Los ensayos de Narciso
Yendo al cine con sus amigas en Nueva York o comiendo con conocidos en Roma, revisitando su barrio de infancia en Londres —hoy gentrificado—, o repasando libros que se volvieron clásicos en sus años colegiales. No importa de qué se hable, Zadie Smith siempre gira la lente de su foco inicial y la instala frente a su rostro. Lo que parece por ejemplo una crítica razonada de una novela de Hanif Kureishi, se transforma, selfie en mano, en una crónica del yo flotando por aquel terreno amplísimo y desigual por el que la contratan las más reputadas revistas culturales de Estados Unidos e Inglaterra: la contemporary culture en manos de una escritora que se asume de clase media y progresista, y vive a salto de mata entre Nueva York y su ciudad natal. Y, cómo dudarlo, que se ve a sí misma irrepetible, encantadora.
Pensándolo mejor, no es asunto baladí el tratamiento del género que aparece en la ensayística de Smith. Sus textos, largas disquisiciones o minúsculas estampas que suelen comenzar y terminar con una anécdota, son formas de la no ficción en que el objeto de contemplación se obtura a causa de la experiencia singular. No importa tanto sobre lo que se hable —la contemporary culture no distingue entre un prólogo a un libro y un aporte para un cuadernillo de una de las más exclusivas casas de subasta inglesas, al parecer—, sino cómo el yo de Smith puede acomodarse y plantear desde su pedestal un relato autobiográfico simulando concentrarse en una película, un cuadro o un paisaje urbano.
Smith cede muy poco al recato de una voz que describe lo que ve o siente. Muchas veces es tentada a contar pasajes de su infancia en un hogar birracial y su ingreso a la Universidad de Cambridge. Supone, no sin razón, que sus señales biográficas alteran la percepción del objeto en cuestión, con lo que de cualquier forma se tiene como resultado un relato estilizado de la obra de teatro a la que asistió o del libro de la semana. En ambos casos, sin embargo, el lector termina sabiendo más de la autora que de la adaptación teatral o de la novela que se propuso reseñar. Cuando es invitada para hablar de una de sus narraciones, NW London, escribe al inicio de su texto: “Para mí, sin embargo, un ‘ejercicio de estilo’ no es un asunto superficial. Nuestras vidas son, también, ejercicios de estilo” (pág. 254). Más claro, imposible. Aquí la premisa de Con total libertad: cómo hablar de uno mismo hablando de otras cosas. Smith recorre una amplia porción del imaginario cultural occidental, entre los que se cuentan el baile, la música, la pintura y los libros, lo adocena con algo de información general, y finaliza con la socarronería en que se halla alguien si tuviese que elegir entre Michael Jackson o Prince. También se pregunta cómo debe empezar una crítica de un óleo momentos después de haberse enterado de la muerte de John Berger.
Hay veces, no obstante, en que es centellante y consigue arrastrar al lector al campo de su hipertrofiado ego. Precisamente al hablar de El buda de los suburbios, de Kureishi, casi al final, apunta: “Desde el punto de vista de nuestra época, en la que la única razón posible ante cualquier cosa parece ser ofenderse e indignarse, me produce un gran alivio volver a tiempos más inocentes y recordar una época en la que no éramos todos florecillas tan delicadas como para que la ocasional estupidez de un tipo tuviera el asombroso poder de ofendernos en lo más profundo” (p. 253). Otras veces, las más, el lector asiste a otro de los intentos de encumbramiento de una escritora de fama mundial para quien todo lo que le ocurre es más importante que la imaginación que puede despertar una novela, una solista o una obra de teatro.
Si la respuesta sobre el libro ya está enunciada, queda preguntarse cuáles son los mecanismos por los que la escritura del yo se confundió con la escritura autorreferencial de los lugares comunes de cualquier persona, privilegiada no obstante por los caracteres que le ofrece la revista. Smith comparte este pedestal con otras figuras que también brillan por su amor propio y cuyas colecciones de ensayos son de alta demanda porque no parece haber más voces que las suyas. Mark Greif o Jia Tolentino tomaron de buena gana relevo de Joan Didion, George Steiner o Joseph Mitchell. Hoy son igual de celebrados que estos tres nombres. Tal vez el pesimismo de Cynthia Ozick respecto del estado de la crítica en estos días esté justificado por la forma con que suelen moverse estos autores: todos pueden hablar de todo y, ya puestos, todo lo que le sucede a uno merece ser contado apalancando cualquier pretexto. La democracia y el mercado de la cultura popular son una fiesta itinerante: ambos se resienten ante la complejidad y lo mejor de la fiesta es que nadie pregunta el porqué de la risotada.
Aun así, no es necesario mostrar una melancolía afectada por el relevo generacional ni por la pureza de las formas. La rápida circulación de los textos y la influencia de autores de otras geografías han provocado que críticos angloparlantes de distintas generaciones —Adam Kirsch, A.O. Scott, Vivian Gornick, Hilton Als— derrumben cualquier jeremiada innecesaria que busque en el pasado tiempos mejores, y prueban que todavía es posible considerar la crítica como una forma de pensamiento complejo de la que todo espacio público se debería enorgullecer. Es sólo que no todas las cosas valen lo mismo, que la escritura del Narciso debe administrarse con un mínimo de resguardo en favor de otras fuentes de fascinación, y que bien haríamos en dejar que las cosas se decanten un poco hasta que su propio brillo releve el nuestro, que creemos tan fulgurante, porque otros ya bostezan ante lo que parece ser el enésimo texto de Narciso, solo que con leves variaciones coyunturales y climáticas.
Zadie Smith, Con total libertad, Salamandra, Barcelona, 2021, 445 p.