la hidroterapia: “El viejo Mabille, que era un hombre inteligente, me dijo un día que él no había conservado al público más que cambiando cada siete años su jardín, su decoración, sus paseos. El periodo de siete años corresponde en efecto a una modificación y a una revolución del hombre y de sus gustos. Vea, dijo, al joven de quince, al de veintidós, al de veintinueve años. “
Le preguntamos si Tropmann ha sido ejecutado: “Sí, debe serlo; porque ayer un marmolista, a cuya mujer cuidé hace mucho, vino a mi casa, borracho como siempre, me dijo que como yo había sido gentil, su mujer me ofrecía una ventana de su casa que hacía esquina con la plaza… El marchante de vinos debajo de él vendió tres barricas de vino la noche de antier…”
Todos los días, una parte del día en la hidroterapia, en el pequeño pabellón de sufrimientos y tortura, donde se mezclan al chorro del agua, al fiuu cruel de la ducha, las quejas lastimeras y los gritos sofocados.
En el corredor se cruzan los académicos estrafalarios, mal envueltos en sus batas, y las preguntas del médico: “¿Cómo durmió?” y las respuestas: “¡Mal!… ¡Nada bien!” En una esquina de la antesala, tomando de bastón a su doméstica, un pobre cura aceitunado parecido a un pequeño diablo que se sacude.
¡Qué raras y particulares son las afecciones nerviosas! De Vaucorbeil, el compositor, le tiene horror al terciopelo y es una preocupación terrible saber, cuando es invitado a comer a una casa por primera vez, si las sillas del comedor están tapizadas de terciopelo.
Después de algunos meses, retomo la pluma caída de las manos de mi hermano. En un primer momento quise detener este diario en esas últimas notas, en la nota del moribundo refiriéndose a su juventud, a su infancia. “¿Para qué continuar este libro? me decía. Mi carrera literaria ha terminado, mi ambición literaria ha muerto.” Hoy, pienso como ayer; pero experimento cierta calma al contarme a mí mismo estos meses de desesperanza, esta agonía –puede ser el deseo vago de fijar el dolor de su recuerdo para los amigos. Retomo pues este diario y lo escribo a partir de notas pergeñadas en mis noches de lágrimas, de notas comparables a las crisis con las que los grandes dolores físicos se alivian.
Al caer la noche, nos paseamos, sin palabras, por el bosque de Boulogne. Él estaba triste esa noche, más triste que nunca. Le digo: “Vamos, amigo, supongamos que tengas necesidad de un año, de dos años, para restablecerte; eres muy joven, no tienes aún cuarenta años: ¿no te quedarán muchos años para hacer tus libros?”
Él me mira con el aspecto asombrado de alguien que ve penetrado el secreto de su pensamiento y me responde, recalcando cada palabra: “¡Siento que ya jamás podré trabajar, jamás!” Y todo lo que puedo decirle no tiene más efecto que agregarle un acento de cólera a la frase desesperada que él sigue repitiendo.
La escena de ayer en la noche me hizo cruelmente mal. He tenido toda la noche la sombría y concentrada desesperación de su semblante, de su voz, de su actitud. ¡El pobre niño! He comprendido el secreto de esa fiebre de trabajo durante el mes de octubre y de noviembre, y por qué no podía hacerlo levantarse de su silla, de la mañana a la noche, sin tregua y rechazando el reposo, la pluma en la mano, se esforzaba en el último libro que debía firmar. El literato se apresuraba, se urgía, se presionaba con una terquedad obstinada a exprimir, sin querer perder un minuto, las últimas horas de una inteligencia, de un talento pronto a zozobrar.
Pienso en ese último capítulo del libro de Gavarni, del que me habla una mañana, en Trouville, estando aún en la cama. Él lo había compuesto durante el insomnio de la noche. No puedo expresar la profunda tristeza en la cual caí cuando me declamó con una solemnidad ensimismada ese pequeño fragmento sobre el que no nos habíamos puesto de acuerdo y que no iba a escribirse sino más tarde. Sentí que al llorar a Gavarni, se lloraba a sí mismo; y la frase: él duerme al lado nuestro en el cementerio de Auteuil, se convirtió, sin que yo me lo pudiera explicar, el recuerdo fijo y, por decirlo así, murmurante de mi memoria. Por primera vez, tuve la idea que jamás había tenido hasta entonces, la idea de que él podía morir.
Fin de Febrero
Hoy, él se encuentra bien, maravillosamente bien; y él que era antes la voluntad de los dos y que hoy tiene tanta dificultad en decidir, en querer, en hacer cualquier cosa, me ha sorprendido al pedirme que vayamos a la Cascade.
El tiempo era bueno, las pequeñas alamedas estaban llenas de hombres y de mujeres que salían del invierno a respirar la primavera. Él iba, al caminar, con la cabeza levantada encima de sus hombros donde él agotado la inclina. Él iba alegre, con toda suerte de amables chiquilladas, me decía tiernamente: “Vamos, ¿estás contento?” Yo me siento mejor, animado, ¡todavía soy tan tonto!
Y a todo lo largo del camino como un despertar chispeante de su más fino y más cáustico espíritu, al atravesar grupos de burgueses que encontrábamos: “Pero tú no dices nada,” me reprocha después de una frase graciosa sobre un par de viejos amantes. “¿Te aflige verme así?” Yo apenas respondí, ocupado en saborear mi felicidad, alelado, como si asistiera a un milagro. ¿Dios mío, si tan sólo esto pudiera durar! Pero ya había tenido terribles decepciones después de días llenos de promesas.
Después no quiso ir a ningún lado, no quería mostrarse a la gente: Tenía, me dijo, vergüenza de él.
Marzo
La discreción era su prerrogativa. Nada había sido organizado más delicadamente para el ejercicio de esta facultad, a la vez de instinto y de razonamiento. Esta facultad, tan aristocrática en él, la ha perdido; ya no posee las gradaciones y la cortesía según la escala de la gente con la que se encuentra; no posee ya la gradación de la inteligencia según el grado de inteligencia de aquellos con los que está en contacto.
Después de algún tiempo –y esto era más marcado cada día– hay ciertas letras que él pronuncia mal, erres con las que resbala, ces que se convierten en tes en su boca. Estaba, para mí, en su infancia, algo de dulce y de cautivador al escuchar sus palabras tropezando contra esas dos consonantes y su tólera contra el uido. Encontrar hoy esta pronunciación infantil, escuchar su voz como si la oyera en ese pasado desdibujado, lejano, donde los recuerdos no encuentran más que la muerte, me da miedo, eso me da miedo.
Tiempos de tormenta. Anonadamiento total. Rechazo a conversar. Toda la tarde, con su sombrero de paja bloqueándole la vista, permanece sentado frente a un árbol, en una inmovilidad tristemente obstinada.
8 de abril
Él se conmueve casi solo por esto: por los colores de la naturaleza y sobre todo por el aspecto del cielo.
Los ensimismamientos, los abismamientos, las inmersiones en sí mismo en los que tiene una tristeza tan inmensa, formada de las cosas tan terribles que pasan dentro de él, que siento ganas de llorar al mirarlo.
Un día –¿qué día?, no lo sé– le pedí que me esperara un momento en el pasaje del Panoramas. Él me dijo frente a la reja del boulevard: “Es ese, ¿verdad?” No reconocía el pasaje de los Panoramas.
Otro día, del nombre de Watteau, que era para él como un nombre de familia, no reconoce su ortografía.
Llegó a no poder distinguir las pesas con las que hacía gimnasia, a no reconocer más que difícilmente el grosor de las medianas, las medianos de las pequeñas.
Y a pesar de todo, la facultad de observación persiste en él, y de tanto en tanto me sorprende con una apreciación, un señalamiento de novelista.
Un misterio, un misterio incomprensible, insondable, la resistencia, la sobrevivencia de ciertas capacidades, de ciertas facultades en este atrofiamiento del cerebro; un misterio, que esta fuga de palabras, de reflexiones, de cosas vivas o profundas broten de esta letargia, que uno creería universal; un misterio que te aleja por un momento de tu desesperanza y te hace decir: “Y sin embargo…”
Él ya no es el dueño de la atención, esta decisión de posesión inteligente de lo que pasa a tu alrededor, esta operación tan simple, tan fácil, tan pronta, tan inconsciente en la salud de las facultades cerebrales. Necesita un enorme esfuerzo para ejercerla, una tensión que hace saltar las venas de su frente y lo deja prostrado de fatiga.
En esta figura amada, en la que había inteligencia, ironía, esa fina y gratamente malévola mina del espíritu, veo deslizarse, minuto a minuto, la máscara ausente de la imbecilidad. Poco a poco se despoja del afecto, se deshumaniza; los otros comienzan a ya no existir para él, y recomienza en él el feroz egoísmo del infante.
Sufro, yo sufro, creo, como no le ha sido dado sufrir a ningún ser que ama.
Casi nunca tiene uno respuesta a la pregunta que uno le hace. Le pregunto por qué está tan desanimado, y él responde: “Bueno, leeré esta noche a Chateaubriand.”
Leer en voz alta las Mémoires d’outre-tombe, es su idea fija, su manía; me ha perseguido de la mañana a la noche y es preciso que mi semblante tenga el aspecto de escucharlo.
Tiene una frase desesperante cuando, tomando un libro al azar, topa con uno de sus libros. “Estaba bien hecho.” Nunca dirá: “Está bien hecho.” Hay en ese cruel imperfecto el frío reconocimiento de que la literatura jamás está muerta.
16 de abril
Él no tiene suficiente con su mal: cada minuto se atormenta con males imaginarios, observa la blancura o el enrojecimiento producido por un pliegue de su camisa sobre su piel con un doloroso rostro de espanto.
Lo que tienen de desolador esas abominables enfermedades de la inteligencia es que no afectan únicamente, sino que destruyen subterráneamente y a la larga, en los individuos que ellas animalizan, la sensibilidad, la ternura, el afecto; ellas suprimen el corazón… Esta amistad que era el premio gordo de nuestra vida, de mi felicidad, no la encuentro más, no la reencuentro más. No, ya no me siento amado por él, es el mayor suplicio que puedo experimentar y que todo lo que pueda yo decirme no lo mitiga.
Una obsesión desde hace algunos días, una tentación que no puedo escribir aquí. Si no lo amara demasiado o quizá no lo suficiente para eso…
Algo irritante, es la obstinación sorda, hostil, contra todo lo que es razonamiento. Parece que su espíritu, en el que se ha quebrado la cadena de las ideas, le ha tomado odio a la lógica. Cuando le habla uno, por más que le ponga el mayor afecto posible, no puede obtener de él una respuesta, la promesa de que hará lo que uno le pide a nombre de esta razón. Se encierra en un silencio terco, su rostro se cubre de una nube desagradable y él aparece en ella como un ser nuevo, desconocido, socarrón, enemigo.
Su expresión se ha hecho modesta, vergonzosa; evade las miradas como espías de su debilitamiento, de su humillación.
Desde hace mucho, su rostro ha desaprendido la risa, la sonrisa.
Tristes como sombras ante sus perspectivas de la muerte, hoy, en un largo paseo, hemos vuelto a ver el Bas-Meudon, esas orillas del agua, donde antes hemos sido felices con el buen tiempo, las mujeres, el vino –y la salud de nuestra juventud.
Día tras día, asistir a la destrucción de todo lo que era la distinción de este joven hombre –distinguido entre muchos– verlo salar su pescado a la sal, tomar su tenedor con todo la mano, comer como un pobre niño, es demasiado…
No era suficiente que este cerebro trabajador no pueda ya producir, crear, que la nada lo habite. ¡Faltaba que lo humano fuera afectado en las cosas de gracia y elegancia, que yo creía inderogables, por la enfermedad, en esos dones del hombre como debe ser, de hombre bien nacido, de hombre bien educado! ¡Faltaba en fin que en él, como bajo el golpe de esas antiguas venganzas antiguas, todas las aristocracias naturales, todas las superioridades inherentes a la sangre por decirlo así fuesen degradadas casi a la animalidad!
En nuestros paseos de todo el día, por ese bosque de Boulogne maldito, ver en la plaza el desfile de esos seres vivos, de todos aquellos seres felices de vivir, de todos esos seres agradecidos con la existencia, te da ideas homicidas.
Hoy, bajo el pequeño camino iluminado por el sol de las once, por donde pasamos todos los días al regresar de la ducha, él se detuvo. Y, detenidamente, me ha hecho notar el parecido que había en la alameda de las sombras de las ramas, de las enramadas, de las pequeñas hojas nacientes, con el dibujo de un álbum japonés, al mismo tiempo que me explicaba el poco parecido que había con un dibujo francés. Después ha confesado, con una excitación que yo no tenía la costumbre de encontrar en él, su pasión por el arte del Extremo Oriente.
24 de abril
En un volumen que leía y que interrumpió, busca dónde se había quedado; y después de un buen rato de fatigar el volumen, me dice con una voz consternada: “¿Dónde estoy?”
Hacia el 30 de abril
Lo que me desespera, no es el debilitamiento de la inteligencia ni la pérdida de la memoria ni todo lo demás; pero tengo miedo, solamente miedo, de esa otra cosa indefinible, de ese otro ser que se desliza en él.
Su trabajo, por el que se preocupaba mucho después de haberlo terminado, no lo ocupa más; sus libros son para él como si él no los hubiera escrito.
Petrificación, inmovilidad de una media hora, con el aleteo de sus párpados sobre sus pupilas inestables e inquietas.
2 de mayo
Cuando uno habla con él, parece que lo hiciera con alguien dormido que se despertara, hay un ¿eh? que te fuerza a repetir tres o cuatro veces la misma cuestión, a la que responde por fin con un esfuerzo molesto.
El tacto del espíritu fue atacado primero; ahora hay una completa perversión del tacto material.
Esta tarde –me avergüenza–, a propósito de alguna cosa que yo quería que hiciera por su salud y que él no quiso hacer, me sentí tan infeliz, con una irritación dentro de mi tan colérica, que no fui dueño de mí, salí diciéndole que no me esperara, que no sabía a qué hora regresaría. Él me dejó partir con un aire indiferente.
Recorrí el bosque en la noche, destrozando las hierbas y las hojas a golpes de bastón, alejándome de mi casa cuando la vislumbraba entre los árboles, por fin, muy tarde, regresé.
Al sonar la campanilla, cuando la puerta se abrió, vi sobre lo alto de las escaleras al bien amado, que acababa de salir de su lecho en camisa; y de inmediato escuché su voz acariciarme con toda suerte de interrogaciones amistosas. Es imposible expresar la alegría casi estúpida, que tuve al reencontrar aquel corazón en el que no creía ya.
6 de mayo
En mi infelicidad, siento un desagrado que no había tenido jamás por la infelicidad de otros. Tuve para un mendigo un “¡No tengo nada!” cuya insensibilidad me sorprendió.
8 de mayo
Hoy domingo, para distraerlo, arrancarlo de sí mismo, lo llevé a comer a Saint-Cloud. Comimos en una mesa en la plaza. Teníamos frente a nosotros el sol que se ponía. La Sena, los grandes árboles del parque, la colina de Bellevue, donde Charles Edmond es feliz en su casa. Los organilleros llegaron a tocar. Entonces me puse a llorar como una mujer. Tuve que arrastrarlo a la ribera y ahí desahogar toda mi tristeza, mientras él me miraba sin comprender.
9 de mayo
Este lunes, lee una página de Mémoires d’outre-tombe, está encolerizado por una palabra que pronuncia mal. Se detiene de pronto. Me aproximo a él, tengo frente a mí un ser de piedra que no me responde y continúa mudo sobre la página abierta. Le digo que prosiga, se mantiene silencioso: lo observo, le veo un aspecto extraño, como con lágrimas y temor en los ojos. Lo tomo entre mis brazos, lo levanto, lo beso.
Entonces sus labios emiten con esfuerzo sonidos, que ya no son palabras, balbuceos, susurros dolorosos que no dicen nada. Hay en él una horrible angustia muda, que no puede salir de sus rubios bigotes, trémulos, temblorosos… ¿Será eso, Dios mío, una parálisis de la palabra? Se calma un poco al cabo de una hora, sin que sin embargo pueda decir algo más que sí y no, con sus ojos afligidos, que tienen el aire de no comprender.
De repente, retoma el volumen, lo pone delante de él y quiere leer, decididamente leer. Lee: “el cardenal Pa ”, después nada: le es imposible acabar la palabra (Pacca). Se agita en su sillón, se quita su sombrero de paja, pasa y repasa sus dedos sobre su frente como si quisiera hurgar en su cerebro. Arruga la página, la acerca a sus ojos, la acerca más y luego más; se diría que quiere meter la página en sus ojos.
La desesperación de esa voluntad, la cólera de ese esfuerzo no puede escribirse. No, jamás había sido testigo de un espectáculo tan doloroso, tan cruel. Es la exasperación de la conciencia del hombre de letras, del hacedor de libros, que se da cuenta de que ya no sabe leer.
¡Ah, si uno pudiera decir lo que ocurre ahí en esos momentos! Tengo siempre en los ojos la desgarradora imploración de sus ojos, durante la terrible crisis.
Hacia el 25 de mayo
En el paso galopante de todos esos landós, de todas esas calechas, de todas esas victorias, de todos esos equipajes, en todo ese lujo rodante que arroja con estrépito los colores de la moda, soy golpeado por la visión al fondo de uno de esos carros, del rígido y negro hábito de una hermana: es un recordatorio de la muerte en esta alegría y este deslumbramiento.
Tenemos en la Taberna, cerca de nosotros, a un hombre joven abatido, preocupado, ausente del lugar en el que come. Pide, por toda comida, una mezcla fría de café y aguardiente y una rebanada de rosbif fría. Es la verdadera comida moderna. No el placer de los alimentos, sino una reparación estimulante del derroche de la vida moderna.
Hacia el 30 de mayo
Como un niño pequeño sólo se ocupa de lo que come, de lo que se pone; es sensible a los dulces, es feliz con un traje nuevo.
31 de mayo
Estoy enfermo y tengo un horrible miedo de morir: mi pobre hermano sería ingresado a un asilo, con un tutor como Alphonse de Courmont su envidioso inseparable.
5 de junio
Tiene algo de destructivo en sus manos: siempre está meneando los objetos a su alcance, estropeándolos, desordenándolos.
A toda pregunta su respuesta primera es no, como un pobre niño que vive con el miedo perpetuo de ser regañado.
Durante largos momentos, sentado junto a mí en la recamara, no está conmigo. “¿Dónde estás amigo?” le dije ayer. Después de algunos instantes de silencio, me respondió. “En el espacio… vacío.”
En nuestros paseos nos encontramos siempre a un padre y su hijo paseando juntos. El hijo, delgado y lindo, camina apoyando el codo sobre la espalda del viejo, la mano detrás de la cabeza, jugando con los cabellos blancos del cuello. Un conjunto encantador en las alamedas.
11 de junio
Esta mañana, le ha sido imposible acordarse de un solo título de sus novelas…
Es así, y sin embargo posee todavía dos facultades notables: la calificación pintoresca con la que caracteriza a un transeúnte, y él epíteto raro, con el que describe el cielo.
Esta noche me he sentido dolorosamente conmovido. Acabamos de comer en el restaurante. El mesero le llevó un tazón. Él se sirve de él torpemente. Su torpeza no tenía nada de grave, pero nos miraban. Yo le dije con un poco de impaciencia: “Amigo, te lo ruego, pon atención; ¡ya no te podré llevar a comer al restaurant! Y he aquí que se desfonda en lágrimas, exclamando: “¡No es mi culpa, no es mi culpa!” Y su mano temblorosa y contraída busca la mía sobre el mantel. “No es mi culpa, repite, sé cuánto te aflige, pero quiero a menudo y no puedo” (textual) Y su mano apretaba la mía con un “Perdóname” desolador.
Entonces, los dos, nos pusimos a llorar en nuestras servilletas frente a los sorprendidos comensales.
Sí, lo repito, si Dios lo hubiera hecho morir como hace morir a todo mundo, yo habría podido tener el valor de aceptarlo. Pero al hacerlo morir despojándolo poquito a poco de lo que en él era mi orgullo, el sufrimiento está más allá de mis fuerzas.
No lo creía, no creía en mis ojos, en mis oídos. Hoy, caído de Italia inopinadamente, Édouard Lefebvre de Béhaine ha venido a desayunar. Ante la vista de su compañero de infancia, como si la vida se despertara súbitamente en él, Jules se ha transformado de repente. Se ha puesto a platicar, su memoria ha recuperado nombres y un pasado que yo creía perdido, ¡ha hablado de sus libros! Estaba, con atención y placer, en lo que se decía y como si hubiera escapado él mismo de su obscuridad. Nosotros lo escuchábamos, lo mirábamos satisfechos los dos.
Yo conduje a Edouard al coche. En el trayecto, no me ha podido ocultar la sorpresa que experimentó al encontrarlo tan bien, después de todo lo que le decían las cartas de su madre. Y confiando en esta crisis, tuvimos en la boca las palabras convalecencia, curación.
No fue más que un momento, un momento muy corto. Yo lo había dejado en el jardín. Cuando regresé, muy animado por las esperanzas intercambiadas entre Edouard y yo, lo encontré con su sombrero de paja sobre sus ojos, sentado con una inmovilidad aterradora, los ojos fijos en la tierra. Le hablé, no me respondió… ¡Oh! ¡Qué tristeza, qué nueva y desconocida tristeza lo envolvía bajo los grandes rosales en flor! No era ya la tristeza de los días anteriores, con ese tinte de implacabilidad, que heló un poco mi ternura; era la inmensa tristeza porfiada, afligida, infinita, de un alma que tiene su Pasión, la tristeza del debilitamiento de un jardín de los Olivos.
Me quedé junto a él hasta la noche, sin tener el coraje de hablarle, sin tener el coraje de forzarlo a hablar.
Domingo 12 de junio
Con el apremio de devorar a gusto mi desesperanza, lo abandoné un instante en el jardín y me fui a caminar a las alamedas de la ciudad. Pero pronto, el ruido feliz de los platos, la risa de los niños, la penetrante animación de las mujeres, la felicidad de esas comidas al aire libre me rechazó de vuelta a mi casa. Al entrar, mis ojos encontraron bajo la hiedra, sobre la puerta del jardín, el no 13.
Noche del sábado 18 de junio al domingo.
Son las dos de la mañana. Heme aquí despierto, remplazando a Pélagie cerca de la cama de mi pobre y querido hermano que no ha recobrado la conciencia desde las dos de la tarde del jueves.
Escucho su respiración anhelante. Bajo la sombra de las cortinas tengo frente a mí la fijeza de su mirada. Siento en todo momento el roce de su brazo saliendo de su cama, mientras en su boca abortan y se quiebran palabras que no comprendo. Por la ventana abierta, arriba de la negrura de los grandes árboles, entra y se extiende por el parquet la blanca claridad eléctrica de una luna de balada. Hay silencios siniestros, en los que sólo se escucha el tictac del reloj de bolsillo de nuestro padre, con el cual de tanto en tanto le tomo el pulso a su segundo hijo. A pesar de tres tomas de bromuro de potasio en un cuarto de un vaso de agua, no puede dormir ni un minuto, y su cabeza se agita sobre su almohada en un movimiento incesante de derecha a izquierda, con el zumbido sin inteligencia de un cerebro paralizado que lanza por las comisuras de la boca esbozos de frases, tramos de palabras, de sílabas sin formular que comienza a proferir con violencia y que terminan por morir como suspiros. En la lejanía escucho claramente a un perro que le aúlla a la muerte.
¡Ah!, es la hora de los mirlos y de sus trinos en el cielo que se aclara; y, en las cortinas, el blanco fulgor de sus ojos, que no duermen, en su tranquila apariencia de sueño.
Antier jueves, me leía aún las MÉMOIRES de Chateaubriand: era el único interés y la sola distracción del pobre infante. Noté que estaba fatigado, que leía mal. Le rogué que interrumpiera la lectura, le dije que sería mejor ir a pasear al bosque de Boulogne. Él se resistió un poco, después cedió. Se levantó para salir de la recámara junto conmigo, lo vi tropezar e ir a caer sobre un sillón. Lo levanté, lo llevé a su cama, lo interrogué, le pregunté qué sentía, quería forzarlo a que me respondiera, ansioso por oírlo hablar. ¡Ay!, como en su primera crisis, no pudo articular más que sonidos que ya no eran palabras. Loco de inquietud, le pregunté si me reconocía. A eso respondió con una risa casi burlona que parecía decirme: “¡Eres tan tonto como para hacerme esa pregunta!” Siguió pronto un momento de calma, de tranquilidad, de miradas dulces, sonrientes, clavadas en mí. La creí una crisis parecida a la del mes de mayo.
Pero de pronto, deja caer su cabeza hacia atrás y lanza un grito ronco, gutural, espantoso que me hace cerrar la ventana. Enseguida, las convulsiones desencajan su lindo rostro, desquician sus formas, cambian los lugares, mientras terribles contracciones jalonean su cuerpo y sus brazos como si fueran a volverlos al revés, y su boca torcida escupe espumarajos sanguinolentos. Sentado en el travesaño detrás de él, mis manos sosteniendo sus manos, aprieto contra mi corazón y la boca de mi estómago su cabeza en la que siento el sudor de la muerte mojar mi camisa y correr a lo largo de la piel de mis muslos.
A esta crisis sucedieron crisis menos violentas, durante las cuales su rostro volvió a ser el que yo conocía. Estas crisis pronto fueron seguidas de una calma delirante. Levantaba sus brazos arriba de su cabeza, con llamados a una visión que convocaba con besos. Había alargamientos parecidos a los intentos de volar de un pájaro herido, al mismo tiempo que sobre su aspecto sosegado, sus ojos congestionados de sangre, su frente blanca, su boca entreabierta y pálidamente morada, aparecía una expresión que no era ya humana, la expresión velada y misteriosa de un Vinci. Más frecuentes todavía eran los terrores, las reculadas temerosas, las huidas del cuerpo, el resguardarse bajo las cobijas, donde se ocultaba como de una aparición obstinadamente instalada en el fondo de las cortinas y contra la cual se animaba la incoherencia de su palabra, aparición que él señalaba con un dedo asustado y a la cual él le gritó una vez muy claramente: “¡Vete de aquí!” Había flujos de frases truncadas, dichas con un gesto de la cabeza, con un tono irónico, con el desprecio de la inteligencia altiva, la especie de indignación que le era particular cuando oía una tontería o el elogio de algo inferior. A veces, en la incesante agitación de la fiebre y del delirio, repetía todas las acciones de su vida, dibujando el gesto de ponerse sus quevedos, levantando sus pesas, con las que yo lo fatigaba los últimos meses, practicando la esgrima, haciendo, en fin, su oficio, haciendo el simulacro de escribir. Había rápidos instantes en los que sus ojos errantes, inquietos, se detenían en mis ojos, o los ojos de Pélagie y parecían reconocernos por una mirada obstinadamente fija en nosotros, con una sonrisa borrada de la cara. Pero muy pronto, eran llevadas hacia las visiones terribles o carcajeantes.
Ayer en la tarde, Béni-Barde me dijo que había terminado, que una desagregación del cerebro había tenido lugar en la base del cráneo, atrás de la cabeza, que ya no había esperanza… Después de eso –pero yo ya no lo escuchaba–, creo que me habló de nervios lesionados en el pecho por esta desagregación y de una tisis fulminante que habría de seguir… Mi orgullo, el orgullo que yo tenía por los dos, el día en que lo sentí tocado para siempre, me dijo: “Es preferible que muera.” Hoy pido conservarlo, salvarlo, por falto de inteligencia, por impotente que pueda salir de esta crisis, lo pido de rodillas.
¡Saber que ha acabado, acabado para siempre! ¡Saber que esta relación íntima e inseparable de veintidós años, saber que estos días, estas noches pasadas juntos, desde la muerte de nuestra madre en 1848, saber que durante este largo tiempo, durante el cual no hubo entre nosotros más que dos separaciones de veinticuatro horas, saber que ha acabado, acabado para siempre! ¿Es posible?
Ya no lo tendré caminando a mi lado cuando pasee. Ya no lo tendré frente a mí cuando coma. En mi sueño, ya no sentiré su sueño en la recámara de al lado. Ya no tendré más sus ojos con mis ojos para ver los paisajes, las pinturas, la vida moderna. Ya no tendré su inteligencia gemela para decir antes de mi lo que yo iba a decir o para repetir lo que yo comenzaba a decir. En algunos días, en algunas horas va a entrar a mi vida, tan llena de este afecto que, puedo decir, era mi sola y única felicidad, va a entrar la espantosa soledad del hombre viejo sobre la tierra.
¿De qué expiación somos víctimas? Lo pregunto cuando sigo esta existencia que no tiene más que algunas horas y que no ha tenido de la vida más que amarguras; que no ha tenido de la literatura y de la búsqueda laboriosa de la gloria más que insultos, desprecios, abucheos; que después de cinco años se debate en el sufrimiento cotidiano; que se termina en esta agonía moral y física; donde por todos lados y todo el tiempo, encuentro la persecución de una fatalidad asesina… ¡Ah!, ¡la bondad divina, la bondad divina! ¡Teníamos mucha razón al ponerla en duda!
Continuación de la noche del sábado al domingo, 4 de la mañana
La muerte se aproxima, la siento en su respiración precipitada, en la agitación que sucede a la calma relativa de la jornada de ayer, la siento en lo que ella añade a su aspecto. Sobre el blanco de la almohada su pobre cabeza echada hacia atrás, con la sombra de su perfil enflaquecido y de su largo bigote proyectada por el resplandor de una bujía agonizante en lucha con el día.
Este día naciente, este verde del árbol que surge de la sombra, este despertar del cielo y de los pájaros con sus notas felices cayendo en una agonía, en el fin de una joven existencia, es horrible…
El día llega a esta hora sobre su rostro, dibujando las cuencas y las sombras de sus ojos y de su boca, la demacración súbita que muestra en su piel viva la escultura rígida de la muerte.
10 de la mañana
Cuento todos los segundos por esas dolorosas aspiraciones de una respiración breve, anhelante.
La expresión de su cara, bajo el color dorado y esfumado, toma, con los minutos, más y más la expresión de una cabeza de Vinci; y en los rasgos de su rostro encuentro el misterio de los ojos y el enigma de la boca de ese hombre joven, que él ha colocado en no sé qué viejo y negro cuadro de un museo de Italia.
Ahora maldigo la literatura. Tal vez, sin mí, se hubiera hecho pintor. Dotado como estaba, habría hecho su nombre sin desgarrar su cerebro… y viviría.
¡Entre dos seres que se han amado como nosotros, la separación eterna sin ser reconocido por el segundo, sin un estrechamiento de manos, sin un adiós del moribundo al viviente!
No he querido ni enfermera ni hermana. Sus ojos de moribundo, si se le hubiera concedido un instante de reconocimiento, no debían encontrar un rostro extraño.
Madre, en su lecho de muerte, puso la mano de su hijo querido y preferido en la mía, y me recomendó a ese niño con una mirada que no olvido jamás. ¿Está usted contenta de mí?
4 de la tarde
¡Tanto sufrimiento para morir! Esfuerzos desgarradores para tragar pedacitos de hielo como cabezas de alfiler. Una respiración ronca como de bajo, interrumpida por un quejido continuo y estertóreo que te desgarra. En medio de esta queja surgen palabras, frases que no puede uno captar y entre las cuales me parece oír: “Mamá, mamá, a mí, mamá.” Dos veces dijo claramente un nombre amado: “Maï-a, Maï-a.”
Cuando veo frente a mí, al otro lado de la mesa del comedor, esa silla –que permanecerá eternamente vacía–, mis lágrimas caen en mi plato y no puedo comer.
¡No tener fe es una desgracia! ¡Cómo sería útil el fin de su vida en la consoladora mecánica de la vida religiosa!
8 de la noche
Un corazón caótico, agitado en el hueso y la piel de su pecho, y una respiración estridente que parece salir de la boca de su estómago.
Noche del domingo al lunes
La sombra obscura del delicado perfil de Pélagie, inclinado sobre un pequeño libro de oraciones, se refleja sobre el blanco amontonamiento de almohadas, en medio de las cuales su cabeza desaparece y sale el estertor.
Toda la noche, ese ruido desgarrador de su respiración, que se parece al ruido de una sierra en un bosque húmedo y que acompasan en todo momento quejas dolorosas y ¡ayes! lastimeros. ¡Toda la noche ese pecho que late y levanta la sábana!
Dios no me ahorra la agonía del que amo: ¿me perdonará las convulsiones del fin?
El amanecer se desliza sobre su rostro, que ha adquirido el amarillo terroso y pulido de la muerte, sobre sus ojos profundos, lacrimosos y tenebrosos.
Lunes 20 de junio, 5 de la mañana
En sus ojos una expresión de sufrimiento y desgracia indecible. ¡Crear un ser como él, tan dotado, tan inteligente, y destrozarlo a los 39 años! ¿Por qué?
En sus ojos empañados, de improviso una claridad sonriente, con el largo descanso en mí de una mirada difusa, como si se hundiera lentamente en la lejanía… Toco sus manos: como el mármol húmedo.
9 horas 40 minutos
Ha muerto, acaba de morir. ¡Dios sea alabado! Ha muerto después de dos o tres dulces suspiros de respiración como de un pequeñito que se duerme.
La espantosa inmovilidad de su cuerpo bajo las sábanas, que no tiene ya la ligera elevación de la respiración, que no tiene ya en la cama la vida del sueño.
Sus ojos se han reabierto con la mirada de sufrimiento de los últimos días de su vida. Su cabeza está un poco levantada en la almohada y tiene el aire de escuchar con el alegre tono de altivo desprecio que tenía cuando Prudhomme hablaba. De su fisonomía parece emanar una tristeza un poco sarcástica. Su mirada parece seguirte, después de que lo has besado; y todo tendría por momentos la ilusión de la vida, si no encontráramos el violeta de sus uñas en el extremo de sus manos pálidas.
La comida Magny fue fundada por Gavarni, Saint-Beuve y nosotros. Gavarni está muerto. Sainte-Beuve está muerto. Mi hermano está muerto. ¿La muerte se contentará con la mitad de nosotros dos o me llevará pronto? Estoy listo.
Cuanto más lo veo, cuanto más estudio sus rasgos, más encuentro en ese rostro, un aire de sufrimiento moral, que no he visto persistir en ningún rostro en la muerte, más me siento sorprendido por su desconsolada tristeza. Y me parece leer ahí, más allá de la vida, el pesar de la obra interrumpida, el pesar de la vida, el pesar de mí.
Martes, una de la mañana
En la sombra que cae de las cortinas cubriendo su cabeza, los destellos de la bujía, encendida sobre la mesa de noche y vacilante bajo la brisa de la noche, pasean todavía aquí y allá y colocan como vida sobre su cara…
Es extraño: esta noche, la primera noche que sigue a su muerte, no siento la desesperación de estos últimos días, no siento el desgarramiento que yo esperaba. Aparece en mí un apaciguamiento dulce y triste, producido por el pensamiento de verlo librado de la vida. Pero esperemos a mañana.
Al levantarme esta mañana de mi cama, donde dormí algunas horas, lo encuentro conservando su expresión de ayer, pero bajo la coloración amarilla de una cera expuesta al calor. Me apresuro, tengo prisa de rehacer en mí ese rostro adorado. No tengo ya mucho tiempo para verlo… Escucho, golpeando contra la escalera, las herramientas, el ruido metálico de las asas del ataúd, que nos vimos obligados a traer a causa de los grandes calores.
Ese nombre, el nombre de Jules de Goncourt, leído tan a menudo aparejado al mío sobre el papel del periódico o del libro, lo leo hoy en la placa de cobre incrustado en la madera de roble.
La primera vez que viajamos a Vichy fue en tren. El sufría, ese día, del hígado, y dormía frente a mí con la cabeza caída. Durante un instante, en su rostro de vivo, entreví su rostro de muerto. Desde ese día, todas las veces que él sufría, que la inquietud me invadía, volvía a ver esta visión con los ojos cerrados.
Entonces era Pélagie quien le decía: “Necesita comer”, a fin de tener fuerzas por la mañana, para la ruda jornada del día siguiente.
Frente al cadáver de aquel que me amó tanto, de aquel para el cual todo de lo que había sido hecho o dicho por Edmond era bueno y bien, me siento afectado de remordimientos por mis regaños, mis reproches, mis asperezas, por todo ese sistema cruel y falto de inteligencia mediante el cual yo creía sacarlo de su atonía, ¡regresarle la voluntad! ¡Fui tan imbécil! ¡Ay, si lo hubiera sabido!… Le habría ocultado, velado, endulzado todo, y como me habría aplicado a hacer del fin de su vida lo que habría sabido hacer la imaginación cariñosa de una madre, ¡qué tonto!
Me vuelven esas tristes palabras, que eran a menudo toda nuestra conversación:
“¿Qué tienes?”
––Estoy desanimado.
––¿Por qué?
–No lo sé…”
¡Pero sí, él lo sabía, bien que lo sabía!
A mediodía, vi, a través de la abertura de la puerta del comedor los sombreros de cuatro hombres de negro.
Subimos a la pequeña recámara. Han retirado la cobija, han deslizado sobre él una manta y, en un segundo, han hecho de su magro cadáver apenas entrevisto un largo paquete de tela plegada sobre la cara: “Suavemente, dije, sé bien que está muerto, pero no importa… suavemente.”
Después lo han extendido en el fondo del ataúd, sobre una capa de polvo odorífero, mientras uno de los hombres decía: “Si esto le hace mal a este Monsieur, es necesario que se vaya.” Me quedé… Otro retomó: “Es el momento, si Monsieur tiene algún recuerdo que meter en el ataúd…” Le dije al jardinero: “Vaya a cortar todas las rosas del jardín, ¡que por lo menos se lleve eso de esta casa que tanto amó! Pusimos las rosas en los huecos alrededor de su cuerpo, una blanca sobre la sábana un poco elevada por su boca… Después la forma de su cuerpo desapareció bajo un montón de polvo marrón. Después atornillaron la tapa. Había terminado. Bajé.
Tengo como una pérdida absoluta de la memoria… Recibo, con el artículo de Banville, una carta de Inglaterra, fechada el día de su muerte, en la que un editor de allá nos pide hacer una traducción de nuestra Histoire de Marie-Antoinette. Él se habría sentido feliz con eso.
Miércoles 22 de junio
Hace un tiempo magnífico; los rayos del sol entran de lleno por la ventana abierta, juegan en su ataúd y en las flores del gran ramo colocado en la cabecera. En medio de estas flores hay una magnolia, cuyo botón el veía crecer con cierto curioso placer y que lo hacía recordar la magnolia amada de Chateaubriand en Vallée-aux-Loups.
Hay en La recámara el desorden de una partida… Un segundo, un cuarto de segundo, la claridad del tiempo durante la cual el pensamiento está en retardo, tuve la idea –estando ahí su féretro– de que Jules había ido a buscar el coche que nos llevaba todos los años a Bar-sur-Seine.
Mis ojos van en la recámara a todas las cosas habituales y acostumbradas, a las que en su despertar decía buenos días. Veo los cortinajes de su lecho, las antiguas portezuelas del salón de la rue Saint-George en cuya moqueta hice, hace muchos años, una acuarela de él. Miro el gran dibujo de Vanloo, proveniente de la venta Boilly, que él vino a comprar junto conmigo la última vez que pusimos los pies en subastas. Observo la gran mesa de madera blanca en la que trabajamos tanto tiempo juntos y que está todavía manchada de la tinta de GAVARNI.
Interrogándome largamente, tengo la convicción de que él murió de trabajar la forma, de la angustia del estilo. Recuerdo ahora, después de las horas sin reposo pasadas en la revisión, el retrabajo, la corrección de un fragmento, después de esos esfuerzos y ese consumo del cerebro hacia una perfección que hiciera rendir a la lengua francesa todo lo que pudiera rendir y más todavía, después de esas luchas obstinadas, tercas, que a veces entrañaba el despecho iracundo de la impotencia, recuerdo ahora la extraña e infinita postración con la que él se dejaba caer en un diván, y el fumar a la vez silencioso y triste que seguía.
Las 9
El ruido de las campanas de la iglesia.
Hay que pensar en las cosas de la vida corriente, en enviar los agradecimientos, en cartas que escribir.
Las 10
En el jardín me topo con dos enterradores, sentados sobre trozos de madera negra, en medio de grandes candelabros de iglesia abrasados de sol.
El ataúd desciende los escalones de la escalera por la que, sin dejarme ver, recobré a menudo desde atrás el equilibrio de sus pasos titubeantes.
Entre las personas que esperan en el jardín, hay un viejo que no reconozco. Le pido su nombre. Me responde que es Ravaut. Ravaut, todo un mundo de viejos recuerdos. Ravaut es un antiguo cochero de mis primos de Villedeuil, hombre agradable que, hace unos treinta años, hacía la felicidad de mi Jules y lo llevaba a lado de él en su asiento y ponía las riendas de los caballos en sus manitas.
A pesar de todo lo que mis ojos veían, de todo lo que mis sentidos percibían de la espantosa realidad, la idea de una separación no podía establecerse en mi cerebro. El despiadado jamás no podía formar parte constante de mis pensamientos.
No sé, todo lo que sucede a mi alrededor tiene la vaguedad de las cosas que uno percibe a través del comienzo de un desvanecimiento; y tengo todavía en los oídos como las fuentes que se derraman a lo lejos… Sin embargo veo a Gautier y Saint-Victor llorar… Esos cantos de iglesia me asesinan con su eterno e implacable Resquietat in pace. Pero sí, fue acordado: después de esta vida de trabajo y de lucha, ¡la paz del reposo es lo menos que se le debe!
Para ir al cementerio, tomamos el camino que a menudo nos conducía a casa de la Princesa; después pasamos por partes de los bulevares exteriores, donde tantas veces situamos a Germinie Lacerteux y Manette Salomon. Los árboles recortados, en la puerta de un cabaret, me traen una comparación que está en uno de nuestros libros. Después caigo en una especie de fatiga somnolienta en la que soy atraído a una vuelta empinada, la vuelta del cementerio.
Lo vi desaparecer en el panteón en el que están mi padre, mi madre y donde incluso hay un lugar para mí… todo bien…
Al volver me recosté y cubriendo las sábanas con sus retratos me quedé con su imagen hasta la noche.
Jueves 23 de junio
Esta mañana, subo a su recamara, me siento frente a su cama vacía, de la que yo lo forzaba a salir todos los días, a los grandes fríos de este invierno, para llevarlo a la ducha que debía sanarlo. Sobre ese lecho, durante sus últimos meses de sufrimiento, de debilidad, de torpeza, en el que frecuentemente lo ayudé a vestirse y a desvestirse.
Sobre la mesa de noche quedó el ejemplar del Bescherelle, puesto bajo su cabeza para levantar su triste cabeza de muerto. Las flores con las que rodeé su agonía están secas en la chimenea, mezcladas con las envolturas azules de las bujías prendidas sobre su ataúd; y sobre la mesa de trabajo, en medio de cartas y tarjetas de visitas del primer momento, están abandonados en desorden los libros de oraciones de Pélagie.
Hoy lo visité, después de su primera noche pasada bajo la tierra.
Maria nos visitó el martes, la víspera de su crisis. Ella me cuenta hoy que ese martes, en un momento en el que bajé a buscar el agua de melisa, Jules le dijo: “Querida Maria, estoy muy enfermo, no sé si me volverás a ver, estoy muy enfermo, de una enfermedad de la que no sanaré… Al final de estas crisis, ¿sabes?, está la tumba.”
La Princesa ha sido buena, excelente, de gran corazón, ha llorado en mi cuello.
La idea de su muerte, por momentos, se ausenta de mi pensamiento. Esta tarde al leer un artículo del PARISIEN, que nos ataca desde el punto de vista religioso, me sorprendí al decirme a mí mismo: “¡Vaya, se lo contaré a Jules!”
¡Qué ser devoto este Éduard de Béhaine y como marino, llegó para pasar la noche en París, consagrado a mi dolor, a mi duelo!
Bar-sur-Seine, Domingo 26 de junio
Los lugares que fueron mi vida alguna vez, ahora no me hablan, no me dicen nada nuevo. No me traen más que recuerdos.
Todo el día, una lasitud y un adormecimiento extraños. Sólo los alimentos de la comida me despiertan por la tarde.
En esta casa, donde estuvimos los dos en todo momento, me sorprendo al pensar en él como si estuviera vivo, o por lo menos me olvido de que está muerto; y hay algunos toques de la campanilla que me remueven en mi silla, como si la campanilla hubiera sido movida por el regreso intempestivo de Jules, preguntándole desde la puerta a la doméstica: “¿Dónde está Edmond?”
Jueves 30 de junio
Soy tan infeliz que hay una tierna emoción de la mujer a mi alrededor.
¡Qué carta la de Mme Camille Marcille! Cómo se oculta el amor, bien o mal, bajo la amistad y cómo, a pesar de su honestidad, a pesar de su maternidad, cada línea confiesa: “¡Yo te amo!” Hoy, en esta segunda carta que recibí esta mañana, el curioso estado del corazón y la inefable ternura que me ofrece a través de la persona de Dios. Es conmovedor el engaño que se hace a sí mismo un noble y sensible corazón de mujer que una devoción amorosa entrega abierto a las ilusiones del afecto puro, del amor no culpable.
Tengo un recuerdo que no puedo expulsar. Por un momento había pensado en hacerlo jugar al billar. Quería distraerlo y no logre más que martirizarlo. Un día, en que sin duda el sufrimiento le impedía esmerarse y no hacía más que fallar, en un momento de impaciencia, le di un golpe en los dedos con el taco: “¡Eres muy bruto conmigo!” ¡Oh, la nota a la vez dulce y triste de este reproche la tengo siempre en los oídos!
3 de julio
Una historia de guerra.
Ayer, el capitán de barco Bourbonne contaba que como en un combate en Sébastopol un cañón giraba mal, a consecuencia del coletazo de cada tiro, le había dicho a un soldado de la marina, que servía la pieza, que engrasara la rueda. No había grasa ahí, tenía que ir a buscarla. El soldado de la marina tomó un hacha, hendió el cráneo de un muerto aún tibio, saco su cerebro con las manos y untó sencillamente el cerebro del muerto en el cubo de la rueda.
10 de julio
Vamos a Juilly a una licitación y comemos donde el cura.
Un patio estrecho, con un leñero en el que los candeleros y los palios con hojas de roble artificiales, para las grandes ceremonias, están esparcidos entre los leños.
Un comedor con la litografía de la Assomption de Murillo, vasos de flores, desechos del altar, una cafetera italiana, dádivas de los feligreses. Un bargueño de trabajo, rodeado de láminas pintadas de negro, cargado de Gradus de escuela, de libros de teología polvosos. Sobre una silla descansa una tabla de multiplicar. En la pared está colgada una cronología, una gran imagen en la que del seno de una mujer brota un árbol en el que las ramas llevan en medio de guirlandas de laureles los medallones del rey de Francia, todo enmarcado por una banda de tela con rombos rojos y blancos.
La recámara tiene cortinas de cotonada amarilla, horribles cortinas de adormidera de la India. Hay en un rincón un armonio. Una litografía coloreada de la Virgen a la chaise sustituye al espejo en la chimenea. Sobre una pequeña mesa está el capelo del cura, en medio de pequeños pedazos de papel azul, de estrellas de plata, de pequeños paquetes de bramante rosa; y sobre la mesa de noche están entreabiertos los Chants de Marie con la música del abad Lambillotte.
Una pobre vivienda, que resiente la miseria, la santidad, la humedad y la enfermedad y cuya única alegría son los saltos y los ladridos de un perro, de la raza de perros de conductor de diligencia, bautizado por el cura Paturot.
Ahí dentro cae, gordo y risueño, el senador Maupas, en un chaqué con pequeñas rayas azules, pantalón blanco, polainas de vientre de cierva, que tiene la falsa distinción y la amabilidad de pacotilla de los hombres distinguidos, de los hombres refinados del imperio.
14 de julio
He puesto a la venta la casa en la que murió y a la que no quiero regresar. Hoy he recibido tres propuestas convenientes de arrendamiento por seis años. Pero, es ilógico e irracional, esas propuestas me han hundido en una profunda tristeza. A esta casa en la que tanto he sufrido, estoy apegado por un vínculo que no sospechaba.
16 de julio
Todos estos días, en la casa de enfrente, la agonía de Catherine, una vieja criada de la casa, despierta en mí la agonía de ayer.
18 de julio
No estoy enfermo, pero mi cuerpo no quiere caminar ni hacer nada; tiene horror a cualquier movimiento y sería feliz con la inmovilidad del faquir. Experimento continuamente un hueco en el estómago, un sentimiento nervioso de vacío, que provocan las grandes emociones y que hace aún más dolorosa la ansiedad de esta gran guerra que va a estallar.
20 de julio
Todos los días se convierten en aniversarios que se renuevan de mi dolor y de mi desconsuelo. El jueves me hace pensar en el jueves en que fue presa de su crisis. Pienso el viernes en la mejoría que se dio en él y la esperanza que yo tenía de conservarla. El sábado, el domingo, el lunes, me hacen repasar los altibajos de los tres últimos días de su vida. Y hoy que es 20, todo el día, todas las horas, me recuerdan que fui separado de él para siempre hace un mes.
Estoy triste, destrozado, anonadado; pero como, pero me distraigo con la guerra. Me pregunto entonces si el pesar de una madre sería más grande que la mía y sufro por pensar eso.
Sábado 23 de julio
Quisiera soñar con él, todo el día mi pensamiento se ocupa de él, espera la noche, la invoca, solicita su dulce resurrección en la engañosa realidad del sueño. Pero es bueno evocarlo, mis noches son vacías sin él, sin su recuerdo, sin su imagen.
No tengo ánimo para nada, energía para nada. Marin quiere llevarme a la frontera, yo dudo. Habría podido rentar mi casa, no me he decidido. La fuerza que hace tomar una decisión, ya no la tengo.
27 de julio
Por primera vez he soñado esta noche con Jules. Él estaba, como yo lo estoy, desolado por él, y estaba conmigo. Caminábamos por una calle que tenía un vago parecido con la rue Richeliu. Yo sentía que llevábamos nuestra pieza a algún director de teatro. En el camino, encontrábamos amigos, entre otros Théophile Gautier. El primer movimiento de unos y otros era el de acercarse para manifestar sus condolencias, interrumpida de pronto por la vista inesperada de mi hermano quien, según su costumbre, marchaba en mi sueño un poco detrás de mí. Y yo estaba en una duda terrible, desgarradora, entre la certeza de su vida afirmada por su presencia junto a mí y la certeza de su muerte que recordaba en ese momento, el recuerdo muy claro de las esquelas de su muerte, aún esparcidas en la mesa de la sala de billar.
Hay aquí un callejón que no tiene más de dos pies. En este callejón hay una casucha sin cortinas en la que, a través del vidrio, se ve una cabeza de Antinoüs de yeso y un candelero representando a un gendarme coloreado, en el que está plantada una vela. En la puerta, un pedazo de papel tiene escrito: para viajeros modestos, MADAME BONDIEU.
30 de julio
En este pueblo, en esta casa, donde desde hace veinte años veníamos todos los años, los dos, cada paso remueve el pasado, que hace brotar los recuerdos. Este fue nuestro refugio después de la muerte de nuestra madre, nuestro refugio después de la muerte de la vieja Rosa; este ha sido el lugar de nuestras vacaciones cada verano, después del trabajo del invierno, después del libro publicado en la primavera. En los senderos olorosos de lavanda, bordeando la Sena, sobre sus rápidos, atravesados con grandes garrochas, compusimos juntos las descripciones de CHARLES DEMAILLY: En esta iglesia, dibujamos juntos el vitral de la PROMENADE DU BOEUF GRAS. Ahí, en la bodega de vinos, está el lugar donde supimos de la muerte de nuestro querido Gavarni. Sobre esta cama, que permanece igual a como estaba, cuando Jules se acostaba junto a mí, está depositada la carta de Thierry que nos apresuraba a regresar para poner la repetición de Henriette Maréchal.
Y cuando remonto todos los años transcurridos, es de esta puerta que nos veo salir en camisa blanca, la mochila en la espalda, para nuestro viaje por Francia en 1849, él con su rostro tan delicado, tan rosa, tan imberbe, que pasaba, por los pueblos que atravesábamos, por una mujer que yo habría raptado.
Auteuil, 5 de agosto
Días yendo y viniendo por esta casa, como un alma en pena. Es la verdad.
Desde el gabinete des Stampes, veo a la gente correr en la rue Vivienne; me pongo a correr detrás de ellos.
La Bolsa de arriba abajo, no hay más que cabezas desnudas, el sombrero en el aire con, en todas las bocas, una MARSEILLAISE formidable, cuyas descargas apagan en el interior el murmullo de la bolsa. Jamás había sido testigo de un entusiasmo parecido. Camino entre hombres pálidos de emoción, de niños saltando, de mujeres con gesto achispado. Capoul canta LA MARSEILLAISE en lo alto de un ómnibus, en la plaza de la Bolsa; sobre el bulevar, Marie Sasse la canta de pie en su coche, casi transportada por el delirio de la población.
Pero el despacho que anuncia la derrota del príncipe de Prusia y la captura de 25 000 prisioneros, este despacho que todos juran haber visto con sus propios ojos, este despacho, dicen, pegado en el interior de la Bolsa, este despacho que en una extraña alucinación, la gente cree ver, señalándome con el dedo: “¡Vea, allí! Señalándome el fondo de un muro donde no hay nada –ese afiche no lo pude descubrir.
Domingo 7 de agosto
Un silencio espantoso. Sobre el bulevar ni un coche que ruede; en la ciudad, ni un grito que denuncie la alegría de un niño: y en el horizonte, un París en el que el ruido parece haber muerto.
Lunes 8 de agosto
Leo esta mañana, en su recamara, las últimas tristes notas que su mano escribió.
Siento menos mi soledad en medio de las multitudes emocionadas, en las que me arrastro todo el día, fatigado hasta el punto de casi no poder caminar, pero marchando siempre, mecánicamente.
Miércoles 10 de agosto
Todo el día vivo en la espantosa emoción de la gran batalla que va a decidir el destino de Francia.
Voy a Saint-Gratien; la princesa está en parís, para estar más cerca de las novedades. Zeller, solo en la casa, para que no se quede librada completamente a los domésticos. Uno siente ya hacerse el vacío, poco a poco, pérfidamente, en la residencia imperial.
Sábado 13 de agosto
Hoy, en el hotel de la rue de Courcelles, encuentro a la Princesa en el pequeño salón que precede al comedor íntimo durante el invierno.
Los muebles están cubiertos con fundas y se percibe en la semi penumbra provocada por las persianas semi cerradas, un comienzo de mudanza. Inmóviles y taciturnos, en la triste luz opaca, los matrimonios Benedetti y Reiset.
La Princesa, vestida de negro, una pierna cruzada sobre la otra, agita febrilmente en el vacío un botín colérico. Tiene los labios apretados para no hablar, para encerrar ahí dentro la tempestad de sus emociones, que de tanto en tanto, y a pesar de ella, sin embargo, brota en la forma de una débil imprecación que ella quiebra e interrumpe casi de inmediato, para retomar su máscara hostil y sacudir el aire de su botín. Un instante, con una voz estridente e ironías que la dibujan, se ríe de las atenciones y cuidados que tenía la querida emperatriz por el cáncer de Goltz.
Domingo 14 de agosto
Estoy triste por mi hermano, estoy triste por la suerte de la Patria. No puedo quedarme en casa, tengo necesidad de cenar con amigos, o por lo menos con conocidos. Le voy a pedir a Charles Edmond, un poco a la aventura, que cenemos. Encuentro en la casa de Bellevue, a punto de sentarse a la mesa, a Berthelot y Nubar-Pacha, un europeo al cual el largo paseo por Egipto le ha dado una especie de conformación de cabeza oriental y una cara fina y diplomática de la cual la risa muestra a veces los dientes blancos de un salvaje.
A causa de nuestros reveces, de la incompetencia general, del favoritismo de los hombres por el poder personal. Berthelot, a quien nuestra humillación ha enfermado, es elocuente, verdaderamente elocuente, con una voz quebrada. Nubar nos deja entender, con sobrentendidos, el robo en todas las altas esferas del gobierno. La respalda con la implacabilidad de este gobierno con los débiles. Habla de las lágrimas que ha derramado en treintainueve años, lagrimas verdaderas, a consecuencia de una entrevista con el ministro de Asuntos Extranjeros, a propósito de la exigencia de Francia, que se hizo, afirma, de toda la deuda de Egipto. Después interroga a Berthelot sobre la raza egipcia; le pregunta de qué maldición ha sido víctima, por qué no es perfectible, por qué los hijos de los felahs son inferiores a los felahs, por que el joven egipcio, que aprende con mayor facilidad que el europeo detiene a los catorce años su desarrollo intelectual, por qué en todos los egipcios de talento, que él ha estudiado de cerca desde el gobierno de Méhémet-Ali, ha notado la ausencia de un espíritu íntegro.
En camino, a galope en su rápido coche, corriendo a París en busca de noticias de informes, Nubar me cuenta que en Abisinia, cuando se ha cometido un homicidio, la familia del asesinado pasa siete días y noches prodigando maldiciones alrededor de la casa del asesino. Es muy raro, agrega, que el asesino no acabe miserablemente. Para mí, es el concierto de maldiciones que se produjeron después del 2 de diciembre, que tiene su efecto hoy, en este triste y lamentable fin de reino.
15 de agosto, 8 horas.
Cuando cae la noche, a la hora de fumar y de la formación del ensueño de las ideas, no tener más a mi lado en la penumbra del crepúsculo, a su pensamiento original, su palabra delicadamente paradojal… es la hora en que me siento más solo.
Viernes 19 de agosto
La emoción de esas ocho horas ha dado a la población parisina el aspecto de un enfermo. Vemos en sus rostros amarillos, crispados, tirantes, todos los altibajos de la esperanza por las que los nervios de París han pasado desde el 6 de agosto.
Me siento sorprendido al leer las cartas del paisajista Rosseau, el mismo aspecto afectado, retórico, sofista, que hay en todos los grandes virtuosos del dibujo y de la pintura, comenzando con Gavarni y acabando con Rosseau, de todos los pintores de talento que he conocido.
20 de agosto
Hoy se cumplen dos meses de que murió. ¡ya!… y sin embargo estos sesenta días me han parecido tan largos.
Al salir del cementerio, le hago una visita a Feydeau; y durante una hora lo oigo quejarse del egoísmo de sus amigos, de la falta de dinero, de que no puede tomar un coche para pasearse. Alrededor de esta lloriqueante mendicidad, saliendo de la inmovilidad del paralizado, en una bata de cachemira blanca, va, viene, ordena, desordena la mujer de Feydeau, feliz, sonriente, deslumbrante, despreocupada, arrogante.
21 de agosto
En el bois de Boulogne.
Ver caer bajo el hacha esos grandes árboles, con el tambaleo del herido a muerte; ver, ahí donde había un cortinaje de verdor, ese campo de estacas angulosas relucientemente blancas, este rastrillo siniestro, te llena de odio por estos prusianos que provocan estos asesinatos de la naturaleza.
Regreso todas las tardes en tren con un anciano al que no conozco por nombre, un anciano inteligente y hablantín, que parece haber vivido en todos los mundos y poseer su crónica secreta.
El habló ayer del emperador y contó de su matrimonio. La anécdota, la recibió de Morny, quien le dijo que la supo por el emperador. Una noche, el emperador le pregunta a Mlle de Montijo, con cierta insistencia e invocando su honor, como uno invocaría el honor de un hombre, si había tenido un amante. Mlle de Montijo respondió. “Lo engañaría, Sir, si no reconociera que mi corazón se ha expresado muchas veces; pero le puedo asegurar que soy mademoiselle de Montijo”. Con la doncellez así afirmada, el Emperador le dijo: “Muy bien, Mademoiselle, será usted emperatriz.”
Saint-Victor me dijo, en estos días: “¡Qué tiempos, en que no se puede leer un libro!
22 de agosto
Voy a ver a Théophile Gautier, que llora conmigo, la casa que ha arreglado, el angulus ridens y artístico de su vejez.
En los bulevares vemos a los hombres, a las mujeres interrogar con los ojos los rostros que pasan, tender el oído a la boca que habla, inquietos, ansiosos, estupefactos.
Martes 23 de agosto
Encuentro en la estación de tren de Saint-Lazare un grupo de una veintena de zuavos, restos de un batallón que ha servido bajo Mac-Mahon. Nada es admirable, nada tiene estilo, nada es escultural, nada es pictórico en estos reventados de la batalla. Llevan en ellos una lasitud que no es comparable a ninguna lasitud, y sus uniformes están gastados, desteñidos, deslavados, como si hubieran bebido el sol y la lluvia de años enteros.
Esta noche en lo de Brébant, no asomamos a la ventana, atraídos por los gritos de la muchedumbre al paso de un regimiento que parte. Renan se aleja de ahí rápido, con un gesto de desprecio y estas palabras:
“En todo eso no hay un solo hombre capaz de un acto de virtud.
––¿Cómo, de un acto de virtud? le gritamos. ¿No es un acto de virtud el acto de abnegación que les hace dar la vida a estos seres sin nombre, anónimos, privados de gloria?”
¡Ah! ¡Que no me hablen más de esos idealistas, de esos sofistas humanitarios, en los que siento, apenas discreta, la antipatriótica admiración por los prusianos, esa mezcla de hurón y de profesor de ciencias exactas!
25 de agosto
Veo esta casa atiborrada de libros, de objetos de arte, de grabados, de dibujos, que si todo ardiera harían un hueco en la historia de la Escuela Francesa; y estas cosas que alguna vez fueron mis amores y mis entrañas, ya no tengo la resolución de salvarlas.
Cena en lo de Banville, rue de Buci. Un alojamiento pobre y burguesamente amueblado, con muchas fotografías. Ahí dentro, una mujer cerca del rincón, de ojos y de cabellos de un negro lorenés, flanqueada por un hijo, un pequeño desgarbado, endeble y linfático.
Es siempre encantador ese espíritu, fino, agudo, felino, que brota de esa máscara viva y móvil de pantomima, de la ironía sonriente de sus ojos. Se inspira con Sarcey, su ingenuidad, su candidez: “He aquí lo que un día me dijo, a propósito de mis libros, como cumplido: “Sabe usted, yo no entiendo nada de mitos…” Otro día en que ideaba un folletón sobre los vestidos teatrales y que me consultó sobre los documentos, las imágenes de Watteau, me interrumpió con esta frase: “Debo reconocer que las cosas plásticas no me dicen nada.” Y eso es todo lo que él dice, siempre seguido y acompañado de “¡No hay más que ideas!”
Durante una hora, una lluvia fina de golpes espirituales de sable, lanzados por un presto Arlequín sobre la espalda del gordo representante del Buen Sentido.
Cenamos. El ama en bata de franela a cuadros negros y blancos; el muchachito finamente vestido de drill gris. Hay sobre la mesa un servicio de loza rústicamente aldeana. Un interior suave y tranquilizador, donde la bohemia envejecida aburguesa sus Inválidos.
Por momentos aparece el perfil demacrado de una criada miserable que pasa un plato y se arrincona en la cocina, donde uno escucha como lengüetazos de un animal. Es, me dicen, un pobre niño hambriento que se come cuatro libras de pan por día, que es, por ahora, el pequeño doméstico del muchachito de la casa y que, en el futuro, se convertirá en su ayudante de pintor.
En el fondo, uno siente en la mujer una profunda ternura por Banville, ternura un poco maternal y que trata al amante con el nombre de Mi hijo, le raciona las bebidas, lo atormenta con esos pequeños cuidados que exige su estado crónico de enfermo, su respiración jadeante y sibilante en medio del raudal cómico de sus palabras.
Es agradable oírlo maltratar a los jóvenes poetas que toman su casa por asalto con el pretexto de pedir sus consejos. Él los abruma por su presunción, su vanidad, su ignorancia, su suciedad, su falta de delicadeza que ellos llevan al punto de comerse la pierna de cordero o la comida enfriándose en el comedor.
Como todas las bujías están encendidas le pregunto si esta iluminación a giorno era en mi honor, me responde: “No. En la noche tengo la tendencia a ver fantasías y no lo real; y para mi trabajo de noche tengo necesidad de todas mis bujías.”
26 de agosto
En el tren del Este.
En medio de cajas, de cestos, de bultos de ropa vieja, de canastillas, de botellas, de colchones, de edredones, atados con gruesas cuerdas que mantienen el conjunto bamboleándose y cayendo con todas esas cosas discordantes, los ojos vivaces de los pequeños campesinos refugiados, arrellanados en los huecos e intersticios.
Y adelante, con un perro de caza sobre sus pies y una maleta junto a ella, una vieja lorenesa con un bonete de piqué pardo saca de tanto en tanto de una canasta uvas que pasa a sus pequeños hijos.
Sábado 27 de agosto
Zola viene a desayunar conmigo. Me habla de una serie de novelas que va a hacer, de una epopeya en diez volúmenes, de la Histoire naturelle et sociale d’une famille que tiene la ambición de intentar, con la exposición de conductas, caracteres, vicios, virtudes, desarrollados por el medio y diferentes como las partes de un jardín donde hay sombra o hay sol.
Me dice: “Después de analizar las infinitas partes del sentimiento, como ha sido realizado por Flaubert en Madame Bovary, después del análisis de las cosas artísticas, plásticas, nerviosas, como ustedes han hecho, después de esas obras-alhajas, esos volúmenes pulidos, no hay ya lugar para los jóvenes, no hay nada qué hacer, nada para constituir, para construir un personaje. No es más que por la cantidad de volúmenes, por el poder de la creación, que uno puede hablarle al público.”
Domingo 28 de agosto
En el bosque de Boulogne, donde jamás había visto más que seda entre el verde de los árboles, veo un gran cacho de blusa azul, la espalda de un pastor, cerca de una pequeña columna de humo azulado; y alrededor ovejas paciendo, a falta de hierba, el follaje de fajinas olvidadas. En las alamedas de las carrozas, los grandes bueyes extraviados y desorientados vagan en rebaños.
Ovejas por todas partes. Aquí, al borde del sendero, echado sobre un costado, un carnero muerto, la cabeza de cuernos encorvados aplastada y rezumando un poco de agua sanguinolenta, extendiendo una mancha roja en la arena –pobre cabeza que husmea, como en un beso, a todas las ovejas que pasan.
En cierto momento, una agitación. Por todas las aberturas, por todos los huecos entre las hojas, se observa un rebaño de cien mil bestias perdidas abalanzarse a una puerta, hacia una salida, parecido a una avalancha de Castiglione. Y en el polvo tornasolado, sobre el talud de las fortificaciones, las líneas apretadas de las innumerables ovejas parecen pequeños muros superpuestos que una perturbación visual ve correr.
Y la charca de Auteuil, a medias seca por los corderos que beben arrodillados en los cañaverales.
30 de agosto
Desde lo alto del ómnibus de Auteuil, en la parada de Trocadero, percibo en la claridad cegadora, sobre la gran plancha gris del Champ-de-Mars, un hormigueo de pequeños puntos rojos y azules de soldados de infantería.
Desciendo y me veo en medio de pequeñas tiendas, donde en el triángulo de sombra se observa, aquí, la empuñadura del sable de un oficial, allá, la cabeza curtida de un soldado de a pie en la paja, cerca de su calabacino; en medio de pabellones brillantes, en medio de cocinas con marmitas de hojalata sobre el fogón; en medio de las reparticiones de polainas, en medio de los retretes a cielo abierto, que forman mangas de camisa de un bello tono de blanco enmohecido. Los soldados rellenan sus bidones con las botellas que un marchante de vino lleva en un carrito de mano. Otros besan a una marchanta de manzanas verdes que ríe.
Yo me paseo en esa animación, ese movimiento, esa alegría del soldado francés dispuesto a partir hacia la muerte, cuando la voz cascada de un hombrecito patituerto y hoffmanesco lanza este grito: “¡Plumas, lápices, papel de carta!” Un grito lanzado con una entonación tan extraña que uno diría un memento fúnebre, una especie de aviso así formulado: “Messieurs les militaires, ¿y si piensan un momento en sus testamentos?”
31 de agosto
Esta mañana con la aurora, comienza la demolición de las casas de la zona militar, en medio de un desfile de mudanzas del barrio, que parece la migración de un pueblo antiguo. Esquinas extrañas de casas a medio demolidas, con restos de muebles heteróclitos. Por ejemplo, una peluquería, cuya fachada boquiabierta muestra olvidada la silla pretorial donde los lavanderos se hacían cortar la barba los domingos.
1ero de septiembre
Ayer, la Princesa me dijo que fuera a su casa, que no tendría a nadie. Llego. Las cortinas se han retirado de las ventanas. La Princesa como pasmada; repite muchas veces: “¡Era yo, si me hubieran dicho, el 1ero de agosto, lo que iba a suceder, era yo la que no lo habría creído!”
Cenamos. Alrededor de la mesa está el viejo Giraud, Popelin, Soulié, Zeller, el nuevo rector de la universidad de Estrasburgo, su hija. Cada uno con sus novedades que han sacado del Figaro o del Gaulois. Nadie sabe nada. Se compadecen de los habitantes de Estrasburgo, sobre todo de sus manuscritos. Uno dice que la aguja de la catedral se derrumbó. La Princesa, que está en otra parte, suelta. “Pero, ¿esa iglesia no era sólida?”
Nadie tiene el valor de reírse de la ingenuidad.
Fumamos después de la cena en el salón pequeño; y como la Princesa se queja del mal olor, todo mundo va a fumar al salón de la antecámara, a excepción sólo de Popelin, quien metido en un sillón en medio del salón lanza el humo de su cigarro al plafón, como verdadero señor de la casa. Acabado su cigarro va a sentarse al sillón que toca el extremo del canapé donde la Princesa tiene la costumbre de hacer punto que resulta en chalecos blancos, soltando de tanto en tanto una frase cortante, contradictoria, extremadamente desdeñosa. ¡Pobre mujer! ¡Echarle mano al hombre que mejor podía exhibirla!
Llega Nieuwerkerke, y nada más curioso que el saludo entre el viejo y el nuevo amante. Después llega de improviso Abbatucci, que repite sin ninguna idea y, todavía peor, sin ninguna novedad. En esta casa de la prima de Napoléon, para saber alguna cosa, uno se ve reducido a enviar a comprar le Soir y a esperar lo que verá en la noche el médico de Palikao.
2 de septiembre
Encuentro, al salir del Louvre, a Chennevières quien me dice que parte mañana para Brest a fin de escoltar el tercer convoy de pinturas del Louvre, que han sacado de sus marcos, enrollado y envían para salvarlas de los Prusianos al arsenal o al baño de Brest. Me describe el triste y humillante espectáculo de este embalaje, y Reisset llorando a lágrima viva frente a La belle jardinière en el fondo de la caja, igual que frente a un muerto querido en el momento en que va uno a meterlo al ataúd.
En la noche, después de la comida, vamos al tren de la rue d’Enfer; y veo las diecisiete cajas que contienen a Antiope, los más bellos venecianos, etc. esas pinturas que se creían acopladas a los muros del Louvre para toda la eternidad y que no son más que paquetes protegidos contra las desventuras del desplazamiento y del viaje por la palabra frágil.
No es vivir, vivir en este gran y espantoso desconocimiento que nos rodea, que nos oprime.
Las cosas mueren como los hombres. Chennevières me dijo ayer que el tejido de Argentan, de 1815 a 1830, había sido completamente olvidado y que sin el recuerdo de dos viejas solteronas, que aún sobreviven, no podría haberse encontrado. Pero hay una variedad de ese tejido que se ha perdido.
¡Qué aspecto de París esta noche, con el golpe de la derrota de Mac-Mahon y de la captura del emperador circulando en los grupos! ¿Quién podrá pintar el desaliento de los rostros, las idas y venidas de pasos inconscientes azotando el asfalto al azar, las conversaciones ansiosas de los tenderos y de los conserjes en el umbral de las puertas y de las tiendas, la sombra de la multitud en las esquinas, en las proximidades de la alcaldía, el asalto al quiosco de los periódicos, la triple línea de lectores bajo cualquier mechero de gas y en las sillas de las trastiendas, el quebranto de las mujeres, que uno ve solas y sin sus hombres?
Después el clamor rugiente de la multitud, en la que la cólera sucede a la estupefacción. Después las grandes bandas recorren los bulevares, precedidas por banderas y al grito encrespado de ¡deposición! ¡Viva Trochu! En fin, el espectáculo tumultuoso y desordenado de una nación que va a perecer o a salvarse mediante un monstruoso esfuerzo, mediante lo imposible de las épocas revolucionarias. [1870]