A Alicia Reyes y Paulette Patout
Alfonso Reyes tenía en mente a Francia antes de saber leer. Recuerda que en Monterrey, en la casa paterna, había un embajador sui generis de ese país:
El cocinero de mi niñez era un muñeco rojo y blanco. El mandil y el gorro le daban aspecto de mostachón; tenía una nariz de caballete y usaba una barbilla en punta a lo Francisco I. Era cosa de juguetería y era cosa de golosina. Nos pertenecía a los muchachos de la casa, al punto que lo obligábamos a pedir perdón de rodillas, cada 5 de mayo —por aquello de la invasión francesa— ante un retrato del general Zaragoza. A veces se ponía como un sol de vino, pero sin perder jamás la compostura. Entonces contaba cosas de su tierra —de Francia— y, para divertirme, marchaba, blandiendo el asador, con un aire a un tiempo militar y doméstico.
Luis aderezaba sus guisos con romanticismo francés, en aquellas salsas que dejan la lengua palpitando, para consolarla después con unos platos fríos, honestos, de sabor contundente y seco.
A la merienda, rito infantil, preparaba un pan de huevo amarillo, unos bollos blandos, unos volcancitos de albeantes cumbres, metidas en la región del azúcar perpetuo.
Los ojos, marinos. La nariz, aventurera. Y por las ojeras, unas venas viriles. Un hacerlo todo de una vez, como si clavara clavos de un solo martillazo, ambulando entre los peroles, espumando aquí, sazonando allá; en constante movimiento, como si la estufa fuera mi tímpano.
Luis disponía de la servidumbre y mudaba pinches a su talante —nosotros les llamábamos galopines. A uno lo despidió porque una noche creyó ver que los bancos de la huerta echaban a correr, embrujados; a otro, porque el tiempo se le iba en vaciar y contar los tostones o medios pesos que traía en la tripa del cinturón.
A veces, la mostaza nativa se le ha sublevado en la nariz. Sus ojos se han puesto duros, de acero. La cocina estalla. ¡Oh tambor de los cucharones sobre los cazos, oh platillazos de las sartenes, oh trueno del rodillo sobre los tableros de amasar! Y mi cocinero Luis lanzaba un grito de guerra, su única blasfemia: “¡Ah, qué la sal! ¡Ah, qué la sal!” Yo creo que era una traducción libre de alguna interjección francesa.
Con ademán de sembrador, echa a la garza los granos que trae para ella en el mandil. La garza se acerca, pintando estrellitas blancas por el suelo. Cuando Luis vuelve a la cocina, la garza lo ha seguido unos pasos. Un pavo real, desde la huerta, se ha llegado hasta ella. Los dos animales se contemplan como en un tapiz oriental.
Es de tarde. La cocina está sola y, a medio muro, la ventana pinta un cuadro de sol que va subiendo poco a poco. La batería dormita. Rojean los cobres. Penden de la escarpia las cazuelas tiznadas. El hierro de la estufa está helado. Hay unos pucheros tan grandes como yo.
Es el reposo. Luis se sienta entonces, me atrae sobre sus rodillas y, echándome a la cara un resuello dulzón de vino, me dice La vida del soldado, que es un cuento alterno con una canción:
¡Calandrín, calandrán!
¡Calandrín de mi vida,
soy soldado militar![1]

Además de libros, objetos, formas, usos y costumbres. Probablemente Reyes empezó a oír el idioma encantado de Jean de la Fontaine antes siquiera de saber leer y escribir esa lengua. De todos modos, su conocimiento del idioma fue muy temprano, como se puede comprobar por algunas páginas de su juvenilia[2], los cuadernos rescatados recientemente por Alicia Reyes. Desde luego, de esas páginas mucho no fue publicado. Por ejemplo, el “Soneto” traducido del francés de Pierre de Ronsard fue excluido de la publicación con una anotación tajante: “No me gusta esta traducción. No la doy al libro [Firma] 24 febrero de 1920.” (p. 173, Cuaderno 6). No la reproducimos. Aunque el niño que fue Reyes no acompañó a su padre a Francia, cuando éste salió al exilio “por el bien del país” desde noviembre de 1909 hasta septiembre de 1911, seguramente tuvo más de un eco de ella. Bernardo Reyes sería recibido en París “con todos los honores y se instaló en el hotel del Ateneo, detrás de la ópera”.[3] Ahí encontró a Rubén Darío, de quien se haría amigo, y al peruano Francisco García Calderón. El general Bernardo Reyes intercedió con éste para que se publicara y aceptara la edición por la casa Ollendorf del primer libro de su hijo Alfonso Cuestiones estéticas, en el que se incluye el ensayo sobre Mallarmé que aquí se recoge. Otro eco que se desprende de ese viaje fue el intercambio de cartas que tuvo muy joven Alfonso Reyes con Rubén Darío, quien hizo en París una buena amistad con el general Bernardo. A su muerte Darío escribiría una hermosa página, “Shakespeare en la política hispano-americana”, sobre el amigo caído por las armas.[4]

La sociedad en que Alfonso Reyes nació seguía el compás y el ritmo de la cultura francesa. Ser una persona educada equivalía a estar impregnado del espíritu de esa civilización. Al igual que para muchos otros en su época, decir cultura, poesía, pensamiento, ciencia, era decir Francia. Reyes traía en las venas a la cara Lutecia, para evocar a Darío. Su dominio y familiaridad de esta cultura no era ornamental. Lo acompañó toda la vida y sus diálogos con la esfinge mexicana fueron paralelos a los coloquios con la francesa. Las pruebas documentales son amplias: la primera publicación suya de que se tiene noticia es la serie de sonetos “La duda” (1905)[5] dedicados al escultor Charles Cordier (1827-1905) publicados en El Espectador de Monterrey cuando tenía 16 años. Siguen los sonetos dedicados al poeta André Chénier (1762-1794) cuya orientación hacia el mundo griego fue decisiva en la formación del regiomontano. Asomarse a Francia era también, como lo intuyó Rubén Darío, asomarse a Grecia. Reyes dominaba y se sabía de memoria a muchos autores galos, como demuestra el índice de esta selección y, según me ha demostrado a mí mismo, la cantidad de autores y referencias que me he visto obligado a dejar de lado por razones de espacio. A los 76 textos que hemos incluido aquí, deben sumarse las menciones y apariciones en la Obra completa de Alfonso Reyes de una nutrida cornucopia, para no hablar siquiera de la correspondencia: Voltaire 88 veces, Charles Baudelaire 77, Paul Verlaine 73, Anatole France 62, Charles Augustin Sainte-Beuve 60, Gustave Flaubert 57, André Gide 46, Théophile Gautier 45, Jean Racine 40, Hippolyte Taine 34, François Rabelais 33, Émile Zola y José María de Heredia 30, Auguste Villiers de L’Isle Adam 29, Stendhal 20, André Maurois 19, Jules Michelet 17, Valery Larbaud, Francis de Miomandre y François Villon 15, Alphonse Daudet 14, Jean de La Bruyère y Alexandre Dumas 13 cada uno, Jules Supervielle 12, Colette y François La Rochefoucauld 10, Jean-Henri Fabre 9, Marqués de Sade 8. Esto sin contar las muy numerosas menciones dedicadas a Stéphane Mallarmé y familia dispersas en todos los tomos de sus obras completas.[6]

Para Alfonso Reyes, Francia, y París, representaban no solo lugares sino puntos de vista; no solo un país y una ciudad tentacular sino un paisaje, y no solo un paisaje sino una forma de habitarlo de cierto modo, una coordenada íntima, un lugar de la memoria. Las letras de Francia afloran a cada paso que da el mexicano: por ese mismo hecho se convierte Reyes en un peregrino, en un trasterrado o desterrado de Francia, en un depaisé. Póngase por caso, en ese poema de juventud llamado “Noche de consejo” donde aparece el nombre de François Villon (¿1431?-¿1463?), el misterioso poeta, a quien Reyes leía constantemente en el marco de sus correrías medievales y renacentistas:
Noche de consejo[7]
Nave de la medianoche
que, en las fatigas del tiempo,
llevas a la borda atada
la cólera de los vientos;
boya de los desengaños,
balsa de los contratiempos;
a todos los navegantes
hoy prevenirles intento
que estoy mirando en los astros
amargos presentimientos,
que hay un azoro, un espanto
en la mitad del silencio,
y una perenne inquietud
nos contempla desde el cielo.
De la adusta medianoche
sobre el témpano de hielo,
flotan cual polares osos
mis perdidos pensamientos.
Ayer yo tuve canciones
para saludar contento
al arroyo de mi fuente
y al árbol de mi sendero.
Hoy, en frío y soledad,
tan aterido y señero,
¿quién dirá que soy el mismo,
quién dirá que soy el dueño
de aquella mansión dorada,
morada de mis recuerdos?
Por ladrón lo he merecido,
por adelantarme al tiempo,
por violentar con premuras
la miel de cada momento.
Porque, al potro de la vida,
acicate del anhelo
son como brazos alzados
para gobernar el cielo.
¡Bien nos decías, Villon,
y qué bien que lo recuerdo:
—Mozos, que perdéis la más
bella gala del sombrero!
México, abril, 1913.—H. RS.
Ya desde 1913 Reyes tenía conciencia de que en los jardines de Francia se alzaba “la más bella gala del sombrero”. Este país le sirve como punto de referencia para peinar los temas hirsutos de la identidad nacional. Ahí está el cuento “Los dos augures”, escrito cuando Reyes viajaba sobre el “Océano Atlántico. A bordo del ‘Vauban’”, en junio de 1927. Reyes arma una fantasía en prosa sobre la vida de los mexicanos desterrados en Francia durante la travesía de Nueva York a Buenos Aires vía Río de Janeiro para ocupar el puesto de embajador. La fantasía se mueve pendularmente entre México y Europa pues uno de los sueños de los mexicanos acomodados de fines del siglo XIX era precisamente el de afrancesarse hasta el punto de volverse francés.[8] Como se sabe Reyes vivió en Francia en distintos momentos, primero entre 1913 y 1914, cuando entra en contacto por vez primera con este país, luego entre 1924 y 1927 cuando fungió como embajador de México antes de ser trasladado a Buenos Aires pasando por México. Cuando Saint-John Perse encuentra en París a Alfonso Reyes le dice, según recuerda éste, en el poema dedicado al pintor Gregorio Prieto:
Por eso Saint-Léger Léger me decía en París:
“Hoy vale usted más que la última vez que lo vi.
Entonces estaba usted como el cirio recién comprado,
Y hoy me lo encuentro lloroso de cera y flameado.”[9]
La amistad entre Alexis Léger, alias Saint-John Perse o, como dice Reyes, Saint-Léger Léger, duró mucho tiempo. Prueba de ello son las dos cartas que intercambiarían ambos personajes en 1949. En la primera Perse habla de Valery Larbaud, en la segunda Reyes le agradece el envío de la traducción al inglés de su libro Exile and other poems.
Querido Alfonso Reyes,
Muchas veces he preguntado por usted desde que vivo del mismo lado del agua, en la misma rodaja planetaria que usted, sobre todo desde que dejé todo arnés. Siempre he tenido la esperanza de verlo pasar a usted algún día a los E. U. Todavía interrogo a los que me llegan de su país.
Cuando mi pensamiento se reporta hacia atrás, a los años de vida oficial en los que hacía falta alguna recepción en el Eliseo para conseguir el encuentro breve de nuestras dos “apariencias”, pienso a todo lo que estrechas servidumbres me quitaron; al pesar que sentía, al saberlo usted allí, y sabiendo quién estaba allí, por no tener un mayor intercambio amistoso con usted. Y usted sabe que tanto como al hombre, pienso al raro Poeta que me había hecho conocer Valery Larbaud.
Yo sé de toda la autoridad intelectual que se le reconoce a usted en su país, y estoy feliz de ver ejercerse, mucho más allá, un resplandor que rara vez pertenece a los “verdaderos”. Pero la alta independencia del pensamiento y de la vida de usted la que retiene, en este momento, mi simpatía.
Usted recibirá, de un editor neoyorquino, un libro que lamento mucho no haber podido firmar. Quiero, sin ser responsable de ello, a excusarme de esta falta de cortesía.
Quisiera tener noticias de usted: de su salud, primero, si es el caso, y de lo que lo ocupa en este momento o lo que lo solicita.
En qué punto del planeta los dioses podrían todavía cruzar nuestras rutas, sin que, esta vez, yo lo pierda.
Los deseos que encierro aquí para usted, querido Poeta y Amigo, están escogidos entre los mejores y los más dignos de todo lo que pienso de usted.
Le estrecho muy cordialmente las manos.
Alexis Léger.

Querido Alexis Leger:
Gracias por su carta, gracias también por su magnífico volumen Exile and other poems que acaba de llegar. Mi admiración por usted es sin reservas. Mi simpatía por usted ya es vieja pero no ha envejecido. Guardo entre mis recuerdos más preciosos nuestros dos encuentros en París, y aun he hecho alusión a ellos en un pequeño poema “de circunstancia”.
Carta y libro, los dos regalos de usted, los he recibido con verdadera emoción, los recorro con el placer más vivo, y la certeza de la amistad de usted me consuela de tantas miserias que nos acometen en esta época de sombras.
Esté usted seguro, iré un día u otro a buscarlo a usted, para saciar una gran necesidad de la compañía de usted, que nunca ha podido ser satisfecha hasta ahora. Si, a usted le canta la tentación conocer un día nuestro luminoso valle, avíseme.
Soy muy amistosamente suyo, querido y gran poeta, y le estrecho muy cordialmente las manos.
Alfonso Reyes.
Disculpe el uso de la máquina. De vez en cuando un calambre hace ilegible mi escritura.[10]

Cabe recordar que los primeros textos de Saint-John Perse fueron publicados en la revista Commerce, dirigida por Paul Valéry, Valery Larbaud y Leon-Paul Fargue y que en ella, unos cuantos años después, Alfonso Reyes publicaría, traducido al francés, el poema “Hierbas del Tarahumara”, traducido por Valéry Larbaud. En Commerce publicaron por vez primera James Joyce, Ítalo Svevo, Rudolf Kastner, Ungaretti, André Breton y Henri Michaux. Larbaud y Reyes sostuvieron a lo largo de los años una intensa e importante correspondencia estudiada y editada por Paulette Patout. Se sabe que al salir Reyes de Francia, uno de los más adoloridos por la partida fue precisamente el autor de Fermina Márquez, novela en la cual uno de los protagonistas nació en Monterrey. El 14 de marzo de 1927 Valéry Larbaud le escribió a Reyes expresando la tristeza que le daba la partida del mexicano. La carta está escrita en español y no en francés, como para tocar más profundamente al amigo que se va:
Querido y admirado Reyes,
su carta me da mucha pena; no creía que usted se marcharía tan pronto, y siento no poder volver a París para estar, al menos, entre los amigos que le despedirán en la estación.
Es lástima pensar que usted se marcha antes de la publicación de estas traducciones que por cierto van a procurarle más y más amigos entre sus compañeros franceses. Pero descuide usted, que sus amigos que le leemos en español haremos de modo que sus obras traducidas y por traducir sean conocidas donde tienen que despertar el interés y la admiración que merecen.
Después de la Visión y del Plan Oblique, quisiera yo ver “Pausa” traducido, y un libro hecho de páginas escogidas de su obra de crítico.
En cuanto a “Ifigenia”, me parece casi imposible traducirla; pero de ella se puede hablar como conviene en un estudio completo sobre su obra de usted. Y quizá algún día, libre de tanto trabajo atrasado en que estoy empeñado ahora, escribiré tal estudio.
Del resto, como dice usted, seguiremos en contacto; sus poesías traducidas se publicarán en revistas que le mandaremos. Le daremos noticias de nuestros trabajos.
De muchas cosas tengo yo que agradecerle, y en particular, de esos magníficos tomos sobre el Arte Mejicano, que son el orgullo de mi biblioteca hispanoamericana. Sin embargo, le pido otro servicio más: señalarme los libros de escritores mejicanos que le parecerán dignos de ser conocidos aquí; pero solo señalármelos, con las señas de la casa editora, amigo demasiado generoso!
En cuanto a la colección de figurines de plomo, seguiremos puntualmente sus instrucciones. Yo, personalmente, pienso hacerme una colección de todas las épocas de la Historia militar de Méjico. Hay moldes ya existentes que me lo permitirán; basta que yo y mi pintor sepamos los diferentes colores de los uniformes. Tengo ya los documentos precisos para principios del siglo XIX y para el ejército de Maximiliano. El libro que usted me regaló nos da la pauta para los moldes de los modernos (1900); faltan sólo los colores; y si usted tiene la ocasión de hacérmelos conocer (tal vez en postales de la época) se lo agradeceré mucho.
Tendré uno o dos libros míos que mandarle este año; por eso, cuando llegará usted en Buenos Aires, me lo haga saber; así los recibirá directamente.
Adiós, mi querido Reyes. Le deseo un feliz viaje y, en medio a sus trabajos oficiales, tiempo y sosiego bastantes para darnos otros poemas y nuevos libros de su admirable prosa.
Su fiel amigo y admirador,
VALERY LARBAUD.[11]
La amistad de Reyes y Larbaud puso en contacto al mexicano con lo más selecto de la sociedad y cultura francesas y europeas. Gracias al fastuoso políglota, heredero de las aguas de Vichy, y desde luego a sí mismo, Visión de Anáhuac de Reyes fue traducida al francés por Jeanne Guérandel en la editorial Gallimard, con un retrato de José Moreno Villa y una presentación del propio Larbaud. Esto queda expresado en la carta que Larbaud envió a Reyes el 9 de febrero de 1927 (los reyistas advertirán lo significativo de la fecha) sobre este tema:
Mi querido amigo:
Creo haberle hablado del proyecto que nosotros los coleccionistas de soldados de plomo de París hemos formado para realizar una serie de pequeñas figuras que ilustren la Historia de México.
Los dibujos de los figurines de la época de la Conquista ya están listos: jefes, soldados, sacerdotes y civiles mexicanos y españoles. ¿Quiere usted verlos? Creo que eso le interesará. (…) Sabe usted sin duda que Gallimard va a publicar próximamente la Visión de Anáhuac en la colección “Una obra, un retrato”.
Muy amistosamente suyo
- LARBAUD

Reyes respondió al día siguiente:
Querido amigo:
Es usted el hombre de las buenas noticias. Toda carta suya me trae algo agradable (…) Gracias por la noticia sobre la Visión de Anáhuac la espero con entusiasmo.
Suyo muy cordialmente
ALFONSO REYES[12]
Días más tarde Reyes le hará llegar a Larbaud unos dibujos de Moctezuma (Montezuma) y de Cuauhtémoc (Guatimozin) que a Larbaud le parecerán soberbios… Sobra decir hasta qué punto era intensa la intimidad entre estos dos escritores que se divertían armando ejércitos de juguete. Reyes dirá en su Diario del miércoles 9 de julio de 1947: “He estado leyendo y releyendo a Larbaud, realmente sorprendido antes nuestras muchas semejanzas espirituales y hasta de tipo cultural. ¿Se habrá él dado cuenta, y será el secreto de nuestra vieja amistad?”.[13] En cualquier caso, los juguetes preferidos de los escritores son los libros y los manuscritos. Reyes los coleccionaba y apreciaba. Como buen bibliófilo no se perdía una ocasión de procurárselos. En París, capital de las letras, había muchas ocasiones para practicar este deporte que participa del coleccionismo y de la vida en sociedad. Las subastas de libros son un buen ejemplo. Reyes recuerda una memorable:
La librería de Gide
Por los años de 1925 y 1926 me tocó presenciar en París la subasta de dos notables “librerías” privadas (Tomé de Burguillos —es decir, Lope— llama aún “librería” a lo que hoy decimos “biblioteca”): una, la de André Gide, otra, la de Mlle Adrienne Monnier. De André Gide se dijo que vendía los libros de todos aquellos con quienes había reñido tras la publicación de ese alegato heterodoxo llamado Corydon (reminiscencia de una égloga virgiliana: Formosum pastor Corydon ardevat Alexin). Y ya él se las arregló, en todo caso, para que, entre los importantes precios alcanzados por algunos otros volúmenes de su colección, el Anti-Corydon —libro consagrado a refutarlo— resultara apreciado solamente en unos cincuenta céntimos de entonces.
Tal era la fábula. Lo cierto es que Gide vendió sus libros para juntar algún dinero en vísperas de su viaje al Continente africano. ¡Los libros son tan fáciles de obtener en París! ¿Qué más da tenerlos en casa o en las bibliotecas circulantes? Y luego, como confiesa Gide, puede ser más agradable leer a los clásicos en ediciones universitarias o populares, baratas, que no en ediciones de lujo. Acaso sea el punto de vista más pura y exclusivamente-literario, sin mezcla de “bibliofilia”, espíritu de coleccionista, preocupaciones de decorador de interiores, perfumista, snob o amateur. Además, llega un día en que se lee menos, se relee más, y en que la lectura es mero pretexto o estímulo para espolear a la propia musa. Y por último, dice Gide (cuyas ideas he tratado de resumir): “los bienes no me interesan”. Los bienes, a juzgar por las anécdotas bien conocidas sobre su avaricia, le interesaban mucho menos que el dinero con que se pagan. Ello es que ha vendido sus libros.
No han faltado amenidades y chascarrillos en torno al caso. Tal autor, cuyo nombre olvido, asegura que le envió su último libro con una dedicatoria en que decía: “A André Gide, para aumentar su venta.” A lo que Gide contestó con un libro suyo y esta otra dedicatoria: “A… Fulano, con la estimación —hasta donde ello es posible— de André Gide.”
La subasta, como suele decirse, produjo “un buen pico”. Yo vi la colección acompañado del poeta Jules Supervielle, en la Librería Champion, donde estuvo expuesta unos días antes de pasar a la “venta al martillo” del Hôtel Drouot. La damita de la librería nos instaló cómodamente en sendos sillones, frente a una mesa. Y nos sumergimos un par de horas en esa delicia de las ediciones originales dedicadas por los autores. Con frecuencia, entre las páginas de los libros, encontrábamos cartas autógrafas. Gide conservaba hasta los sobres y había calculado minuciosamente el valor comercial de todo elemento que pudiera enriquecer sus volúmenes. Había páginas inéditas de Paul Valéry, que aún usaba un doble nombre, no sé ya cuál. Había muchas cartas de Pierre Louys, notables por el esfuerzo para convertir la apariencia de los caracteres latinos en un remedo de letras griegas, así como en Juan Ramón Jiménez se aprecia un esfuerzo por convertirlos en letras árabes. Pero algo había que nos desazonaba, y poco a poco nos dimos cuenta: las cartas de Pierre Louys mostraban unas pecaminosas manchitas y todavía daban cierto aroma… Pierre Louys perfumaba sus cartas.
Ah! Corydon, Corydori quae te dementia cepit!
Quédese para otro día la biblioteca de Adrienne Monnier. Su reciente fallecimiento, que un grupo de amigos hemos llorado en el último número de Mercure de France (enero de 1956) nos obliga a suspender un lazo negro a la puerta de su morada, en la inolvidable casita de los libros, calle del Odéon.
Marzo de 1956.[14]
Alfonso Reyes aprovecharía cualquier momento para pasar por Francia, ya sea que viaje a Italia o a los Países Bajos, en sus años españoles (1914-1926). Al igual que sucedió en España, el paso de Alfonso Reyes por Francia no fue en modo alguno desapercibido. Ese momento fue como una larga temporada feliz, según puede documentarse por el libro monumental que le dedicó la estudiosa francesa Paulette Patout a Alfonso Reyes y Francia a quien mucho debe esta antología y de hecho cualquier estudio sobre Alfonso Reyes y Francia. Destaco solo el hecho de que, al salir, Reyes sería reconocido en grado de comendador como miembro de la Legión de honor, distinción que había recibido su propio padre. El banquete oficial de despedida fue organizado por la Revue de l’Amérique Latine. La cena se brindó para 200 cubiertos en los vastos salones del Cercle Paris-Amérique Latine, “estuvo presidia por Anatole de Monzie”.[15] Entre otros invitados estaban los hispanistas encabezados por Ernest Martinenche y el poeta laureado y príncipe de los poetas Paul Fort (1872-1960) hizo llegar un mensaje a nombre de los poetas de Francia. Cabe recordar que Reyes había encontrado al maestro años atrás en la Closerie des Lilas en el verano de 1913, según recuerda Felipe Cosío del Pomar en “Diálogo con mis recuerdos. Con Alfonso Reyes en el París de 1913”: “Sombrero de fieltro negro de ala ancha, las mangas de su macfarlán flotando al viento, alto, delgado, distinguido, de una palidez de noctámbulo, siempre sonriente y enigmático”.[16] No resisto la tentación de transcribir el saludo que el Vizconde de Lascano-Tegui brindó a Alfonso Reyes en ese banquete de despedida en 1927 y que Reyes recogió en su libro Cortesía.

DESPEDIDA A REYES[17]
Señoras y señores: Los artistas del barrio de Montparnasse, que tienen el pelo demasiado largo y que, careciendo de smoking, no pueden atravesar el Sena a nado, me han pedido que interprete ante nuestro querido Alfonso Reyes su afectuosa despedida, la cual confío a los versos que voy a decirles:
A don Alfonso reyes lo han llamado de México.
Me refiero al poeta y no al embajador.
Su familia ha sabido que había adelgazado
y que escribía versos de amor.
Me ha parecido extraño que un motivo tan íntimo
se haya sabido en México y que el temor
de lo que ocurre en casos semejantes
preocupe a la familia del sensible escritor.
¿Quién habrá delatado a los padres inquietos
el secreto afectivo de nuestro soñador?
¿No será acaso su respetable tío,
don Alfonso reyes, el embajador,
ya que estando tan cerca del alma del sobrino
ha podido enterarse de sus versos de amor?…
Muy probable es también que su tío lo viera
en esas noches tibias de París
al lado de una musa
con ojos de Van Donghen, vestida por Jenny…
Tal vez se haya sabido que, olvidando la mesa
familiar de su tío embajador,
prefería cenar en una mala fonda
con varios melenudos, para hablar del color
en las telas inmensas de Diego Rivera,
o de Bracho que esculpe las piernas al revés,
o las ninfas de Zárraga que, aunque griegas de líneas,
son rubias y hablan en inglés.
Tal vez el tío ése, en su puesto imponente,
se haya enterado en más de una ocasión
que su sobrino prefería seguir la línea
sinuosa de un modelo “en dansant le tango”,
que la línea del chaqué de Monsieur de Fouquières
o “la politique de Locarno”,
y que ignorando los libros oficiales,
compraban junto al Sena los libros de ocasión.
¡Oh sobrino terrible, y angustia de su tío
que, yendo a una visita con su aire marcial,
habrá visto a su propio sobrino
reírsele al espejo de su aire oficial!
¡Oh terrible sobrino, que publica libros
de estética con el nombre del embajador,
escritos con pureza digna
del cisne de Anacreón!
Pesadilla del tío que redactaba notas
a máquina y sin ninguna emoción
“saludando a Su Excelencia con mi más alta consideración”.
Nosotros, los que somos amigos del sobrino,
despidiéndonos del tío, con toda gravedad,
podemos repetirle sin ambages
cuánto lo quisimos. Y aunque no es de nuestra edad
el señor venerable que ilustró con sus obras
la biblioteca de la amistad
franco-mejicana, tendrá la inocencia
de aflojar una sonrisa y nos comprenderá.
Nosotros, los que tanto queremos al sobrino
y que a su lado supimos soñar
que asesinábamos a las estrellas
y al tiempo, y que hablábamos con claridad
que escapa a las esferas diplomáticas,
demasiado solemnes —pues huelen a humedad—,
hacemos hoy los votos íntimos y sinceros
porque, tarde o temprano, vuelva a esta ciudad,
y si su venerable tío retorna
a París como embajador,
traiga de secretario a su sobrino,
este joven que hoy hace versos de amor,
que pone su afecto donde su mirada
y cuya voz busca el corazón
hasta emocionar a las mujeres que pasan y dicen:
“Mais c’est un charmant garçon!”
En ese entonces ya tendrá bigote,
soñará menos, comerá mejor
y podrá oír, maduro, las confidencias
políticas de su tío el embajador.
Iremos a recibirle y a estrecharle en los brazos,
le hallaremos tostado por el sol,
como siempre cordial, y entonces le diremos,
casi habiendo olvidado el español:
—Oh cher poète à l’âme vagabonde
qu’en carte de visite a la carte du monde,
revenant à Paris, ville des enfants prodigues
où viennent apaiser leurs soifs et leurs fatigues,
de l’orgueil et de foi écoeurés,
cherchant la jeunesse, les charmes et les grâces,
c’est au milieu des jeunes qu’ils vont les retrouver,
au cœur de Montparnasse
où, poète, on t’attendait.
Estos versos hacen ver hasta qué punto la figura de Reyes caló en la cerrada ciudad de las letras francesas. De París Reyes viajó a México y luego a Buenos Aires, después a Brasil y regresó de nuevo a Argentina para finalmente alcanzar México, a donde llega en 1939. Siempre lo acompañó el espíritu de Francia, sobre todo a partir de esa fecha en la cual México se convierte en una tierra de refugio para los huéspedes españoles, franceses y de otras nacionalidades que salían de Europa huyendo de las oleadas del fascismo. Estos recorridos los dibuja con exactitud la estudiosa francesa Paulette Patout. El extenso memorial armado no podía ni quería dar cuenta de todos y cada uno de los contactos con la cultura literaria y artística francesa que tuvo Reyes en sus años de Francia y después. Esto lo comprobará el lector al sopesar la antología que tiene entre manos y puede documentarse a través de la correspondencia que Reyes tuvo con un número significativo (en varios sentidos) de franceses: Raymond Foulché-Delbosc, Ernest de Martinenche, Jean Cassou, Gisèle Freund, Marcel Bataillon, Robert Ricard, el maestro de Paulette Patout, entre muchos otros. Por cierto, casi todos ellos excelentes hispanistas.

La relación entre los hispanistas europeos y los mexicanos e hispanoamericanos es el telón de fondo contra el cual se recorta la afición por Francia del mexicano. Vale la pena recordar cómo el hispanista francés Marcel Bataillon conoció a Reyes en España un año después de la guerra:
Cuando, en el Madrid de 1919, conocí a Alfonso Reyes esto fue en compañía de Américo Castro, ante un vaso de cerveza, a la salida de los cursos de los estudiantes extranjeros que yo seguía en plena canícula, en el “Centro de Estudios Históricos” de la calle de Almagro. Reyes vivía todavía en un exilio necesitado; se entregaba con todo su saber y su talento a trabajos de subsistencia para las editoriales, para el mayor resplandor de los clásicos alabados por Azorín (piénsese en su traducción del Mío Cid en castellano moderno). Pero tenía legítimamente su mesa de trabajo en el centro. Ahí sostenía con honor su lugar de trabajador benévolo entre los filólogos de la escuela de Menéndez Pidal. Era, a los 30 años uno de los maestros de la crítica textual de Góngora. Había entregado a la Revista de Filología española, sobre “un tema de la vida en sueño” un gran estudio que le hubiese gustado hacer a más de un historiador preñado de ideas que se convierten en topoi literarios. Es decir que Alfonso Reyes si no hubiese realizado su destino de escritor encontrando, como Claudel su forma de ganarse el pan, sus socios, el ensanchamiento de su espíritu en la carrera diplomática honradamente abrazada habría podido hacer una brillante carrera de profesor universitario. La vida, al haberle dejado más que a su amigo Larbaud el tiempo y la fuerza de realizar sus ricas virtualidades lo llevó, hacia 1950 a fundar en la capital de su país ese Colegio de México, inspirado a la vez en el Centro de Madrid y en nuestra École pratique des Hautes Études y donde numerosos antiguos miembros del Centro, españoles, exiliados, encontraron su lugar al mismo tiempo que supo dotar a México de ese Colegio Nacional inspirado en el Collège de France donde él mismo enseña la cultura helénica.[18]
Estas palabras de Marcel Bataillon escritas como preámbulo a la correspondencia de Valéry Larbaud / Alfonso Reyes (1923-1952) dejan ver hasta qué punto la vocación del hispanista en Reyes está relacionada con sus lazos con Francia y los franceses.
Reyes siguió manteniendo un contacto muy vivo con la cultura francesa una vez que estuvo en México. Tuvo que regresar a Francia brevemente a pronunciar un discurso en la UNESCO el 23 de noviembre de 1946, estuvo menos de una semana, lo instalaron en “un verdadero departamento con salón, sobre los Champs Elysées, muy lujoso”,[19] fue en compañía de Julian Huxley y señora al ballet francés. Al día siguiente, 24 de noviembre, recorrió Montparnasse “evocando cosas de hace veinte años. Recaló en Le Boeuf sur le Toit y en La Constellation, para oír canciones de otros días”. De aquella época es el poema:
Al salir del “jockey”[20]
Los techos de París exhalan
ya las primeras golondrinas,
y en el bochorno azul que baja
sube una paz vegetativa.
Silencio, cuando la caricia
sus pétalos olvida por las frentes.
Miente quien dijo “todavía”,
y quien dijo “ya no más” miente.
Desde cada pestaña, una
gotita de risa le tiembla,
mientras divaga el ala de la luna
entre la noche coqueta de estrellas
26, mayo, 1926.
El poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón dice haber sido testigo del encuentro de Alfonso Reyes con Kikí de Montparnasse, la vieja actriz que había sido su amiga: “En el cabaret, al cual llegaría Kikí, se sentó en el fondo, de espaldas, frente a un gran espejo que reflejaba la entrada. Ya muy tarde, la vio avanzar borrachísima, el copioso alud del maquillaje destartalado. Cuando estuvo atrás de él, Reyes se volvió sorpresivamente y la abrazó. ‘Fuimos muy hipócritas los dos —me decía, sonriendo—. Nos repetimos que no habíamos cambiado. Gesticulaba enfrente una especie de payaso en derrota, que me besaba y lo besaba. La sombra de la linda muchacha que cantaba en Le Jockey, que Foujita pintó desnuda. Brotaron lágrimas de brandy y emoción. Supongo que mi descalabro era semejante’”.[21] La cita de Cardoza se debe a Víctor Díaz Arciniega, quien a su vez fue alertado por Alberto Enríquez Perea. El París que visitó Reyes poco después de la guerra no le dejó un buen sabor de boca.
La Segunda Guerra Mundial y los años que siguieron trajeron a México a muchos visitantes de ese país. Uno de ellos fue Jules Romains, quien escribió buena parte de su obra en México durante esos años, según tuvo que aclarar Reyes a una publicación británica: “El señor Jules Romains no pasó todo su exilio en los Estados Unidos. Estuvo algunos años en México, y en México concluyó su gran novela. En esta ocasión, los escritores mexicanos le ofrecieron un banquete (el 17 de octubre de 1944) y yo, como viejo amigo, tuve el honor y el placer de dirigirle el discurso oficial.[22]”.[23] El discurso se encuentra reproducido en las Obras completas “Jules Romains en el Instituto Francés de la América Latina”.[24]
No es muy conocido el texto que el escritor surrealista André-Pieyre de Mandiargues dedicó a Alfonso Reyes con motivo de su muerte.
Alfonso Reyes, 1960
Alfonso Reyes, que murió recientemente en México, era uno de esos hombres raros y para mi gusto admirables que han elegido amar apasionadamente la literatura y consagrar su vida entera al servicio de la cosa escrita. Ese no es el único rasgo de semejanza que le vemos con Larbaud, quien fue su amigo y con el cual sostuvo una larga correspondencia. Rico, hijo de un general mexicano […] que tuvo la desgracia de caer muerto combatiendo, según creo, al partido de Madero, se había hecho construir una gran biblioteca de dos pisos, con aires de yate o de barco con su puente circular en balaustrada y sus dos escaleras de cobre y de madera barnizada, su oficina como la cabina del capitán. Alrededor de su biblioteca, había hecho construir una casa de buen tamaño también, pero es en el lugar central donde él se mantenía habitualmente, fingiendo ser poco capaz de moverse, y recibía en ese buque mujeres visitantes, principalmente jóvenes actrices, pues inmediatamente después del libro la mujer era el objeto de su predilección.
¿Escandalizaría yo escribiendo de esta forma el elogio fúnebre de un hombre que fue un gran escritor de lengua española y uno de los mejores espíritus críticos y de los más agudos de nuestro tiempo? Espero que no, pues me parece que la muerte es un acontecimiento muy ordinario ante el cual no tiene una necesidad de tomar aires de circunstancia, todavía menos cabe transformar en momias de aparato a seres que supieron pensar y vivir manteniéndose lejos de todo conformismo. Reyes admiraba particularmente la obra de Sade, su enseñanza filosófica, y tenía una agradable simpatía por el personaje de Landrú, sobre el cuál escribió un opúsculo.
Su obra, abundante y variada, toca casi todos los géneros en prosa y en poesía y, por lo general, se está de acuerdo en juzgar que en lo más alto de ella están sus ensayos, en la crítica y en las traducciones. Pero, a mi entender, no contiene nada que sea más original y seductor que un breve libro publicado tardíamente (1953) y que hace pensar un poco en las Petites Causes célebres [Pequeñas causas célebres]:[25] Árbol de Pólvora, cosecha de variaciones sobre el tema del lenguaje y la expresión narrativa del que, lo menos que se puede decir, es que, con mucho humor e inteligencia, se sitúa en la punta del espíritu moderno. Quedan avisados los traductores.[26]
Son un poco más conocidas sus relaciones con el escritor René Etiemble (1909-2002), quien también dedicó a Reyes un par de textos a su muerte. Recientemente se ha recordado la amistad y estima que tuvo Reyes desde ese lugar de la Capilla Alfonsina con la fotógrafa francesa nacida en Alemania Gisèle Freund.
A tal punto traía Reyes la memoria de París a flor de piel que cuando en 1955 le escribe Emilio Uranga, que se encuentra en esa ciudad, el regiomontano la responde:
México, D. F., 10 de octubre de 1955.
Sr. D. Emilio Uranga
(20a) Quickborn / Elbe,
Kr. Dannenberg / Hannover
A L E M A N I A
Mi querido Emilio:
He leído con vivo interés su carta del 6 de octubre. Siga escribiéndome con igual libertad, y déjeme a mí la libertad de contestarle con laconismo, porque así me lo exigen el estado actual de mi vida y de mi salud. Me interesa saber que usted se recobra y deseo ardientemente que respire el aire de Francia. La atmósfera de París es aséptica. El reloj del puente del Sena, metido en la fachada del Palacio de Justicia, sigue andando con regularidad desde el siglo XVI. Mucho me divirtió su anécdota culinaria. Sea feliz. Un abrazo de su
[Firma]
Alfonso Reyes.
El autor de Memorias de cocina y bodega sabía muy bien de lo que hablaba: el “Palais de la Cité” es uno de los lugares de mayor tradición de Francia. Ahí estuvo el emperador Juliano que fue proclamado emperador en París en 361 y se refiere que le gustaba el clima de esa región. El cronista Joinville refiere que el Rey San Luis recibía ahí a los más pobres. Este fue el palacio de muchos reyes como Roberto el Piadoso, Felipe el Hermoso, Luis XI, Carlos VIII, Luis XII. En 1618 fue devastado por un incendio y fue preciso reconstruirlo, Boileau y Voltaire nacieron en la zona del Palacio y justamente el segundo le escribe al primero en una epístola: “En Palacio, nací como tu vecino”. En la gran “sala de los pasos perdidos” Victor Hugo situó la primera escena de su novela Notre Dame de Paris. La construcción se prolonga hasta la Torre del Reloj en uno de los ángulos del muelle. Está construida en el estilo del siglo XIV, el reloj es notable por la enorme carátula hecha siguiendo los gustos del Renacimiento. En el Quai de L’Horloge eran detenidos los acusados del tribunal revolucionario y ahí redactó sus Memorias Madame Rolland antes de subir a la guillotina. Otro vecino de la zona fue Prosper Mérimée.[27] Desde luego, Reyes sabía que París podía ser una ciudad difícil para los latinoamericanos, sobre todo para los escritores desdeñosos de su apariencia. Para los latinoamericanos, París podía ofrecer no un paraíso sino una “temporada en el infierno”, como bien lo saben los lectores de César Vallejo.
Francia fue para Alfonso Reyes no solo un lugar sino un plano de fondo, como le dice al mismo Uranga en otra carta: “Su carta me conmueve. Tal vez, allá de lejos, se sienta usted más cerca de mí. Eso ha sucedido a algunos amigos. Hay que echarse un poco atrás para ver las cosas en conjunto, y tal vez mi verdadero plano de fondo no esté en el hoy y el aquí de la ciudad de México. Me dice usted que me siente humanamente en consorcio con la tierra europea.”[28]. Esto tiene que ver con la percepción que se tenía de Alfonso Reyes por algunos amigos en París como Adrienne Monnier, la animadora de la famosa librería Shakespeare and Company, muy amiga suya y de Gisèle Freund, quien dice así del regiomontano en la carta que le escribe lamentando la desaparición de la amiga común: “Usted bien sabe que entre sus amigos latinoamericanos era usted a quien más admiraba y estimaba. Tantas veces hablamos de usted; ella se proponía poner todo en marcha para que se publicaran en Francia todas las obras de usted aún desconocidas aquí. Será con el paso del tiempo que se reconocerá la importancia central que ella desempeñó en la literatura de nuestro tiempo. Adrienne nunca se vanagloriaba de eso. Era de una modestia ejemplar.”[29]

En 1958 Reyes dirigió, meses antes de morir, un “Saludo a los escritores de Francia” en el cual se cala su emotivo itinerario por los senderos de Francia que se confunde, de hecho, con los caminos de su propia vida trashumante:
Saludo a los escritores de Francia[30]
Saludo a los escritores de Francia, mis amigos y mis maestros muy admirados y queridos. Mi trato con las letras francesas —a las que debo tantas enseñanzas y orientaciones, y algunos de los más profundos deleites de mi existencia— empieza desde los albores de mi niñez, en cuanto me fue dable descifrar los textos escritos. Un segundo instinto me conducía derechamente al amor de Francia. Mi trato personal con los escritores de aquel país comenzó antes de 1914, siendo yo secretario de la legación mexicana y cuando sólo había publicado mi primer libro; continuó, por correspondencia y cambio de publicaciones, durante los diez años de mi permanencia en España, con ocasionales viajes a París o a Burdeos. (Desde hace unos treinta años soy amigo del director del Collège de France, Marcel Bataillon, y del rector Jean Sarrailh.) Se robusteció singularmente cuando, de 1924 a 1927, tuve la honra de ser ministro de México en Francia; no se ha interrumpido nunca: testigos, Jules Romains, Jules Supervielle, Francis de Miomandre, Jean Cassou, Mathilde Pomès, Marcelle Auclair, Etiemble, a quienes cito en desorden, lamentando no continuar la lista, porque sería inacabable, y lamentando singularmente no poder acudir ya a los testimonios de Paul Valéry y de Valery Larbaud. Y “veinte años después” de mi misión diplomática, como en la novela, tuve todavía ocasión de volver a Francia con la delegación mexicana ante la UNESCO, y de comprobar por mí mismo que —a pesar de los inevitables estragos del tiempo— no había crecido la yerba en las veredas de la amistad.
De mi frecuentación con el espíritu y las letras de Francia queda constancia en toda mi obra. Yo, como toda la Tierra, vivo con los ojos puestos en Francia. El mundo se ha acostumbrado secularmente, y por muy justas razones, a escuchar las voces que vienen de Francia. De aquí la gran responsabilidad de los escritores franceses, sobre todo en horas de perturbación, pues sus palabras —hasta pronunciadas a veces en voz baja— alcanzan a toda la humanidad.
El año de 1936 —y sigue de historia—, ante la VII Convención del Instituto de Cooperación Intelectual reunida en Buenos Aires, Georges Duhamel abrió la plática en nombre de Europa. Yo le contesté en nombre de la América Latina, y recuerdo que acabé diciendo: “Hemos alcanzado la mayoría de edad. Muy pronto os habituaréis a contar con nosotros”. La predicción se ha cumplido. Hoy por hoy, creo que no hay verdadero escritor en Francia a quien no interesen los mensajes que le llegan de nuestras Américas, o que no se haya habituado a la presencia de los latinoamericanos en los más altos centros de la cultura. Amigos y maestros: nos habéis dado constantes pruebas de la más benévola atención y la comprensión más generosa. Y apenas hace una semana, la egregia Universidad de París quiso coronar mi carrera académica, otorgándome el título de doctor honoris causa, lo que aquí agradezco públicamente.
Amigos y maestros: recibid la confirmación de mi simpatía y mi admiración invariables, y el agradecimiento de este oficial de la pluma, hasta cuyas playas americanas ha llegado siempre, para trocar las palabras del gran poeta parnasiano que ha sido a la vez vuestro y nuestro, el aroma de la flor nacida en los jardines de Francia.
Alfonso Reyes
(Por grabación radiofónica)
México, 22 de noviembre de 1958[31]
Estas palabras recuerdan otras a las que se refiere su amigo el sinólogo y crítico Etiemble quien fue testigo de otra veloz improvisación de Reyes en el marco de la guerra unos años antes:
Durante el año que pasé en la radio aliada de Noviyor en 1943, tuve la suerte de encontrar ahí a Alfonso Reyes quien, con motivo de nuestro 14 de julio, redactó en francés, ante mí, una alocución que luego leería ante el micrófono y que fue retransmitida por onda corta a los nuestros que en la Francia ocupada, escuchaban entonces la BBC. Me regaló el manuscrito de esas páginas. La mejor manera que tengo de hablarles a ustedes de él es leerles dos párrafos de ese texto.

René Etiemble visitó a Reyes en México un día después de la muerte de Vasconcelos, el mismo año en que fallecería, en diciembre, el autor de Visión de Anáhuac. A sus ojos Reyes era:
“Uno de los últimos sobrevivientes del humanismo y del espíritu enciclopédico, especie lamentablemente en vías de extinción y que al faltarle a la humanidad, ésta perderá lo más seguro de sí misma”.[32]

[1] Alfonso reyes, “El cocinero de mi niñez”, en Obras completas, t. XXIV en “Crónicas de Monterrey”, Fondo de Cultura Económica, primera edición, 1990, pp. 526-527.
[2] Alfonso Reyes, Cuadernos, vol. 0 al 7, presentación de Alicia Reyes, México, El Colegio Nacional, 2013.
[3] Paulette Patout, op. cit., p. 54.
[4] Rubén Darío, “Shakespeare en la política hispano-americana”, en Adolfo Castañón, Alfonso Reyes: caballero de la voz errante, México, UANL, AML, Juan Pablos Editor, 2012, pp. 38-42.
[5] En ‘Proemio’ OC, t-I, p. 7.
[6] Las cuentas de las referencias de estos autores se debe a la existencia de Alfonso Reyes en una nuez, el índice onomástico de todas las obras completas de Alfonso Reyes, que se encuentra en proceso de publicación en El Colegio Nacional, con pie de imprenta de 2018.
[7] Alfonso Reyes, “Noche de consejo”, en Obras completas. Repaso poético [1906-1958], tomo X, México, Fondo de Cultura Económica, Letras mexicanas, 3ª reimpresión, 1996, pp. 65-66.
[8] “Los dos augures” fue publicado en Sur (Núm. 3, invierno de 1931) pero sólo será recogido más de veinte años después en Quince presencias (1955). Reyes había viajó a México desde París a principios de abril de 1927; permanecería aquí desde el 8 de abril hasta el 5 de junio pasando por Veracruz, la ciudad capital, Querétaro y Monterrey. La travesía duró desde el 11 hasta el 30 de junio.
[9] Alfonso Reyes, Obras completas, t. X (fragmento) “Para el catálogo de Gregorio Prieto”, p. 256, firmado en “Buenos Aires, abril, 1929”.
[10] Las cartas se encuentran en El cerro de la silla. Papeles íntimos que Alfonso Reyes envía a José Luis Martínez, Edición de Rodrigo Martínez Baracs y María Guadalupe Ramírez Delira (borrador inédito).
[11] Correspondance, 1923-1952. Valery Larbaud / Alfonso Reyes. Avantpropos de Marcel Bataillon. Introduction et notes de Paulette Patout. Publié avec le Concours du Centre National de la Recherche Scientifique, Librairie Marcel Didier, Paris, 1972, pp. 48-49
[12] Op cit., pp. 44-45.
[13] Alfonso Reyes, Diario VI 1945-1951, edición crítica, introducción, notas, fichas biobibliográficas, cronología e índice de Víctor Díaz Arciniega, México, FCE, 2013, p. 93.
[14] Alfonso Reyes, “La librería de Gide”, Obras completas, tomo XXII, Las burlas veras, segundo ciento, México, FCE, 1989, pp. 643-644.
[15] Patout, p. 485.
[16] Cuadernos, No. 99, agosto 1965, citado por Patout, p. 97
[17] Alfonso Reyes, Cortesía (1909-1947), Editorial CVLTVRA, T.G., S. A., 1948, pp. 75-78
[18] Correspondance, 1923-1952. Valery Larbaud / Alfonso Reyes. Avantpropos de Marcel Bataillon. Introduction et notes de Paulette Patout. Publié avec le Concours du Centre National de la Recherche Scientifique, Librairie Marcel Didier, Paris, 1972, pp. 10-11.
[19] Diario VI, p. 50.
[20] Cortesía (1909-1947), Editorial CVLTVRA, T.G., S. A., 1948, pp. 65-66.
[21] Cardoza y Aragón, El río. Novelas de caballería, citado en el Diario VI, p. 50.
[22] Jules Romains, Les hommes de bonne volonté; su estancia en Mexico, y el discurso de AR.
[23] El cerro de la silla. Papeles íntimos que Alfonso Reyes envía a José Luis Martínez, Edición de Rodrigo Martínez Baracs y María Guadalupe Ramírez Delira (borrador inédito).
[24] Obras completas, VIII. Tránsito de Amado Nervo. De viva voz. A lápiz. Tren de ondas. Varia, México, fce, 1996 (Letras Mexicanas), pp. 191-192.
[25] Puede referirse a Gavarni, Sulpice Paul Chevalier, La Correctionnelle: petites causes célèbres, études de mœurs populaires au 19 siècle, 100 litografías por Gavarni, París, 1840.
[26] André Pieyre de Mandiargues, Pages mexicaines, bajo la dirección de Alain-Paul Mallard, con la colaboración de Sibbylle Pieyre de Mandiargues, Gallimard, Maison Amerique Latine, 2009, p. 97.
[27] Cf. Bonnefus, Raymond, et. al., Guide Littéraire de la France. Bibliothéque des Guides Bleu, Editions Hachette, París, 1964, p. 3 y Dictionnaire de la conversation et de la lecture, F. Didot, Paris, 1853, vol 14, p. 110.
[28] Emilio Uranga, Años de Alemania. Diario (1954-1955). Cartas a Luis Villoro (1952-1956). Cartas cruzadas con Alfonso Reyes (1954-1956) seguido de Ensayos y artículos dispersos de Uranga (1951-1971), edición y notas por Adolfo Castañón, palabras preliminares y notas al Diario por José Manuel Cuéllar, con textos de Luis Villoro y Guillermo Hurtado, Instituto de Investigaciones Filosóficas UNAM, Bonilla y Artigas Editores, 2017, en prensa.
[29] 6 de septiembre de 1955.
[30] Texto encontrado, sin indicación del destinatario, en los archivos de la Capilla Alfonsina. [Nota de Paulette Patout]
[31] Paulette Patout, Alfonso Reyes y Francia, traducción de Isabel Vericat, México, El Colegio de México, 2009, pp. 671-672.
[32] Alfonso Reyes en Cést le bouquet L’Hygiène des lettres, Vol. V. Gallimard, Paris, 1967, p. 434.