Hace unas cuantas décadas, a una cuadra de mi casa quedaba la última calle de tierra de ese barrio. En verano, en una franja de pasto entre la vereda y la calle, al borde de la acequia, había sapos y había bichos de luz. El mundo estaba lleno de misterios para mí entonces, algunos alegres y otros terribles; pero mientras para la mayor parte de esos misterios los adultos parecían tener una respuesta, mientras todo parecía tener un por qué y un para qué, era evidente que los sapos y las luciérnagas, lo que hacían allí, no tenía objeto ni tenía causa. Era simplemente como era, a un costado del encadenamiento de los trabajos y los días.
Para el habitante de la gran ciudad moderna, natural es la ciudad: una ciudad poblada de objetos que cumplen una función, de cosas que se insertan en ciclos de voluntad humana y de seres cuya lógica creemos comprender y que, por lo mismo, se han vuelto naturales, incapaces de desconcertarnos. El paisaje no urbano, por el contrario, aparece como extraño, un parque de sorpresas para la inteligencia: las hormigas van por donde se les da la gana, y ahí donde se juntan la sombra de olmo negro y del pino rectilíneo, la oscuridad tiene el más raro de los colores.
Así aparece el paisaje como tentación. “A lo único que no puedo resistirme —escribió Oscar Wilde con su sobrenatural talento para el aforismo— es a las tentaciones.” Perfecto, pero puede ser interesante, ya que no resistir a ellas, al menos someterlas a crítica; a lo mejor es la propia herramienta crítica la que resulta mellada en la confrontación. Vale la pena intentarlo.
¿Cómo puede un poeta aspirar a que el paisaje o cualquier forma de “la realidad” participe de su paleta de colores? ¿No estará atrasando su reloj? ¿No es tarde ya para reivindicar cualquier forma de realismo? Hacia 1955, Elias Canetti comparaba las posibilidades de sostener un realismo en el siglo XX respecto de las que había habido en el XIX. Con buen sentido, Canetti destacaba que Zola o Balzac podían aún creer que la realidad en toda su compleja variedad era abarcable para un artista inteligente y desprejuiciado, capaz de mirar las cosas “tal como son” a la luz de su intuición y la amplitud de sus conocimientos. Hoy esto es imposible, decía Canetti, no sólo porque hay más cosas dando vueltas por ahí, sino también porque hay más “realidades”: la realidad del pasado, la de los pueblos primitivos, la de la mente, la de los animales, la del lenguaje, la del futuro; basta con considerar lo diversas que son estas realidades entre sí y lo vasto que ha llegado a ser el conocimiento de cada una de ellas para darse cuenta de que un “artista desprejuiciado” (signifique esto lo que signifique) de todos modos estará fuertemente “prejuiciado” por su época y su cultura.
Y Canetti todavía habla de la mayor cantidad y complejidad de realidades en la sociedad industrial: ¿qué habría que decir entonces de nuestra sociedad postindustrial, de la era de Lacan, de Saussure y del principio de indeterminación? ¿Qué posibilidades hay para un nuevo realismo cuando sabemos por el psicoanálisis que el sujeto es una figura gramatical, por la lingüística moderna que el lenguaje no es transmutación de las cosas sino ausencia específica de ellas, y por la física que el universo es, como lo percibimos y percibiremos, un efecto dependiente de nuestra situación de observadores?
Antes de intentar una respuesta a esta pregunta, me gustaría dar un rodeo a través de unas reflexiones de Italo Calvino en su espléndida conferencia “Leggerezza” incluida en el volumen “Lezioni Americane”. Tras consignar el tipo de conciencia que hemos adquirido acerca del lenguaje y de la imposibilidad de conocer si no es a través del lenguaje, Calvino dice:
¿Debo seguir este camino? Pero la conclusión que me espera, ¿no sonará demasiado obvia? ¿La escritura, modelo de todo proceso de la realidad… más aún, única realidad conocible…, más aún, única realidad tout court… No, no escogeré esa vía obligada que me lleva demasiado lejos del uso de la palabra como yo la entiendo, como persecución perpetua de las cosas, adecuación a su variedad infinita.
Nótese cómo la audacia de pensamiento de Calvino se resuelve en una reticencia: no siempre lo más valiente es seguir adelante con un razonamiento hasta sus últimas consecuencias. Se han visto muchos productos de terrorismo intelectual fruto de esas cadenas inflexibles (si tal cosa, luego tal otra; probado esto, se concluye que lo de más allá; y así). La mayor parte de las veces estos links transforman lo que era una posibilidad en una obligación, lo que era una zona de pesca artística en un puesto de venta de pescado académico, no siempre en buen estado. El caso es que la aventura del conocimiento, la que lleva a relativizar cada vez más al observador y a sus instrumentos, se disuelve si caemos en el solipsismo absoluto. Todo el trabajo de descentrarnos, de ganar en ironía respecto de nosotros mismos, acaba entonces con un “plop” del mundo, cede paso a una suerte de nueva solemnidad como la que disparó el postestructuralismo en su momento de mayor gloria. Desde entonces —y ya son años— suena como una cantinela, o peor, como una monserga repetida, el llamado a ocuparse de las palabras; digamos de paso que los amonestadores tienen a menudo una prosa detestable y una afición exasperante a cristalizar, con una batería de términos tomados de la lingüística, una jerga que algún día dará risa. Está muy bien: personalmente, me interesa más el desafío que representa el paisaje, el desafío que representa el paisaje para la poesía y el desafío que representa hoy la propia poesía cuando no hay sujeto, no hay objeto, ni hay conocimiento “verdadero” posible. ¿Es posible la poesía en un contexto tan humorístico, tan caprichoso? Yo creo que sí: si fue posible mezclada con el festejo de un emperador, con la enseñanza de las labores del campo, con la fe religiosa, con la propaganda política, con la diatriba y con la lisonja ¿por qué no encontraría motivos en este raro, bravo mundo nuevo?