Margarita García Robayo: Contar al revés

303

Dice Margarita García Robayo que su escritura se construye desde un lugar sin nombre, un sitio al borde del mar Caribe en donde la línea del horizonte levanta su cerco despiadado alrededor de los costeños. Basta saber que Margarita es de Cartagena de Indias para anclar su narrativa a un trozo concreto de mundo, pero, por supuesto, no se trata de eso. La primera vez que leí Hasta que pase un huracán el fogonazo fue inmediato: una novela que hablaba de Cuba sin hablar de Cuba en la lengua desencantada de quienes perdieron su pulso con el tiempo. El párrafo inicial opera sobre la historia que está por desenrollarse a modo de fuerza centrípeta hacia la que toda fuga. “Lo bueno y lo malo de vivir frente al mar –escribe– es exactamente lo mismo: que el mundo se acaba en el horizonte, o sea que el mundo nunca se acaba. Y uno siempre espera demasiado. Primero espera que todo lo que está esperando le llegue un día en un barco, y cuando se da cuenta de que nada va a llegar entiende que tiene que salir a buscarlo”.

Desde que tengo una memoria adulta, la gente que me rodea ha querido irse. Esquivar el vértigo de la insularidad, la pobreza, la catástrofe política. Pisar tierra firme y triunfar. Las protagonistas de García Robayo se mantienen en ese estado de fuga latente cuya sintomatología fundamental son la expectación y el desencaje. Como una suerte de profecía familiar arrastrada en el ADN, la noción de equívoco aflora muy pronto y deja sus babas de caracol por todos los espacios en los que intentan acomodarse. Pero no hay acomodo posible, no hay salvación. El resentimiento funda su reino en las entrañas de quienes terminan largándose y las persigue y les cobra bien caro su deuda con lo que dejan atrás. Ante la pregunta de qué quieres ser cuándo seas grande, la niña de Hasta que pase un huracán responde: “extranjera”. Tiene siete años cuando lo dice y ya habla por las mujeres de las novelas que la colombiana aún no escribe. Habla también por García Robayo.

Margarita dejó Cartagena en el 2004, estuvo de paso por Barcelona, alguna ciudad de México, Bogotá, Buenos Aires (lugar donde terminaría quedándose). Para saltarse la valla del mandato familiar clasemediero, eso que ella misma denomina la cosa wannabe, aspiracional, puso tierra de por medio con el Caribe, su herencia, la idea del vínculo afectivo como una mitología a la que se asiente de manera tácita. Gracias a esa distancia, cuenta, pudo escribir. Lo paradójico es que el túnel que la sacó de la costa colombiana y la puso a circular por las arterias del mundo, terminó devolviéndola al punto de partida. Y allí sigue su literatura, cercada por una circunstancia que la constituye e irrita a partes iguales. La antropóloga argentina Rita Segato ha dicho que el criollo es alguien que quiere irse todo el tiempo. Yo, que vengo de donde vengo, una isla drenada por el abandono –todos los abandonos–, lo pondría en otros términos: el criollo es el primero en irse, el que más fácil lo tiene.

Los personajes de Margarita presuponen que la vida les debe algo, aunque no sepan exactamente qué ni el motivo de tal merecimiento. En la medida en que esa certeza se va volviendo espesa como un jarabe, comienzan a confundirse con lo que más detestan. Lo que piensan que no son. Miremos a la chica de “La encomienda” comprarse ese sillón Chesterfield ridículamente sofisticado, inmenso para el espacio de un departamento de tres ambientes que apenas logra pagar a fin de mes. Volteemos a la hermana “domesticada” –casada, con hijos y un horario de oficina– aquella que se aferra al cordón fraterno con el convencimiento de los que recitan mantras, mientras la protagonista asegura no conocer otro antídoto para la banalidad de las conversaciones familiares que el de la vileza.

En la contratapa de El sonido de las olas, libro de García Robayo que reúne tres de sus novelas cortas (“Hasta que pase un huracán”, “Lo que no aprendí” y “Educación sexual”) puede leerse que sus personajes se parecen unos a otros. Y la verdad es así, aunque esto por sí mismo no diga nada sobre la calidad de su ficción. Nada, al menos, que pueda interesarme demasiado, habituada como estoy a leer desde el potencial revulsivo de la voz. Margarita se instala en los corredores de la literatura con lo que tiene a su disposición, que no es poco, y opera en una franja de incómodo procesamiento para la academia y el lector adicto a la estabilidad: tramas que arrancan con fuerza y se van aleatorizando mientras la escritura avanza; estructuras imperfectas, falladas como la vida; personajes complejos, con la mirada lo suficientemente despierta para reconocer las miserias de la Latinoamérica desigual y clasista de la que provienen, pero incapaces de calibrar sus cuotas de participación en el asunto, los modos sofisticados en los que esparcen, allí donde van, las esporas del continuismo –el orden de las cosas– bajo la coartada del proyecto individual, el deseo de convertirse en escritoras o ganarse una beca para Holanda. Lo que querría decir, en todo caso, es que las protagonistas de la colombiana, más que parecerse a sí mismas, se parecen a nosotros. Hablan como nosotros, escapan de contextos similares (violentos, precarizados, liberticidas) y aspiran, de un modo despiadadamente exacto, a las mismas cosas. Esto no es algo que se nos revele inmediatamente, las señales aparecen cual puntos dispersos que vamos descartando con escepticismo hasta que alguno nos hace clic y echa a andar el proceso de reconocimiento. Es un momento de tensión, por supuesto, al que solemos contestar con el resentimiento de los personajes. Luego vamos entendiendo de qué va el asunto.

A veces da la impresión de que la escritura de Margarita, así de dispersa y eventual, mínimal en sus proposiciones argumentales, y calzada por diálogos a base de interjecciones y frases secas, es como esos fármacos de liberación prolongada que actúan en el organismo por acumulación. Sin golpes de efecto o emplastos retóricos, ordena un horizonte de sucesos trasminado por problemáticas esquivas a los didactismos de la alegoría y la trampa del victimismo. Aunque sus personajes se presentan con un propósito de vida más o menos claro, el cotidiano, ese desprecio de la realidad por la idea de futuro desactiva desde temprano cualquier tentativa épica. No existe tal cosa en esta parte del mundo. Hay, en cambio, modalidades domésticas de la subversión. En el pasaje final de Lo que no aprendí, una novela que da vueltas alrededor de la memoria familiar y su construcción a partir de imposiciones y equívocos, leemos: “Cuando mi madre volvió al teléfono me dijo: si no te gustan mis recuerdos, empieza a juntar los tuyos; y si tampoco te gustan esos, cámbialos, y así: es lo que hacemos todos. / Le contesté, todavía llorando: yo no sé hacer eso. Y ella: entonces aprende.”

Al igual que las madres de sus novelas, la colombiana no es indulgente con sus personajes. No les pasa la mano ni dramatiza. Eso se percibe en sus modos irreverentes –casi cínicos– de mirar y mirarse, y en la naturalidad con que muchos de ellos transitan las violencias a las que están expuestos. Dichas violencias son narradas con desconcertante laconismo, una suerte de registro reticente en el que todo lo que no se nombra termina fermentándose en el cuerpo de los protagonistas. Así, la incomodidad se instala en la lectura, aunque Margarita se encargue de limpiar la escena de juicios morales. Especialmente por eso, porque nos obliga a mirar como si se tratara, la violencia, de uno de los muchos árboles dejados atrás de camino a un pueblo de provincias. ¿Y no es esa invisibilidad, en última instancia, el corazón oscurísimo del problema? Un hombre manosea a una niña de doce años mientras le enseña a limpiar pescado. A pocos metros, su padre paga por vísceras y tripas para hacer aceite. “¿Viste lo que hizo Gustavo?, le pregunté cuando íbamos en el taxi, de vuelta a la casa. Mi papá manejaba lento, sonaba un bolero de Alcy Acosta. Te enseñó a limpiar el pescado, dijo. Sí, pero también… ¿También qué? No importa”. La chica y el pescador se harán amigos, compartirán el guiso y el ron, éste le contará historias de la mar, de su infancia en Valparaíso. Pero aquella vez, en la choza de Gustavo, el padre no vio, no registró. Un acontecimiento sin la densidad necesaria para activar el radar. No importa, dijo la niña.

Muy pronto, Margarita se dio cuenta de que quería escribir ficción. Hacía crónicas para revistas fuera de serie como SoHo, Don Juan, Gatopardo, sin embargo, en medio del éxito relativo de ese tiempo, ella pensaba obstinadamente en otra cosa. Aquel interés vaporoso que en un principio sólo marcaba direccionalidad terminó por volverse urgencia. Una piedra recién formada, que es áspera y hay que escupir. Margarita la llama así: una piedra. Sacársela de adentro y ponerla en la literatura. Ya en Argentina, se apuntó a uno de los talleres que impartía Liliana Heker porque quería herramientas, trucos, rutas por las que bajar al papel aquello que no hallaba acomodo dentro de su cabeza. Y terminó lográndolo, ya lo sabemos. Que en su escritura, como en esas aguas que bañan los litorales rocosos de La Habana, se deslizara la luz con insólita suavidad mientras el fondo preserva su espesura abisal. Es difícil transitar la costa, un trozo de océano empozado en donde es mejor no dar pie, en donde se lucha con el dienteperro, el musgo, los erizos negros. Se da un salto y se está en el mar, a dos brazadas de la inmensidad. La ficción de la colombiana fue ganando, de a poco, una cualidad parecida. En ello jugó su papel el taller de Liliana (allí escribiría los cuentos que conforman su primer libro: “Hay ciertas cosas que una no puede hacer descalza”, allí aprendió a guardar para luego los sobrantes de sus historias), pero también el choque con una manera específica de hacer literatura. Pensemos ahora en esa novelita corta de José Emilio Pacheco, Las batallas en el desierto, que le voló la cabeza a García Robayo y le hizo decirse: ¡conque esto puede ser la literatura! Pensemos en la sencillez de la trama, el gusto por el detalle, su desdén por la afectación; en la voz que narra como si paladeara cifras de un número larguísimo. Hay que mirar hacia allí para leer a Margarita, para entender las lógicas de un mecanismo ficcional que parece extenderse a ras del suelo, pero que opera en la vertical. En más de una entrevista, ella misma ha comentado la incidencia fundamental de la obra de Pacheco en su trabajo: “Cuando terminé de leer Las batallas en el desierto, recuerdo decirme a mí misma: «Esto es lo que yo quiero hacer. Este formato». Es una novela súper corta, pero muy profunda. Ese es mi objetivo. No sé si me sale, pero lo intento (…) Con Hasta que pase un huracán quería hacer algo similar: contar la historia de una chica que quiere hacer todo por irse de su país (…). Pero en el fondo, estaba contando la historia de una clase media resentida, de la falta de trabajo, de un país que no te da oportunidades y no te deja crecer, de los abusos. Es como si fuera un chorizo: embutir, embutir, embutir”.

El compromiso de la colombiana con este formato narrativo la lleva a saltarse ciertas cuotas de coherencia estructural, una rebeldía muy personal contra los principios del artificio literario. De ahí, que a veces burle el mecanismo y lo ponga a disposición de sus personajes. Y una termina siguiéndole el juego, porque lo que desea, a contrapelo de la verosimilitud, es escuchar a sus mujeres. De ello brota una suerte de poética autoral basada en la imperfección. Sus protagonistas encaran esos absurdos con relativa normalidad: se detienen por un momento y aguzan la vista, tratan de ajustarse, vuelven a los suyo. En La encomienda, por ejemplo, la aparición de la madre permanece como un misterio durante todo el libro, una especie de fotograma extraño colado de contrabando en la subjetiva de la hija. Pero la madre, que viene desde muy lejos (Colombia, el pasado, un pueblo de pescadores), tiene algo que decir(le), y eso basta para que su llegada se sostenga. También para que el resto de la novela se mueva en esa longitud de onda desprendida de la realidad, más propia de los sueños o los espacios aislados.

En Lo que no aprendí sucede otra cosa. Margarita erige el edificio de la infancia de Catalina, una niña de 11 años que admira a su padre con esa devoción destapada casi siempre por lo inaccesible, sólo para destruirlo de un manotazo ciento y tantas páginas más tarde. Una labor minuciosa de confección y rescate, la historia de esta familia cartagenera y del año 1991 cual encaje profuso hilado de miniaturas. A determinada altura, se pregunta uno el porqué de todo aquello. ¿Hay un relato? ¿Hacia dónde va? Pero a García Robayo no le interesa el relato, no de esa manera, lo suyo es una obstinación en el proceso mismo de la búsqueda. Escarba, husmea diarios de adolescencia, manosea el pasado tras la pista de indicios que le digan, de primera mano, cómo pasaron las cosas. Cuando descubre, bajo la hojarasca de la memoria familiar, el ojo ciego de la nada, Margarita comprende que está perdida: “Prendí el artefacto y lo puse a rodar. Y rodó bien porque estaba vacío”. El recuerdo, piensa entonces, no tiene que ver con la verdad sino con la insistencia. De ahí proviene la tradición: de insistir, insistir, insistir. En la segunda parte del libro, se desentiende de Catalina, toma distancia, deja de simular. La novela se ha vuelto un organismo que resiste, con ferocidad, las tentativas de la ficción por fundar realidad en sus entrañas. Eso ya lo sabíamos nosotros, los lectores, pero ser escritor –supongo– consiste en transitar esa imposibilidad de vuelta. Echarles un pulso a las versiones de la madre, el padre, los abuelos muertos; averiar de a poco la armazón de la historia antes de que esta termine, como un deslave de tierra, llevándose todo por delante. Con Alejandro Zambra, creo que la ficción triunfa cuando falla.

 

Al igual que los personajes de Margarita, los cubanos de mi generación nos fuimos lejos del mar Caribe. A muchos les ha ido bien, otros sobrevivimos. Allá siguen los padres, los viejos, los que no tienen cómo ni a dónde llegar, los encarcelados. A estas alturas, sin embargo, la gente ya sabe que el mar no devuelve las cosas, que es despiadado y se va a quedar con lo que alguna vez fue nuestro. Que salir huyendo no es ir a buscar nada en el mundo, aunque esta premisa resulte insoportablemente encantadora (“rueda bien porque está vacía”).

Me gusta leer Hasta que pase un huracán, la más cubana de las novelas de García Robayo, a la manera de esas historias sencillas, casi aforísticas, que nunca cuentan lo que creemos están contando. Historias de múltiples cabezas, en donde las preguntas flotan al aire como enigmas irresolubles. Margarita ha dicho que este libro nació de la rabia: ante la indolencia, el inmovilismo social colombiano, la desigualdad, el racismo, el clasismo criollo, la falta de oportunidades. Todo ello reverbera en su escritura y se pega al cuerpo de los personajes junto al sudor espeso de los trópicos. La expectación y el sentido de estancamiento se alternan en un ciclo ininterrumpido a lo largo de la narración, y uno termina por preguntarse cuál es la vía de escape. O si hay, en efecto, espacio para la salvación. Algo que irse, quedarse, regresar, seguir buscando restituya, cure, limpie de rencor. Pero la novela es más que esa paradoja. En su interior circula una sustancia insurgente que no quiere estarse quieta, y se posa detrás de la oreja para que la inconformidad deje de ser mera sospecha. Para que los hijos, contrario a los padres, no corten la cuerda que los ata al suelo recio de la realidad.

Yo pienso en Cuba, en mi padre enfermo, evadido hace años de la idea de presente, resistiendo el impulso de voltear alrededor y ver el país que no ha sido. Pienso en los idos, que son yo, y esos muchachos con los que me tropiezo de camino a alguna parte e identifico por el acento, último indicio de comunidad. Hay un pasaje del libro de Margarita en el que la protagonista observa a su hermano, que también quiere dejar Colombia, hacer ejercicios frente al espejo. El hermano levanta las pesas y cuenta las repeticiones en orden decreciente. “¿Por qué cuentas al revés?, le pregunté. Me dijo que así era más estimulante, que porque el uno no se movía, no se alejaba, estaba ahí, donde siempre había estado, al principio de todo”. A veces yo también pienso ese sitio, un lugar sin geografía clara en el que aún hay tiempo para la restauración. Remendar lo roto, imaginar un país. Reconforta la idea de dejar de respirar profundo, contar hasta cien, hasta el infinito; que se pueda voltear el sentido de las cosas, después de todo. Así, por ejemplo: tres, dos, uno. Uno.