Felipe Garrido: un retrato familiar cocido a fuego lento

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  1. La comida

La hora de la comida es un ritual. Se decora la mesa como si se tratara de una fiesta, y, en cierto sentido, sí que lo es. Hay quienes se visten ex profeso para la ocasión. Otros, los que padecen algún trastorno obsesivo, colocan las cucharas con el cuidado de quien juega a los palillos chinos, alinean los platos, hacen formas exhuberantes con las servilletas, enfilan el servilletero, el tortillero y el canasto de pan, dejando exactamente cinco centímetros entre cada uno de estos utensilios; otros, los de la cocina (aunque a veces sólo sea el ejército de un solo hombre), sacuden los trapos, pican el cilantro, la cebolla y el aguacate, con su último aliento revuelven la salsa, acuden puntuales a clavar la milagrosa pizca de sal en los frijoles con longaniza, y asisten, providencialmente, al punto exacto en que el queso se ha derretido, por fin, sobre el estofado de papa y olorosas hierbas que reposa en uno de los quemadores viejos de la estufa, herencia de generaciones; otros, los miembros menos comedidos, fingen que hacen algo, se mueven suavemente como lagartijas, y, escurridizos, terminan en una recámara, acostados, vigilando las voces que convocarán a todos a la mesa. Y así todo gira en torno a la hora de la comida, porque, ¿qué es la mesa en ese momento sino un motivo para la invención?

Felipe Garrido es, entre tantas cosas, escritor de cuentos y, aunque tiene narraciones más largas publicadas, por ejemplo, en La urna y otros cuentos de amor y Con canto no aprendido, su maestría como narrador es explícita en los breves cuentos reunidos en La musa y el garabato, textos cortos que no rebasan la cuartilla de extensión. A pesar de su brevedad, el oficio se nota; el lenguaje es la herramienta de un preciosista obsesivo que se esmera en los detalles de la miniatura. Cuando releo este libro pienso en pequeños dioramas ricamente decorados, repletos de figuras diminutas hechas con el cuidado que sólo manos expertas pueden hacer.

Esta miscelánea de narraciones cortas es, al mismo tiempo y sobre todo, un retrato familiar cocido a fuego lento, un anecdotario que recoge las mejores charlas de sobremesa, tan rico en detalles gastronómicos que es también un recetario apócrifo. Opino que los mejores cuentos de este libro son los que giran en torno a una familia compuesta por dioses comilones que discuten temas importantes frente a manjares exóticos. Es a través del arte culinario, uno de los tópicos recurrentes del libro, que Garrido pone de manifiesto la tragedia humana.

Tiempos difíciles

—Hace calor, ¿no creen? —preguntó Martín y sacudió la cabeza apenas a tiempo para no meter el copete rubio en la crema de ciruelas.

—Abran la ventana —ordenó la Beba, que desde hacía rato perseguía con un palillo una aceituna al oporto.

—No se puede —dijo sin alzar la vista el Nene, que ese día se había quedado el partido completo en la banca—; está trabada. Mejor que prendan el ventilador.

—Fermín le arrancó la clavija —se apresuró a decir una de las primas memoriosas, y alzó la jarra de tepache.

—Está caliente, quiero unos hielos —dijo Fermín, como si fuera inocente.

—Hoy no tenemos —anunció Toña que había entrado con los pimientos verdes al escabeche  y la ensalada de perejil—: el refrigerador no está enfriando.

—¿No iba a venir el servicio? —preguntó la Beba, con dos aceitunas en la boca.

—Mandó avisar que se le descompuso la camioneta —dijo Martín, que volvía a servirse sopa y la espolvoreaba con ajonjolí.

—Menos mal —suspiró la tía Celia—, porque hoy ando sin coche y se me olvidó sacar dinero del banco.

—Llamen al prieto Torres —sugirió el Nene—; él nos espera.

—El teléfono está muerto —dijo casi con gusto otra de las primas.

Unos con otros cruzamos las miradas, al borde del naufragio.

La tía Martucha resopló, sofocada. Tomó la cigarrera de piel, sacó un cigarro, lo colocó entre sus labios fruncidos como para besarlo. Sus manitas enjoyadas hicieron aparecer, como en un truco de magia, el encendedor de esmalte. Martucha entornó los ojos, se acodó en la mesa, alzó el encendedor, hizo girar la piedra con un golpe del pulgar. Fue inútil. Dos, tres, diez veces. Me dieron ganas de llorar.

 

  1. La sobremesa

La musa y el garabato, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 1992, es el esfuerzo ininterrumpido de 8 años de trabajo. Durante ese tiempo, Felipe Garrido escribió un cuento para distintos suplementos semanales. 221 cuentos, que, según el autor, son apenas la mitad de los que escribió durante ese tiempo, fueron seleccionados para esta edición.

La musa y el garabato es (también) un bestiario de santos extraños que bien podría enmarcarse dentro de la hagiografía medieval.

San Frutos

En la tercera capilla se venera a San Frutos. Lo identifican los pies descalzos, la cabeza tonsurada, el cuerpo regordete, la escarcela vacía, la mirada de muchos días sin comer. Sobre todo, los libros ocultos bajo el manto. Para descubrirlos hace falta observarlo con cuidado. Nadie que pase frente a él con prisa los advertirá.

Es fama antigua que protege a quienes, en grado de necesidad extrema, se ven precisados a seguir su ejemplo y sustraen, con grave riesgo de sus personas y de su fama, libros que no pueden pagar. Se recomienda, en tales ocasiones, ofrecer al santo un novenario que se cumplirá de rodillas, sosteniendo con los brazos abiertos el fruto de su intercesión. Admite ofrendas, siempre que sean impresas, y un modo eficaz de propiciar su gracias es olvidar algún texto piadoso en el altar.

Mucho se discutió, en el pasado, qué libros esconde. Una vieja opinión, irreverente y deliciosa, sostiene que están en blanco, porque San Frutos no sabía leer.

 

  1. Órale, cada quien a su casa

La escritura de Garrido es meticulosa; hay una palabra encajada en el lugar y momento preciso, pero nunca es oscuro el resultado. Cualquier lector animado por la brevedad de los relatos de La musa y el garabato puede abordarlos fácilmente durante el trayecto al trabajo, por ejemplo. No se mal entienda cuando escribo “fácilmente” porque, aunque breve, el texto de Garrido siempre tiene múltiples lecturas.

No te duermas

Antes de que recojan las bandejas me guardo en los bolsillos todo lo que me gusta: los cubiertos de plástico, los cubitos de azúcar, los sobres de crema y sal. Papá gruñe cuando le pido su mantequilla, pero mamá, que va enmedio, me pasa el cuerno que no se comió. Luego se llevan todo con un ruido como de fiesta y cada quien levanta la mesita que lleva enfrente. Mamá sujeta la mía, porque yo no tengo fuerzas para prenderla en el respaldo de la muchacha que va adelante. Si quiero asomarme por la ventana veo mi propia cara, desvelada, con los ojos bien abiertos porque no debo dormir.

—Duérmete —dice mamá y bosteza—. Échate un sueñito. Así el tiempo pasa más aprisa.

Hay una agitación de frazadas, de gente que se acomoda en los asientos, reclina los respaldos, acomoda la cabeza en cojines o contra los compañeros. Luego todo se queda a oscuras. La ventana es un hueco negro que ya no refleja ni deja ver nada.

Si me inclino sobre la izquierda, un poco sobre el brazo de mamá, y miro entre los respaldos de enfrente, veo allá adelante un cono luminoso que baja del techo. Quiero encender el mío, pero mamá me detiene:

—Vas a despertar a la gente. Ya duérmete.

Si me inclino hacia la derecha veo, recargada contra la ventana de la fila que sigue la cabeza de una muchacha. Puedo oírla respirar como respiran los que se duermen. Puedo oír también el ruido de los motores. Más que un ruido es un temblor que me deja sordo. Las voces suenan como si vinieran de lejos, de otro lugar, de otro día. Cierro los ojos y me doblo hacia la ventana, como si durmiera, con los puños apretados.

Luego papá, del lado del pasillo, comienza a roncar. Mamá lo mueve un poco, pero después se arrellana, sube las piernas al asiento, recarga la cabeza en el hombre de papá. Abro los ojos. Veo en la penumbra los bultos de los respaldos. Tengo sueño pero sé que no debo dormir. Me arrodillo en el asiento y vuelvo la vista hacia atrás. La quietud me asusta. Me pongo de puntas y miro hacia el frente. Todos duermen; unos sobre otros, doblados, torcidos como muñecos.

“Dios mío —pienso con horror—, Dios mío —me digo mientras abro desesperado los ojos para que no vayan a cerrarse—; si yo también me canso, si yo también me duermo, ¿quién va a sostener el avión?

En La musa y el garabato hay vueltas de tuerca, enseñanzas para quienes escriben y un placer reservado para todos los paladares. Hay de todo. Es una fiesta. Los invito, entonces, a servirse con la cuchara grande.

Jorge Meneses