Valeria Luiselli: Partir es morir un poco

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I

Era 21 de junio de 2014. En el portal digital de la BBC apareció un artículo sobre la crisis migratoria de Centroamérica, México y Estados Unidos. El texto se titulaba “EE. UU. Desbordado por la ‘crisis humanitaria’ de los niños sin papeles”. Escrito por Jaime González, el cuerpo del artículo abundaba en la detención de más de 46,000 niños que viajaban desde Centroamérica sin compañía adulta. Barack Obama, entonces presidente de los Estados Unidos, había calificado este fenómeno como una “crisis humanitaria” y, sin embargo, ni el albergue ni el proceso legal de los niños prometía procesos sin violencia. González cita una entrevista que sostuvo con Lindsay Tocylowski, representante de la Esperanza Immigrant Rights Project (EIRP): “A algunos niños se les es ha negado la asistencia médica, comida y agua, y algunos han sido abusados física y sexualmente. Creemos que los agentes fronterizos no están capacitados para cuidar de estos menores”. Surgía la visibilización de un fenómeno que había comenzado hacía mucho tiempo. Con todo, el futuro no daría respuestas.

Al tiempo que Jaime González escribía este texto para la BBC, Valeria Luiselli —una joven escritora que terminaba su doctorado en literatura comparada en Columbia— trabajaba en la Corte Federal de Nueva York como traductora. “Tomé notas sobre la idea de niños migrando solos a través de fronteras nacionales por el mundo […] Pero hubo un momento en que me involucré de manera directa y cotidiana con la diáspora infantil que empezó a llegar a partir de 2014”, contó Luiselli para Revista Ñ. Imagino que en algún instante de alguna noche perdida, tal vez en el vértigo de la confusión social, política  y personal de su labor, Luiselli pensó en la posibilidad de escribir una novela con un tema semejante. ¿De qué manera la literatura entra en este laberinto de exilio, persecución y violencia? ¿Cómo representar el dolor, la soledad, la partida? ¿De qué nos sirve la literatura en circunstancias como éstas? Cinco años después, en 2019, aparecería la novela Lost Children Archive en los estantes de las librerías, publicada primero en inglés, bajo el sello editorial de Knopf Doubleday. Unos meses más tarde, la editorial Sexto Piso (que ha acompañado a Luiselli desde sus primeros libros) publicaría la traducción conjunta al español de Daniel Saldaña París y la autora, pero con un título que, a mi parecer, es mucho más apropiado: Desierto sonoro.

II

El tema de la migración en Valeria Luiselli no es nuevo. Hija de Cassio Luiselli Fernández, ex embajador de México en Sudáfrica, la niñez de la escritora fue nómada. En Sudáfica, en la India, en México, en los Estados Unidos, la escritora mexicana creció entre diversas lenguas, colores de piel y culturas. La migración —ese itinerario inmemorial del ser humano que produce una colisión de distintas lenguas y costumbres y consciencias— ha sido un tema importante en su narrativa y en su ensayística. Una vez establecida en los Estados Unidos, Luiselli se propuso ahondar en los problemas éticos, profundamente políticos, que supone representar la migración en la literatura. En 2016, la mexicana publicó Los niños perdidos. Un ensayo en 40 preguntas. Esta obra ensayística, brillante en sí misma, puede entenderse tal vez como prólogo a Desierto sonoro; se trata de un texto reflexivo sobre las violencia que hostiga a los migrantes ilegales —infantiles y adultos— en los Estados Unidos. El periodista Rubén Aguilar ha escrito para Animal Político que

El libro de Luiselli, un ensayo a medio camino entre la crónica y el reportaje, es un ir y venir entre la trágica vida privada de estos niños que huyen de la violencia y la inseguirdad en sus países de origen, y la vida pública que deja ver, que disecciona, como opera el sistema migratorio de los Estados Unidos.

Mientras en Los niños perdidos la autora ensaya preguntas, conjeturas, relatos autobiograficos y crónicas, Desierto sonoro, como novela, hace lo que la mejor narrativa hace: producir comprensión, una comprensión extraña, de una especie que alumbra un horizonte oscuro que uno asumía que existía pero que no terminaba de ver.

La historia que cuenta Desierto sonoro es la de un viaje que ha comenzdo en Nueva York y que terminará en Nuevo México. (¿Será el prefijo “Nuevo” —del lugar de inicio y del final del viaje— una señal elusiva de los orígenes políticos, claramente migratorios, estadounidenses?). Un Volvo recorre los más de tres mil kilómetros de carretera que lapidan ciudades, pueblecillos y desiertos. Cuatro son los persoajes: una madre, un padre, un hijo de diez años y una hija de cinco. No sabemos el nombre de ninguno. Cuando se hospedan en hoteles, duermen en la misma habitación; pasan horas juntos dentro del automóvil; los niños hacen preguntas, los padres responden, explican. El propósito del viaje de la madre es llegar a Nuevo México y Texas e involucrarse periodísticamente en el conflicto migratorio; el del padre es llegar a la Apachería y documentar los sonidos de esta comunidad antigua, “los últimos hombres libres del continente”. Todos están juntos, pero saben que, al término del viaje, la seperación es inevitable. La vida dejará de ser como  había sido.

No sé qué les diremos a los dos niños en el futuro, mi marido y yo. No estoy segura de qué partes de nuestra historia decidirá, cada un por su lado, editar o suprimir, ni qué secciones reordenaremos e insertaremos de nuevo para crear la mezcla definitiva  —y eso que suprimir, reordenar y editar mezclas finales es, quizá, la descripción más precisa de nuestro oficio—. Pero los niños harán preguntas, porque preguntar es lo que los niños hacen (p.13).

En la carretera, entre las preguntas de los niños, los comentarios políticos de la madre y las explicaciones históricas del padre, escuchan audiolibros —por ejemplo, La carretera de Cormac McCarthy y El Señor de las moscas de William Golding— y música. Una canción en particular parece engendrar la atmósfera de la novela: “Space Oddity” de David Bowie. Su letra toma relevancia con las páginas. Sin ninguna razón explícita, esa canción parece entrañar el tema central de la novela. ¿Qué tema? ¿Cómo lo hace? ¿Y por qué esta canción?

En la novela hay dos narradores: la madre y el hijo. Al relato de la madre, en primera persona, lo estructuran los recuerdos y lo empapa una nostalgia —mejor: un dolor seco— de su matrimonio roto. Su historia es, a la vez, muchas historias: primero, la historia de su vida de periodista, y, después,  la de su labor de documentar los sonidos de Nueva York —grabar en audio a la infinita Babel—; la historia de amor y desamor con su marido; la historia que le ha dolido y desconcertado: la de su amiga Manuela y sus hijas pequeñas, migrantes ilegales perdidas en algún lugar del sur de Estados Unidos. Desierto sonoro es un viaje y es también un archivo, tanto físico como auditivo. Los capítulos están dispuestos como cajas con papeles, libros y mapas. Entre los volúmenes de alguna de las cajas, está Elegía de los niños perdidos, una novela en la que la madre encuentra cierta consolación —a pesar de la crudeza con que describe el éxodo de los niños que cruzan la frontera sin sus padres y de manera ilegal— y cuyos capítulos se trenzan con la narración principal (una novela dentro de otra novela). Desierto sonoro es una cartografía familiar y personal, pero una muy particular que vamos trazando conforme pasan las páginas.

El segundo narrador es el hijo que, al ver a su madre preocupada por los niños migrantes perdidos en la frontera, decide tomar a su hermana de cinco años, a la que llama Memphis, y perderse con ella para que sus padres los busquen. El único testigo de esta decisión es el desierto infinito. El niño lleva consigo el libro de Elegía de los niños perdidos y lo usa como mapa y como refugio. En su travesía, los niños son parte y testigos de verdaderas tragedias, pero sus miradas las cubren de inocencia:

Llamando a Major Tom.

Checando el sonido. Uno, dos, tres.

Aquí Ground Control. ¿Me copias Major Tom?

Esta es nuestra historia y la de los niños perdidos, desde el principo hasta el final, y yo voy a contártela, Memphis (p.237).

 

La canción de Bowie vuelva a integrarse, ahora en la voz del niño. La tragedia se vuelve una aventura y un juego, pero nunca se trivializa. La última parte de la novela es de suma intensidad: una sola oración y decenas de páginas. Echando mano de las enseñanzas de Virgina Woolf en Ms Dalloway y, quizá de manera elusiva, de Roberto Bolaño en Nocturno de Chile, la narración de ese capítulo es una especie de consciencia externa y continua que entra y sale de la mente de los personajes y parece provocar un choque entre la realidad de Desierto sonoro y la de Elegías de los niños perdidos, la novela dentro de la novela. ¿Acaso la literatura se está saliendo de las páginas? ¿Acaso la literatura está produciendo realidad?

La idea sustancial, me parece, es que la literatura se vuelve una mediación entre lector y realidad. Quiero decir: la literatura contamina mi mirada; mi realidad está cubierta con la tolerable tela de la literatura. Y ante el desórden y el horror de la realidad, la literatura —mapa y brújula— pone orden. En la amibguedad de la literatura, el lector —la madre, el hijo, el que escribe este texto, usted, lector que devorará Desierto sonoro— puede encontrar el camino que tanto ha buscado: ¿una consolación?, ¿un refugio?, ¿un futuro?, ¿una posibilidad?, ¿una respuesta?

III

Desierto sonoro es —creo— un título más apropiado que Lost Children Archive. Desde luego, ambos títulos son inequiparables, pues las lenguas son distintas y, por ello, pertenecen a tradiciones estéticas diferentes. Pienso, sin embargo, que la imagen de un desierto sonoro (en español) es más persuasiva que la de un archivo. En ella,  hay sequedad, hay sed, hay desorientación, hay desesperación. Además, la imagen toca algunas raíces de la narrativa mexicana. ¿No tiene un aire de familia con “la lumbre del sol alto, a las luces de la tarde” de Al filo del agua? ¿No hay algo de “los murmullos” de la Comala de Pedro Páramo: un pueblo abandonado de la mirada de Dios, en donde lo único que quedan son el aire caliente, los sonidos y las voces de otros tiempos? En la novela de Luiselli, el desierto es un mar de luz, deslumbrante y vacío, y, sin embargo, los personajess buscan incesantemente los sonidos que puedan darles una pista sobre los otros y sobre sí mismos. Pues, ¿cómo ser en el desierto, cuando la referencia son la luz y el horizonte infinitos? ¿Cómo ser en el vacío? ¿Cómo buscar algo? ¿Cómo buscarse a sí mismo? ¿Cómo encontrarse sin tener a alguien más? Y acaso aquí tome relevancia “Space Oddity”, de David Bowie:

Ground Control to Major Tom

You´re off your course

Direction´s wrong

Can you hear me, Major Tom? […]

Far above the moon,

Planet Earth is blue,

And there´s nothing I can do.

 

Ese “I” o “yo”, en la canción de Bowie, se desvanece en la música. Se pierde en el fondo. Las voces de los niños perdidos —los hijos que se pierden, pero sobre todo lo niños migrantes— se convierten en dolorosos ecos. Ecos en busca de ser escuchados. Ecos que siguen rondando por un encarnizado desierto. Ecos que, con las páginas, parecen más distantes. Sonidos fantasmas. Sonidos solitarios. ¿Encontrarán un hogar? ¿Llegarán al final?

IV

Escribo estas líneas el 10 de marzo de 2020. Han pasado casi seis años desde que la BBC publicó el texto de Jaime Gonzalez, “EE. UU. Desbordado por la ‘crisis humanitaria’ de los niños sin papeles”. La resolución no ha llegado. La violencia se impone. Eso, sin embargo, no quiere decir que no se esté haciendo nada. Organizaciones no gubernamentales, asociaciones civiles, un sinfín de abogados y periodistas se han enfrentado al problema titán que tienen enfrente. El arte no se queda atrás: Valeria Luisell ha conseguido armar una novela —una pedacería de tradiciones, de voces, de fotografías, de nombres— con un profundo significado político. Desierto sonoro habla de un desierto en el que circulan los ecos de las voces de los personajes. Los ecos de los migrantes. Ecos que desfallecen en el espacio. Ecos que surgieron de unas voces, voces que surgieron de unos cuerpos, cuerpos que han dejado su hogar para aventurarse en un laberinto perfecto. Luiselli escribe sobre un viaje, pero nada tiene que ver con un Ulises y su Ítaca. Desierto sonoro busca decir otra cosa. ¿Qué? El epígrafe de la novela, sustraído de la Oración de migrante, nos lo revela:

Partir es morir un poco.

Llegar nunca es llegar definitivo.

 

 

Valeria Luiselli, Desierto Sonoro, Sexto Piso, México. 2019, 460p.