Roberto Méndez Martínez, Cartas de la plaga, Editorial Letras Cubanas, 2024, 88p.
Tal vez, como en ningún otro libro que uno se dispone a leer, el de poesía es el que nos hace pensar más en su formación. Sintaxis de lo fragmentario, proceso y resultado, en definitiva, conciernen en el fondo a cualquier género escritural. Pero ante un cuaderno, pudiera el lector atender ese orden que autor y editor dispusieron para que determinados poemas antecedieran o recubrieran a algunos más secundarios, o sencillamente, se valorara la primacía de un título sobre otro. No sé si por familiaridad o confianza, Cartas de la plaga (Editorial Letras Cubanas), de Roberto Méndez Martínez, Premio de Poesía Nicolás Guillén 2024, también hace que se soslaye lo anterior. ¿Concierne a la resolución del libro ya hecho? Se trata más bien de estimar la expansión de la imagen desde el primer verso “Yo no vine a esta cabaña» hasta el conclusivo “La calle tuvo que cerrarse por unos treinta minutos».
Solamente al revisar el título y detenerse en el nombre de los capítulos (“Desde lejos», “Los signos, las imágenes», “Destinario desconocido», “Lo que no pudo escribirse»), la conformación del horizonte de expectativas de lo que puede leerse de manera sucesiva —si bien puede trocarse en simultáneo según lo decida un lector menos tradicional—, viene como con una gestación declarada para que las etapas específicas del parto no sorprendan. Aunque, ¿cómo no hacerlo tratándose de la intimidad expuesta de un sujeto lírico mediado por una desgracia? ¿Será reprochable por morboso acceder a un género que rivaliza a veces con el diario y el testimonio, con extractos de manifiestas narraciones o vestigios poéticos? Las cartas tienen su atractivo, más cuando parece que hoy realizamos arqueología escritural de una experiencia que ya ha mutado. Porque, en lo concerniente a la escritura de aquellas, no ha habido, por fortuna, una destrucción de la experiencia, como diría Giorgio Agamben.
De un posible exiliado en confinamiento, las confesiones críticas ante una estatua no tan indiferente para los errantes, el fijarse en esas personas que, antes de una ida sin posible retorno, pretenden librarse de una vez y por todas de su nacionalidad (“Los que se van quieren convencernos de que olvidaron y que de otro tiempo no queda ni un recuerdo vago»), el yo poético de Cartas de la plaga, por la premura del vivir, por esa fugacidad de lo que experimenta, observa para extractar cuando escribe. No precisa la imagen cabal de cuanto aprecia del mundo. A él le basta mirar bien. Ello implica saberse estar en su presente a un tiempo que suponer posibilidades en la reconfiguración de imágenes, máxime desde la angustia de lo que no volverá como en “Hotel Trotcha, las ruinas». ¿Qué diferencia hay entre un espacio de socialización derruido y uno que se desfigura tal cual sucede con el paisaje presente? Atiéndase a la atmósfera de “Paloma de la tarde». Al inicio se lee:
Hay una paloma
ante la ventana cerrada.
Vuela, retorna, insiste,
alguna vez pudo entrar
en aquel sitio;
recuerda su penumbra,
la tibieza que no sabría definir
pero ha olvidado
aquellas razones
por las que se fue una tarde.
Al final, se cifra la triste circunstancia: “Las ventanas/que un día se cerraron/casi nunca/vuelven a abrirse».
Ahora bien, es con “Viejas canciones al margen», donde la mutabilidad del yo en este nuevo libro de Roberto Méndez, con todo su derecho, pareciera cobrar un aire de serenidad. Pues asoma afectuosamente otro tono. Y es paradójico que sea así, teniendo en cuenta que se alude y menciona (Al pasar por Sevilla / encontré a una chiquilla…) a una habanera triste que se cantaba en otro tiempo. No es de inicio un tono de esperanza. Será más de evocación como en “Al dorso de una foto»; de recordación que evita lo melancólico, como aquellas bellas y viejas melodías de la Fina García Marruz de Visitaciones, uno de sus libros más alusivos al cine; pero, por encima de todo, con más referencias a la música. José María Vitier me ha confesado: “la guía para seguirle el gusto cinematográfico a mi madre está en la música de las películas». Sucede también con las imágenes de Méndez en relación con la música y su poesía. Influenciado, aunque siendo muy él, por la prosa poética de la García Marruz de Los cuatro diablos, la película sobre el circo de Murnau, escribe: “Del tocadiscos que entonces era nuevo brotaban las voces, sentimentales y estudiadas, de las Hermanas Lago. Hilo verde, hilo verde/ que en el camino yo hilé. ¿Qué hilo era aquél, esquivo entonces y que ahora viene a enredarse en la memoria?». En un momento, aunque con menos perseverancias que la autora de Habana del centro, Méndez se referirá también al circo.
En efecto, el sujeto lírico de Cartas de la plaga aprovecha —no tiene de otra— partir de un presente insatisfactorio, para que la memoria conecte con sitios mejores. No porque cualquier pasado sea mejor. Se trata del plazo muy oportuno de evocar un tiempo vivido que a veces se obvia pero que, en situaciones límites, aflora, como para echarte en cara, que uno se debe, por más que quiera cambiar, a su pasado.
Eran solo una voz y un flus
estirado hasta el delirio, o sencillamente, una voz sin
otro espectáculo. Lo queríamos sin saberlo, porque, al
despojarnos de toda tragedia, nos descubría la serenidad
de otra Cuba, pocas veces entrevista. Ni pasillos ingeniosos,
ni alcohol, ni gargantas trasnochadas. Irrumpía con
el alba, impasible como si fuera eterno: Nació de una
rosa, / perfume y espinas / amor y dolor. Tan erguido
que no se le conocían rencores, los violines del danzón
lo apuntalaban y el piano lo guarecía de los malos ojos.
Y al ir a tocarla la rosa me hincó. Esa y otras hincaduras
debieron dolerle en el centro mismo del alma.
El protagonista poemático se permite la aventura del viajar libre. Consigue retener fragmentos de culturas diversas hasta darse el gusto de de la iconofilia. Es por ello que, a partir de “Los signos, las imágenes», se impone la desaceleración del paso. Importa ya una suerte de atención de esos retazos de mundos que otros nos legan. Atender imágenes ya creadas supone junta de curiosidad y análisis. De lo que se trata ahora es de ser puente o mediación para compartir una manera prefijada de reconsiderar el mundo por (y desde) la obra de arte. Desde porque la voz principal puede surgir de un cuadro y ser alternada con la de otros. Sopesando el arte de Caravaggio de la Capilla Contarelli, el poema esquela adquiere la apostura y postura de la écfrasis asociativa.
¡Ah, quién fuera como Ezequiel o Isaías!
Yo sencillamente me tizno los dedos,
castigo las rodillas gobernadas por el reuma,
escribo de las pocas jornadas
que dieron algún sentido a mi existencia,
coloco también fantasías, parábolas agradables
para que al leerlas los más jóvenes
sepan que todo no es oro y púrpura y trigo,
sino que en el vivir hay que dejar un hueco a la sorpresa.
Ha discurrido, por ejemplo, a propósito de “La inspiración de san Mateo». Si bien Caravaggio no será el único de que se ocupe.
Comenzaron por prohibir las citas,
las cenas, los conciertos, los semáforos,
después añadieron las procesiones,
los ballets rusos, las mascotas;
pusieron un paréntesis
sobre las misas y los libros de Borges.
Todo sueño fue aplazado,
toda ilusión sellada y controlada
en las amarillas cédulas de la muerte.
Y al final, cuando enciendan las farolas,
los anuncios de neón y retornen
los escrúpulos a su sitio
¿Cuánto tiempo van a devolvernos?
Ya, en “Destinatario desconocido», vuelve a acoplarse el sujeto lírico con la mirada de inicio. Sucede que, sin ser menos descriptivo, se decide de vez en cuando por una fragmentación más corta de cuanto dice, como si emulara un cuaderno de bitácora o un registro grabado con (y para) intimar con el tiempo. Acaso sea el acápite de mayor flaqueza, pero las fronteras entre casi todo se desdibujan y la escritura sólo es garantía de la supervivencia. Respira el verso corto, convive con el floreciente argumento. Pausas para las opciones (“
Haz muecas, baila, improvisa, / lo aprendido ya no es útil:/en vez de Platón, Cioran,/y en vez de Cioran, la danza de los buitres,»), sintaxis entrecortada, jadeo del asfixiado.
Y no por título “Lo que no pudo escribirse» es menos potencial que cuanto hemos leído. La imaginación de lo real se jerarquiza como lo sobrenatural de lo cotidiano de las narraciones de José María Merino. ¿Pudiera considerarse la sección final como la de los propios deslumbramientos que aún asombran? ¿De qué manera se le saca provecho a la creación por el arrebato de la clausura involuntaria? ¿Cómo serenarse frente a la desventaja física? “Lo que no pudo escribirse», es acápite de la desesperación, en efecto, pero también de la ocasión para explayarse con resiliencia en los paisajes consabidos e inexplorados del espíritu humano. Hay mutabilidad de voces. Se ensancha el pórtico. La vista ahora es más panorámica. Como si recorriera a pie o desde imprevistas ocurrencias de la inmovilidad, el paisaje urbano facilita más la reflexión del protagonista. Aquí no importan ya —en rigor, no ha importado en todas estas cartas— los préstamos entre prácticas reales, sueños y anhelos. Distintas épocas se equiparan, caso de cuando se describe en “Sepulcro tracio»:
No hay sino quietud
entre el blanco de la pared y el techo, donde un servidor
anónimo pintó a sus señores como en un día cualquiera
de sus vidas, sedentes, majestuosos, conformes con
su destino. Él, con apenas una mirada, pasa revista a
los soldados sin saber que el tiempo de las guerras ha
concluido. Ella, a su lado, tiene el aire ausente de quien
dejó hijos pequeños en casa. Entre sus dedos hay una
flor. Un espectador atento podría adivinar la sonrisa
sutil en sus rostros. No hay temor ni dudas. Entran
discretamente en la muerte como quien se levanta de
madrugada para iniciar la guerra con un rey vecino.
Cartas de la plaga, de Roberto Méndez Martínez, es un anaquel expansivo, un simulacro de matrioska, relación de términos tercos (entrar se repite más de cuatro veces, memoria seis, van ocho, vida nueve, tiempo catorce, muerte quince…), nutrido agasajo, libro de viaje de un isleño extrañado pero anhelante —como lo somos aquí casi todos— porque creemos en los señoríos espaciosos y liberadores de las imágenes.