Me temo que Alejandro Meneses desaprobaría ese conato de mitificación surgido alrededor, más que de su narrativa, de su persona. Si bien es cierto que quienes lo conocieron (poco o mucho tiempo, da lo mismo) están en condiciones de armar un rompecabezas del individuo, también es cierto que centrar la atención en ese nivel sólo conduciría a distanciarse de su obra. Cosa nada extraña, si sucediera, en una época de marcada proclividad por las presentaciones antes que por la lectura de los libros.
Reconozco que fue Meneses mismo quien aportó, naturalmente sin habérselo propuesto, algunos de los ingredientes que hoy se abonan con no poca ingenuidad. En Días extraños (1987), libro del cual el autor y yo nos ocupamos de su edición, dejó asentado que había nacido en 1958. Trece años después, en 2000, en la solapa de Ángela y los ciegos, modificó el dato. Esta vez, por obra y gracia de los números, apareció un Alejandro Meneses rejuvenecido: ya no era 1958 sino 1960 el año de su nacimiento.
Comoquiera que sea, cuando leí “Sedaine está muerto”, publicado por vez primera en el número 55 de la revista Crítica, correspondiente a enero-febrero de 1994, pasaron por mi cabeza las imágenes de un profesor que Alejandro Meneses y yo conocimos en la facultad de Filosofía y Letras: fumaba como chacuaco y, acaso por el daño que le había hecho ya el tabaco, se sorbía los mocos de la misma manera que el personaje del relato. No era, desde luego, profesor de biología. Su materia ha quedado, para mí, en una nebulosa.
“Sedaine está muerto” sólo era la punta del iceberg del mejor libro que escribió Meneses. Ángela y los ciegos es un continente que se fue esculpiendo durante mucho tiempo. Entre la publicación del texto en Crítica y la edición del conjunto en Cal y Arena pasaron seis años. En ese lapso, antes de la antesala que hicieron en la editorial de marras, las cuartillas de Meneses sufrieron cambios que van más allá de una simple coma. Las distintas versiones, que seguramente no existen en la actualidad, ilustran muy bien la persistencia con la que el autor enfrentaba la escritura.
Lo que a continuación ofrece La Santa Crítica, a falta de ejemplares de una revista que ya desapareció y cuyos ejemplares deben ser inencontrables, es justamente la versión de 1994. De este modo, cualquiera que lo desee podrá leerla y cotejarla con la que figura en Ángela y los ciegos.
Julio Eutiquio Sarabia
El funeral
“Mira la luna”, dice una mujer en la oscuridad del panteón. Debe estar loca, o confunde la luna con su tristeza. Quiere verla donde sólo hay un pesado techo de nubes fosforescentes. Algunos estudiantes, buscando la luna, levantan la vista, dirigen sus linternas hacia el cielo. Nadie se da cuenta que no hay luna en el cielo.
Incluso muerto, Sedaine parece estorbar, nos obliga al ridículo, hace que la gente se comporte de manera extraña, que diga tonterías como grandes verdades. Nos condujo al absurdo de enterrarlo de noche; y aquí estamos, mojados, resbalando en el lodo, sentados entre las tumbas en espera de que alguien consiga unas palas o despierte al enterrador, mirando la luna que debe brillar más allá de nuestra vista, encima de la tormenta que cae sobre el valle.
Desde la colina donde están el panteón y el hoyo que espera a Sedaine para alejarlo sin excusa se ven las luces de la universidad, en lo bajo, casi enfrente. Ángela y yo nos protegemos en un mausoleo. Huele a incienso. Me asomo por la puerta sin cristales y veo los granos rojos, brillando en la oscuridad; la resina produce diminutas explosiones que hacen más intenso el olor húmedo del incienso.
“La puerta está abierta”, dice Ángela. Prende un cigarro, lo aspira con fuerza; entra al mausoleo y yo la sigo. Se inclina sobre el recipiente y lo toma, lo eleva a la altura de nuestros ojos. Junto al resplandor del incienso el rostro de Ángela se descompone hasta convertirse en un ídolo indígena, como los que tiene Sedaine en su estudio, sobre una mesa de cedro manchado con indelebles huellas de vasos. Ella se ríe, sopla el humo sobre mi rostro, mezclado con el del tabaco. Tengo ganas de vomitar.
Afuera, Ángela sopla sobre el recipiente, mantiene las pavesas rojas, anaranjadas, silenciosas.
Hay grupos de estudiantes platicando entre las lápidas que rodean el hoyo de Sedaine, que espera inclinado sobre un árbol, dentro de la caja que lo acompañará en su muerte. cundida de quemaduras de cigarro. Hasta el rector, cuando hizo guardia en el sepelio, apagó varias colillas sobre la tapa, sin darse cuenta, pero concienzudamente.
Se acerca un haz de linternas, el ruido de varias palas al ser arrastradas. El enterrador protesta, da indicaciones, reclama, el entierro sería hasta mañana al mediodía. Unos maestros discuten con él, el hombre empieza a gritar. Mientras, varias manos acercan a Sedaine hasta su nueva oficina. Uno de los que carga suelta el cajón que queda con la tapa hacia abajo. “Alguien se vomitó encima”, dice el culpable, frotándose las manos en la chamarra. Volteamos al gran Sedaine, alcanzo a ver una mano que asoma por la tapa, siento un reacomodo rígido, pesado, dentro del cajón. Ángela se acerca con el recipiente de incienso, soplándole; abre la caja y, cerrando los ojos, lo vacía sobre el smoking nuevo del profesor.
El enterrador, entre sollozos, habla con los maestros en un dialecto italiano, les dice groserías en español. Ellos lo rodean sin decir nada, lo escuchan llorar en silencio, uno le echa aire con un sombrero de paja.
Nosotros deslizamos el ataúd lentamente, pero el peso termina por vencernos; un golpe seco y un nuevo reacomodo de huesos y vísceras gurgitantes. “Quedó al revés”, digo sin intentar hacer algo.
Algunas muchachas empiezan a tirar ladrillos sobre la caja, de cualquier manera, como si fueran claveles El enterrador llora abrazado a la pila de ladrillos, los va pasando a todo el que se acerca. Los maestros empiezan a palear la tierra, se ríen entre dientes.
“¿Y a quién chingaos se le ocurrió enterrarlo hoy?”, le pregunto a Ángela en el camión de la funeraria, de regreso a la universidad. Ella no contesta, mira la lluvia que escurre por los cristales. La abrazo y me inclino para darle un beso, está llorando. “Va a quedar como barbacoa», me dice poniendo su cabeza en mi hombro, apretando contra su pecho un ladrillo rojo, anaranjado.
El estudio
A veces, decir “nunca” tiene un sentido que nos traspasa, nos deja anonadados. En esos momentos esa idea, ambigua, terrible, adquiere la eternidad que convoca. Por un instante es cierta y nos deja una nostalgia adelantada.
Sedaine, bien muerto, nunca volverá a molestarnos, a provocar actos extraños, comportamientos inauditos entre sus alumnos y sus colegas.
Sentado en su sillón de cuero marrón, desgastado en ciertas partes donde no es posible que el cuerpo del maestro lo tocara, miro el patio central de la universidad. Casi es noviembre y hay poco movimiento. Algunas parejas caminan por las brechas formadas en el pasto, o se besan con un manoseo lento, sostenido. No hay agua en la fuente ni viento entre los árboles
La luz de la tarde entra por la ventana, el polvo se levanta del escritorio, de los libros, de los papeles amontonados, de las figurillas, de las peceras; la luz del otoño sopla sobre el polvo: pequeños mundos que flotan en la claridad de un sol lejano, suspendidos en el silencio que dejó Sedaine.
Entre otros trabajos con los que pagaba mi beca universitaria, tenía que mantener en orden el estudio del maestro, su archivo, cuidar de sus peceras, alimentar a un pulpo inmóvil desde hace mil años y transcribir artículos que, me consta, nunca fueron publicados.
Tiene dos días de muerto y su estudio ya resiente el abandono, se instaló el desorden silencioso del polvo. De un frasco roto cuelga la cinta verdosa de una culebra muerta, un hámster roe sin prisa una hoja puesta en la máquina de escribir, una tarántula lo mira también sin prisa.
“No estoy enamorado”, me dijo una vez el maestro sentado en este sillón. Yo dejé de teclear un artículo sobre cierta simbiosis de organismos dispares que debía llegar a una remota publicación de biología marina.
“¿Sí?”, le pregunté sin voltear, y repitió: “No estoy enamorado.” Sedaine miraba por la ventana, en la mano tenía el caparazón de un nautilus, iba depositando la ceniza de su cigarro en el hueco del fósil.
Yo reinicié el copiado de su artículo casi a ciegas, cuidándome la espalda, con la certeza de que un desconocido había entrado en la habitación. A pesar del ruido de la máquina, de mi tecleo cada vez más violento, escuchaba con una angustia incontrolable los ruidos que hacía el maestro: eructos, toses, pujiditos, sorber de mocos, dientes chupados. Se tronó los dedos meticulosamente.
Este fenómeno lo había observado en personas que de pronto, junto a él, empezaban a hacer sonar su cuerpo que se les rebelaba con todas sus miserias sin que pudieran controlarlo. Durante el velorio hubo pedorreos sin pudor, algunas mujeres se rascaban entre las piernas mientras seguían el hilo de la conversación; un hermano de Sedaine se hurgó la nariz a conciencia y luego metió el dedo en su taza de café con un gesto de alivio, como si le doliera.
Esa tarde no me atrevía a voltear y ver lo que estaba ocurriendo a mi espalda, una transformación gelatinosa, un deterioro calcáreo, una hinchazón purulenta, algo terrible que explicara por fin el influjo de Sedaine sobre el mundo.
“¡Dije que no estoy enamorado!”, gritó, tosió, se sonó la nariz. Después se levantó y yo me enconché sobre la máquina de escribir. Abrió con violencia el clóset que abarcaba una pared del estudio. Trasijó entre las cajas y los frascos que lo atascaban; me aferré a la mesa de trabajo sintiendo una arcada de náusea que subía agria y anhelante. Vomité sobre la máquina.
Entre la niebla del asco escuché una canción apenas musitada, un tarareo de labios apretados, urgido, vehemente.
Sedaine bailaba apretado al cuerpo de una descomunal muñeca de plástico. La llevaba entre los brazos tirando libros y frascos, revolviendo la alfombra; la cargaba, la sostenía en el aire por la cintura, metía su cara entre los pechos brillantes. Cantaba con la respiración de un orgasmo inminente. Un viejo bailando con una muñeca que le sonreía.
Arrojé un hilo de bilis, me limpié con mi suéter. Me levanté y cerré las cortinas. En la penumbra lo vi ahogando a la muñeca con un abrazo de amor desolado, con lágrimas lejanas, indefensas. Sedaine, un dechado de locura, bailaba con su muñecota amada. Yo me sentía innecesario para el mundo, sin motivos para estar en cualquier parte. Abrí un cajón del escritorio y tomé un trago largo de whisky.
El biólogo Sedaine seguía bailando con su monstruo, casi ya sin aire, mientras yo emergía del lugar al que me había llevado. El gran Sedaine, por caminos que sólo él conocía, había llegado una infancia terrible de gatos y jardines arrasados por el polvo, de hojas secas volando en el viento de un noviembre lejanísimo. Lo veía dar vueltas por su estudio con sus zapatones de niño pobre, tropezando con la alfombra luida, entre carritos de hojalata y restos de comida. Una abuela siniestra lo veía bailar desde la puerta, lo veía babear el cuello exánime de su engendro color de rosa.
Aplaudí. Él agradeció y obligó a la muñeca a inclinarse sobre su vientre desinflado, ante un público de tías, hermanos y padres crepusculares.
“Como verás, no estoy enamorado”, dijo, resoplando y abriendo las cortinas; la muñeca a sus pies, sonriente, feliz en su lejanía de plástico. Sedaine miró el patio, parpadeó, me pidió un trago. Soltó un eructo satisfecho. Aplaudió. Resopló. Soltó un ahhh lleno, saboreando el calor del whisky que entraba a su cuerpo, se limpió los bigotes con la lengua. Me señaló a una estudiante que caminaba en círculos sobre el pretil de la fuente. “A ésa la conozco, se pinta el cabello y pisa chueco. No está loca, sólo es pobre. De noche llora.
Instalado en el sillón de cuero me empiné otro trago de J&B. El pelón Sedaine se recargó sobre el marco de la ventana y miró la muñeca. “Se cansa fácil, el atardecer la pone triste”. De una patada la colocó junto al librero. Y se echó a reír, me palmeó la espalda y me alborotó el cabello; tomó la botella, le dio un gran sorbo babeante y fue a levantar a la muñeca. Le dijo mi amor, le dijo dónde te duele, besó el plástico de la frente (tumefacto, sangrante), le pidió perdón explicándole las razones de su odio y de su amor.
Me levanté y le quité la botella. Me serví en el hueco del nautilus un trago lleno de cenizas.
La casa
La mujer del maestro Sedaine me condujo a una terraza desde la cual, según ella, siempre se veía la luna. Es una tarde brillante, las sombras tienen una perfección filosa. Abajo, se ve la calva de su marido emerger entre los matorrales del jardín descuidado. Levanta la mano y nos saluda, se quita la bata y se acuesta sobre una toalla a la orilla de la alberca, tiritando.
Entra un anciano amarillo, un mayordomo oriental con un pin en la solapa del saco que es el emblema de la calavera y las tibias sobre fondo negro. Prepara dos whiskys con mucho hielo. La señora Sedaine lo despide mandándole un beso de uñas rojas y apretadas.
Abajo, el gran pelón sigue temblando bajo su piel blanca y el solsticio que no calienta pero quema. De algún lugar del jardín llega una música hindú, un intrincado glosar de notas largas, metálicas, sobre tambores opacos.
Pasa la tarde sobre nosotros. Sedaine ha dejado de temblar y tiene un sueño lento, casi veraniego, aunque ahora sopla el viento de invierno sobre la altiplanicie. “¿Qué te tomas?”, dice la esposa mientras se sirve el resto del whisky. Después mira al cielo. “Viene la luna”, murmura; sus dientes chocan contra el vidrio del vaso.
Quién sabe de dónde vuelve a salir el oriental. Nos mira como aquellos que nada deben en la vida, deposita otra botella sobre la mesita blanca; la señora le susurra algo en su orejota de mandarín. Al poco rato se encienden las luces de la alberca. Sedaine se incorpora de alguna profundidad cenagosa.
Ahora, el maestro y yo vemos a su esposa quitarse la bata y sumergirse en la alberca, en el agua iluminada donde sus carnes pierden años; al verla flotando en esa transparencia eléctrica mi pasado y mi apellido se suavizan.
Sedaine me cuenta el origen de su primer ensayo. Su esposa tenía un sueño recurrente: se sumergía en un lago inmundo, ahíto de excrecencias; ella se bañaba sin asco, sentía que entrar en ese pudridero era una forma de redención, si soportaba el asco podría recuperar un origen que añoraba. A veces despertaba llorando, llamaba a sus padres, a sus hermanos; no era miedo, era el sueño, en él recuperaba la atroz ternura de la infancia.
“Para un biólogo hay cosas básicas, no hablo de conocimientos sino de iluminación ante eventos simples. Con ese sueño comprendí que la mierda es una memoria zoológica, un recuerdo deducible.”
Sedaine se ríe con su tos de anciano tenebroso. “El mundo ordinario es imperativo”, carraspea, escupe, suelta flemas de vinagre, ácidos, descomposiciones y pedos de viejo. Entre la noche del jardín, un rumor de insectos rodea el agua iluminada, la mujer flota bocarriba.
Estoy borracho. Cierro los ojos y aprieto la mandíbula, conteniendo el asco. Cuando los vuelvo a abrir estoy flotando en la alberca, escuchando el sonido pesado y opaco del agua, huelo el cloro, hay una tenue calidez en mis piernas que contrasta con el frío del aire sobre mi estómago.
Arriba, en la terraza, sigo platicando con el maestro mientras floto en el cuerpo de su esposa. En esa mujer estaba mi nostalgia por las tardes idas, escuchaba los pasos de mi padre muerto recorriendo los pasillos de la residencia de Sedaine, escuchaba el rosario de mi madre mientras iba tapando las jaulas de los canarios con paños oscuros; escuchaba a mi hermano escarbando un nido de hormigas con un palo, el árbol de chabacano durmiéndose, el sol que se iba a otra latitud. El hermano más pequeño había muerto, una tarde silenciosa, en el pozo que abastecía a la familia. Los años de la fundación, cuando mi pueblo era puro polvo sobre el polvo. La noche de los gatos y los terrores de veladoras encendidas, los pisos de ladrillo con sus caminos de lagartijas y la máquina de coser como un galeón varado junto a la puerta, un radio tocando boleros tristes. La mujer suspendida en el agua recorría mi pasado gota a gota, mojándome en el agua sucia de sus sueños.
Sedaine me toca con su mano artrítica. Doy un salto y lo veo, él ve mi miedo. Sobre su cabeza me mira también oriental; en la oscuridad de la terraza los dos se tocan y se hacen uno solo con la noche. Abajo, la mujer está acodada en una esquina, las piernas abiertas flotan independientes; en su rostro adivino la concentración placentera de quien se orina en el agua de cualquier alberca.
Sedaine me sirve un trago. El oriental me mira desde su lejanía aérea. Veo a la mujer salir del agua, se seca con una toalla roja, anaranjada. Me sonríe.
La luna y el nautilus
“Sedaine llora de noche”, dijo su mujer aquella tarde en la terraza, bajo la luna. A su lado, el pelón roncaba en una mecedora. “Tiene una comezón eterna en la sien derecha, una roncha que le gusta rascar con deleite. Una vez, limpiando sus lentes, descubrió que el metal del soporte tenía una mancha verde en el lugar que tocaba la roncha”.
Al otro día del baile del baile con la muñeca inflable entré a su estudio. Él miraba por la ventana las venturosas piernas de las estudiantes, rascándose la sien derecha. No volteó a verme ni dijo nada, prefirió conservar la luz de la tarde, la visión de la carne reluciente de las pantorrillas. El estudio olía a cedro. Me serví un whisky en el nautilus. Sedaine suspiró sabiéndome su público. Volteó y me señaló un portafolio de cuero negro, lleno hojas lleno de cálculos marinos y edades pretéritas.
Saco un fólder para iniciar mi trabajo. Él suspira y me dice que no sea pendejo, que nunca ha comido mariscos porque le hacen daño y que además no sabe nadar. Toma el nautilus y sorbe un trago. Tose y jala mocos. Escupe en el bote de los papeles. Enciende un cigarro y me dice que va al laboratorio, que cuando regrese me invita a comer.
Cuando salimos ya es de noche y el patio está desierto.
Cenamos en un restaurante de mariscos y comida china. Al otro día no fue a la universidad porque tenía una intoxicación severa. Ahora está muerto.
El hámster ha empezado a roer un montón de hojas blancas, nuevas. La tarántula no se mueve. Por la ventana veo a Ángela, la terrible, la cocinera, pasando con sus bellas nalgas entre los andadores de cemento. Casi es noviembre.
La muñeca de plástico reposa en el clóset junto a la bomba que le insuflaba el aire de la vida de Sedaine. Un día lo encontré sumergido en el mar de sus investigaciones. El mayordomo oriental manipulaba esa bomba, conectada a un tubo de plástico, mientras deshilaba una letanía de pujidos, borborigmos y pedos amarillos. Me senté sobre la taza del baño, junto a la tina, hasta que emergió Sedaine, atragantado, jalando aire, casi azul, recién nacido.
Abro la ventana. La tarde huele a noviembre de 1974. Los estudiantes han desaparecido del patio central. Me sirvo otro whisky. Sobre el cristal del escritorio reposa, limpísimo, el caparazón del nautilus.
“Sedaine llora de noche”, repitió su mujer al otro día, mientras iba abriendo las cortinas de su recámara. Frente a nosotros, borrachos, se despliega el amanecer del valle, rotundo, horizontal; sobre el azul congelado se deshacía la luna. “¿Qué te tomas?”, me dijo.
Tocan la puerta. Se asoma Ángela. Entra de puntitas a la penumbra del estudio de Sedaine. El hámster para las orejas y se queda inmóvil, la tarántula apenas recula. Ángela trae una sonrisa de travesura sin sorpresas. Se acerca, los últimos rayos del sol, rojos, anaranjados, iluminan su cara de ídolo indígena. Me abraza, me mete una mano entre las piernas. “Va a ser como coger en el cajón del muerto”, me dice. La separo para verla con esa luz que ponía triste a Sedaine.
“¿Te diste cuenta que ayer el rector por poco se cae en el hoyo de Sedaine?”, dice abrazándome. Le digo que no mientras veo que el rector está a punto de irse de hocico, lo jalan del saco, de los pelos, no se cae. Los paraguas son recorridos por un temblor ante los flashes de los fotógrafos que esperaban algo así. Alguien vomita mientras el enterrador llora en su dialecto imperturbable.
Ángela me jala. A manotazos escombra el escritorio del pelón Sedaine. El hámster huye despavorido, la tarántula no logra aferrarse al filo del escritorio.
Ángela abre sus cálidas piernas sobre el escritorio, se impulsa con las nalgas hacia arriba. Un pedo, finísimo y de trayectoria irremediable, derriba el caparazón que se hace añicos sobre el suelo, quebrando millones de años de evolución ante el solo impulso del desamor.
“No estoy enamorado”, le digo a Ángela. Me levanto y voy en busca de la muñeca de Sedaine. Hay un reino recobrado en esa marchita vejiga de plástico, una alegría primordial en la risa de Ángela, en el mundo que era el mismo cuando la luna seguía los viajes del nautilus por aguas profundas, perdidas.