Traducción de Felipe Osorio
Excelentes críticos han sostenido que eran artistas en el mismo sentido y bajo las mismas condiciones que aquellos cuyo trabajo criticaban. Pero esta declaración tiene menos de cien años de haber sido formulada por primera vez. Vale la pena hacer notar que la identificación de los dos papeles llegó de una época que por primera vez puso los términos Arte y Artista por las nubes y los convirtió en objetos de adoración.
El locus classicus de esta nueva opinión es el ensayo de Oscar Wilde, El crítico como artista, de 1891. Por la misma fecha, cruzando el canal de la Mancha, Charles Maurras y Remy de Gourmont hacían la misma afirmación y, al otro lado del Atlántico, James Huneker informaba de ese gratificante parecer. Cuando menos dos de los cuatro poseían una doble calificación para aprobar un juicio tan novedoso. Wilde era competente en muchos géneros y le dio a la literatura inglesa dos obras maestras, un poema y una obra de teatro. Remy de Gourmont fue poeta y novelista de grandes –– si no de supremos–– méritos. Presumiblemente, ambos eran capaces de juzgar el mecanismo de la mente y el espíritu que conduce a la crítica y a la creación y, después de pensarlo un poco, de declararlos intercambiables.
Su principal argumento era este: el Arte ––en especial el arte moderno–– es tan complejo y sutil que incluso al lector educado le parece inevitablemente oscuro. Antes de que el público pueda entender, ya no digamos disfrutar, tan delicado y sofisticado arte, un técnico con una sensibilidad entrenada ––es decir, otro artista–– debe desmontar la obra para explicarla y demostrar así su significado y su valor. Sólo después de un recorrido por sus laberintos puede clarificarse su forma e intención.
¿Cuál es la fuerza de este argumento? Admitamos que las artes modernas son a menudo oscuras y que un observador capacitado puede ayudar a desembrollar la maraña de impresiones que produce. La habilidad para analizar, es decir, desglosar, de ningún modo implica la habilidad para ensamblar. Analista y autor creador no son sinónimos. Hagamos una analogía: bajo el capó de un automóvil moderno se encuentra una máquina cada ves más compleja conforme nuevas y sutiles funciones se le agregan año tras año. Cuando algo no marcha, se requiere de un mecánico excepcional para arreglarla. Incluso en talleres oficiales de reparación el problema puede desconcertar al personal común. Pero con frecuencia hay un hombre ahí que nunca falla ––el jefe lo llama genio––. Tiene intuición, imaginación, y buen ojo; sólo es necesaria una visita para el diagnóstico y la cura. ¿Pero alguien ha sabido que alguien así haya inventado una nueva válvula o suspensión o reorganizado el sistema completo? La misma afinidad con las combinaciones actuales parece imposibilitar la innovación.
Esta analogía no es un argumento; es sólo la ilustración de que la penetración no es lo mismo que la previsión, el poder analítico lo mismo que el creativo. Si el crítico fuera un artista, uno de estos dones implicaría el otro. Pero la mayoría de los grandes artistas son pobres críticos; ven sólo su propio trabajo o el que se le aproxima. Por supuesto, nada impide que un hombre o una mujer posean ambos dones. Oscar Wilde los tenía, como dije, y pueden encontrarse rápidamente otros ejemplos notables: Dryden, Diderot, Goethe, Delacroix, Berlioz, Poe, Yeats, Shaw. La lista parece impresionante, pero resulta pequeña cuando se la compara, por un lado, con la lista de otros grandes artistas y, por el otro, con la hueste de buenos, prácticos, responsables técnicos a quienes llamamos críticos.
¿Qué, entonces, es un crítico? Antes de que fuera apodado artista en la década de los noventa del siglo XIX, no era sino un hombre de letras especializado. Alcanzó prominencia en el mundo codo con codo con el artista, a quien se solía considerar como simple artesano. La historia de su encumbramiento en la sociedad moderna es ilustrativa para el asunto en cuestión. En la antigüedad, el único deber del crítico era explicar el texto literario de un poeta o un escritor de prosa. En la antigua Alejandría los eruditos del museion o la biblioteca trabajaban con los clásicos griegos, y la tradición ha distinguido a una buena pareja: Aristarco, el amable, y Zoilo, el gruñón que siempre encontraba faltas. Eso era la crítica antigua de la A a la Z.
Podemos preguntarnos sobre Platón y Aristóteles y después obre Horacio, Cicerón y Quintiliano. Fueron críticos verdaderamente, en el sentido de que publicaron teorías para géneros particulares y compararon artistas individuales y sus obras. Aristóteles como científico estaba interesado en la forma y el propósito de la tragedia, y Platón en la naturaleza y el papel de los poetas. Los romanos querían averiguar las reglas básicas de la oratoria; Horacio fue más allá y puso por escrito las de la poesía vigente. Pero en ninguno de estos pocos planteamientos excepcionales una obra de arte fue sometida a la crítica en el sentido nuestro, ni la crítica fue una actividad profesional regular.
Durante siglos después de los romanos, encontramos sólo artesanos y artífices que no encontraban necesario escribir acerca de sus recetas o sus opiniones sobre los trabajos de algún otro. En sus localidades, lo que ellos hacían o escribían, lo que cantaban o construían, provocaba sin duda comentarios basados en gustos y rechazos, pero ni eran sistemáticos ni se registraban.
Sólo durante el Renacimiento la crítica como una empresa importante y consciente comenzó a tomar forma. Comenzó, como en la antigüedad, de la necesidad de verificar textos. La recuperación y posteriormente la publicación de textos clásicos antiguos produjo editores que trabajaron en las fuentes manuscritas para producir versiones libres de las alteraciones y errores de los copistas. Estas obras, cuando se purificaron, crearon tanto entusiasmo entre los educados que indujeron a los teóricos a explicar su perfección. Para juzgar la poesía y el drama se recurrió a Aristóteles ya Horacio como primeros principios, pero sus pronunciamientos disponibles, más bien escasos, fueron pronto reelaborados con la ayuda de las ideas religiosas, filosóficas y lingüísticas del momento. Cuando la teoría de los géneros se desarrolló lo suficiente para mostrar la perfección o imperfección de una obra particular, la crítica judicial comenzó a existir: la crítica que recurre a reglas aceptadas para alcanzar un veredicto de bueno o malo. Así, un nuevo tipo de crítica se añadió a la crítica puramente editorial de los textos.
De, digamos, el siglo xvi a comienzos del siglo XIX, la crítica se mantuvo dentro de esos límites: los grandes críticos argüían sobre la validez de las reglas en cuestión, su aplicación correcta y los méritos de las piezas y poemas del momento. La etiqueta de Neoclasicismo designa apropiadamente esta larga tradición, cuando se esperaba que el crítico juzgara, y juzgara de acuerdo con un sistema. Incluso la famosa disputa que se desató sobre los Antiguos y los Modernos en el siglo XVII fue sólo sobre si los escritores modernos eran tan buenos como los antiguos, no sobre si tenían diferentes objetivos o cánones de excelencia. Todo ello implicaba que había una sola clase de crítico aparte del editor de textos.
Con la llegada del siglo XIX y el debilitamiento del Neoclasicismo, los siete demonios de la confusión se desataron y pronto nos enfrentamos a la situación moderna. ¡Por culpa de Shakespeare! Lo que queremos decir es lo siguiente: en 1750, cuando Shakespeare comenzó a ser rehabilitado como artista y utilizado como campeón contra Voltaire el dramaturgo, la misma idea de arte comenzó a cambiar y con ello el papel del crítico.
Lo que los promotores de Shakespeare ––los nuevos críticos de aquella época: Lessing, Morgann, Edmund Burke–– se atrevieron a decir es que el arte no consiste en imitar un modelo, un ideal de belleza perfecta; consiste en expresar emociones profundas y pensamientos sublimes. El genio, como en Shakespeare, es salvaje con frecuencia; por ello ha sido condenado. Pero ahora debemos escucharlo y aprender de él. En breve: la individualidad, y con ella la irregularidad, era un mérito. La forma en el arte es libre y debe renovarse en cada obra. El público se siente conmovido, pero el buen crítico está ahí para guiar y confortar al perplejo.
El desarrollo de esta nueva crítica tomó cerca de medio siglo. Por la época de Coleridge y Carlyle, quienes establecieron el dogma de que Shakespeare era el poeta más grande de todas las épocas, el genio supremo, se estableció también que cualquier gran artista tiene que esperar el reconocimiento hasta que la crítica haya explicado y validado su obra. El artista por primera vez fue llamado creador, lo que resultó inaudito y desconcertante mientras no se hizo costumbre. Todas estas palabras (genio, creador, originalidad) eran de uso reciente alrededor de 1800. En palabras más familiares a nosotros, el arte “autónomo” y el “culto de lo nuevo” habían triunfado sobre las presunciones de la crítica judicial y las elaboraciones de Horacio y Aristóteles.
Pero este crítico nuevo de principios del siglo XIX, imaginativo y sin reglas, no pensaba todavía en él como creador y semejante de Shakespeare y Wordsworth. El más grande de ellos, en Inglaterra, William Hazlitt, siempre puso en claro que su tarea era subordinada y distinta a la del creador. La misma diferencia en medios oponía los sencillos juicios en prosa clara y lúcida a los versos a menudo intrincados y las ideas asombrosas, Además, el carácter de los tiempos era de devoción. El gran arte pronto se convirtió en el sustituto de la religión que es ahora, y todos los grandes críticos del periodo romántico –Coleridge, Hazlitt, Lamb, De Quincey, Walter Scott—habrían considerado vergonzoso equiparar sus escritos críticos con el arte.
Este último paso, como he dicho, llegó a finales del siglo, cuando el arte mismo había dado otra vuelta de tuerca en dirección de la complejidad y la oscuridad. Resolver sus misterios parecía una proeza; por esa época la especialización hizo su aparición. Los críticos llegaron bajo distintas apariencias. Estaba el crítico teórico, que lidiaba con formas y géneros; el crítico histórico, que rastreaba la influencia y las conexiones del arte con la vida social; el crítico psicológico, que especulaba con el instinto y las emociones; el crítico impresionista, que registraba para el lector (como escribió Anatole France) “la aventura de su espíritu entre las obras maestras”; y estaba por supuesto el ubicuo reseñista, que podía ser de cualquiera de esos tipos o tener, a su modo, un poco de cada uno de ellos.
Todos ellos podían actuar también como críticos judiciales, en el sentido de que discutían méritos y faltas y manifestaban sus preferencias entre lo viejo y lo nuevo. Pero estos juicios no obedecían a un canon común, pues no existía acuerdo sobre este punto. Tanto la producción de arte como su recepción existían en el estado de anarquía que nos es familiar y que llamamos pluralismo. Los artistas se apiñaban en escuelas por lo menos el tiempo suficiente para publicar un manifiesto denunciando a sus predecesores y después para rechazar la etiqueta que los críticos, por lo general hostiles, prendían en sus trabajos. El cambio en el patrocinio del arte de padrinos individuales al estado y al público en general implicó que una escuela era prudente si tenía a un crítico como guardaespaldas; o mejor aún, a un reseñista regular en un diario o publicación destacada. Cuando grandes intereses materiales estaban en juego, como en el teatro o en la publicación de novelas, la posesión de un bien pagado crítico fiel era tan indispensable como el descubrimiento de un sagaz y valiente abogado lo era para cada sucesiva avant–garde.
Fue en ese ambiente que el crítico-como-artista nació. Puro e Incorruptible, se asoció con naturalidad a la avant-garde y sostuvo que los demás artistas y críticos eran carcamales o escritorzuelos de diarios. Que no sabían nada sobre arte y desorientaban al público con sus reportes cotidianos. Aún más despreciables eran los secuaces de la burocracia, a menudo académicos de mente entorpecida, que sustituían la percepción estética, de la que eran incapaces, con erudición. Tal era la doctrina del crítico-como-artista.
Con estas convicciones este crítico superior tendía a ser impresionista. Su espíritu era sensible, su gusto delicado, pero también era perspicaz y profundo; escribía como un poeta cuando no como un ángel. Estaba saturado de arte, de todas las artes. Al reseñar una pieza o un poema, invocaba a Leonardo y a Wagner si era necesario, pues para entonces las diversas artes habían desarrollado sus literaturas críticas y el crítico esteta seguía con sus estribillos. En breve: vive el arte como Tosca: Vissi d’arte. De hecho, con frecuencia vive con artistas, cuyos hábitos y prejuicios contra el mundo comparte sin afectación.
Este mundo, dominado por la industria y la democracia lucía como el enemigo natural no sólo del arte y los artistas, sino de quienquiera que fuese cultivado y desdeñase los negocios, es decir, la clase intelectual completa. Sus miembros se identificaban con los artistas; de modo que cuando el crítico se declaraba a sí mismo artista lo hacía tanto por instinto como por razonamiento; no expresaba su egoísmo sino su conciencia de clase.
Y debe admitirse que escritores como Walter Pater, Oscar Wilde, Remy de Gourmont, Anatole France, hicieron plausible la identificación mediante su desempeño literario en más de un género. Los otros tipos de críticos, históricos, psicológicos o judiciales no lo conseguían. Para comenzar, todos estos eran moralistas, mientras que un dogma principal del crítico esteta era que el arte y la moralidad no tenían Nada que ver entre sí. La moralidad pertenece al mundo, el Arte pertenece a un reino ideal. Como legionarios del arte, estos críticos estaban dedicados a él en exclusiva y para siempre: exactamente como los artistas. Sus escritos críticos, por lo tanto, deben también ser arte.
En su tiempo, el suyo no fue un reclamo sin valor. Pero su prolongación en el nuestro se ha convertido en un absurdo. La crítica, ya sea arrogante, profunda, sutil, profética, sigue siendo exposición y análisis; es referencial y argumentativa; no es original, creativa, independiente de un texto o una teoría. Por supuesto, uno puede estirar el significado de la palabra “arte” para incluir cualquier trabajo fino. Podríamos tener así la diplomacia y la cocina, el hipismo y el tejido como reinos poblados de artistas. Pero no es esto lo que el crítico usurpador tiene en mente. Podríamos conceder que los grandes artistas aran artistas de la prosa. Dryden, Hazlitt, Wilde, Shaw fueron supremos ensayistas, maestros de un género literario. Pero sólo fueron artistas creadores cuando escribieron piezas de teatro, poemas o novelas. Estas tres cosas son llamadas adecuadamente ficción: cosas inventadas; la crítica es derivada. No puede inventarse sin dejar de ser crítica.
¿La distinción importa? Si es así, ¿por qué? Primero, porque es siempre importante pensar correctamente, lo cual significa apegarse a las palabras de la forma más estricta posible. Segundo, porque la crítica no tiene justificación, no atrae la atención del público excepto como sirvienta del arte. La necesitamos; a veces la necesitamos mucho; pero su pérdida no significaría el fin del arte. Las civilizaciones han vivido durante siglos sin ella. Su desarrollo ha sido irregular en forma y cualidad y ha sido tolerada sólo por su utilidad, por sus servicios que van del reporte diario al ensayo luminoso. Los grandes críticos han sido raros, tal vez porque los dones trascendentales de la percepción y la composición se han dedicado al arte mismo, a la genuina ficción.
La historia de la crítica desde 1900 me parece una prueba de lo que digo. Cuando el esteticismo declinó, dejó al crítico histórico, académico, en posesión del campo durante casi una década. En los veinte fue atacado y derrotado por la Nueva Crítica, la cual introdujo el método en el juego. El método estaba compuesto de “lectura minuciosa” ––el francés explication de texte escolar–– y la exigencia de estructura lógica. Los poetas metafísicos estaban en boga y todas las imágenes, símbolos y temas debían “elaborarse”.
Hubo un retorno al Neoclasicismo. Método probado una vez, fue seguido por una orgía de rigor procesal basado en ideologías. El mundo fue testigo de la crítica marxista, tomista, freudiana, Jungiana, estructuralista, post-estructuralista, fenomenológica, semántica, estilística y, últimamente, deconstructivista, cada una con un santo patrono y una fórmula.
En estas operaciones pseudocientíficas, el crítico ha seguramente comprometido su demanda del título de artista. Para apoyar su nueva y solemne actitud, ha decidido escribir ininteligible, abominablemente. Ya no elucida más, pues esa palabra significa “aclarar”. Ya no necesita la obra de arte pues se ha desecho de ella al sostener que en literatura no existe propiamente un texto, sólo algunas variables, indicios fugitivos para el lector impredecible y caprichoso. Cada hombre es su propio artista.
El individualismo y pluralismo del que culpé simbólicamente a Shakespeare ha recorrido todo el camino y acabado en el suicidio de la crítica y el intento de asesinar el arte. Un crítico contemporáneo representativo ha escrito: “Pienso que no hay diferencia de clase o de grado entre el lenguaje de la crítica y el lenguaje de la poesía.” Si esta afirmación no significa simplemente que todas las palabras vienen de un diccionario, significa que la crítica ha desarrollado una sordera a la característica voz de la poesía. Si el crítico encuentra en su propio trabajo las sugerencias y comprensión del poeta, entonces es ciego tanto al estilo como al sentido. Cuál puede ser la utilidad de un crítico ciego y sordo, es algo que la teoría antigua o moderna no ha descubierto todavía.