Rulfo poeta

4534

El habla mántica

 

Antes de ser vencido por los demonios del silencio, Rulfo fue poseído por los demonios de la lengua. La estructura combinatoria de Pedro Páramo permite que pueda leerse como una rapsodia que alguien emitiera en estado de trance: los fragmentos se suceden como una letanía oracular donde las palabras dicen más de lo que dicen, pues parecieran venir desde la orilla donde nace el silencio y lo sagrado; el tono mántico de las frases se yergue y sentimos que su resonancia vertical toca el abismo y lo inefable; el juego de imágenes que las palabras invocan se sustrae del tiempo lineal e ingresa en un tiempo cíclico, donde la voz de los vivos y los muertos se conjuga.

Pedro Páramo es una escritura que habla; es un habla que parece llegar desde otro tiempo, desde lo otro. ¿Quién habla, qué es lo que habla, cuando el escriba se halla poseído por la otra voz? Aunque el creador tenga un proyecto preciso y el control de los diversos niveles de enunciación que exige su obra, muchas veces no sabrá cómo ese plan se reconfigura de acuerdo con otras leyes de enunciación y entonces aparece —la experiencia creadora es tan singular que no se diferencia de una aparición— una obra articulada con palabras familiares y, al mismo tiempo, radicalmente extrañas. Sin dejar de ser ellas mismas, las palabras son otras y dicen algo que no sabíamos que esas palabras podían decir. Es un decir otro y el habla de Pedro Páramo se funda en ese decir otro.

El creador se asombra incluso de lo que ha hecho: es lo que había proyectado pero es también otra cosa, y esta otra cosa es el misterio que hace que un puñado de palabras sea un poema, una obra de arte. Así lo rememora: “Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones a las que debo Pedro Páramo. Fue como si alguien me lo dictara. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules”.[1] Pero después de la asunción de la palabra —después del dictado— aparece el crítico: el hombre que se distancia de la experiencia creadora y circunscribe el texto a determinadas reglas del arte literario: “reuní trescientas páginas. / Llegué a hacer otras tres versiones que consistieron en reducir a la mitad aquellas trescientas páginas”.[2]

Este dictado —que otros autores llaman inspiración—, aunque no podamos explicar su naturaleza, se manifiesta y se articula de cierta forma en la mente del creador a partir de un conocimiento de la materia, y cuanto mayor es ese conocimiento, más precisa es la forma que adquiere y más nítida es la visión que genera. Al reflexionar sobre los hexámetros perfectos que las pitias pronunciaban en estado de posesión, Calasso afirma que “para ellas no existía una incompatibilidad que es obvia para los modernos: la que existe entre posesión y excelencia formal”; y más adelante señala que “Apolo quiere la obsesión escandida por el metro, quiere imprimir inmediatamente el sello de la forma sobre el flujo del entusiasmo”.[3] Los artistas no han perdido, pese a la radical desacralización del mundo moderno, la forma de acceder a la otra orilla y de arrancarle algunas iluminaciones a la noche. Igual que las pitias, son apolíneos: roturadores, constructores, músicos y oblicuos (loxias es uno de los epítetos de Apolo), es decir: son cultivados e indirectos. Por ello, a la hora de crear, en ese arrebato hacia la otra orilla, hablan desde estructuras artísticas precisas, y en esa forma de habla cifran la potencia de lo no dicho y de lo por decir, cifran el relámpago que otorga —a esa articulación específica del habla— el estatuto de obra de arte. Sin embargo, aunque el escritor goce de gran talento —aquí llamo talento a lo que permite que la visión sea una forma literaria—, siempre habrá interferencias que opaquen la visión; el autor somete entonces la obra a un proceso de poda, de sincronía con las leyes que la obra ha impuesto para sí misma. Dice Rulfo que, en la reescritura de Pedro Páramo, “eliminé toda divagación y borré completamente las intromisiones del autor”.[4] A semejanza de Mallarmé,[5] afirmaba que había creado por eliminación. Para ambos escritores —igual que para muchos artistas de las vanguardias históricas— la obra consiste en cifrar la visión, no en discurrir sobre ella.

El escritor —ese dador de lenguaje, de extraño lenguaje— es concebido por Juan Rulfo como un asceta que, al dar lenguaje, le sustrae aquello que no es decir substancial y lo cifra desde un silencio de honda resonancia significante. Pero este ascetismo verbal incluye la destrucción no sólo de lo escrito sino, en ciertos temperamentos, la del escritor en tanto escritor. En el caso extremo, se diría que el silencio adquirió la esencia del lenguaje, y que el escritor en consecuencia se volvió dador de silencios. Nunca el silencio es tan extraño, tan poderoso y significativo como en quien está destinado (o condenado) a dar palabras. Y Rulfo —como Arreola y Gorostiza en la tradición mexicana— asumió este grado límite, esa alta responsabilidad del ser del escritor.

 

 

Ontofanía

 

Pedro Páramo es un poema que los críticos se han obstinado en analizar como si fuese una novela”. Esta boutade circula entre algunos poetas mexicanos, pero más que denunciar la insensibilidad de ciertos críticos para comprender la dialéctica y el carácter inefable de la poesía, afirma algo que es evidente: Pedro Páramo es también un poema, quizá una variante moderna del género épico. Desde hace más de un siglo, escritores y críticos han señalado las líneas de coincidencia entre el poema épico y la novela moderna. Quizá la afirmación más osada sea la de Sabato, quien llegó a considerar la novela como un vasto “poema metafísico”.[6] La novela sería entonces una épica moderna del ser, y aún: si intenta revelar la totalidad del ser, es la propuesta de una ontofanía. Este juicio se enmarca en la idea de que el escritor latinoamericano de la segunda mitad del siglo XX se propone realizar una novela total, una lírica cósmica.[7] Aunque El Llano en llamas y Pedro Páramo no se inscriben en ese propósito omniabarcante, el juicio de Sabato es válido para la obra de Rulfo, pues el autor nos conduce, como un psicopompo, a las cimas irrespirables de la condición humana, a la revelación del ser en los límites del no ser.

Ahora bien, el poema épico —basado en mitos y al mismo tiempo generador de mitos— es la imagen donde un pueblo se identifica: en ella se reconoce y cobra identidad. Este poema es una suerte de espejo verbal donde un pueblo decide mirar su rostro verdadero; gracias a ese rostro, cobra conciencia de sí mismo: en él se sabe ser, y en este saberse construye su posible fundamento. Mutatis mutandis, Rulfo nos ha dado una imagen profunda, de orden ontológico, de México y de lo mexicano.[8] Es una imagen órfica donde el ser del hombre se adivina insostenible, donde el hombre —caído por dentro y caído del lenguaje que lo nombra— semeja una raíz errática en la historia. Y a pesar de que el México actual no se halla del todo en la imagen que nos da la obra rulfiana, a pesar incluso de su negatividad horizóntica, de alguna manera nos sigue diciendo de un modo esencial, sigue siendo un espejo donde nos miramos y nos reconocemos.

Pedro Páramo es una imagen creada desde la poesía y a partir de estructuras míticas cuyas raíces vienen desde los hondos pliegues de la historia y de la conciencia. Así, aunque nos presenta sólo una región de México en un tiempo preciso y mediante un habla específica, esta imagen tiene la forma de una poderosa sinécdoque inductiva, pues se convierte en una imagen del mundo de cualquier lector que se identifique con el mundo de la novela. En este punto podemos decir que la orfandad, tema medular de la narrativa rulfiana, ya no sólo pertenece al inconsciente colectivo del mexicano. “Nadie es hijo de Pedro Páramo, Pedro Páramo es el padre de todos sus lectores”,[9] concluye Aguilar Mora y clausura una discusión ya demasiado larga y bizantina.

Más allá de la imagen mítica, Pedro Páramo tiene atributos que nos obligan a reconocer su esencia poemática: una escritura que es imagen dadora de imágenes cargadas de vitalidad, un habla que es una partitura musical y al mismo tiempo música polifónica, una escritura ascética donde se amalgaman diversos sustratos de significado, la belleza de una prosa lograda a partir de la desnudez retórica, una escritura donde la tensión del lenguaje se logra a partir de la ambigüedad y la reticencia, y lo más extraño: un lenguaje que no sólo bordea el límite del silencio sino que hace resonar el silencio al interior de las palabras.[10]

 

 

Poema en prosa

 

El principio y el final de Pedro Páramo son propios de un poema. Rulfo debió escribirlos o imaginarlos de manera simultánea y, a partir de allí, proyectó o rearticuló todo el constructo narrativo. De pocas novelas se puede decir que empiezan mucho antes de la primera línea y que concluyen mucho más allá de la última.[11] El primer verso de un poema sugiere siempre el final de algo no dicho que lo precede, y donde el poema por venir aparece como el desenlace de ese algo no dicho. Es una apertura de expectativas que se proyectan al interior del poema aún por descubrir. A su vez, la última línea, en un movimiento inverso, reconfigura todo el poema y abre en él laberintos de sentido que no habrían podido ser percibidos sin ese último verso. Dicha reconfiguración proyecta el poema más allá de sí y le hace cumplir la especificidad de todo poema: sustraerse de la inmanencia, ser siempre otro, estar en busca de ese otro que es él mismo, estar en perpetuo advenimiento. Y Pedro Páramo deviene: atraviesa el tiempo, las lenguas, las mentalidades, y la galaxia Rulfo continúa gravitando siempre con vitalidad. Aunque en la conciencia lectora es una novela combinatoria, en su soporte fáctico —en esa secuencia que le obliga la disposición del libro impreso— no podría tener otro principio ni otro final: ambos son fulminantes y definitivos (recordemos que Rulfo fue un maestro del corte de alta tensión). Para poner sólo un ejemplo diré que el título (Pedro Páramo: piedra en el desierto) se abre a diversas posibilidades de sentido gracias a la última cláusula: “Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras”.[12]

No pocos murmullos son evocaciones: las hebras de la nostalgia están entreveradas a lo largo de la novela. Los personajes padecen cierto mal de lejanía; recuerdan la tierra natal, la infancia, el amor imposible, el tiempo de la dicha, la vida que pudo haber sido y no fue, con un anhelo tan fuerte que se vuelve una forma de sufrimiento.[13] Las evocaciones son a veces monólogos interiores, y sean de Susana San Juan, de Pedro Páramo, de Dolores Preciado, de Juan, de Dorotea o del narrador en tercera persona, son poemas en prosa donde el sentimiento está atemperado por la reticencia, por un lenguaje estricto que pulsa las cuerdas de la ambigüedad, y por la nitidez de imágenes veteadas por los pliegues delicados de la sinestesia. Y cuando logra tensar un pasaje articulado por la reticencia, la ambigüedad y la sinestesia, crea imágenes de notable poder evocativo. Quiero citar algunos fragmentos que muestran cómo Rulfo nos hace desembocar en la poesía a lo largo de la novela.

Cuando el niño Pedro Páramo escucha el llanto de su madre, que llora debido al asesinato de su marido, el narrador describe la escena mediante una metalepsis donde el llanto de un personaje se introduce en el sueño de otro y se desliza con delicadeza hasta desembocar en los umbrales de la vigilia:

 

Entonces oyó el llanto. Eso lo despertó: un llanto suave, delgado, que quizá por delgado pudo traspasar la maraña del sueño, llegando hasta el lugar donde anidan los sobresaltos.[14]

 

¿Dónde anidan los sobresaltos? ¿Cómo el llanto puede traspasar la maraña del sueño? Un narrador directo habría escrito que Pedro despertó asustado por el llanto de la madre, pero Rulfo nos guía desde el llanto de la madre hasta los laberintos del sueño que conducen al sobresalto del niño.

Cuando Eduviges Dyada “hospeda” a Juan Preciado y, a mitad de la conversación, ella escucha el galope de un caballo fantasma, aprovecha para narrar la historia de Miguel Páramo: al regresar éste de madrugada, va a platicar con ella y le cuenta que no halló Contla, el pueblo de su novia. Entonces nosotros descubrimos algo que él no sabe, pero Rulfo lo narra mediante una elipsis estremecedora:

 

Lo que sucede es que no pude dar con ella [con la novia]. Se me perdió el pueblo. Había mucha neblina o humo o no sé qué: pero sí sé que Contla no existe. Fui más allá, según mis cálculos, y no encontré nada. […] Sólo brinqué el lienzo de piedra que mandó poner mi padre. Hice que el Colorado lo brincara para no ir a dar ese rodeo tan largo que hay que hacer ahora para encontrar el camino. Sé que lo brinqué y seguí corriendo; pero, como te digo, no había más que humo y humo y humo.[15]

 

Morir es entrar a la región de la niebla, pero de allí se puede regresar al mundo de los vivos. Miguel no sabe que se ha matado al saltar el lienzo de piedra, sigue cabalgando, atraviesa un mundo que ya no lo reconoce, y lo sabe sólo cuando lo cuenta a su examante[16] y ésta lo enfrenta con su realidad descarnada: “Loco no, Miguel. Debes estar muerto”. El fantasma del caballo, por otro lado, seguirá regresando cada noche, en busca de su dueño, en busca del mundo que le fue dado cuando vivo. Esta convivencia entre vivos y muertos sucede desde la primera página, pero los lectores lo descubrimos casi a la mitad de la obra. Y aún más: ¿por qué Eduviges podía hablar con el fantasma de Miguel Páramo? Porque para entonces había muerto, se había suicidado; el narrador no explica por qué ni cuándo; por la hermana sabemos que “murió con muchos dolores […] retorcida por la sangre que la ahogaba”.[17]

Entre sus muchas lecturas, Pedro Páramo es también una novela de amor desdichado. Citaré un fragmento de los monólogos de Pedro Páramo cuando evoca a Susana San Juan, la única mujer de la que estuvo enamorado y por la que, según él, hizo todo. Estos monólogos interiores están interpolados a lo largo de la novela y contrastan por su carácter lírico y nostálgico, pues el cacique es un tipo duro, violento y vengativo. Hacia el final de la obra, cuando es anciano y agoniza debido a que lo acuchilla un hijo no reconocido por él, rememora:

 

Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna, tu boca humedecida, irisada de estrellas. Tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche.[18]

 

A pesar de cierto tono sentimental, el narrador logra que Susana San Juan aparezca ante nosotros y la vemos, vemos su cuerpo transparentándose en el agua de la noche. La palabra “cuerpo” adquiere aquí una connotación erótica porque es un eco semántico proveniente de un monólogo donde ella cuenta que se baña desnuda en el mar del alba y que se siente poseída por las aguas; es un pasaje cargado de sensualidad porque describe la forma en que el mar ciñe cada parte de su cuerpo desnudo.[19] No hay una conexión aparente entre la experiencia narrada por San Juan ni la rememoración de Páramo; sin embargo, debido al efecto de simultaneidad temporal que propicia la yuxtaposición de fragmentos analépticos y prolépticos en el conjunto narrativo, el monólogo erótico de Susana espejea en la memoria de Pedro, y se refleja en nuestra conciencia lectora, donde se engarza incluso con un diálogo entre Bartolomé San Juan y su hija: “Así que te quiere a ti, Susana. Dice [Pedro] que jugabas con él cuando eran niños. Que ya te conoce. Que llegaron a bañarse juntos en el río cuando eran niños”.[20]

La delicadeza de Rulfo para enlazar vasos narrativos y sugerir así un más allá del texto, un más allá que todo poema incluye para ser poema, es sin duda uno de los recursos más poderosos de su novela.

 

 

Los murmullos o el cuerpo del silencio

 

La destreza narrativa de Juan Preciado nos obliga, a los lectores, a acompañarlo en su regreso a Comala en busca del padre y a su incursión en ese pueblo deshabitado: vemos y oímos la realidad con los sentidos de Preciado y, con él, descubrimos cómo esa realidad se desmaterializa a cada paso hasta que se volatiliza y queda poblada sólo por los murmullos, por las voces de las ánimas en pena que terminarán por asfixiarlo.[21]

Ya desde la lejanía, Comala se anuncia con sus pliegues de irrealidad, pues Preciado pregunta a Abundio, el arriero que lo ha guiado a Comala: “¿Y por qué se ve esto tan triste?” Y la respuesta, como tantas otras en el curso de la novela, introduce la extrañeza en el centro de lo familiar y cotidiano: “Son los tiempos, señor”. Cuando llegan a orillas del pueblo —y en un divertido diálogo de sordos que, como en los parlamentos de una comedia del teatro del absurdo, alcanza dimensiones metafísicas—, Preciado observa que se ve “como si estuviera abandonado. Parece que no lo habitara nadie”. Y el arriero-psicopompo, parco e implacable: “Aquí no vive nadie”.[22] Estos pequeños desasosiegos —que Juan escala de asombro en asombro porque trae en la mente la tierra paradisiaca evocada por la madre— señalan el camino hacia ese purgatorio donde la realidad se vacía de sí misma.

Al avanzar por la calle real de Comala empieza a percibir cómo lo real se afantasma: “Al cruzar una bocacalle vi una señora envuelta en su rebozo que desapareció como si no existiera”. ¿Es sólo un juego de palabras decir que, por la calle real, lo real deviene irreal? De manera paralela, los ecos que oye Preciado al caminar tienen un correlato con la percepción ocular: las cosas y la gente aparecen y desaparecen como si fueran ecos de la realidad: “Toqué la puerta; pero en falso. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto. Una mujer estaba allí”.[23] Es la psicopompo Eduviges Dyada, la dueña de la posada del puente y quien le da acceso al mundo definitivo de la pesadilla: en su intercambio de palabras, Preciado es conducido a un espacio de incerteza, pues lo irracional mina su capacidad de discernimiento: “Yo no supe qué pensar. Ni ella me dejó en qué pensar”. Y hacia el final de ese pasaje se entrega a las potencias de lo radicalmente extraño: “Me sentí en un mundo lejano y me dejé arrastrar”.[24]

De manera simultánea, oye el silencio, percibe que éste se agazapa en las junturas del empedrado, en las grietas de los muros, en las calles sin nadie; y que, sin dejar de ser silencio, se puebla de ecos, de voces apagadas, de rumores. Al mismo tiempo que descubre que el pueblo edénico evocado por la madre es un pueblo abandonado, el silencio lo invade: “Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos”. Lo confirma desde que se adentra por la calle principal: “si yo escuchaba solamente el silencio, era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi cabeza venía llena de ruidos y de voces”.[25]

Estos dos planos —la realidad que se desrealiza y la invasión del silencio— se entreveran a lo largo de varios fragmentos y se funden en el pasaje donde Juan, dormido en el cuarto donde muchos años antes habían ahorcado a Toribio Aldrete, oye en sueños el grito de muerte de la víctima:

 

Al despertar, todo estaba en silencio […] no era posible calcular la hondura del silencio que produjo aquel grito. Como si la tierra se hubiera vaciado de su aire. Ningún sonido; ni el del resuello, ni el del latir del corazón; como si se detuviera el mismo ruido de la conciencia.[26]

 

Esta escena está precedida por una pregunta que, en el constructo narrativo, queda en suspenso durante varios fragmentos. Al final del diálogo entre Eduviges y Preciado, cuando ella ve que éste no escucha el galope del caballo fantasma de Miguel Páramo, le pregunta: “¿Has oído alguna vez el quejido de un muerto?” Él responde de manera negativa y ella replica: “Más te vale”.[27] Preciado no lo sospecha, pero esa última pregunta y ese “más te vale” son una amenaza. Ya él había percibido que la cara de Eduviges “se transparentaba como si no tuviera sangre”, que “no se le veían los ojos”.[28] Ahora le anuncia, mediante una amenaza velada, que escuchará por vez primera en su vida el quejido de un muerto. Y cuando Preciado lo oye en sueños, queda traspasado por el silencio, como si éste fuera un relámpago que se solidificara incluso en la conciencia.

Antes de irse a dormir, Preciado oye los pasos de Eduviges que se alejan en la oscuridad;[29] al despertar, aterrorizado por los alaridos del muerto, llega Damiana Cisneros. Por ella se entera que ha dormido en un cuarto donde nadie podía entrar (“No sé cómo has podido entrar, cuando no existe llave para abrir esta puerta”) y que Eduviges ha muerto hace mucho tiempo (“Pobre Eduviges. Debe de andar penando todavía”)[30] y salen a las calles del pueblo. Para apaciguar el terror de Preciado, Damiana le cuenta que:

 

—Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. […] Yo ya no me espanto. Oigo el aullido de los perros y dejo que aúllen. Y en días de aire se ve al viento arrastrando hojas de árboles, cuando aquí, como tú ves, no hay árboles. Los hubo en algún tiempo, porque si no ¿de dónde saldrían esas hojas?[31]

 

Hojas fantasma y ecos de esas hojas fantasma. Casi todos los personajes de Pedro Páramo dicen poemas en prosa cuando hablan, cuando dialogan consigo mismos, cuando hablan desde el fondo de una realidad que los obsede. La psicopompo Cisneros sugiere, con gran delicadeza, una realidad terrible. Agrega además que hay personas que salen al paso pero que han muerto hace mucho. Trata de familiarizarlo con lo extraño, lo amenazante, lo ominoso, pero será en vano. La frágil estructura emocional de Juan Preciado ha empezado a fisurarse y se resquebrajará de manera definitiva cuando la presencia de lo ominoso le resulte insoportable.

A unas ocho horas de haber llegado a Comala,[32] quedan aniquiladas sus ya debilitadas certezas, no confía más en la percepción de sus sentidos y, en el punto climático de su abismamiento, pregunta: “—¿Está usted viva, Damiana? ¡Dígame, Damiana! / Y me encontré de pronto solo en aquellas calles vacías”.[33] La desaparición súbita de Damiana propicia que el silencio, minutos antes profundo e impenetrable, se pueble ahora de murmullos: adquiere forma en las voces de los muertos. Comala tiene un rumor de pueblo vivo pero Juan ya tiene la certeza de que las personas que ve no están vivas, que las voces que oye son el eco de voces de otra época, que las palabras no tienen sonido, y que la antigua tierra de promisión es ahora un pueblo habitado sólo por las almas en pena. Su único asidero son los recuerdos de la madre y los atesora y se afianza a ellos como si fuesen una tabla de salvación en el naufragio:

 

Vi pasar las carretas. Los bueyes moviéndose despacio. El crujir de las piedras bajo las ruedas. Los hombres como si vinieran dormidos.

“…Todas las madrugadas el pueblo tiembla con el paso de las carretas. […] Rechinan sus ruedas haciendo vibrar las ventanas, despertando a la gente. Es la misma hora en que se abren los hornos y huele a pan recién horneado. Y de pronto puede tronar el cielo. Caer la lluvia. Puede venir la primavera. Allá te acostumbrarás a los ‘derrepentes’, mi hijo”.

Carretas vacías, remoliendo el silencio de las calles. Perdiéndose en el oscuro camino de la noche. Y las sombras. El eco de las sombras.[34]

 

Cuando Rulfo establece este paralelismo entre el pasado paradisiaco y el presente post-apocalíptico, ambas imágenes intensifican su temperatura lírica por el efecto del contraste. Al yuxtaponer la percepción de la realidad de Juan Preciado y la imagen transmitida por la madre, la síntesis se resuelve en una degradación sinestésica de lo real: las carretas ya no remuelen el polvo sino el silencio; ni hacen temblar al pueblo, se pierden en lo oscuro; e incluso las sombras se diluyen como si fuesen un eco de sí mismas. No hay cuerpos, hay sombras; no hay palabras ni ruidos, hay ecos; y la imagen remata con una hipálage de alta tensión: “El eco de las sombras”.

La poesía de Rulfo toca los márgenes del extremo desasosiego, pues pasa de una realidad que se afantasma a una realidad fantasmal, donde el personaje pierde la razón al no alcanzar a distinguir qué es lo real y qué no. Su conciencia se quebranta por el miedo de la muerte, no sólo por el terror de haberse extraviado en pueblo de muertos sino por el terror de ser un posible muerto entre los muertos. Por eso, en ese mismo pasaje, cuando entra a la casa de los hermanos incestuosos, les pregunta: “¿No están ustedes muertos?” La respuesta indirecta de Donis le permite dar una tregua a sus miedos y, más por fatiga, decide pasar el resto de la noche con ellos.[35]

En la casa de los hermanos (que figuran como un Adán y una Eva en el antiparaíso), en ese estado que separa el sueño de la vigilia —cuando “la madrugada fue apagando mis recuerdos”—, a Preciado se le revela el carácter de ese silencio que ya lo asfixia:

 

Oía de vez en cuando el sonido de las palabras, y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños.[36]

 

Como erinias, esas palabras inaudibles lo acosarán hasta robarle la respiración: “Y cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas”. Dorotea le había comentado que ella y Donis lo hallaron en la plaza, “acalambrado como mueren los muertos de miedo”. Preciado asiente y le narra líneas abajo:

 

Comencé a sentir que se me acercaba y daba vueltas a mi alrededor aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alcancé a oír unas palabras casi vacías de ruido: “Ruega a Dios por nosotros”. Eso oí que me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me encontraron muerto.[37]

 

Las almas en pena le piden que interceda por ellas para que puedan acceder a la salvación, pero esa súplica resulta mortal para Preciado.

Un testimonio previo de Juan sobre su muerte se complementa con el párrafo anterior. Hacia la media noche del segundo día de su llegada a Comala, sale de la casa de los hermanos incestuosos agobiado por el calor y por la dificultad para respirar —en su delirio “descubre” que la mujer que está acostada junto a él se disuelve en un charco de lodo—, vaga una o dos horas por las calles atormentado por la asfixia:

 

No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.[38]

 

El aliento de la vida, el agua del tiempo, la llama de la ilusión se le escurre de las manos a un hombre cuya vida fue siempre sombra de la vida. En su viaje iniciático hacia sí mismo, descubrimos con él cómo la realidad se desrealiza, cómo las voces de los muertos son un silencio que lo asfixia y cómo se le revela que el viaje hacia la región de los muertos sólo puede hacerlo alguien que de algún modo ya estaba muerto. Digo “de algún modo” porque era un muerto no-muerto. Esto explica por qué su madre, que ve todo desde el más allá, al final no lo puede ver, sólo lo oye:

 

—¿No me oyes? —pregunté en voz baja.

Y su voz me respondió:

—¿Dónde estás?

—Estoy aquí, en tu pueblo. Junto a tu gente. ¿No me ves?

—No, hijo, no te veo.

Su voz parecía abarcarlo todo. Se perdía más allá de la tierra.

—No te veo.[39]

 

Este poema en prosa, construido mediante un lenguaje común y familiar, es de una soledad sobrecogedora. La orfandad originaria de Juan Preciado se muestra en el hecho de que no lleva el apellido paterno. La madre y él fueron expulsados de la tierra del padre, una tierra cuya apropiación se funda en un crimen continuo. En el exilio, la nostalgia propicia que la madre reinvente el pasado: hace de Comala un paraíso perdido y una tierra de promisión. Cuando Preciado emprende el regreso, va en busca del padre pero también con la idea de heredar la tierra paradisiaca evocada por la madre. Al llegar a su pueblo natal —del que no recuerda nada, pues salió de allí siendo aún bebé—, descubre que Pedro Páramo ha muerto hace muchos años y que el pueblo edénico es ahora la región de los muertos. Excluido del mundo y extraviado entre almas en pena, él mismo es un extraviado más, ya no sabe quién es. Para la madre, el hijo es ya sólo una voz, y quizá sólo el eco de una voz, pues puede oírlo desde cualquier lugar de la tierra pero no lo puede mirar. Juan ya no puede mirarse en el espejo de la madre, ella no puede darle ya identidad: Preciado se deprecia. Y esta pérdida de valor, esta pérdida de ser, es el espejo final que le devuelve su rostro verdadero: el rostro de la muerte.

 

 

La estructura mítica del espacio narrativo

 

Fuentes se refirió a Pedro Páramo como un hipotexto de la Odisea, pues él —igual que otros críticos— consideran la estructura mítica del nóstos (el regreso) desde los mitos y mitemas griegos: habla de Juan Preciado como “ese joven Telémaco que inicia la contra-odisea en busca de su padre perdido”.[40] En otra perspectiva, Lienhard muestra los vasos comunicantes que la novela establece con la cosmovisión de “los toltecas-aztecas”.[41] La potencia poética de la obra resiste y se enriquece con lecturas que parecen opuestas. En este apartado quiero incidir en lo evidente: los personajes de Pedro Páramo son practicantes de la religión judeo-cristiana. En esta perspectiva, los habitantes de Comala han muerto en falta, buscan ser redimidos y por eso yerran sin descanso en busca de alguien que pueda interceder por ellos (rezar, ofrecer misas, hacer ofrendas) para que puedan salir de esa forma de purgatorio. La idea del pecado ensombrece las conciencias, la geografía e incluso la arquitectura del pueblo.

Desde el segundo fragmento de la novela, el arriero-psicopompo le comenta a Preciado que Comala “está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del Infierno”. En una visión horizóntica, el pueblo es en realidad un espacio donde convergen orbes diversos: el antiguo paraíso evocado tanto por Dolores Preciado como por Pedro Páramo cuando recuerda su infancia con Susana San Juan, el pueblo histórico que es víctima y rehén de un cacique vengativo y ávido, el purgatorio de las ánimas, y el orbe de los condenados: el infierno. Jean Franco lo ha sintetizado en una frase: “La misma topografía sirve de cielo, de infierno, de purgatorio y de mundo real”.[42] En efecto, Comala simboliza, en clave mexicana y en yuxtaposiciones espacio-temporales, el espacio narrativo de la mitología judeo-cristiana que va del génesis al apocalipsis, pasando por la pareja original (Donis-Adán y hermana-Eva), la expulsión del paraíso, el ángel caído (Miguel Páramo), el culto a la virgen de la Media Luna (Susana San Juan), la rebelión en el paraíso (la revolución y el movimiento cristero), y la saga del redentor que en realidad sólo intenta redimirse (Juan Preciado, hijo del padre poderoso y desconocido, cuyo sacrificio da fin a la épica rulfiana).[43]

Pedro Páramo es el dios negativo que hace de Dolores una mujer instrumental para escalar el poder. Se casa con ella pero la noche de bodas duerme con Lilit-Eduviges Dyada, una mujer que transgredía las convenciones morales sin acusar recibo de los prejuicios ni de la culpa: “Hasta les dio un hijo, a todos. Y se los puso enfrente para que alguien lo reconociera como suyo, pero nadie lo quiso hacer. Entonces les dijo: ‘En este caso yo soy también su padre, aunque por casualidad haya sido su madre’. Abusaron de su hospitalidad por esa bondad suya de no querer ofenderlos ni de malquistarse con ninguno”.[44] Lilit-Eduviges, en su papel de doble de Dolores, es la madre suicida de Juan, a quien muchos años después recibirá y dará acceso a la Comala-purgatorio.

El futuro cacique ha heredado sólo deudas y no piensa pagarlas, exigirá sacrificios y para ello se valdrá de Fulgor Sedano, el sumo sacerdote que iniciará con una ofrenda de sangre para propiciar el poder sobre la tierra: asesina a Toribio Aldrete en la posada de Eduviges Dyada y —antes de que muera a manos de unos ángeles rebeldes que se hacen llamar revolucionarios— cerrará el arco de sangre con otro sacrificio para que Pedro se apropie del amor o de la imagen del amor: mata a Bartolomé San Juan, padre de Susana.

Celoso de su incipiente poderío, Páramo expulsa a Dolores y al hijo Preciado-Cristo del paraíso-Comala; y amparado en su culto a la virgen-Susana, actuará sólo para agrandar la circunferencia de su dominio sobre cuerpos, almas y bienes materiales. La expulsión es la forma de sacrificar al primogénito:[45] Juan Preciado es Isaac (el hijo del patriarca), el agnus dei, el chivo expiatorio, la víctima propiciatoria que cerrará todo el círculo de sangre abierto cuando la madre pierde la virginidad.

Susana San Juan, “una mujer que no era de este mundo”,[46] es la deidad femenina por la que Pedro Páramo sacrifica todo. Le entrega su vida en ofrenda, aunque ella nunca se entera, y consagra la Media Luna a esa virgen distante. Susana ya aparece en el pensamiento del niño Pedro, al principio de la novela, y aparecerá en la agonía del anciano Páramo, en el último fragmento. En la adolescencia, ella se autoexpulsa de Comala y regresa 30 años después para vivir con el cacique, pero ya vive fuera de la realidad, abismada en sus recuerdos: el mundo de Susana San Juan “fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber”.[47] La deidad lunar regresa lunática. La casa Páramo no alcanzará el plenilunio, la muerte de Susana marcará el ciclo menguante de la Media Luna y la vida de Páramo, el único oficiante de ese culto, perderá sentido. Del templo lunar quedará sólo “un montón de piedras”.[48]

Muchos años después, en su agonía, Dolores le exige al hijo regresar a Comala para recuperar lo que les fue negado. El primogénito no sabe que el padre, debido a que el pueblo fue indiferente al culto de la virgen-Susana San Juan, ha ejecutado el juicio final: “me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre”;[49] por eso no llega al paraíso-Preciado sino al páramo de Pedro:[50] un pueblo post-apocalíptico. Tampoco sabe que el padre ha muerto en un acto parricida; y en este plano arquetípico, si todos los hijos de Pedro Páramo coinciden en el hijo primigenio, entonces Preciado ha cometido el parricidio sin saberlo o sabiéndolo demasiado.

Al ir, pues, en busca del padre para ser él mismo ese padre, es guiado por tres psicopompos: Abundio, Eduviges Dyada y Damiana Cisneros. Gracias a ésta última, descubre que ha llegado al antiparaíso y, como si fuera un mesías, los muertos le imponen una misión: que los redima. Esa misión inesperada lo obsede, lo rebasa y sucumbe. Al contrario de la mitología cristiana, su muerte no será signo de salvación sino de pérdida. En este sentido, Preciado es un antihéroe, un anti-Cristo que, al buscar su propia redención, al querer resarcirse de haber sido despreciado toda la vida, las ánimas le imponen la extraña tarea de interceder (rezar, orar, suplicar al dios) para que sean eximidas de su falta; pero ni siquiera lo intenta: esas mismas almas extraviadas le extraviarán el alma.

En su peregrinaje, pernocta en la casa caída de Donis-Adán y su hermana-Eva, únicos habitantes del antiparaíso-Comala que en ese momento él considera vivos y quienes lo protegen de los muertos. Los hermanos viven en falta, es decir han sido expulsados de un mundo regido por la moral cristiana y, al contrario de los padres genésicos, están condenados a no poder repoblar la tierra. Para entonces, Preciado está al filo de perder la razón y alucina que Eva, la madre de los vivientes, se erosiona: se desmorona como un témpano de tierra debido a su propio sudor. Asfixiado por el miedo y el calor, sale a las calles de Comala y las ánimas en pena lo sacrifican al buscar en él su propia salvación.

Preciado mismo no impide su caída, parece que se entrega fascinado a las potencias destructivas, no suplica a su dios ni a sus santos ni piensa en ellos; no opone resistencia a la invasión de la nada. Su regreso incluía la ilusión de recuperarse a sí mismo, no quería ser des-Preciado sino Páramo Preciado. Sin embargo, el parricidio ha sido, al mismo tiempo, una forma de suicidio, y lo es porque el filicidio estaba en el origen. Juan no sólo no conquista su nombre, se deprecia, mira la nada en el espejo de su nombre, y esa radical depresión lo lleva a cerrar el círculo de sangre. La novela de Rulfo, como señalé al principio de este ensayo, es una variante moderna del antiguo poema épico; una épica que tiene lugar cuando ya ha sucedido el apocalipsis.

Una vez muerto, la psicopompo Dorotea será su guía en el mundo de los muertos y será ella quien dé pie a esa suerte de biblia rulfiana: el ascenso y la caída de la casa Páramo.[51] Dorotea, como sugerí en el ensayo “Dorotea inventa a Juan Rulfo”, es la que dirige ese concierto de murmullos cuyo devenir se titula Pedro Páramo.

 

 

Orfandad y silencio

 

Al afirmar que Pedro Páramo es también un poema, no sugiero que sea una novela poética, sobre todo si consideramos que algunos escritores nos han querido convencer de que la prosa poética es la prosa edulcorada, henchida de tropos o anémica a costa de sutilezas. En el caso de Rulfo prefiero pensar en términos de poema en prosa, es más justo, más preciso a la hora de abordar sus estrategias de enunciación lírica. A partir de una prosa desnuda, elusiva, casi despiadada en su reticencia, y sin las florituras verbales ni el manierismo de quienes suponen escribir prosa poética, Rulfo logró pulsar las cuerdas de la poesía desde ese instrumento áspero y opaco llamado “prosa”.

En la potencia de lo no dicho radica la poética de Rulfo. Como los grandes poetas, cifró un decir exponencial en el silencio. Pero esta potencia del no decir se le impuso como una imposibilidad. En este límite se explica su silencio literario; pues quien escribe en los límites del silencio tiene, padece, una conciencia extrema de su escritura. Sólo él puede jugar en la frontera donde un escritor puede dejar de serlo y donde la palabra puede ser sustraída por la no-palabra. Este juego es siempre mortal, y él no cerró los ojos ante el advenimiento de la nada.[52] Así como hay escritores que parecen escribir desde la escritura (cuando su obra es un diálogo explícito con una tradición literaria), Rulfo da la impresión de haber creado desde el silencio. En su escritura hay una profunda orfandad que incluye la orfandad de la escritura misma.

 

 

 

[1] Juan Rulfo, “Pedro Páramo treinta años después” [transcripción anotada y comentada] en Jorge Zepeda, La recepción inicial de Pedro Páramo (1955-1963). México: Fundación Juan Rulfo / RM / UNAM, 2005, p. 336.

[2] Ibidem.

[3] Roberto Calasso, Las bodas de Cadmo y Harmonía. Barcelona: Anagrama, 2000, pp. 134-135.

[4] Juan Rulfo, “Pedro Páramo treinta años después”, en op. cit., p. 336.

[5] Carta a Eugène Lefébure, en Stéphane Mallarmé, Correspondance complète. 1862-1871. Lettres sur la poésie 1872-1898, préface d’Yves Bonnefoy, ed. de Bertrand Marchal. Paris: Gallimard (Folio Classique), 1999, pp. 348-349.

[6] Ernesto Sabato, El escritor y sus fantasmas. Barcelona: Seix Barral, 1983, pp. 20 y ss.

[7] Algunos escritores pensaron que la novela total era un catálogo de realidades entreveradas de pensamiento mágico. En el personaje Carlos Argentino Daneri, Borges nos da una imagen sarcástica del equívoco escritor latinoamericano comprometido con la realidad. Véase “El Aleph”, en Obras completas I. 1923-1949. Barcelona: Emecé, 2001, pp. 617-627.

[8] Evodio Escalante comenta que “Aunque no sepamos explicar bien a bien qué diablos signifique la tan cacareada identidad nacional, concepto mítico si es que hay alguno, creo que ningún escritor de nuestros días [excepto Rulfo] ha sabido penetrar tan hondo en esa identidad. Carlos Fuentes, Paz, Revueltas, Ibargüengoitia, Magdaleno, todos ellos han contribuido con aportes significativos, pero nadie puede disputar a Rulfo esta interioridad”. Véase “Rulfo y la histeria nacional” en Uno Más Uno, México, 17 de enero, 1986, p. 23-A. Señalo, por mi parte, que el carácter épico de la obra rulfiana explicaría también que hubiera sido “secuestrada” por el Estado mexicano, pues al entronizarla como representante del nacionalismo literario, la integraba en los mecanismos discursivos de su propia legitimación.

[9] Jorge Aguilar Mora, “Yo también soy hijo de Pedro Páramo”, en La sombra del tiempo. Ensayos sobre Octavio Paz y Juan Rulfo. México: Siglo XXI, 2010, p. 131.

[10] En estas consideraciones críticas incluyo el cuento-poema “Luvina”, de El Llano en llamas.

[11] Cuando digo línea no me refiero en estricto sentido a una línea sino a las imágenes construidas por las primeras y las últimas líneas.

[12] Fragmento 69: “Allá atrás, Pedro Páramo, sentado en su equipal”, en Juan Rulfo, Pedro Páramo, edición crítica de José Carlos González Boixo, 16a. ed. Madrid: Cátedra (Letras Hispánicas, 189), 2002. En esta edición, González Boixo establece de manera definitiva el número de fragmentos. Citaré sólo esta edición a lo largo del ensayo.

[13] Digo nostalgia en su acepción etimológica: nóstos (regreso) y álgos (dolor). Además de que la estructura mítica de la novela obedece al nóstos, cuyo modelo clásico es la Odisea.

[14] Fragmento 12: “En el hidrante las gotas caen…”

[15] Fragmento 11: “—¿Qué es lo que pasa…?”

[16] Roberto Cantú afirma que el pasaje donde Eduviges comenta que “hubo un tiempo que [Miguel Páramo] se pasaba las noches en mi casa durmiendo conmigo”, no indica relaciones sexuales sino maternidad, pues afirma que “Eduviges Dyada es la madre de Miguel Páramo”. Desde mi punto de vista, no hay ningún indicio verosímil para sostener dicha hipótesis, pues el padre Rentería, en el fragmento 40, le dice a Pedro Páramo que “la mamá murió al alumbrarlo”. Cantú entra en contradicciones a la hora de demostrar su conjetura. Su artículo, no obstante, es luminoso en muchas de sus deducciones. Véase “De nuevo el arte de Juan Rulfo: Pedro Páramo reestructura(n)do”, en Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 421-423. Madrid, julio-septiembre, 1985, pp. 305-354.

[17] Fragmento 16: “Había estrellas fugaces”. En uno de los primeros pasajes (fragmento 5: “—Soy Eduviges Dyada”), cuando Eduviges conversa con Preciado, ésta alude al suicido: “Sólo yo entiendo lo lejos que está el Cielo de nosotros; pero conozco cómo acortar las veredas. Todo consiste en morir, Dios mediante, cuando uno quiera y no cuando Él lo disponga. O, si tú quieres, forzarlo a disponer antes de tiempo”. Páginas adelante, el padre Rentería recuerda: “Todavía tengo frente a mis ojos la mirada de María Dyada, que vino a pedirme salvara a su hermana Eduviges […] Pero ella se suicidó. Obró contra la mano de Dios”. Fragmento 16, citado. Las palabras del padre Rentería explican, en parte, por qué ella afirma: “Sólo yo entiendo lo lejos que está el Cielo de nosotros”.

[18] Fragmento 69: “Allá atrás, Pedro Páramo…”

[19] Fragmento 52: “Mi cuerpo se sentía a gusto sobre el calor de la arena”.

[20] Fragmento 45: “Hay pueblos que saben a desdicha”.

[21] En otro ensayo, “Dorotea inventa a Juan Rulfo”, muestro que, a petición de Dorotea, Preciado es el narrador de casi toda la novela. Al estar enterrados juntos y en el curso de su entreverada conversación de desdichas, ella le pide que le cuente qué dicen los muertos de las tumbas contiguas a la suya. Previo a esto, le pregunta: “Mejor no hubieras salido de tu tierra. ¿Qué viniste a hacer aquí?” (fragmento 36). Y la respuesta de Preciado nos remite al primer fragmento, al origen y al advenimiento de la novela: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. Véase “Dorotea inventa a Juan Rulfo”, en Crítica, núm. 179. Puebla: Universidad Autónoma de Puebla, diciembre 2017 / enero 2018, pp. 114-122.

[22] Fragmento 2: “Era ese tiempo de la canícula”.

[23] Fragmento 3: “Era la hora en que los niños juegan en las calles”.

[24] Fragmento 5: “—Soy Eduviges Dyada”.

[25] Fragmento 3: “Era la hora en que los niños juegan en las calles”.

[26] Fragmento 17: “—Más te vale, hijo”.

[27] Fragmento 11: “—¿Qué es lo que pasa, doña Eduviges?”

[28] Fragmento 9: “—Pues sí, yo estuve a punto de ser tu madre”.

[29] Me gusta pensar a Eduviges Dyada como símbolo de la estructura de la novela completa. Es un personaje de facetas múltiples, contradictorias e inasibles. No es fácil establecer una biografía de ella. Los críticos debemos considerarla a partir de perspectivas diferentes para no caer en contradicción. González Boixo argumenta que no se puede atribuir a Rulfo un error al perfilar con coherencia a este personaje, véase “Apéndice I”, en Rulfo, Pedro Páramo, pp. 195-198.

[30] Fragmento 17: “—Más te vale, hijo”.

[31] Fragmento 24: “—Este pueblo está lleno de ecos”.

[32] Preciado llega a Comala entre seis y siete de la tarde, un día de agosto, en plena canícula. Estará en el pueblo unas 32 o 33 horas.

[33] Fragmento 24: “—Este pueblo está lleno de ecos”.

[34] Fragmento 29: “Vi pasar las carretas”. La voz de Dolores Preciado, evocada por el hijo, está siempre en cursivas y entrecomillada. Hugo Rodríguez-Alcalá ha señalado con acierto que todos los pasajes donde aparece la voz de Dolores son poemas en prosa, aunque no parece muy convincente cuando afirma que habla en verso. Véase “El poema de Doloritas en Pedro Páramo”, en Estudios de literatura hispanoamericana en honor de José A. Arrom, editado por Andrew Debicky y Enrique Pupo-Walker. North Carolina: University of North Carolina, 1974, pp. 267-276.

[35] Preciado llega a la casa de Donis y su hermana-esposa de madrugada (cuatro o cinco de la mañana), se queda allí unas 19 o 20 horas, pues sale “al filo de la medianoche” siguiente.

[36] Fragmento 30: “La madrugada fue apagando mis recuerdos”.

[37] Fragmento 36: “—¿Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan Preciado?”

[38] Fragmento 35: “El calor me hizo despertar al filo de la medianoche”.

[39] Fragmento 33: “—¿No me oyes?”

[40] Carlos Fuentes, “Revolución y ambigüedad”, en La nueva novela hispanoamericana. México: Joaquín Mortiz, 1969, p. 16. Esta misma idea está ampliada en un ensayo posterior: “Rulfo, el tiempo del mito”, en Inframundo. El México de Juan Rulfo. México: Ediciones del Norte / INBA, 1980, pp. 11-21.

[41] Martin Lienhard, “El substrato arcaico en Pedro Páramo: Quetzalcóatl y Tláloc”, en Juan Rulfo, Toda la obra, edición crítica coordinada por Claude Fell, 2a. ed. Madrid: ALLCA XX / FCE (Colección Archivos, 17), 1996, pp. 944-953.

[42] Jean Franco, “El viaje al país de los muertos”, en Joseph Sommers (antología, introducción y notas), La narrativa de Juan Rulfo. Interpretaciones críticas. México: Secretaría de Educación Pública (SEP-Setentas, 164), 1974, p. 124.

[43] Disiento de Rodríguez-Alcalá cuando afirma que “sin duda el Inferno de Dante es el arquetipo configurador del mundo de Pedro Páramo; lo es inequívoca e incuestionablemente”, pues aunque su análisis es revelador, creo que restringe la comprensión horizóntica de la novela rulfiana. Sólo habría que considerar que, a diferencia de la Divina commedia, donde los orbes no sólo están diferenciados sino que son excluyentes, en Pedro Páramo los orbes convergen en el mismo espacio-tiempo. Véase Hugo Rodríguez-Alcalá, “Miradas sobre Pedro Páramo y la Divina commedia”, en Juan Rulfo, Toda la obra, p. 775.

[44] Fragmento 16: “Había estrellas fugaces”. La cita se refiere a las palabras de María Dyada, hermana de Eduviges, cuando trata de interceder por ella en una conversación con el padre Rentería.

[45] Recordemos que el sacrificio del primogénito da fundamento tanto al judaísmo como al cristianismo.

[46] Fragmento 60: “—Supe que te habían derrotado, Damasio”.

[47] Fragmento 59: “Un hombre al que decían el Tartamudo llegó a la Media Luna”.

[48] Las últimas líneas de la novela narran la muerte de Pedro Páramo: “Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras”. En el pre-texto titulado Los murmullos, hay dos líneas finales que ya no aparecerán en la novela publicada: “Y junto a la Media Luna quedó siempre aquel desparramadero de piedras que fue Pedro Páramo”. Este desenlace está tachado ya en el mecanuscrito, pues sin duda Rulfo lo consideró redundante y poco poético, pero explica de algún modo por qué ningún personaje habla de la tumba de Pedro Páramo y abona en favor de mi lectura del templo lunar. Véase Juan Rulfo, Los murmullos. México: Centro Mexicano de Escritores, 1954, p. 127.

[49] Fragmento 65: “Al alba, la gente fue despertada por el repique de las campanas”.

[50] Retomo aquí el juego de palabras de Octavio Paz: “El Jardín del Señor: el Páramo de Pedro”, véase “Paisaje y novela en México”, en Corriente alterna. Ciudad de México: Siglo XXI, 1967, p. 16.

[51] Heriberto Yépez habla del “lenguaje contra-bíblico” de la novela y muestra que “Pedro Páramo abre como reescritura de las Escrituras”. Véase el sugerente ensayo “«Darle vuelo a las ilusiones»: la forma constelatoria en Juan Rulfo (y T. Adorno)”, en Víctor Jiménez (coord.), Pedro Páramo: 60 años. México: Fundación Juan Rulfo / RM, 2015, pp. 183-194.

[52] En su discurso de recepción del Premio Nacional de Letras, Rulfo hizo una confesión conmovedora: “No recuerdo por ahora quién dijo que el hombre era una pura nada. No algo, ni cualquier cosa, sino una pura nada. Y yo me siento así en este instante; quizá porque conociendo lo flaco de mis limitaciones, jamás elaboré un espíritu de confianza, jamás creí en el respeto propio”. El sufrimiento, la modestia y la incertidumbre pervivían en él a pesar del reconocimiento mundial de su obra. ¿Por qué no recordaba quién había dicho que “el hombre era una pura nada”? Porque él mismo había sido penetrado por la nada, se sabía habitado por ella desde los días en que fue publicada su novela. Juan Rulfo, “[Muchas gracias]”, en Toda la obra, p. 397.